El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Navajazos a la patria

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Cinco de la tarde. Sábado de quincena. En mi tienda ha habido tan poco movimiento que supongo que la gente está haciendo cola en los supermercados para hacer la compra. Para comprar lo que haya, no lo que en verdad necesitan.

Decidimos cerrar antes de tiempo e irnos a la zona del bachaqueo para ver si conseguimos algo de alimento para perros y, sobre todo, para gatos que hace tiempo se nos agotó y no nos ha llegado, porque el distribuidor no tiene. La idea es comprar algunos sacos grandes para detallarlos, más con la intención de poder cubrir la necesidad de los clientes que pasan roncha por toda la ciudad buscando el alimento de sus mascotas, que por lo que podría implicar como lucro. Vender dos sacos de Dog Chow de 22 kilos o uno de Gatsy de 15 kilos, «kileados«, no nos va a sacar de pobres, pero al menos le ofreceríamos el producto al cliente que lo necesita.

Al recorrer las calles de la ciudad vemos que, en efecto, los supermercados tienen las colas de gente afuera. Seguimos camino, rumbo a la aventura del bachaqueo.

Primer navajazo

Ya en la zona de nuestro destino. Al pasar frente a un comercio, paramos en seco. El local está atiborrado de alimento para perros y gatos. Si, justo el Dog Chow, el Gatsy y el Cat Chow que a mi negocio no llega, porque el distribuidor no tiene. Pregunto en cuanto me venden los sacos grandes:

-No tenemos sacos grandes para la venta. Esos los vendemos por kilo.

El kilo de Gatsy que yo vendí en mi tienda la última vez a 200 bolívares, allí está a 250. El Cat Chow de medio kilo que vino a mi negocio la última vez con el «precio justo» marcado de fábrica a 377 bolívares, allí lo tienen a 450.

Desilusionado, me monté en el carro dispuesto a irme a mi casa.

Segundo Navajazo

Ya que estamos por la zona y está más o menos tranquilo el lugar, decidimos averiguar si hay algunos productos que necesitamos y que ha sido imposible conseguir en los supermercados: arroz, harina de trigo, aceite de girasol, papel higiénico…

Paramos en un localcito donde quienes atenden están bebiéndose sus cervecitas del sábado. Una mujer sentada en su silla de plástico me pregunta qué busco:

-¿Tenéis arroz?
-Sí.
-¿A cómo?
– Cien bolívares.

 El estómago me da un brinco. Según el gobierno, el arroz está regulado alrededor de los 20 bolívares el kilo. Disimulando mi molestia, le pregunto de cuál arroz tiene -pensé que podría tratarse de alguna de las variedades que no están reguladas y que llegan a costar poco más de 40 bolívares el kilo-. 

Me enseña el paquete. No solo es arroz del regulado, sino que el empaque ostenta unas letras rojas en las que leo «Venezuela socialista». El brinco del estómago se convierte en punzada.

Tercer navajazo

En un local próximo al anterior, entro a preguntar por el arroz. Cuesta los mismo que en el otro, pero es de otra marca. También del tipo regulado. Veo que tienen varios tipos de aceite y en el estante descubro algunos litros de aceite de girasol Vatel, de ese que hace más de un año vi por última vez en un supermercado y que desde entonces brilla por su ausencia.

-¿En cuánto tenéis el litro de girasol?
-Doscientos cincuenta bolitos. -Responde la chica gorda sin moverse de su puesto. El precio regulado es de 25 bolívares.

Echo una ojeada alrededor y veo jabón de baño Palmolive, Prótex y algún otro de marca desconocida, pero de los que no se consiguen en ningún supermercado regular desde hace tiempo y de los que solo te venden, cuando hay, un paquete de tres pastillas por persona a la semana. Como no necesito, decidí ahorrarme la arrechera y no pregunté el precio.

Descubro que tiene harina de trigo Robin Hood que según marcan los empaques tiene un «precio justo» de «Bs.F 50,00» y le pregunto en cuánto está.

La navaja centellea en mi mente: «200 bolívares el paquete».

