El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Un paseo por las entrañas de la Venezuela «chévere»

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Son las 4 y 45 de la tarde. Estoy en La Morita,  un punto que no debe aparecer en los mapas de Venezuela porque es un lugar en el medio de la nada. En la carretera que une los estados Mérida y Táchira.

Es un pueblo tan insignificante para el común de los venezolanos que de no ser porque me encuentro en una larguísima cola para poner combustible,  ni siquiera me habría detenido a mirar el.aviso verde con letras blancas a la orilla de la vía que indica que estoy en «La Morita».

Esta historia comenzó hace un par de días cuando decidimos asistir a la celebración de 15 años de mi sobrina Karen para aprovechar la fiesta y saludar a mis sobrinos que viven fuera de Venezuela y que vinieron exclusivamente para la celebración en San Cristóbal.

No es fácil celebrar la unión familiar y hacer turismo interno en esta Venezuela

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que nos legó Chávez.  Por mucho que uno se ufane de ser precavido y haber aprendido a sobrevivir en este caos del socialismo del Siglo XXI, las sorpresas y los imponderables siempre terminan por imponerse

Yo pensaba que al contar mi vehículo con el chip de racionamiento de combustible me ahorraría la incomodidad de hacer las largas colas para repostar combustible que se aprecian por todas las estaciones de servicio de la ciudad a cualquier hora del día que la gasolinera esté de servicio. ¡Qué iluso!

Las colas son justamente de los que cuentan con el famoso chip. Sí. Una vez más la propaganda oficialista nos engañó.  El chip del racionamiento no aminoró las colas de las gasolinares como cacareó el régimen para instalarlo. Y como en este país lo anormal, por frecuente,  termina pareciéndonos «normal», cuando comenté acerca de esas largas filas de autos, alguien me dijo:

-Sí. Son largas. Pero pasan rápido. Uno tarda sólo como media hora para poner gasolina.

A eso sólo pude responder que rápido es llegar y en tres minutos estar servido con la cantidad de combustible que necesite y pueda pagar. Y no perder media hora para que surtan máximo 30 litros. Ni un cc más. 

En fin, que al segundo día vimos una cola que «solo» media una cuadra de carros y nos metimos a repostar.  Unos 20 minutos más tarde, salimos con nuestros 30 litros en el tanque.

Esa noche, pretendí compartir con mis sobrinos de Estados Unidos un helado y fuimos a una famosa heladería. 

Todo normal. Como en cualquier país del mundo llegamos a la caja para hacer el pedido, pagar, recibir los helados y sentarnos a disfrutar del fresco de la noche en las mesas de la terraza.

¡Oh, sorpresa!  La heladería no tenía o no le funcionaba el punto de venta. Solamente aceptaban efectivo.

Con el dinero que teníamos,  compramos algunos helados y mientras los comían fuimos, allí mismito, a un cajero automático para sacar el efectivo que faltaba para los otros. 

Para hacer un largo viacrucis corto, sólo diré que tuvimos que ir a cuatro o cinco sitios porque unos cajeros no funcionaban y otros no tenían efectivo disponible. Cuando llegué,  ya mis invitados se habían comido sus helados. Pedí el mío. Y de esa manera se desarrolló nuestro compartir familiar,

¡Qué linda y chévere se nos ha vuelto Venezuela!

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Llegó el momento del regreso.  Como teníamos aún medio tanque de gasolina, decidimos no hacer las interminables colas de tres cuadras y agarrar carretera, una vez más confiados en que con el famoso chip no tendríamos inconvenientes en rellenar el tanque en cualquier estación del camino.

¡Qué ilusos!

Íbamos a tomar el camino más corto. Por la vía de Machiques. La mala señalización de la vía nos hizo dar un largo rodeo y extraviarnos.

Preguntamos y retomamos la vía. Al llegar a cierto punto, un piquete de la Guardia Nacional tenía trancada la carretera. Un efectivo con más fusil que edad nos informó que no había paso porque en Orope estaban protestando.

«¿Tardarán mucho en reabrir el paso?» Preguntamos ingenuamente.

«Están quemando dos gandolas»,  fue la respuesta recibida.

Deshicimos el trayecto.

Pasamos una estación de gasolina. Cerrada. «A diez minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. «A 15 minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. Nos quedaba memos de un cuarto de tanque y más de la mitad del camino por recorrer.

Comemzábamos a ser presas del pánico y la angustia. 

Un hombre al que preguntamos nos dijo:

«En esa casita de las matas de coco, venden gasolina».

Una vivienda humilde con encharcada entrada de tierra y.cortinas en lugar de puertas. Junto a la estación de servicio. Nos atendió un chico:

-¿Cuánta gasolina quieren?
-¿Cuánto cuesta?
-¿Cuánta quieren?
-Unos veinte,  veinticinco litros.
-Salen en 800 bolívares, los 20 litros.

Para quienes leen esto y no saben, el tanque del carro de 40 litros se llena con unos cuatro bolívares.  Echen numeros.

Dijimos no.

Decidimos correr el riesgo y continuar andando hasta una próxima gasolinera.
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Es así como llegamos a La Morita a las 4 y 45 de la tarde. El calor y la humedad son sofocantes. Mientras escribo,  miro el reloj del panel frontal del carro. Han pasado 40 minutos desde que empezamos a hacer la cola en plena carretera. La fila avanza lentamente.

Sediento,  me bajo a comprar un agua energizanfe. Un par de loros con su alegre graznido surcan el cielo en vuelo sobre mi cabeza.

Retomo mi puesto en la cola. Al lado, el bombero levanta una vara con el chip de los motorizados para que el scanner pueda leerlo y despacharles su combustible.

Una hora y diez minutos después,  con los 30 litros de gasolina que nos correspondían por el día en el tanque y 2 bolívares menos en el bolsillo. Salimos de la gasolinera para retomar el camino de regreso a casa.

Empieza a oscurecer. Tenemos seis horas rodando en un viaje que se suponía haríamos en cinco, y aún nos falta más de la mitad del trayecto.

Estamos agotados. Tal vez sea tiempo de parar

Golcar Rojas

Hora y media en las profundidades del socialismo. ¡Llego leche!

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Mi cabeza parece una vasija llena de grillos, chicharras y sapos. Estoy aturdido como si estuviera en una discoteca con la música a todo volumen. Mi pecho da brincos como cuando el changa changa del DJ excede la capacidad de decibelios del equipo y uno está junto a una corneta que distorsiona el bom-bum de la música.

La tortura comenzó cuando me disponía a sentarme a seguir mi re-lectura de Trópico de cáncer -con el precio actual de los libros, toca recurrir a los ejemplares que uno guarda en la biblioteca-, y repicó el celular:

-¡Venite ya, que van a sacar leche en polvo de la que cuesta 40 bolívares!

Aparte del precio, lo que más me impulsa a cerrar el libro y correr al supermercado es que haya leche y poder olvidar por un tiempo la asquerosa leche líquida ecuatoriana que conseguí la última vez y que era un agua amarillenta e insípida.

Dejo el libro a un lado, tomo mi billetera con la cédula de identidad -requisito indispensable para poder comprar productos de primera necesidad- y me voy a paso rápido al supermercado.

La gente empieza a aglomerarse. El dato ha corrido por diferentes vías y el local se llena de compradores. Aún no sacan la leche.

-Mientras la sacan, pasa por la captahuellas. Me susurra mi amiga.

-Pero yo hace como dos horas que vine registré mi huella. Le advierto, pensando que no tendría que volverlo a hacer.

-Cada vez que vengas tienes que pasar por la captahuellas, Golcar. Eso se desactiva una vez que se registra tu compra en la caja. Así que anda antes de que se haga más larga la cola.

Le pregunto si los bachaqueros se han ahuyentado con las captahuellas y me dice que a ella le parece que ahora hay más bachaqueros que antes.

Me empieza a incomodar la situación pero ya estoy allí y me da vergüenza despreciar el gesto de la amiga que tan amablemente se toma la molestia de llamar y avisarme cuando llegan productos de los que escasean. Asumo una «actitud de sociólogo», repiro profundo y me resigno a pasar por la aventura cotidiana del socialismo del Siglo XXI legado por el insepulto Chávez.

Me meto en la fila de la captahuellas. Han habilitado tres aparatos para la ocasión. La gente sigue llegando al local.  La cola tras de mi se va haciendo aceleradamente más larga.

La gente se empieza a impacientar. Se miran unos a otros con desconfianza. Nadie dice con claridad a qué han venido pero todos sabemos que el dato de la leche en polvo se ha regado velozmente.

Al poco tiempo, la cola es una larga anaconda furibunda. Ya yo he pasado por la captahuellas y observo como la hilera crece, atraviesa el local, serpentea, se enrosca hasta llegar a la pared del fondo. Hay un murmullo general con una rabia contenida. La fila es una vibora enfurecida que parece estar dispuesta a atacar y soltar su veneno en cualquier momento. No veo por ningún lado la alegría con la que Méndez, encargado de los «precios justos» del gobierno, dice que el pueblo compra lo que necesita. En la fila lo que se respira es rabia, incomodidad,  desconfianza, ira.

Hay algunos amagos de pelea entre la gente que no piensa permitir que nadie se colee. En estos casos, no vale que seas mayor de 60 años, que andes con bastón o andarivel, que lleves tapaboca o estés embarazada. Nadie tiene preferencia y la mirada de furia de quienes están en los primeros puestos de la cola y de los empleados del supermercado encargados de resguardar el orden lo certifican.

