El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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…Pero tenemos patria

Dos y media de la tarde. Hago mi segundo viaje del día a Corpoelec para pagar la factura del servicio eléctrico que muy amablemente amenazaron con cortar vía telefónica, temprano en la mañana. Ya el viernes anterior había ido pero la oficina estaba cerrada a las 12 del mediodía y la taquilla externa, que durante años funcionaba en ese horario, estaba fuera de servicio.

Volví a insistir hoy, a las 11 y media. Nada. La oficina trabaja hasta las 11 y vuelve a abrir a la una de tarde. La taquilla externa continúa sin prestar servicio y sin dar explicación de por qué.

¡Casi 40 números por delante!

Me armo de paciencia y espero entretenido con las redes sociales y los chats del teléfono inteligente.

Cuando, por fin, aparece mi número, el 136, en la pequeña pantalla digital, me acerco a la ventanilla. Me recibe una cara nueva. Una amable y simpática chica a la que nunca había visto. Me dice el monto a pagar. Sacó el dinero y la chica procede a meter en la pequeña impresora la mitad de una hoja tamaño carta para imprimir mi recibo. Es entonces cuando entablamos este corto diálogo. Susurrando entre dientes, pues no es el caso que la chica se vaya a meter en problemas en su trabajo si la escucha algún sapo de los que parecen reproducirse en el país con la misma celeridad que se afianza el Socialismo del Siglo XXI.

Yo: ¿Y esa hoja?

La chica sonríe. Hace una mueca con la boca y levanta los hombros como en señal de fastidio.

Yo: ¿No tienen rollo para la impresora?

Ella: No. Hace tiempo se acabó y no nos han traído más -vuelve a entornar los hombros-. No hay nada. Cada vez es más difícil trabajar.

Yo: Hace poco no llegaba el recibo porque no tenían papel. Luego porque no tenían tonner…

Ella: Sí. Cada vez trabajamos en peores condiciones. La gente se está yendo. Renuncian porque se hace difícil trabajar así.

Yo: Y parece que cada vez se va a poner peor.

Ella: Claro. Y los que nos quedamos nos vamos llenando de más trabajo porque ahora tenemos que hacer lo que hacíamos antes y lo que hacían los que han renunciado, porque no reponen al personal que se va.

Yo: ¿O sea que los cargos que quedan vacantes no son ocupados por nuevos empleados?

Ella: No. No hay plata para pagarles. Entonces nos toca a nosotros asumir esas funciones.

Yo: ¡Carajo, esto es increíble!, porque, además, cada mes cobran más caro el servicio. En mi casa tengo ya 4 meses sin secadora de ropa, 3 sin ducha eléctrica y 2 que no se plancha y en lugar de bajar el monto de la factura; todos los meses aumenta.

Ella: Ya son bastantes los clientes que se quejan de lo mismo y de las multas…

Yo: Este país nos lo volvieron mierda.

Ella sonríe, arquea las cejas, me guiña un ojo, levanta nuevamente los hombros y, sin dejar de sonreír, con ironía, dice:

-¡Pero tenemos patria!

Crónica de un instante socialista

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Maracaibo. 11 de la mañana. El termómetro marca 36 grados centígrados que en la piel se sienten como 42.

El astro rey, casi en su cénit, está como para pelar chivos, dirían en mi pueblo. Dentro del carro, con vidrios ahumados casi negros -que nos imponen tanto el calor y el sol despiadado como la inseguridad-, con el aire acondicionado encendido, siento una gota de sudor que resbala por mi sien. Sendas manchas en la franela a nivel de las axilas acusan el hervor al que nos enfrentamos.

Una impostergable diligencia me obliga a ir en el tráfico hacia la zona de El Tránsito, por los lados de Sanidad. Aunque lo que el cuerpo pide es agua fría en la ducha y encierro en algún lugar con aire central.

Ya a punto de llegar a mi destino. En el semáforo que está en la avenida Padilla, frente al cementerio El Cuadrado, la luz roja me obliga a parar y veo, recostada a una cerca de ciclón que recorre el perímetro de un terreno que pareciera un descampado o estacionamiento, una fila de gente pacientemente parada cubriéndose la cabeza con cualquier objeto disponible.

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Al inicio de la paciente y resignada hilera, unos tres o cuatro hombres con uniformes de la Guardia Nacional. No se sabe si están allí para resguardar el orden público o porque están haciendo la formación como el resto de los civiles. En este país uno ya no sabe distinguir cuando ve representantes de las fuerzas públicas en algún lugar, si están allí para cuidar, para extorsionar o para atender una llamada por atraco, asesinato o sicariato.

Por puro vicio y reacción instintiva, sin saber de qué va la cosa, saco el teléfono y hago unas cuantas fotos. La luz pasa a verde e, intrigado, sigo mi camino.

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En 25 minutos hago mi diligencia y, una vez de vuelta en la esquina, veo que la gente sigue apostada allí. Algunos, de repente, corren como si hubieran recibido una señal. Hay un instante de rebulicio.  A mi lado cruzan corriendo en estampida. Pasa una señora apurada arrastrando un andarivel. Otra cojea con su bastón tratando de apurar el paso y, atrás, en medio de las inmensas bolsas negras de basura que se acumulan en la calle, veo otra mujer con bastón.

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Pegado en el muro que está junto a lo que supongo será la entrada al terreno cercado, a la distancia, distingo un papel bond tamaño carta en el que pone a mano alzada: «Misa Comandante», con un garabato que parece simular una cruz entre las dos palabras. Debajo, en letras pequeñas que no logro distinguir, se ofrecen los detalles del artesanal aviso. Es entonces cuando caigo que es el día 5 del mes, fecha de «cumplemes» del fallecimiento del hombre causante de todo este descalabro que vivimos en la actualidad en Venezuela. Intuyo que lo que pone el aviso en letras chicas es el lugar y la hora en que celebrará la misa por el alma del difunto.

La curiosidad me vence. Bajo el vidrio y siento que me sofoco con el aire caliente que me golpea el rostro.

A una señora gorda, de pelo canoso, la increpo, apurado antes de que quienes vienen atrás en el tráfico comiencen a tocar corneta:

-¿Qué hay allí, qué pasa, doñita?.

Ella voltea hacia mí, abre los ojos todo lo que sus órbitas le permiten y me dice:

-¡Están vendiendo comida!

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