Cuarto navajazo

En otro puesto de bachaqueros, pregunto por el precio del papel tualé. Tienen a 800 bolívares el paquete de doce rollos que está regulado, si mal no recuerdo, a menos de 50. Y el de cuatro rollos lo tienen a 400 bolívares. El marca Floral, porque el marca Scott de 12 rollos lo tienen en 1.200 bolívares.

Mientras trato de digerir los navajazos, desde su carro, pregunta un hombre:

-¿En cuánto me dejáis ese paquete de pañales?
-Dos mil quinientos. -Dice la mujer sin moverse de su asiento.

Navajazo final

El hombre se baja del vehículo y se desarrolla el siguiente diálogo:

Hombre (Con voz tronante): Esos pañales son para el guardia que siempre te los compra a vos y que vos se los dais más baratos.
Bachaquera (Recelosa): ¿Guardia…? Aquí no compra ningún guardia.
Hombre: Sí. Valecillos, el Guardia Nacional. El siempre te compra a ti los pañales.
Bachaquera (Con risa irónica): Aquí no es, porque aquí los guardias no compran nada. Cuando vienen, se lo llevan gratis. Se lo roban.
-No. No. Este no roba. Él los compra y se los dan más baratos.
Bachaquera (Fastidiada): Pues aquí no es. Aquí cuando vienen los guardias se roban todo.

Hasta aquí puedo aguantar. Con los navajazos del socialismo de Chávez asestados en el gentilicio, me subo al carro para salir de allí. Siento que con cada insición de la navaja, la patria agoniza. Se desangra.

Un carro nos adelanta en la autopista y en su vidrio trasero leo en letras rojas:

Mi hermana es psicóloga.

El vehículo sigue y pienso:

«Posiblemente, dentro de unos meses, allí dirá: «Mi hermana, la psicóloga, es bachaquera«.

Golcar Rojas

La unión hace la fuerza o que me corten un brazo

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¿Será que de tanto manosear la frase, ésta ha perdido sentido?

¿Será que de tanto no ponerla en práctica perdimos el sentido de lo que significa?

¿Será que en un país tan dividido no tiene sentido intentar ponerla en práctica?

¿Será que en regímenes como el venezolano la frase es un sin sentido?

¿Será que en este socialismo la frase tiene un sentido que puede ser usado en tu contra?

En Venezuela está todo el mundo sobreviviendo por su lado. Tratando de salvar lo poco que nos queda a cada uno.

Vemos como vienen por el vecino. Y a pesar de sentir que cada vez están más cerca nuestro, parecemos impotentes ante lo que se avizora. Cada uno toma la medida individual que cree que lo salvará de las garras del lobo que se ceba con la carne de quien vive al lado.

Sentimos a través de los muros los dentellazos sobre el vecino y corremos a bajar la santamaría. «Cerramos por inventario». Cooperamos. Colaboramos.Bailamos al son que nos tocan a la espera de pasar desapercibidos, pero a sabiendas de que nada de eso nos salvará y un día, en cualquier momento, cuando menos lo esperemos o aún esperándolo, vendrán por nosotros.

Uno lee la desoladora crónica de Tamoa Calzadilla sobre la rueda de prensa de Bernardo  Zubillaga, vicepresidente comercial de Farmatodo, Vicepresidente de Farmatodo: “No tienen idea de lo que es ser empresario en Venezuela”y puede sentir la impotencia del empresario que trata a toda costa de proteger el centenario negocio familiar:

«No tienen idea de lo que es ser empresario en estos momentos en Venezuela. Deberían hacer algo sobre eso, las regulaciones, los dólares, las inspecciones. Debemos ser  de las empresas más inspeccionadas por las instituciones del gobierno. Yo diría que a Farmatodo la vigilan más que a ninguna otra (en el comunicado señalaron que solo en enero de 2015 recibieron más de 60 inspecciones en sus tiendas).»

Es entonces cuando uno piensa ¿Y los otros empresarios? ¿Y los sindicatos? ¿Y los gremios? ¿Y los colegios profesionales? ¿Y los líderes políticos?

Está cada uno tratando de sobrevivir. Tratando de pasar desapercibido. Invisibilizándose.Retrasando la embestida como puedan. Farmatodo no es más que un paradigma. Como lo es Día a Día. Como lo es ese carnicero en Mérida a quien le llegó el Indepabis y lo obligó a vender en 100 bolívares el pollo que compró a 154, mientras observaba cómo los funcionarios llamaban a sus amigos y familiares para que se aprovecharan de la rebatiña.