En la captahuellas también hay los momentos de incomodidad y roce. El sistema está lento. A algunas personas la máquina no les reconoce la huella. Pasa mucho con la gente mayor.

Pruebe con el otro dedo.
Límpiese bien el dedo.
Pongamos gel en la captahuellas.

Algunos se van furiosos sin poder comprar porque su huella parece estar definitivamente borrada. Otros logran superar la prueba.

Le digo a mi amiga que ya registré la huella y le consulto qué debo hacer.

-Da unas vueltas por allí. Ya la van a sacar. Disfruta de la «patria» y del socialismo.  Me dice con sonrisa sarcástica.

Observo a la gente. Por ningún lado veo «la felicidad de comprar lo que se necesita al precio justo». Sin duda, Méndez no ha venido en momentos como estos cuando comprar es adentrarse en las profundidades del socialismo a la cubana.

Un empleado le da un golpe con su hombro por la cara a una señora. Esta grita y se soba la mejilla. Le digo sonriendo «Eso es el socialismo».

-No. Eso fue un coñazo. Y se sigue sobando.

Se hace difícil moverse. Sigue llegando gente y nadie se va porque todos esperan la aparición de la preciada leche. Registran sus huellas y permanecen en el local. Nadie dice con claridad a qué esperan pero todos lo sabemos. Algunos preguntan qué van a sacar y se les responde con dudas:

-Dicen que leche en polvo.

Ya ha pasado más de una hora y nada que sacan la leche. A mí la impaciencia ya me gana. La barriga me da brincos. Las sienes me palpitan. Hago chistes necios con la gente para distraerme. Le comento a mis amigos que trabajan en el sitio que no sé cómo no han enloquecido.

-Yo estoy que me subo las enaguas y me jalo los pelos del chocho, como diría mi madre. Les comento y ríen a carcajadas.

-Ya nos acostumbramos. Dicen, pero la tensión en sus rostros y la ira en la mirada los delata. Ellos también están al límite.

Un empleado habla con uno de los vigilantes:

-Anda a buscar a tus compañeros porque yo solo ni de verga saco eso. Si vengo con la carrucha y se me viene la gente encima, dejo esa vaina botada.

«Tienes culillo», le digo riendo y el hombre sonríe y asiente con su cabeza: «La pinga».

Custodiada por unos seis hombres sale rodando la carrucha con las cajas de leche. La gente se alborota. Los murmullos ya son gritos. Corren todos a las cajas a hacer la cola para pagar pues la leche la entregarán después de cancelada. Dos paquetes de 900 gramos por persona.

Quedo de cuarto en mi caja. En la mano llevo dos paquetes de medio kilo de caraotas, un kilo de sal y una mayonesa. La cajera es lenta y hay una compra grande de primero. Pasa gente que consulta si deben pasar por la captahuellas para comprar compotas. Sí y son solo cuatro por persona.

Veinte minutos más tarde, pago. 166 bolívares hace mi cuenta con los dos paquetes de leche. Un solo paquete de 900 gramos de la descremada en polvo que se consigue con más frecuencia y facilidad cuesta 250 bolívares. Casi cien más de lo que estoy pagando por un kilo de caraotas negras, uno de sal y la mayonesa de medio kilo. He ahí la razón de tanto barullo.

Pago. Una corta cola para que me entreguen la leche y me despido de mi amiga con un beso y el corazón en la boca de hora y media de angustia y rabia contenidas. Hora y media en las que, una vez más, la realidad desmiente la propaganda oficial. Falso que las captahuellas agilicen o disminuyan las colas y eviten el bachaqueo.

-Gracias, cariño. Me voy a hacer yoga para recuperar mi centro.

-Ja ja ja ja, ahora sí me habéis hecho reír. Ya sabes lo que es tener patria. Has vivido la experiencia del socialismo profundo.

Golcar Rojas

El bachaqueo de cada día

bici

Ya no sé si es resistencia al cambio. Miedo a lo desconocido. Temor a enfrentar una nueva vida.  Una especie de resignación.

No sé si es por el correcorre de cada día tratando de obtener lo básico para subsistir. La pelea cotidiana por un kilo de leche, el litro de aceite, el paquete de pañales,  el medicamento que hay que tomar de por vida…

No sé si es que a pesar del pesimismo característico y del convencimiento de que esto no tiene pronta salida, uno guarda en el fondo una pequeña esperanza de que esto tiene que cambiar. Que, como dicen muchos, esto no hay quien lo aguante.

No sé si es que nos han puesto en el agua psicotrópicos, nos atapuzan de Haldol. Si es que hay una especie de Lexotanil en aerosol que nos rocían en las interminables colas sin que nos percatemos.

Tal vez es solo tozudez de uno. Terquedad. Obstinación.

Un poco de todo esto
tal vez, es lo que impide que uno agarre sus cuatro trapos y se largue a otro país sin importarle si va a barrer calles o a limpiar baños, pero correr a un sitio donde uno sienta que aún limpiando baños es más gente, más ciudadano que siendo un pequeño empresario en este país

Mantener un pequeño negocio en esta Venezuela “revolucionaria” es una proeza que cada vez se hace más cuesta arriba. Es una lucha constante contra todo y contra todos. Incluso a veces contra uno mismo o contra los que están en la misma situación que uno.

Cada día es una batalla a vencer. Se cierra a las seis de la tarde y no es para irse a su casa a descansar, al gimnasio, al Festival de Poesía para conocer a Rojas Guardia o a un cine. Uno cierra su negocio y sale a seguir batallando. El trabajo no se acaba con la bajada de la santamaría si uno quiere tener al día siguiente algo qué ofrecer a sus clientes. Ser comerciante aquí no es contar con una lista de proveedores y distribuidores a los que llamas o te visitan una vez a la semana o al mes. No.

El “bachaqueo” cotidiano se impone. La escasez y altos precios obligan a los comerciantes a salir a buscar alternativas que les permitan seguir funcionando e incluso tener ventajas comparativas para competir en el mercado. Mientras un distribuidor ofrece un producto a 150 bolívares más IVA, más pago de flete, uno puede conseguir el mismo producto con un precio final de 120 bolívares en un supermercado, o en un chino. Entonces hay que buscar el «resuelve», aunque el trabajo se multiplique.

Hacen 43 grados centígrados de temperatura a las 10 y media de la mañana cuando decidimos enfrentar el infernal tráfico de Maracaibo para atravesar la ciudad y llegar a Ferreagro mascotas, un negocio de venta al mayor de productos de ferretería, agropecuaria y pequeños animales a donde se llega luego de media hora o cuarenta minutos, si no hay trancón.

¡Gracias a Dios, el aire del carro está funcionando bien y los 43 grados de afuera son solo 36 adentro, según marca el termómetro en la consola!

Total que poco después de las once de la mañana, estamos en el mostrador del negocio. Queremos apertrecharnos de algunos medicamentos que no tienen los otros distribuidores y, especialmente, unos collares garrapaticidas que, como tantísimos otros productos, están desaparecidos desde hace meses del mercado y que nos llegó el pitazo de que aquí tienen.

Una ojeada rápida a los estantes y ¡la decepción! No hay collares. Con cara transida le comento a la vendedora del mostrador mi pena.

–Si tenemos. Es solo que no los tenemos exhibidos.

Entiendo. Esa es otra práctica que se ha hecho cotidiana en este país del “no hay”. Uno va a comprar un litro de leche y se siente como un delincuente. Como si estuviera comprando cocaína. Como si estuviera cometiendo un delito muy grave. Hay que pedirlo guillado. Susurrado. En el momento oportuno. Cuando no hay ojos y oídos de intrusos…

–Ok. Póngame cuatro cajas, por favor.

–No se venden más de dos cajas por persona.

Trago grueso. Pienso “No tardarán en poner aquí también captahuellas”.

–Bueno, ya estoy aquí. Póngame las dos cajas que me tocan.

–Pero se venden en conjunto con tres champús garrapaticidas Scooby cada caja.

La sangre empieza a hervir en mis sienes.

– ¿Scooby? ¡Pero si eso es un hueso! Yo los tuve en la tienda y prácticamente los tuve que regalar.

La ira me va ganando. Tengo que forzar una sonrisa para saludar a un vendedor que se acerca y a quien conozco de no sé dónde. Después del saludo sigo con mi descarga, esta vez alternando la mirada entre la chica que me atiende desde el principio y el “amigo” que se acercó.

–Pero bueno. Esto parece una empresa socialista. Un ministerio del gobierno. Cómo es posible que ustedes me racionen los productos y además me condicionen la compra a llevar los productos que tienen aquí abollados. O sea, este país definitivamente nos volvió locos a todos, no es solo la pelea contra las arbitrariedades del gobierno sino que cada uno de nosotros aprovecha para cometer sus propias arbitrariedades…

Tomo una bocanada de aire que me infla el diafragma para tratar de no levantar más la voz porque siento que ya estoy gritando. Llega un amigo de hace tiempo. Con una mueca que imita una sonrisa le doy la mano y lo saludo. Resulta que también trabaja en el sitio.

Retomo mi discurso. La chica tiene los dedos en el teclado a la espera.