Dice Calzadilla en su texto sobre la rueda de prensa, que Zubillaga «explicó que fue a hacer inmersión en una de sus tiendas en San Cristóbal y lo que vio “da como para hacer un libro”.  Estaba convencido de que el mayor contingente era “bachaquero”, personas que se dedicaban a comprar a bajo precio y luego a revender, incluso más allá de la frontera. Mujeres con niños, “pacientes” en camillas y sillas de rueda que siempre estaban en cola y volvían a hacerla una y otra vez. Esa situación lo hacía pensar en que era cierto que más de 60% de quienes hacían colas era para revender, según les había revelado un estudio de una firma consultora que no mostraron».

Y uno vuelve a preguntarse entonces ¿Desde cuando revender es un delito? ¿Por qué revender se ha hecho un negocio rentable? ¿En qué país normal y con economía sana comprar en un supermercado para revender en la puerta de la casa es un negocio? ¿Quién en un país normal va a preferir ir al porche de una vivienda a comprar un paquete de pañales al 300 por ciento más de su precio pudiendo ir a adquirirlo en un comercio regular al momento que lo quiera y lo necesite sin el temor de no encontrarlo? ¿Por qué la gente le compra a los revendedores al precio que sea? ¿Por qué en muchos casos es más económico adquirir un producto en un supermercado que comprarlo a un distribuidor para vender en tu negocio? ¿A qué se debe la perversión actual del comercio en Venezuela?

Entonces los empresarios, en su afán de supervivencia y por las amenazas directas o veladas de expropiación, asumen funciones de control que no les corresponden. Se sienten obligados a convertirse en «policías», como dijo Zubillaga:

«…tomamos esa medida porque dijimos, mira, eso es como si te ocurre algo y el médico te pregunta: “te corto el brazo o pierdes la vida”. Nosotros nos estamos cortando el brazo. Entendemos que es una medida dolorosa, aunque no es el captahuellas exactamente, pero era eso o morir.»

Y los supermercados tratan de organizar el caos, también «se cortan el brazo» para sobrevivir. Ponen captahuellas, exigen documento de identidad, exigen colas, limitan la cantidad de productos que se pueden comprar, venden por terminal de número de cédula, marcan a la gente con números en el brazo, llaman a las fuerzas del orden público para que controlen a la gente en las colas…

Y uno vuelve y se pregunta ¿Por qué tiene un empresario que asumir esas funciones? ¿Por qué un comerciante tiene que limitar la cantidad de productos que puede comprar una persona? ¿Por qué son los comerciantes quienes tienen que ejercer las funciones de vigilancia y control que solo le competen al Estado?

Si una persona quiere comprar toda la existencia de un producto, no tendría por qué negarse el empresario a venderlo. En todo caso es el gobierno el que tiene que ver cómo hace para perseguir al que compró y ver con qué intenciones lo hace. En un país con economía sana, si alguien compra toda la existencia de pañales en un supermercado, la gente sabe que va al lado y conseguirá el que necesita. No hay temor de «desestabilización» por desabastecimiento. La abundancia de productos no hace de la reventa una opción rentable.

El problema no es el comercio. El problema está en que el régimen acabó con el aparato productivo y el excesivo control de la economía ha pervertido el mercado. Los revendedores -aunque los estigmaticemos- sólo son el resultado de una economía enferma. El comerciante que venda y el gobierno que vea a ver como resuelve el problema de producción y escasez que ha hecho que este país se llene de colas en todos lados.

Desde hace días uno no puede, en Maracaibo como en muchas otras ciudades del país, acceder a su supermercado habitual porque ya las colas de horas a pleno sol, todo el día, van por tres tipos simultáneos:

Una para quienes van a comprar solo productos regulados.

Otra para quienes van a comprar productos no regulados.

Y una tercera para las personas mayores o con discapacidades.

Eso si no hay pañales para niños o adultos. Entonces, la gente debe llevar la partida de nacimiento del recién nacido o el informe médico de la persona enferma que justifique que de verdad necesitan comprar los pañales.