–Deme las dos cajas y los seis champuses –Le digo y sigo con mi retahíla–. Yo entiendo que por la escasez ustedes limiten las cantidades que venden porque tienen que tratar de cubrir un poco las necesidades de todos sus clientes, pero si me limitan la cantidad, no me condicionen también a que me tengo que llevar los huesos. O una cosa o la otra, si llevo el hueso de ustedes pues entonces véndanme todos los que yo quiera.

Todos miran hacia otro lado. Yo hablo como el loco de la plaza a una audiencia que me ignora por completo. La chica me mira como diciendo “¿Qué más va a llevar?”

–Eso es todo. Yo pensaba hacer una compra más grande pero ante este maltrato no les compro más nada. Deme los collares y los champuses. Y eso por no perder el viaje hasta aquí.

Me dan el monto, voy a caja a pagar y luego a “Despacho” con la factura para que me entreguen los productos.

Mientras empaquetan mi pedido, tratan de justificar el atropello. La excusa es peor que el hecho. En un país regido por delincuentes, todos somos sospechosos. Limitan la cantidad porque «no saben para qué los quiere uno comprar».

Me limito a decirles que ellos saben muy bien que maltratando a quienes trabajamos honestamente no se solucionará el problema del contrabando. Quien va a contrabandear sorteará esas trabas y conseguirá adquirir los productos para seguirlo haciendo.

Encogida de hombros. Silencio.

En una bolsa me entregan los seis champuses. No veo los collares.

– ¿Y los collares?

–Esos los busca al salir, por almacén.

Me olvidaba de que lo que estoy es «cometiendo un delito» y no comprando. Debo ser discreto. Tomo mi bolsa y salgo a buscar los collares en “Almacén” para terminar de largarme.

Como estamos cerca del mercado de mayoristas, decidimos acercarnos hasta allí para ver si conseguimos alpiste y semillas de girasol que hace tiempo se acabaron y no hemos conseguido más.

En una época, le compraba esas semillas a una agropecuaria que me las llevaba hasta mi tienda. Pero una vez me despacharon un bulto que me costaba 3 mil 500 bolívares y la factura era por mil 500. Sí. Ellos que se ufanaban de ser socialistas, se cubrían las espaldas con lo del “precio justo”, cobrando un monto y facturando otro mucho más bajo. Al final, la culpa de la “especulación” sería del detallista. Devolví el saco y se acabó nuestra relación comercial.

Entonces, decidí comprar por otra vía. Conseguí una empresa que me las despachaba pero la última vez me dijeron que tenía que tener un guía del “Sada” para poderme seguir vendiendo. Tendría que ir al Minpopó no sé cuánto, pedir una cita que la darán para no sé cuando, casi un año después de pedida, llevar un montón de requisitos, hasta el certificado de defunción de mis tatarabuelos y…

Pues entonces no les compro más y sanseacabó. Uno tiene Rif, tiene registro de comercio, paga retención de impuestos, paga impuestos a la alcaldía, paga impuesto sobre la renta. Toda la parafernalia burocrática y cada vez que a un funcionario le pica el fondillo inventa un papel nuevo a solicitar y una vía más para el matraqueo y la extorsión. Pues no vendo más esas cosas y ya.

Pero los clientes buscan el producto. Hay una necesidad que es imperioso cubrir. Ya son tantas las cosas que no se consiguen, que es difícil dejar de vender lo poco que hay y que necesitan los clientes. ¡Vamos a intentarlo!

Están tan caras las semillas que apenas compro 10 kilos de alpiste y 4 de semillas de girasol para empaquetarlos de cuarto de kilo y ver cómo se mueve. Veo unos bultos de azúcar morena y quiero comprar uno. Son doce paquetes de 900 gramos.

–Para venderle el azúcar necesita tener la guía del “Sada”. Si le.vendo sin guía y lo para la Guardia, se.lo llevan preso por bachaquero. Hace un tiempo que está un muchacho preso porque llevaba un bulto de azúcar para un velorio guajiro.

De historias como esas vienen los titulares de «Detenidos 30 bachaqueros con productos de la canasta básica».

«Vuelta la burra al trigo con la malparía guía del Sada”, pienso. Me quedo sin el azúcar morena. La cuenta hace 2 mil 500 bolívares. No aceptan tarjetas:

–Tenemos problemas con la línea de teléfonos desde hace tiempo –Me explica el señor–. Hemos llamado desde hace meses a Cantv y nada que lo arreglan y no hay líneas nuevas. Yo no sé qué tanta propaganda hace la Cantv en televisión si no hay nada.

Le digo que este régimen es todo pura propaganda y le pido que me haga la factura jurídica, que le pagaré en efectivo.

– ¿Factura? No, eso se vende sin factura. Le voy a decir la verdad, eso es de contrabando.

De regreso a mi negocio, conseguimos un hombre que va en una motocicleta transformada por la avenida. Le quitó la rueda delantera, le instaló una especie de plataforma y allí montó una pequeña vitrina donde lleva sus panes y una cava para mantener frío el jugo. Es un emprendedor que busca sobrevivir al socialismo. Ese es su negocio. Sin permisos. Sin impuestos. Sin pagos de alquiler. Rellenar los panes y preparar el jugo. Eso es.

Como si hubiera escalado el Everest en shorts

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En busca de la ciudadanía robada 2

Con el gentilicio magullado y el orgullo patrio desvanecido luego del baño de realidad e ineficiencia burocrática y del fracaso del día anterior al intentar obtener mi cédula de identidad, robada a punta de revólver en diciembre, volví a levantarme antes del amanecer para con obstinada persistencia acometer nuevamente la empresa. Esta vez, en un pueblo cercano a Maracaibo.

El nuevo madrugonazo surtió efecto. Una hora de viaje y ya tengo el comprobante. (Sí, retrocedimos más 30 años, a la época cuando saqué mi primera cédula y daban primero un papelito verde que certificaba que el trámite estaba en proceso).

Llegamos un poco antes de las siete de la mañana y ya habia unas 50 personas en cola. Esperamos un rato allí en la acera a que llegaran los funcionarios del Saime. Afortunadamente hacía brisa y el calor no era agobiante, más bien estaba fresco.

Al ubicarnos de últimos en la fila, donde nos correspondía, un señor canoso con un gran termo de café, luego de que declináramos su oferta de vendernos un cafecito, nos contó:

-Ayer no había casi gente. Es que esto es una jornada especial de dos semanas. Aquí sacan cédula normalmente solo los lunes y es un berenjenal. A las dos de la mañana ya hay como 200 personas y atienden nada más a 100. Allí -señala al llamado «Mercado Guajiro», un espacio en frente a donde nos encontramos y donde montan chiringuitos de buhoneros de venta de ropa- cuelgan los chinchorros y duermen hasta que abren las oficinas.

«Sin duda, pienso, estamos de suerte». El cafecero prosigue:

-Si van a sacar cédula por primera vez, tienen que traer la partida de nacimiento original vigente. Si es renovación deben tener copia y original de la cédula vencida. Si es por robo, o extravío, hay que traer una denuncia puesta en la prefectura o la policía. Si el número de cédula pasa los 22 millones, también es necesario que traigan la partida de nacimiento original…

Extrañado ante este requisito, lo interrumpí y le consulté a qué se debía que los portadores de cédulas de identidad con números superiores a los 22 millones debían presentar la partida de nacimiento.

-Es que de los 22, 23, 24 y más millones, hay muchas cédulas escaneadas -falsas quiere decir-. Gente a la que le dieron cédula sin que presentarán la partida de nacimiento y que ni siquiera la tienen. Ahora están en revisión todas esas cédulas…

Es, sin duda, el resultado de aquellas cedulaciones express que se hicieron cada vez que se avecinaba un proceso electoral y que abultaron vertiginosamente el Registro Electoral Permanente de una manera asombrosa que en múltiples oportunidades fue denunciado por los partidos de oposición y organizaciones no gubernamentales veedores y garantes de la transparencia en las elecciones. Pocos años después, una vez más, la realidad les da la razón a quienes fueron, además de desoídos, desprestigiados por sus denuncias.

Poco después de las ocho de la mañana comenzaron a verificar que los usuarios llevasen los requisitos exigidos en orden y a pasar a tomar asiento en orden numérico en unas sillas rojas de plástico identificadas con las siglas del Partido Socialista Unido de Venezuela, Psuv, en el respaldar. Por suerte, el espacio era techado.

Como ya el día anterior, luego del fracaso en Zumaque y del paseo por el Saime de La Rita y por el aeropuerto, nos habían advertido de que la denuncia del robo en el cual se llevaron nuestras cédulas debía ser original, la tarde anterior nos acercamos con las fotocopias de la misma hasta la sede de la policía municipal para que nos hicieran el favor de ponerle un sello húmedo que certificase el documento como original. No hubo mayor problema, nos pusieron el sello solicitado mientras un señor con su hija nos contaba que acababan de abrirles el carro en la Vereda del Lago, donde habian ido a hacer ejercicios y los habian dejado sin documentos. Hasta la licencia de conducir que le habían entregado el día anterior a la chica por primera vez, se llevaron los choros. Nada que no forme parte de nuestra cotidianidad.

En efecto, el sello húmedo funcionó y accedimos al recinto. Al pasar por ese primer filtro de los requisitos, muchas personas fueron rebotadas, por lo cual a nosotros nos tocaron los números 28, 29 y 30. Tomamos asiento en las sillas plásticas. Pasaron los que estaban en la fila de la tercera edad. Todo tranquilo y muy organizado. Los funcionarios todos muy amables.