Luego de acceder al supermercado vienen otras horas de cola para pagar. Y, como nunca hay de todo lo que uno necesita en un solo lugar, la gente pasa cuatro horas en una cola para comprar un champú y de ahí va a otro sitio por tres horas más para comprar dos kilos de Harina Pan.

Cierra Calzadilla la crónica sobre la rueda de prensa del vicepresidente de Farmatodo con este párrafo lapidario:

«Tres meses después están declarando en el Sebin, con amenazas del propio Nicolás Maduro de expropiación, condena pública  y “sugerencia” judicial de mano dura, durísima.»

Y es cuando uno recuerda la manida frase «La unión hace la fuerza».

¿Seguiremos así, cada uno sobreviviendo por su lado, cortándonos un brazo, hasta que vengan por nosotros?

Algún día no nos quedarán brazos ni piernas que ofrecer en sacrificio.

El futuro nos alcanzó

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«#CompreTipoNormal» ponía el cartelito que sostenía una señora en una fotografía que circuló por las redes hace poco. La expresión de la doña, con sonrisa forzada y acompañada de una niña, menor de edad a despecho de la Lopna, y que mira de reojo a la cámara con expresión de incredulidad, denota cierta vergüenza en la pose. No es para nada natural la imagen. Es evidente que es una fotografía tendenciosa con la que el régimen pretende hacer creer que el desabastecimiento en Venezuela es falso, una mentira más de la cacareada «Guerra económica», con la que pretenden justificar el desastre.

«#CompreTipoNormal» tipo normal retumba en mi cerebro cuando a las 3:30 de la tarde del domingo 18 paso por la avenida y veo una larga hilera de varias cuadras de carros estacionados al borde para permanecer allí, hasta la mañana siguiente, para ver si logran comprar la batería para su vehículo. Todo dependerá de si llegan baterías, si llega la que necesita, si cumple con los requisitos para poder comprarla: llevar el carro que necesita la batería, llevar la batería vieja. Si no la tiene, porque fue robada, tiene que llevar la denuncia del robo con sello húmedo de la policía. Todo muy normal. Como en cualquier país del mundo, pues.

«#CompreTipoNormal» vuelve a retumbar en mi cabeza cuando, a las 6:30 de la tarde, de ese mismo domingo 18 de enero, con una hermosa luz de atardecer,  voy al supermercado De Cándido y me enfrento con lo que queda de lo que en su día fue un inmenso supermercado, dos pisos llenos de productos de diferentes marcas y tipos, con anaqueles hasta el tope de mercancía.

Lo que encuentro es un espacio semi vacío. Deteriorado. Dos pasillos con anaqueles llenos de pasta pero no una variedad de pastas. No. Tres pasillos en los que lo único que se ve en los estantes son paquetes de «coditos» y fetuccini de medio kilo. Todos de una misma marca. Eso es lo que hay.

La mitad de los anaqueles están vacíos. En los que hay productos, hay un solo tipo repetido hasta el de candidohartazgo. Como el jugo ese que se ve en la foto. Los tomates están a 200 bolívares el kilo. La cebolla a 140 y el pimentón a 120. Hay un solo tipo de arroz, uno condimentado con ajo y que cuesta más de 50 el kilo. Las neveras se encuentran tan vacías como la segunda planta del local donde en la antigüedad, en la Venezuela de la denostada cuarta, uno conseguía champú, pasta dental, desodorantes, cremas para el cuerpo… cosméticos y productos de limpieza de la marca, tipo, olor y presentación que uno necesitara o quisiera. Ahora es un espacio inutilizado.

En el estante de la pasta dental, veo un empaque azul y rojo con unos jeroglíficos que no logro descifrar. Le doy vuelta y es la crema «Colgate» de toda la vida sólo que ésta es Tailandesa y viene con caracteres chinos y árabes, creo. Permiten 3 por persona. No hay leche de ningún tipo, ni harina de trigo, ni harina de maíz, ni papel tualé, ni…
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La depresión si no la racionan. Esa es libre y a borbotones.

Meto en el carro de la compra lo que voy consiguiendo tratando de obviar el deterioro y la escasez. En los anaqueles hay residuos de productos que la gente ha roto y riega por todos lados sin que nadie los limpie. Hay envases vacíos puestos en los estantes -muestra de que la gente consumió el producto allí y se fue sin pagarlo-. El piso es una guillotina porque los paquetes de arroz se rompieron y el grano rodó por todo el pasillo.

En la parte de alimentos para mascotas solo hay Dog Chow y Gatsy, de Purina, y, como una ironía, Dog Gourmet de Empresas Polar. Nada que ver con la variedad de productos que encontrábamos anteriormente. Lo que antaño era abundancia, hogaño es un peladero.

Al pasar por ese anaquel y ver que es uno de los pocos que está a medio llenar, recuerdo que los jerarcas del régimen, desde el difunto Chávez hasta Nicolás, siempre han manipulado a la gente recordándoles que en la cuarta «los pobres comían Perrarina«. Veo la escasez de comida y los precios del alimento para animales y pienso: «En la quinta los ricos comerán Perrarina; los pobres comerán mierda».

Ya en caja, una media hora para pagar a pesar de que no hay casi gente en cola. Unas 6 personas antes de mí pero igual la fila no se mueve y el sistema es lento. Una chica se asombra de la poca gente que hay en el supermercado y comenta:

-Qué raro que esto no está lleno de bachaqueros.

-Porque no hay nada. Le digo.

Un muchacho que va delante de mí en la cola, le pide a la cajera que le facture un paquete de azúcar.

-Para el azúcar tiene que pasar a registrar su huella por la fila de la captahuellas.

El joven, muy clase media él, mira a la cajera y le dice:

-Entonces no llevo el azúcar porque por principios me niego a pasar por la captahuellas.

Paga los productos que lleva y sigue. Se van sin su azúcar. Quien viene detrás de él en la cola es un chico más joven aún. Tiene en la mano un paquete de galletas María, una pasta dental -de la tailandesa- y un refresco. La cajera le factura las galletas y el refresco y le dice:

-Para poder llevar la pasta dental tiene que comprar más de 500 bolívares.

Le digo que yo la compro pero el chico me dice que no tiene efectivo para pagármela. Se va, luego de más de media hora de cola, sin su pasta dental.

Mi turno en la caja. La chica factura los productos que llevo en el carro y me pregunta si voy a llevar de los Colgateproductos que hay regulados: Aceite de soya, desodorante y azúcar. Estos hay que pagarlos primero y luego ir a retirarlos por otro lado. Un litro de aceite, un desodorante y un kilo de azúcar por persona. No más. Y la compra tiene que ser mayor a 500 bolívares.

-Póngame de todo lo que hay y todo lo que pueda -le digo con frustración-. Vamos a ayudar a que esa vaina se acabe rápido a ver si pasa algo de una buena vez.

La cajera sonríe con cierta frustración también y me da la razón. Por el pasillo se pasean varios Guardias Nacionales Bolivarianos. Ellos son los encargados de resguardar la seguridad en estas compras que ahora hacemos «TipoNormal».

Le comento a la cajera, que ya ha soltado varias risas con mis ocurrencias e ironías, que si la gente llega a saquear el supermercado sólo encontraran el hierro de las estructuras del local para venderlo al chatarrero porque comida qué saquear no hay. Ella ríe y me dice «Pa’que sepáis».

Pago. Me despido tratando de disimular la depresión y la pena que todo eso me ha producido, el bajón del «#CompreTipoNormal», la rabia devenida en tristeza, y me voy a casa con la sensación de que ya el futuro nos alcanzó. Soylent Green está aquí. Falta saber qué haremos ahora.

 

 

Velando a Chávez

image A efectos de actividad normal en el país, hoy, 12 de enero, viene a ser como el primer día del año. Los comercios empiezan a laborar de manera general, las escuelas, liceos y universidades inician su actividad escolar. Se supone que los motores que mueven un país,aceitados con el descanso de las vacaciones de navidad y año nuevo, deben arrancar a funcionar con potencia.

Es lunes y, como cualquier lunes, el cuerpo acusa recibo del día como si fuera un karma. Peor aún este lunes «inicio de año». Abro la ojos y, bostezo, estiro los músculos para desentumencerlos y, pereceando en la cama, enciendo el celular. El primer mensaje que leo en el whats app, termina de despabilarme el sueño:

«Buenos días…  Saqueado Farmatodo de Bella Vista (Frente a ENNE) a las 2 am. luego de fuerte mollejero».