Empezaron a llamar por numero y, pasadas las nueve y media de la mañana, entramos a una oficina con aire acondicionado sorteando con éxito el segundo filtro de revisión de documentos.

La espera duró lo que tardó una hermosa chica morena en contarnos su calvario de varios intentos por diferentes oficinas del Saime para obtener su cédula. Esta era como la cuarta o quinta vez que trataba y, parecía que, por fin, lo conseguiría.

-El otro día me fui a Zumaque. Llegué a las dos de la mañana y ya había un montón de gente esperando. Allí dormí en unos cartones en la calle. Cuando me percaté de que los que estaban al lado mío le estaban comprando unos números a un hombre, decidí comprar yo también para asegurarme de tener un puesto que me permitiera entrar. 150 bolívares le pagué. Cuando empezaron a pasar y faltaban tres números para el mío, anunciaron que se había acabado el material. Perdí la madrugada, el viaje y mi plata.

«#VayaPalaMierda», pensé y entonces me llamaron para continuar con mi trámite. Me senté frente al funionario. En la captahuellas me hacieron poner todos mis dedos en la pantalla, me tomaron datos y foto y pasé a la siguiente etapa.

-Esta denuncia es vieja -dijo el funcionario. Le puse cara angélica y le expliqué:

-Si. Nos robaron en diciembre en la casa y no ha sido posible sacar la cédula desde entonces. Cuando no es que no hay material, es que se acaba de terminar.

El chico se levantó con mis papeles en la mano, consultó con un superior y regresó. Imprimió el comprobante y me lo dio:

-El lunes a las dos de la tarde, con este papel, puede retirar su cédula.

Le di las gracias. Me despedí de todos y salí. A pocos metros del Saime, nos desayunamos unas deliciosas empanadas de maíz pilao rellenas de carne mechada y otras de papá con queso, acompañadas con una Coca-Cola que era lo único que el simpático señor de la comidería tenía para beber.

El hombre además de amable estaba tan contento porque le había llegado el agua por varios días seguidos que cuando le pedí prestado el baño me dijo:

-¡Cómo no! Pero para acá no se lo puedo traer. Pase, es en esa puerta. Si quiere se puede hasta bañar porque tengo agua recogida.

Así es la gente sencilla, es feliz con poco y transmiten su felicidad sin mezquindad.

Una hora más de viaje para regresar a Maracaibo. Dos mañanas productivas de mi negocio destinadas a obtener un documento que la Constitución dice que es un derecho. Horas hombre de trabajo que se pierden en un trámite que no debería tardar más de media hora. No importa. Ha sido mi pequeño triunfo. Una vez más me he impuesto sobre el deterioro al que nos tienen sometidos y me siento como si hubiera conquistado el Everest en shorts y franelilla. La próxima semana, con seguridad, merendaré con esas ricas empanadas, ya con mi cédula laminada en el bolsillo.

Golcar Rojas

En busca de la ciudadanía robada

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Cinco y media de la mañana. La angustia de quedarme dormido a pesar de haber puesto la alarma del teléfono y programado el televisor para encender a diez para la seis hace que me despierte antes de lo pautado.

Por las rendijas que deja la cortina del cuarto ya se empiezan a colar las luces del día que empieza a clarear. A pesar del aire acondicionado, el cuerpo acusa el calor y la humedad característicos de los días infernales de agosto en Maracaibo. El bochorno.

Para evitar volverme a quedar dormido, me levanto. Quiero que lleguemos a Zumaque antes de las siete de la mañana para conseguir sacar la cédula de identidad, documento de ciudadanía del cual carezco desde el 22 de diciembre gracias a la amabilidad de los choros que nos encañonaron con sendos revólveres cargando con todos los papeles. ¡Ocho meses y no ha sido posible obtener el documento!

Voy con Laura y Cristian que están en similares condiciones.

Después de mucho rodar, pasar por zonas realmente feas de la ciudad y preguntar,  logramos llegar al bendito sitio denominado Zumaque en donde se encuentran las oficinas del Saime.

En el camino recuerdo que debia llevar copia de algún papel y pienso que a lo mejor por lo temprano de la hora y lo lejano del lugar, se me hará difícil conseguir donde hacerla. ¡Es que todavía no me acostumbro a esta nueva Venezuela de la bandera de ocho estrellas y el escudo con el caballo virado! A las afueras del recinto que tiene mas pinta de cancha deportiva que de oficinas de identificación,  pulula un floreciente comercio informal donde hacen copias, a blanco y negro, a color, ampliaciones, plastificado… Todo un centro de copiado en plena acera y bajo un toldo de lona con varios puestos que prestan el servicio, además de ventas de empanadas, refrescos y café.  Todo el habitual comercio que florece alrededor de la ineficiencia oficial de la revolución chavista.

Hacemos las copias que necesitamos, las pagamos más caras que lo que nos hubieran costado en un negocio formal de un centro comercial de esos que pagan servicios, tienen aire acondicionado y pagan los impuestos de ley. Pero, bueno, se paga y se agradece el no tener que dar más vueltas con este madrugonazo.

Entramos al recinto. Nos paramos oteando a todos lados intentando discernir de qué va la cosa. Cómo se desenvuelve ese mar de gente que tenemos en frente haciendo diferentes filas y los otros que se aglomeran en varias partes de la cancha techada.

Ante lo indescifrable de la situación, decido preguntarle a un miliciano con uniforme verde oscuro al más claro y puro estilo cubano:

-Buenos días, ¿Dónde es la cola para sacar cédula?

Con voz apenas audible que delata sumisión y hasta cierto temor, me dice:

-Yo no sé.  Pregúntele a mi teniente.

Y me señala a otro uniformado que se encuentra sentado conversando con una mujer. Me le acerco y repito mi pregunta.

-La última allá, la que está más cercana a la reja.

Entramos para ubicarnos de últimos en la fila. La hilera no debe ser de menos de 150 personas y junto a la nuestra hay otra larga fila de la tercera edad.

Respiramos profundo y nos ubicamos resignados a pasar una larga y calurosa mañana pretendiendo obtener ese pequeño papel plastificado con nuestra foto que certifica que somos ciudadanos de este país. En la fila, se ve gente precavida que vino con bancos y sillas plegables y hasta un señor con una colchoneta.  Muestra de que llegó tan temprano que durmió en la cola.

Junto a nuestra hilera, tras la reja, otro centro de copiado. Aprovechamos de sacar copia de la denuncia del robo que nos acaban de informar que la pedirán para poder hacer el trámite. Pagamos la copia a precio de joyería. La gente se comienza a impacientar. Pasan los primeros 40 y los de la tercera edad, no obstante, nuestro sitio en la fila no se altera, no avanzamos ni un centímetro.

El bululú se calma para volverse a alborotar al rato. Un joven más bien bajo, con un carnet guindado al cuello con una cinta roja que lo identifica como funcionario, comienza a anotar a la gente que pasará y a anotar en la parte trasera de los documentos, luego de verificar que estén en orden, el número que le corresponde a cada persona.

A algunas personas las rebotan. Sus documentos están fallos. No porta la denuncia del robo de su cédula al CICPC. Una chica indignada cuenta que a ella la devuelven porque no se parece a la foto de la cédula vencida que lleva. «¡Cómo me voy a parecer si tenía nueve años cuando la saqué!». Ahora aparenta unos veinte y tantos.

El funcionario termina de anotar y la cola no merma en lo mas mínimo. Anuncian que ya se acabaron los numeros por hoy que habrá y que volver otro día. Son cerca de las nueve de la mañana. Una señora vestida con una franela que la identifica como fiel seguidora del proceso revolucionario, se lamenta:

-Yo me paré a las dos de la mañana para venirme a sacar la cédula. Hasta miedo me dio al salir de mi casa porque en la esquina unos hombres en moto atracaron a una muchacha que estaba llegando a su casa y ahora me salen con que tengo que volver…

La gente se dispersa. Decidimos ir a la oficina del Saime en La Rita, una población a unos 15 minutos después de pasar el puente sobre el Lago de Maracaibo. Tenemos la ingenua esperanza se que allí haya menos gente y nos puedan atender. El hambre aprieta. No hemos tomado ni café.

Al llegar al sitio, el cogeculo de gente a las puertas de la institución es tal, que ni siquiera nos bajamos a preguntar. Son la nueve y pico y decidimos desayunar. Unas empanadas grasientas y recalentadas y una malta a la que le noto un nuevo diseño en la botella. Pienso «¿Será que es colombiana porque aquí ya no hay o será que La Polar, a pesar de todo, sigue invirtiendo en este país?» Seguimos vía al aeropuerto de La Chinita.

Las informaciones que tenemos de la oficina del Saime en el aeropuerto son confusas y hasta opuestas. Van desde «Esa oficina la quitaron hace meses», hasta «Una amiga mía sacó su cédula allí la semana pasada». Decidimos ir personalmente a cerciorarnos. En efecto. La oficina ya no existe. Después de perder una mañana productiva de trabajo, «pasear» por el Zulia con tráfico y calor de infierno, y un madrugonazo llegamos a nuestras casas, agotados, sofocados y en la misma condición de indocumentados que salimos en la mañana.