Al mensaje lo acompaña una tenebrosa fotografía de una interminable fila de gente, que en la oscuridad de las dos de la madrugada, rodea el establecimiento. Ese Farmatodo queda cerca de donde vivo. Una cola más que no por frecuente deja de sorprender y entristecer. Pero, para completar de deprimir el amanecer del lunes, otra foto de brazos marcados con números, pone:

«Asi marcaron a los clientes en Farmatodo. Hasta que empezó el saqueo 2am». image Después me entero de que, si bien no hubo saqueo como tal, sí se llevaron algunas medicinas, papel tualé y computadoras y de que el sitio permanece resguardado por militares. Con el corazón resquebrajado, me voy a trabajar. No es fácil sacar ánimo de hacer patria luego de esas imágenes y noticias y de saber que los militares y policías se encuentran desplegados por la ciudad. A la depresión se le añade el temor.

Pocos minutos antes de las doce del día, con una «pepa de sol» de más de 40 ° C., antes de que me cierren la joyería, salgo a pie a mandar a hacer un trabajo. El aviso de la casa de empeños que marca el precio de compra del oro y me sirve para darme una idea de cómo aumenta el valor del dólar paralelo ha dado un salto de 3650 que lo dejé el sábado, a 3900, hoy.

image Sigo mi camino.

A lo lejos, distingo una multitud. Hacia ella me voy acercando. Recostada a una reja, una larga hilera de personas se achicharra los sesos a pleno sol. Hay hombres, mujeres jóvenes, embarazadas, mayores, mujeres con bebés en brazos. Es la cola para el Centro 99, porque a ese supermercado llegaron pañales. Parece que pollo y papel tualé también.

Mientras espero que me hagan mi trabajo en la joyería, salgo a dar una vuelta. De regreso, unos 5 minutos después, escucho que alguien dice que se acabaron los pañales. La gente de la cola, dando voces,  empieza a correr hacia la puerta del supermercado.

«¡Ahí hay. Ahí hay!», gritan algunos. Otros vociferan: «¡Patria, patria!». El supermercado baja sus santamarías. La joyería en la que estoy también lo hace. Yo grabo unos cortos vídeos de la marabunta. image Me entregan mi trabajo y, agachado para no tropezar con el borde de la santamaría, salgo y regreso a mi tienda. La cola sigue al sol. A la espera, a ver si vuelven a sacar pañales o cualquier otro producto escaso y «bachaqueable».

Ya en mi trabajo, veo un titular en Noticiero Digital con una foto de Nicolás sentado frente a un hombre con túnica y turbante que dice:

«Maduro: Venezuela exportará alimentos a países árabes».

Sólo atino a decir:

«Debe ser un buen negocio bachaquear a Arabia«.

image Quisiera empezar el día, la semana, el año, con el espíritu de los artículos de Carlos Lavado y Sumito Estévez que leí el fin de semana, pero no es fácil. Veo las colas y oigo los gritos de la gente en ellas. Veo sus caras de frustración tostada por el sol, mustias, y pienso:

Aquí yacen los restos de Chávez y su «revolución bonita. Este gentío lo está velando» .

Golcar Rojas

Crónica de inicio de año o lo peor está por venir

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Son las seis de la tarde de un siete de enero. En los alrededores del centro comercial donde tengo mi negocio, por la zona norte de Maracaibo, ha habido poco movimiento comercial estos primeros días del año. Muchos comercios no han abierto sus puertas al público.  Unos, porque no tienen mercancía que vender. Otros, porque prefieren no vender hasta saber qué sucederá con el precio del dólar y poder ajustar sus precios de manera de no perder el valor de reposición de inventario.

A las puertas de una farmacia se aglomera la gente. Hay desodorante y champú y lo venden en combo con un frasco de salsa de ajo. Supongo que a la farmacia se lo vendieron así también. Es la modalidad que se ha impuesto en el país:  te vendo un producto escaso pero te obligo a llevar uno de poca salida -el hueso, que llamamos- también.

El supermercado tiene dos días dedicado única y exclusivamente a vender dos paquetes de 900 gramos leche en polvo por persona y un paquete de detergente en polvo para ropa y cuatro rollos de papel tualé, mientras hubo papel tualé. Todos los pasillos del local se encuentran trancados con carritos de compra para que la gente no pase. Se vende sólo lo dicho y las colas afuera del establecimiento, por momentos pasan de 200 personas. Al local acceden de 20 en 20.

Yo aproveché el día anterior un bajón en la cola y compré los dos paquetes de leche y el detergente. Ya papel sanitario no había.

En la fila para pagar, una chica delante de mí no pudo comprar porque la captahuellas no hubo manera ni forma de que le reconociera su huella.

Límpiese el dedo.
Limpie la captahuellas.
Ponga otro dedo.
Incline el dedo.
Mueva el dedo hacia los lados.
Limpie la captahuella.
Ponga el dedo de la otra mano…
Nada.
La chica tiene el dedo muy pequeño y muy finito y el remardito aparato no lee la huella.
Se fue a probar suerte en otra caja, con otra captahuellas.

Una señora angustiada detrás de mí miraba su reloj:
-Me van a botar. Tengo 10 minutos para volver al trabajo. Ni siquiera pude almorzar por venir a comprar la leche para los muchachos. Aquí en la cartera tengo el almuerzo.

-Pase usted, señora -le dije-. Yo no tengo apuro. Y usted también pase, amiga, que está embarazada y en otras condiciones y en otro país, tendría preferencia. -Le dije sonriendo a una barrigona de unos seis meses de embarazo. 

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Media hora después, deprimido, salí con la leche y el jabón. Afuera, la cola había crecido como un rumor. La gente se impacientaba. Algunos trataban de colearse. Ya había presencia policial.

Seguí mi camino.

Pues, bien. Hoy, después de un cansado día de trabajo. A las seis de la tarde. Voy a llevar la leche comprada a los viejos. Al llegar, me espera la noticia de que a mi pariente epiléptica le queda menos de un mes del Valprón de su tratamiento. Eso, que en cualquier parte del mundo no debería ser motivo de alarma, en este país, es estar en la reserva y correr el riesgo de quedarse sin medicamento y convulsionar.

Empezamos a mover los hilos anti-escasez.

Una llamada y la amiga nos dice que llamemos a la farmacia que era de sus padres a ver si hay:

-Buenas, estoy llamando de parte de Carolina. ¿Tendrán Valprón de 500?
-Sí. ¿Cuántos necesita?

¡No podemos creerlo!

-¿Cuánto nos pueden vender?

-Diez o doce cajas.

Felices e ilusionados emprendemos un largo viaje. Eso son unos cinco meses de tratamiento asegurados. Sólo nos quedaría conseguir un poco más de Tegretol para estar tranquilos.

La farmacia queda en el barrio Cuatricentenario. Una zona de estratos D y E que uno poco frecuenta. Para llegar a ella, atravesamos el sector de Los Plataneros. Nos sorprende la actividad comercial que a esa hora de la noche y con tanta oscuridad, se palpa en la avenida principal. Parece otro mundo.

Es otro mundo. Los comercios están abiertos. Los chiringuitos de productos «bachaqueados» tienen mucho movimiento de clientes. Pasamos dos farmacias hasta llegar a la que buscamos.

El local se ve como nuevo. Bien iluminado. Un vidrio del mostrador al techo separa a los clientes de los dependientes. Seguridad como la de los bancos. 

-Buenas noches. Yo soy el amigo de Carolina. Vengo por el Valprón.

-Ah, usted fue el que llamó por el Bactrón…

-¡NO! Por el Valprón. No por el Bactrón.

-Ay, yo le entendí Bactrón. Valprón no hay.

Tampoco hay Trittico, que nos encargó una amiga desesperada porque no consigue en ningún lado. Ni Teocolfene, que nos encargó otra.

De regreso, paramos en las otras dos farmacias para probar suerte.  En esas, la seguridad, más que de banco, parecía de cárcel.  En ninguna había Valprón pero conseguimos en una el Trittico, y uno que no es el Teocolfene pero es igual. Es lo que hay.