En el trayecto recuerdo que el difunto Chávez se enorgullecía de la eficiencia de la Misión Identidad y del sistema biométrico y automatizado de identificación instalado en el país. Cuando uno en una cola se quejaba del desastre de país que estamos viviendo, siempre saltaba un oficialista a resaltar las bondades del Saime y la rapidez con la que uno sacaba su cédula y obtenía su pasaporte. Era prácticamente la única bandera de eficiencia que podían enarbolar. Ya ni eso.

Y uno se pegunta «¿En qué galpón u oficina se están enmoheciendo y dañando las cientos de miles de máquinas que se compraron en Venezuela para las jornadas de cedulación que hacían con regularidad en cada esquina del pais? ¿En casa de quién fueron a parar las miles de cámaras fotográficas que había para sacar cédulas? ¿Y las computadoras? ¿Tendremos que esperar un nuevo proceso electoral para que el régimen vuelva a poner celeridad en el trámite de identificación del ciudadano o esta historia de retroceso, como todo el retroceso del país, es irreversible?

Una vez más siento que mi identidad se desvanece, que más que la cédula me han robado la ciudadanía. Vivo en un país que cada vez reconozco menos y que se empeña a diario en desconocerme a mí con descarnada insistencia. Mañana haremos otro intento. Otro «paseo» por otras latitudes del Zulia. Si no resulta, tocará recurrir al habitual soborno de algún funcionario que, 200 o 300 bolívares de por medio, nos haga el favor de pasarnos para sacar el documento. Alguien tiene que haber que esté haciendo su negocio a punta de matraca en este caso, como en todos.

Golcar Rojas

Mi propósito de año nuevo se hizo trizas

Fotografía de Luis Brito.

Fotografía de Luis Brito.

Me había propuesto no escribir nada en mi bitácora de 2014 hasta encontrar un bonito tema, un motivo optimista que plasmar. Quería iniciar mis escritos en el nuevo año con un texto cargado de esperanzas, preñado de futuro, pleno de buenaventura.

Por eso, no escribí nada acerca del atraco del que fui víctima el 22 de diciembre a las ocho de la noche en mi casa. Me limité a dejar unos exaltados comentarios en Twitter y Facebook. No quería contaminar mis artículos con los escabrosos detalles de lo terrible que es para un ser humano que se encuentra desnudo en su casa, en su habitación, sentado frente a la computadora y siente que se abre la puerta y una voz quebrada y queda, dice:

-Ay, Golcar, tranquilo.

Inocente, volteo para encontrar a Cristian con un hombre atrás que lo apunta con un revólver y a su vez dice:

-Tranquilo, ¿dónde está el dinero? ¿Dónde está el oro?

Lo demás es más de lo mismo, más de nuestra cotidianidad y no quería, me negaba a que mi primer texto del año tuviera que ver con eso. Hice lo posible por pasar la página. Olvidar. Necesitaba olvidar. Quería borrar esa sensación de que en ese atraco se llevaron algo más importante que las cosas de valor con las que cargaron y que con tanto trabajo había adquirido. Se llevaron el poquito de paz que me quedaba, el poquito de sosiego al que me aferraba. Me dejaron el miedo y el sobresalto. Me quedó la absoluta sensación de indefensión que siente un ser humano que se encuentra desnudo ante sus agresores que, en un momento, llegaron a ser cuatro hurgando por toda la casa, cada uno con un arma más grande que la del otro.

A pesar de la depresión y el desasosiego, los planes de fin de año se mantuvieron igual. El viaje a Mérida para recibir el año en el abrigo y protección de la familia continuó en pie. Estaba seguro que la dosis de cariño familiar mitigaría la desazón y ansiedad.

Contra viento y marea, sin aire acondicionado porque se dañó en una mala época cuando todo cierra, el 28, Día de los Inocentes, arrancamos el largo viaje de siete horas por las desastrosas y ahuecadas carreteras de la patria. El cielo no se condolió ni un minuto. No hubo una nube que aunque fuese por un ratito tapara el abrasador sol.

A eso de las cuatro de la tarde, llegamos sudorosos y abochornados a una estación de gasolina en El Vigía para reponer el combustible pues la aguja ya marcaba menos de un cuarto de tanque y faltaba un buen trecho. Hicimos la cola y, al llegar frente a la máquina despachadora, el bombero jurungó un aparato y, asomándose a la ventanilla nos dijo:

-No autorizado.

-¿Cómo que no autorizado?

-No pueden cargar gasolina porque el chip no está autorizado.

-¿Y qué?¿Nos quedamos aquí?

-Llamen al 0800 octanos para que les activen el chip.

Ya nos habíamos olvidado que en alguna oportunidad habíamos instalado el bendito chip de Chávez que nunca entró en funcionamiento en Zulia pero sí en otros estados del país. En ese momento me percaté del chip y recordé que no tenía teléfono porque “los amigos malandros de Nicolás” se lo habían llevado aquella noche del 22.

Al final, el bombero amablemente me prestó su teléfono al contarle el drama del robo y luego de advertirme que no me lo fuera a llevar. Llamé al número indicado y una operadora automática con un extraño y desagradable acento argentino en la voz me fue guiando en el proceso para la activación del chip. Finalmente, me pasó con una persona de carne y hueso, por cuya forma de hablar supuse que era de un militar encargado de la materia y quien luego de solicitarme algunos datos, me dijo que en media hora estaría activo el dispositivo y podría poner gasolina al vehículo para continuar el viaje.

Decidí borrar también todo ese episodio. Mi propósito de año nuevo impedía que mi primer texto del año tuviera la más mínima queja. Continué mi viaje hacia el cariño familiar con la fe de que esos días de afecto me brindarían el tema optimista y esperanzador con el que quería inaugurar mis escritos del 2014. A tal efecto, limité al mínimo mi presencia en las redes sociales y mi acceso a las noticias y me volqué a la lectura de «Leonora» de Elena Poniatowska y a los brazos de hermanos y sobrinos. Allí, sin duda, debía andar mi inspiración.

La experiencia con la familia y los sentimientos aflorados por las fechas, iban poco a poco llevándome a un punto de equilibrio emocional. Los dos días de playa en Falcón en unión de mi familia, consintiendo a los más pequeños y dejando en las salinas aguas las mala vibras del 2013, estaba seguro de que completarían el trabajo. Solo una noche me desperté con sobresalto sintiendo que los ladrones me apuntaban al pie de la cama. Un verdadero éxito, sin duda.

Pero justo el día del regreso, al despertar, llega la noticia del cruento asesinato de la bella y talentosa Mónica Spears y su esposo. Una masacre que en un segundo me hizo revivir el horror del la noche del 22 en mi habitación y sacó de mí la parte más horrible del ser humano, la indolencia al pensar “Gracias a Dios, no fui yo, ni uno de los míos. Pude haber sido yo, ese 22 de diciembre frente a cuatros armas de fuego. Puedo ser yo en cualquier momento porque en un país con 25 mil muertes violentas en un año, nadie está a salvo. Pero, gracias a Dios, no fui yo”. El miedo, la inseguridad y la violencia nos hacen viles y egoístas.

Volvió la angustia, el desasosiego. El terror cobró impulso una vez más dentro de mí. En cada cara que se me cruzaba en la calle veía a un potencial ladrón. Cada gesto de la persona frente a mí era un amago de sacar un arma del cinto. Con el miedo a flor de piel, emprendimos el regreso a Maracaibo.

La carretera estaba fresca. A pesar de los huecos, reductores de velocidad y vendedores en mitad de la vía que siempre retrasan el viaje, llevábamos buen tiempo. Pasamos la alcabala de Mene Mauroa y, unos 10 minutos después, de repente, un trancón. El tráfico completamente paralizado a la altura de una vía que presumíamos en reparación. Sospechamos que el atasco se debía a las obras y nos dispusimos a esperar que nos dieran paso.

10 minutos, 20 minutos, media hora. Una mujer que pasó nos gritó:

-¡Devuélvanse que hay protestas!

40 minutos. Increpamos a unos jóvenes que pasaron en moto sobre lo que sucedía:

-Huelga de hambre.

-¿?

-Sí, la gente está protestando por comida. Camión con alimentos que pasa, camión que asaltan- Dicen los muchachos sonriendo y yo no lo puedo creer.

Otro muchacho nos advirtió que él viaja cada dos meses y que esa vía no la están arreglando, que tiene muchísimo tiempo en esas condiciones y no hay visos de que la reparen.

Los vehículos empezaron a devolverse. No teníamos ni idea de adónde ir o qué vía tomar. Desandamos el camino y llegamos a la alcabala donde dos guardias nacionales absortos con sus teléfonos celulares nos recibieron sin mirarnos. Preguntamos cómo podíamos hacer para llegar a Maracaibo, si había una vía alterna y un ciudadano que se encontraba allí nos indicó que tomáramos a la izquierda, vía El Consejo y Mecocal y de allí a Miranda.

Les pregunté a los guardias sobre lo que sucedía y, sin levantar la vista de sus teléfonos, me respondieron que desde las diez de la mañana la vía se encontraba cerrada por protestas de la gente. ¡Desde las diez y estos malnacidos son incapaces de poner un aviso o de advertirles a los conductores de la situación! ¡A ellos no parece importarles que la gente pase horas allí parada! Esa es la Guardia Nacional Bolivariana.

Tomamos camino en la dirección que nos indicaron. Una carretera intermitentemente de tierra y de pavimento ahuecado. Un camino que de seguir con esta desidia pronto será totalmente de tierra. A las orillas, entre el alambre de púas y los estantillos, pastaban unas escuálidas reses tratando de conseguir hierbas comestibles entre los inmensos y secos pastizales. Las costillas se les marcaban y el rosario de las vértebras brotaba a todo lo largo de la columna vertebral de los rumiantes.

Como una alegoría garciamarquiana que nos advertía del retroceso que vive nuestro país, en el medio de la nada, vimos los buses y carpas de un circo de pueblo. “¡Macondo vive!” pensé.

Llegamos por fin, exhaustos, a Maracaibo. Con la depresión viva me dispongo a comprar, sin muchas ganas, un teléfono para reponer el robado. Recorro infructuosamente varias tiendas. Al trauma del robo de nuestras pertenencias, se suma el de no tener la posibilidad de reponer lo robado porque la escasez también campea en los teléfonos celulares.

En cada agente autorizado que llego no consigo una sola persona que me diga que no ha sido víctima de un robo, un asalto, un atraco, un secuestro. Todos en Venezuela tenemos una historia que contar. “A mí me apuntaron con una arma en un carro por puesto y me quitaron todo”. “Mi carro me lo quitaron a punta de revólver y en el grupo había una mujer que era la más violenta”. “A mí me ruletearon secuestrado en un taxi durante cuatro horas con un revólver en la nuca”. “A mis amigos les robaron la camioneta, como no pagaron rescate y compraron otra con lo del seguro, se la volvieron a robar y, como no pagaron de nuevo el rescate, les mataron un hijo”…

Al final compro el único teléfono que había. El último que les quedaba. Pagué mucho más dinero de lo que en verdad vale. Esa es otra de las “virtudes” de esta Venezuela revolucionaria, pagamos a precio de oro, productos de quinta categoría. “Es lo que hay”.

Mientras me activan la línea, el corazón da un vuelco cada vez que la puerta se abre y alguien entra. En ese momento, me doy cuenta de que mi propósito de hacer un texto optimista y de crecimiento para inaugurar mi bitácora del 2014 se ha hecho trizas. Estamos a nueve de enero y el país no me ha ofrecido nada que permita cumplir con mi intención.

Los ladrones se llevaron mi tablet, mi cámara recién comprada, mi teléfono con el que tenía cuatro años, algunos pocos ahorros. Me dejaron el miedo, la indefensión, la angustia. El país se llevó a la porra mi esperanza, mi optimismo. Ahora solo me queda el sobresalto, las pesadillas al dormir, el temor  al despertar. A nueve días del nueve año Venezuela no me ha dado un buen tema para escribir. El país solo me entrega, a cada instante, unas tristes y profundas ganas de “irme demasiado”.

Maracaibo-Bogota, tan lejos tan cerca

El vuelo que debía salir a las 6 pm. despegó poco antes de la 9 pm.

El vuelo que debía salir a las 6 pm. despegó poco antes de la 9 pm.

Aunque parezca mentira, un viaje de Maracaibo a Bogotá que se podría hacer, incluyendo tramites de migración en cada país, en unas 3 horas, terminó siendo una cansada aventura de cerca de 14 horas, lo cual implicó – en mi caso-, mucho más de 24 horas sin dormir.

Tomé el vuelo de Laser de Maracaibo a Maiquetía que debía salir a las seis de la tarde, ya cerca de las nueve de la noche, después de haber tenido mi día normal de trabajo.

Un prologado retraso sin ninguna explicación más allá de: «El vuelo tiene un retraso de hora y media y está pautado para salir a las 7 y treinta». ¡Mentira! Salió casi a las nueve.

Finalmente, abordamos, luego de escuchar en la cola para el chequeo a una Defensora Indigenista pregonar su filosofía del amor y contarme cómo ella había sido maltratada y discriminada en varias oportunidades por vestir su bata guajira:

– En una ocasión, al llegar a un canal de televisión para una entrevista, el vigilante que levanta el poste para que uno pase, no quería dejarme pasar. Cuando salió uno de los directivos del canal y me dijo ‘Doctora, pase adelante’, el hombre no hallaba dónde meterse. Yo lo miré con amor y le dije ‘Usted es un obrero, pero es igual a mí que soy doctora. Yo lo perdono y lo amo’.

Solo le dije:

-En este país donde nos hacen la vida más difícil cada día, donde no conseguimos productos y alimentos básicos, donde todo es una cola y una complicación y la burocracia nos genera úlceras, todos tenemos que poner un poco de nuestra parte para hacerle la vida más amable al prójimo. Pero parece que en Ministerios, supermercados, bancos y en todo lo que tiene que ver con atención al público, entrenaran a los trabajadores para hacerle la vida imposible a los usuarios.

-Es porque hace falta mucho amor…

Más tarde, en la sala de espera, una joven que estaba sentada junto a mí, se quejaba de la tardanza del vuelo y comentaba que a su ida a Maracaibo también había tenido que esperar más de cinco horas.

-¡Cómo no se van a retrasar los vuelos si las líneas aéreas están en el suelo! Hay una que de 11 aviones con los que cuenta solo tiene operativos cuatro porque tres están de permiso (que no sé que quiere decir) y tres están directamente dañados incluyendo uno al que le explotó una turbina cuando iba a despegar. Eso me lo contó una amiga que trabaja en esa línea.

Con esos antecedentes, solo quedaba encomendarse a Dios para que todo saliera bien y llegáramos salvos a Caracas. ¡Qué trabajón tan grande le damos los venezolanos a santos y vírgenes en nuestra atropellada cotidianidad!

Abordamos el avión, a la tripulación solo la vimos al subir a la nave y mientras hacían la demostración de las medidas aeronáuticas de seguridad. Luego salieron de escena, sin pedir disculpas por el prolongadísimo retraso y, mucho menos, aunque fuera ofrecer un vaso de agua a los cansados pasajeros. A los pocos minutos, próximos a las 10 de la noche, llegamos a Maiquetía.

Allí, nos encontramos Cristian y yo con mi sobrina Moreli que iba a un Congreso de Arquitectura en la capital colombiana. El vuelo a Bogotá era a las 7 de la mañana, por lo tanto, debíamos estar en la cola de chequeo a más tardar a las cuatro de la madrugada. Decidimos aguardar en el aeropuerto porque no valía la pena salir a buscar un hotel -que nos cobraría más de mil bolívares por la habitación triple por menos de seis horas-. Aparte de que sabíamos que se haría difícil encontrar hospedaje pues había en Vargas unos juegos de no sé qué cosa y las plazas en los hoteles estaban copadas.

¡24 horas sin dormir para llegar a un destino que se encuentra a menos de dos de vuelo!

¿De qué carajo va toda la alharaca que arman con aquello de la integración latinoamericana si un vuelo a Miami desde Maracaibo se puede hacer en cuatro horas y sale por el mismo precio, o más económico, que ir, desde la misma ciudad, a Bogotá que la tenemos al lado?

Todo eso pensaba en la infernal madrugada en la terminal aérea, recostado a la mesa de un restorán de comida rápida, sofocado por el calor. Sin poder dormir y encontrando consuelo solo al pensar en los maravillosos días de clima frío y gente amable que me esperarían al llegar al día siguiente a la largamente anhelada por conocer: Bogotá, la capital de Colombia.

La rara amabilidad del ‘picado por la luna’

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Los venezolanos nos hemos vuelto desconfiados, agresivos, hoscos, rudos, ariscos, maleducados, violentos. Al más mínimo error del otro saltamos con un grito y un batuquear de manos.

En la vía queremos pasar siempre de primero, irrespetando el derecho de paso de los demás conductores y poniendo en riesgo la vida de los peatones.
Una milésima de segundo después de cambiar la luz del semáforo ya tenemos la mano puesta sobre la corneta, sonándola con insistencia para que quien va adelante inicie la marcha.

Entramos a un ascensor y damos los buenos días y nadie responde. Damos las gracias y el «de nada» nunca llega. Parece que olvidamos que ser amable no cuesta nada y vale mucho.

La violencia cotidiana que nos toca enfrentar hace que desconfiemos de todo y de todos y que respondamos siempre con agresividad a la menor pifia de quien tenemos enfrente.

El gesto amable de los otros nos resulta algo raro, sospechoso. La amabilidad escasea tanto como la harina de maíz y la leche. La cordialidad hace rato que se fue de paseo por otros rumbos donde es mejor acogida.

Por eso, no logramos entender la gentileza y ante un gesto amable nos sentimos desarmados y no sabemos cómo responder.

Estaba yo pacientemente esperando en una fila de un supermercado para pagar mi compra. Quien pasaba antes de mí, llevaba el carrito de supermercado a tope y el mío iba medianamente lleno. Una chica se paró detrás con un paquete de pan y, cuando ya me tocaba pasar a la caja le dije:

—¿Usted va a pagar solo eso?

Ella, extrañada, me respondió que sí.

—Bueno, entonces pase usted primero —le dije yo con tranquilidad.

La mujer no sabía bien cómo reaccionar, qué decir, cómo responder a un gesto cordial al que parece hacía tiempo no se enfrentaba y, mucho menos en la cola de un supermercado, que con la «revolución socialista» se han vuelto sitios de alto riesgo.

La chica, a quien me imagino no le deben faltar en su trabajo insultos y malas caras de clientes, pues iba  ataviada con su uniforme y carnet al cuello de empleada bancaria, solo atinó a decir, como poniendo un pretexto para evadir mi gesto gentil:

—Pero voy a pagar con débito…

—Pues, saque la tarjeta y pase. Ni que fuera a mí al que le va a pagar.

La chica sonrió y aceptó mi amabilidad sin más excusas.

Ese mismo día, en otro supermercado -por aquello de las peregrinaciones de supermercado en supermercado a las que nos hemos visto obligados los venezolanos para poder medio completar una compra con lo que necesitamos-, en un pasillo, se encontraban tiradas desordenadamente en el suelo las cajas de pasta dental y jabón de baño que, con la escasez, ya ni se molestan en colocar en los anaqueles pues más tardan en ponerlos que en desaparecer.

Vi que en la última caja de jabón quedaban tres paqueticos de Palmolive de tres pastillas cada uno, los tomé y los metí en mi carro de compra. Un señor que venía detrás se lanzó a escudriñar entre las cajas sin éxito. Quería jabón, pero yo le había ganado de mano.

El hombre le consultó a los dependientes si había más jabón y, como es habitual en este país, la respuesta fue «No hay».

Tomé uno de mis tres paquetes y se lo tendí al hombre. Me miró paralizado. No podía mover su mano para recibir el jabón. Me miraba con el asombro y el temor con el que yo miraba de niño al «habla solo», aquel hombre de La Parroquia a quien «lo picó la luna» y terminó deambulando por las calles en un eterno monólogo en voz alta. «¿En serio?», me preguntó.

—Tome, lleve uno —le dije y se lo puse en su carro de compra.

Sin salir de su asombro, solo logró abrir los ojos, levantar los hombros y, con una sonrisa, darme las gracias.

Yo pensé: «Parece que el «raro» soy yo. Si sigo así, terminaré hablando solo en voz alta por las calles de la ciudad. Como si me hubiera picado la luna».

La sorpresa cotidiana

Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana

Sorprendente: «Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana»

Tendemos a decir con mucha facilidad «ya a mí no me sorprende nada», con lo cual, en realidad, estamos construyendo un oxímoron porque el mismo tono en que lo decimos denota, además de decepción y cierta impotencia, sorpresa. Los invito a leer esta serie de eventos sorprendentes de la cotidianidad del venezolano y, al terminar, díganme si aún pueden decir que  ustedes perdieron al capacidad de asombro y «ya no los sorprende nada».

Vivimos diariamente de sorpresa en sorpresa. Cuando decimos «Ya no me sorprende nada», lo que queremos significar es que no nos extraña. Que la sorpresa cotidiana no se nos hace ni inverosímil ni poco común. Es la sorpresa que diariamente nos esperamos en esta especie de realismo mágico en que nos hemos acostumbrado a vivir sin dejar de sorprendernos.

Este texto podría convertirse en un sin fin porque, cuando uno cree que ya lo terminó, lo sorprende un nuevo acontecimiento como que «Robaron carpa de Patria Segura«. Si, tampoco es raro pero igual sorprende que roben a los encargados del plan de seguridad del gobierno.

En el momento cuando uno está leyendo del robo, suena el teléfono y un amigo, sin que le parezca raro, pero con tono de sorpresa dice: «¡tengo doce horas, desde la cuatro de la madrugada, sin luz! Se dañó algo en un poste y lo hemos reportado un montón de veces a Corpoelec y no vienen. ¿Puedes creer que tienen solo dos camiones para atender averías de toda Maracaibo y uno lo dedican cada vez que les provoca a poner propaganda del candidato oficialista a la Alcaldía?»

Puedo creerlo, pero no deja de sorprenderme. Ese mismo día, uno sonríe con un gesto que más que sonrisa parece mueca cuando lee este titular:

«Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana».

Sorprende lo absurdo de la realidad, lo irónico de la protesta, lo paradójico que resulta que quienes viven al margen de la ley se atrevan a salir a protestar porque las autoridades pretenden ponerle freno a su actividad ilegal.

Lo esperado, lo cotidiano, es el contrabando, el tráfico de mercancías desde Venezuela hacia Colombia. Eso es «lo normal».

«Los manifestantes, conocidos como “maleteros”, “alegaron a la prensa que cerraron el paso porque el gobierno de Venezuela se puso muy estricto en la vigilancia y control del contrabando”

Inmediatamente, uno lee entre líneas, como nos hemos acostumbrado a leer para tratar de extraer la verdad verdadera más allá de la controlada, censurada y autocensurada verdad oficial que transmiten los medios.

«Esto quiere decir, o bien que algún comandante no está conforme con la cantidad que diariamente le pasan los Guardias Nacionales producto del soborno que le hacen a los contrabandistas. O algún GN se la quiso dar de vivo y no le pasó la coima a su comandante. O quieren hacer el alboroto mediático un día para hacernos creer que el gobierno ataca el contrabando y, al día siguiente, cuando prensa, televisión y radio se hayan hecho eco de la protesta y de la «contundente acción del gobierno», todo seguirá como siempre».

Todas, variables que encajan a la perfección en nuestra cotidianidad que no por reiteradas o frecuentes dejan de sorprendernos. Como no nos sorprende escuchar que los Guardias Nacionales pagan para ser destacados en los puestos fronterizos porque son una vía expresa para hacerse rico en poco tiempo o que, supuestamente, esos GN fronterizos tienen una tarifa diaria estipulada de dinero que deben pagar a sus comandantes. De allí para arriba, lo que ingresen por concepto de coimas, es de ellos.

Todo esto lo escuchamos en cualquier cafetería, en cualquier cola de supermercado y, a pesar de oírlo una y otra vez, no deja de sorprendernos, aunque comentemos «ya a mí no me sorprende nada».

Como sorprende, aunque no es poco común, oír a un empleado de un Abasto Bicentenario, con su carnet de identificación rojo colgado al cuello, decir:

-Me voy este mes a Cuba a raspar las tarjetas.

Esas diez palabras encierran tantas paradojas que uno no puede dejar de sorprenderse. Un empleado del gobierno va  a raspar su cupo Cadivi contraviniendo lo que su empleador pregona y, más irónico aún, ¡va precisamente a La Habana a hacerlo!

Pero la realidad siempre logra sorprendernos de nuevo. Uno coge la prensa y se encuentra un gran titular que cuenta que, en un país donde escasean los alimentos y se hacen largas e insufribles colas para comprar comida, «Se pudren mil 400 kilos de pollo en PDVAL«. No es raro, hace poco tiempo se perdieron toneladas de alimentos, pero igual no deja de sorprender.

Otro día, nos sorprende saber que unos amigos de San Cristóbal, clientes del Banco Mercantil, han tenido que hacer un viaje a Mérida para hacer el engorroso trámite bancario de Cadivi, porque las citas para las agencias tachirenses se encontraban agotadas.

sorpresa2Nos toma por sorpresa también, aunque no nos parezca raro, ir a la panadería un día, después de que el Indepabis ha cerrado varios establecimientos de este tipo por incumplir con los precios estipulados, y conseguir que el yogurt que tiene un precio de venta marcado en el envase de 9,00 bolívares, en esa panadería lo venden a 10,00.

Dos días después, los ojos casi se desorbitan cuando uno se entera de que las funciones del Festival Internacional de Teatro para el que se invirtieron millones de bolívares, programadas con meses de antelación, son suspendidas arbitrariamente porque la presidencia decidió que necesitaba el teatro Baralt para un evento y, sin previo aviso ni posibilidad de pataleo, las tres obras pautadas del festival para ese día en ese teatro, son suspendidas para recibir la visita presidencial y al candidato oficialista a la alcaldía.

Y, hoy, como para que el día no pasara sin darme mi cotidiana sorpresa, escuché, a las puertas de un banco, el siguiente diálogo entre un cliente y el «cidicero», como llamamos a quienes venden en la calle «quemaítos», CDs piratas de música y películas:

Cliente: «¿tenéis «Bolívar, el hombre de las dificultades»?»

Cidicero: «No, papá. No la tengo. ¿Esa es venezolana?»

Cliente: «Sí. La de Roque Valero. ¿Vos no vendéis películas venezolanas?»

Cidicero; «No. Venezolanas no vendemos. Ese fue el acuerdo con el Core 3″

Cliente: ¿Cómo así, con el Comando Regional de la Guardia Nacional?».

Cidicero: «Si. Nos reunimos con ellos y llegamos al acuerdo de que para que nos dejaran trabajar tranquilos, nos comprometíamos a no vender películas venezolanas. Pero, tranquilo, que si te la consigo, te la llevo al trabajo».

Cuando aún los oídos no se recuperan del estupor producido por el diálogo cliente/cidicero, mientras uno piensa con incredulidad y asombro que todo lo aquí narrado ha ocurrido en menos de una semana; uno se sorprende nuevamente al enterarse que a los habitantes de ocho estados del país los sorprendió un apagón y que, a quienes estaban sin luz en una peluquería del aeropuerto de Maiquetía, los sorprendieron unos atracadores, quienes hirieron con una navaja a una persona.

De sorpresa en sorpresa, los ojos, una vez más, se sorprenden al leer:

«El Presidente Nicolás Maduro denunció que desde la Casa Blanca, sede de gobierno estadounidense, se realizaron reuniones donde presuntamente se organizó un plan para desestabilizar al país en el mes de octubre, denominado “colapso total”

Uno vuelve a sonreír con la mueca habitual de quien no se extraña, pero se sorprende, y solo atina a pensar:

«El único plan que debe tener Estados Unidos para hacer que este país colapse es sentarse a esperar, sin mover un dedo. Venezuela cada día se aproxima más al borde del abismo y no necesita un empujón externo para caer estrepitosamente al vacío. Para colapsar, somos autosuficientes».

Las colas de la patria

colas1Allí están. En larga formación frente a las puertas del supermercado. Pasan de cien. En su mayoría son indígenas wayúu y la mayoría, mujeres. Hacen fila pacientemente, con sus caras morenas que reflejan el tono curtido que les otorga el ardiente sol de la Guajira. Con sus largos, lisos, negros y gruesos cabellos empapados de sudor. Con las frentes brillantes por la humedad que les imprime el bochorno de una calurosa tarde marabina. Con sus coloridas batas ondeando a cada movimiento del cuerpo.

Allí están. Como estuvieron ayer, como estuvieron hace seis meses, como tienen años estando.  Como estarán mañana. Con la paciencia de Job hacen su fila para comprar el kilo de leche que su número de cédula de identidad les permite. Un kilo, no más.

Allí están. “Los desgraciados guajiros”, “Los malparidos guajiros”, “Los apátridas bachaqueros”. Sí, también en esto ha triunfado la revolución bolivariana. Gracias a la persecución, estigmatización, criminalización hecha por la acción gubernamental que acosa al indígena con la excusa de salvaguardar la “seguridad alimentaria” del país, el zuliano ha afincado sus prejuicios racistas. La mayoría de la gente ha comprado a ciegas la versión del gobierno de que la escasez de alimentos de la canasta básica se debe al contrabando de los “bachaqueros” en su gran mayoría miembros de la etnia originaria wayúu, sin detenerse a pensar que las perversión del mercado socialista y la destrucción del aparato productivo son los principales responsables.

Es parte del legado del difunto Chávez, parte de su éxito al dividirnos y acentuar los resentimientos y la discriminación con sus desaforadas e interminables peroratas de odio. Antes de morir sembró al país de odio, división, escasez, resentimiento y… colas. Esas insufribles e indignantes colas de caras tristes que ahora son nuestra cotidianidad, a cualquier hora del día, por donde uno pase y que hacen que retumben en mi cabeza las palabras de aquella negra cubana en La Habana, cuando visité la isla en 1991: «Asere, aquí en Cuba tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor».

Cuántos discursos vacíos ha gastado el régimen venezolano para vociferar su amor por los pobladores originarios del país, para pregonar la búsqueda del bienestar de los indígenas y de los pobres y cuán poco hace efectivamente por otorgarles una vida digna a esos pobladores en minusvalía, a indìgenas y pobres.

La historia empezó cuando, a eso de las cinco de la tarde, una querida amiga me pasó por whats app una foto de su mamá abrazando feliz cuatro paquetes de leche en polvo La Campiña con el siguiente texto:

«Mami acaparando leche en De Cándido de Delicias».

La felicidad se dibujaba en el rostro de su madre. No es para menos. Para los venezolanos del interior del país, desde hace colas2años, tener acceso a productos como leche, azúcar, aceite de maíz, papel tualé, jabón de baño o pasta dental, entre muchos otros, se ha convertido en una hazaña, una proeza solo alcanzable con mucha suerte y paciencia. Si, además, logras que te vendan más de un producto de cada uno, puedes considerarte tan afortunado como si te hubieras sacado la lotería.

–¿Hay mucha gente? –Pregunté poco esperanzado en la respuesta. Una señora me acababa de contar su drama en un supermercado cuando, luego de más de cinco horas en cola para pagar su compra, tuvo que dejar la mayor parte de los productos porque, sin darse cuenta en el despelote de gente que se forma dentro de los establecimientos, se metió por la caja rápida y, al querer pagar, no le permitieron facturar más que los diez productos estipulados para esas cajas. Lo contrario habría significado hacer de nuevo la eterna cola para pagar por otra caja.

–No. Eso fue hace como veinte minutos.

Pensé en mi familia en Mérida que justamente el día anterior me había preguntado si podría  conseguir leche para mandarles. A lo mejor lograba sacar unos seis paquetes en ese momento  y otros seis otro día y reunir así suficiente como para que el pago del flete del envío valiese la pena.

A eso de las seis y media de la tarde pasé frente a un supermercado. En la acera se apretujaba una larga hilera de más de cien personas a la espera para poder entrar al establecimiento para comprar productos regulados, cualquier producto regulado que en ese momento hubiera. Con el carro en marcha, saqué el teléfono y tomé una foto.

Seguí camino al supermercado donde me había dicho la amiga que había leche. Al estacionar y bajar, vi, recostadas a la reja del estacionamiento a otras más de cien personas que se aglomeraban en hilera, esperando su turno para entrar a comprar leche.

En la semi penumbra del atardecer, a esa hora cuando aún no es oscuro pero tampoco es claro, pude distinguir que la mayoría de quienes pacientemente se formaban para entrar, eran wayúus, mujeres guajiras con sus batas coloridas. También había unos cuantos ancianos y algunos niños que acompañaban a los mayores.

La perversión del sistema ideado por el gobierno para «combatir el bachaqueo» y “garantizar” la seguridad alimentaria, ha hecho que quienes van a comprar solo productos con precios regulados tengan hacer interminables colas a las afueras de los supermercados. Solo quienes tienen disponibles más de 300 bolívares para comprar otros productos, aparte de los regulados, pueden ingresar a los supermercados evadiendo la humillante cola de horas a pleno sol.

Por eso se ve a todas esas personas formadas en fila a las puestas de los expendios de alimentos. Es cierto, unos cuantos deben ser contrabandistas que pasan el día persiguiendo productos regulados para venderlos en Colombia y traerse unos dólares que luego venderán en el mercado negro. Otros tantos deben ser revendedores locales, gente que compra a precios regulados y luego vende en sus bodegas al doble del precio estipulado o más. Pero muchos de los que allí se apostan durante horas para comprar un kilo de leche, lo hacen porque no tienen todos los días disponibles 300 bolívares para comprar productos que, posiblemente, no necesiten o tengan ya en sus casas, solo para eximirse de hacer la humillante cola para acceder a los alimentos regulados que realmente necesitan. 300 bolívares que reducen el tiempo de cola de siete horas a tres o cuatro, porque de la insufrible espera nadie se salva.

De esta forma, pagamos justos por pecadores en este régimen que se autodenomina igualitario y justo. Un gobierno que supuestamente “ama a los pobres”, pero los somete a una indigna cola para comprar comida solo por el hecho de ser pobres, de no contar con el dinero que les permitiría, como a otros, saltarse la larga fila a pleno sol y solo soportar la infernal cola dentro del establecimiento para pagar la compra.

Al ver esta segunda hilera de gente en la calle, al mirar las caras de los guajiros con su paciencia esperando la señal que les indicaría que ya podían entrar al supermercado para tomar el kilo de leche y pasar a hacer la otra cola eterna para pagarla, sentí una opresión en el pecho, una intensa punzada que empezaba en el gentilicio y terminaba en el corazón.

Sin detenerme a entristecerme más, seguí camino al supermercado. Por el pasillo, frente a mí, ya de salida, venía una mujer con su colorida bata guajira blandiendo en la mano, como un trofeo, un paquete de un kilo de leche. ¿Cuántas horas de su vida habrá tenido que dejar esa mujer en una cola para comprar ese íngrimo paquete de leche al que se aferran sus dos manos?

Al entrar, dispuesto a llenar el carro de compras de productos que no necesito para poder acceder a la leche que enviaría a mi familia en Mérida, las largas colas de más de sesenta personas en cada caja para pagar, me produjeron una nueva punzada en el pecho e hicieron que desistiera de mi intento. Con el corazón dolorido, di media vuelta y, frustrado, me fui.

Al dirigirme al carro, pasé una vez más junto a los pacientes representantes de las etnias originarias del país, los colasprimigenios pobladores de la patria, que seguían allí formados en fila, a la espera de poder pasar a comprar su kilo de leche.

Allí estaban. Pasaban de cien. En su mayoría eran mujeres wayúu. Hacían fila, pacientemente, con sus caras morenas que reflejan el ardiente sol de la Alta Guajira. Con sus largos, lisos, negros y gruesos cabellos empapados de sudor. Con las frentes brillantes por la humedad que les imprimía el bochorno de una calurosa tarde marabina. Con sus coloridas batas ondeando a cada movimiento del cuerpo.

Allí estaban. Como estuvieron el día anterior, como estuvieron hace seis meses, como tienen años estando. Como estarán mañana.

Compungido, abrí el grupo de whats app de la familia buscando escapar de la angustia que amenazaba con hacerme su presa, y leí:

“A Eliana le acaban de robar el teléfono en el Mc Donalds de Mérida”.

Sientí de nuevo la punzada en el lado izquierdo del pecho. Miré al firmamento y distinguí en la oscuridad las parpadeantes luces de un avión que surcaba el oscuro cielo. Pensé “¡Cómo me gustaría ir en ese avión a cualquier lado, a cualquier sitio, lejos de esta patria que, por ahora, parece estar bajo los efectos de una nefasta y temible maldición!”

Cerré los ojos para imaginarme en vuelo y, al apretarlos, una solitaria y furiosa lágrima brotó de mi ojo izquierdo y cayó con ira, allí, donde sentía la opresión, en la parte del pecho donde dolía la punzada. Donde dolía el país.

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