Paramos en un puesto a comprar huevos aprovechando que los vimos al pasar. 240 el cartón. Creo que está caro porque hace menos de un mes lo compré a 170. Pero, como los memes de la rana René, me acuerdo que en Venezuela la inflación es descontrolada y se me pasa.

Mientras me despachan y cobran los huevos, un comprador pregunta por el precio de un paquete papel higiénico Scott de 12 rollos: «¡800 bolívares!».

-Y pañales, ¿tiene?
-Sí. A 900 bolívares.

Por cusriosidad, pregunto por el precio de una lata de leche condensada Nestlé de 300 cc.

-220 bolívares
-¡VayaPalaMierda!

Entro a un supermercado de la zona y me encuentro que un litro de aceite se oliva El Gallo está en 2300 bolívares. Un Nescafé de 200 gramos, 1780. Y el cartón de huevos que compré «caro» dos cuadras antes a 240, en el súper está a 278 bolívares.

Al llegar a casa con la depresión vivita, leo en los portales web de noticias este ramillete de declaraciones de los voceros del régimen:

Yván José Bello Rojas dice que se exagera con la crisis y que él también hace colas, por ejemplo, para ir a un juego de béisbol.

Dante Rivas dice que mejor que no haya papas importadas para las  papas fritas de Mc Donalds y que hagan yuca frita que es criolla.

Osorio dice que el desabastecimiento es «normal» para la fecha.

Y Eljuri dice que las colas se deben a que el venezolano come demasiado.

Al terminar el día, el consuelo que me queda es que estamos muy mal, pero lo peor está por venir.

Golcar Rojas

¡26 horas de San Cristóbal a Maracaibo!

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Como es habitual luego del cambio de huso horario inventado por el difunto, en Venezuela,  por estas épocas de fin de año, a las seis y media de la tarde ya es noche y, a las siete el cielo está negro como boca de lobo.

Para quien no está acostumbrado a circular por las carreteras en horas nocturnas, no es fácil esquivar los huecos y los policías acostados que no cuentan con la más mínima señalización y que proliferan sin necesidad de riego.

Esa noche, el cielo estaba nublado y la luna en cuarto creciente no se veía. Esto, sumado a la total ausencia de iluminación en las vías y falta de un efectivo pintado de la carretera, hacían de la vía una segura guillotina. Y si, a todo esto, le sumamos el cansancio producido por la angustia y tensión de no saber si conseguiríamos donde poner gasolina, la hora y pico que estuvimos sofocados en una cola para repostar el combustible y una pequeña falla que estaba presentando nuestro carro que hacía que por momentos se ahogara y corcoveara, pues todo nos aconsejaba que buscásemos un sitio donde pasar la noche, reposar el estrés, descansar y continuar el viaje al día siguiente.

Afortunadamente, nos detuvimos en esa estación de gasolina de La Morita y colocamos los 30 litros que nos permitieron. Después de esa, pasamos unas cuantas que estaban cerradas y, de no haber colocado allí, habríamos tenido que hacer como vimos en una gasolinera: aunque el lugar estaba fuera de servicio, a sus puertas ya había una fila de autos que se quedaron sin combustible en el camino al no encontrar gasolineras abiertas y no tenían más remedio que pernoctar allí a esperar que en algún momento de la noche o a la mañana siguiente, abrieran el sitió y pudieran repostar.

paisajeFuimos afortunados y, por eso mismo, decidimos  no tentar más la suerte. Debíamos encontrar un lugar para dormir y descansar.

Entramos a un extraño, lúgubre y solitario hotel de carretera que parecía no haber sido terminado de construir. Subimos unas amplias escaleras estilo italiano, de madera, hasta la recepción y consultamos con un señor moreno, el único ser vivo que se apreciaba en metros a la redonda, si disponía de habitación.

Luego de su afirmativa respuesta, solicitamos verla. Era una pieza en la que no coincidía una funda de almohada con la otra ni la sábana y el forro de la cama. Mucho menos tenían parecido éstas con las de la cama vecina y las cobijas se notaban viejas, con flores desteñidas. Las paredes desconchadas y el piso manchado. El baño con baldosas manchadas de moho.

Me senté en una de las camas para probar el colchón. Total, lo que queríamos era dormir.

–¡No la arrugue!  –Gritó nervioso el moreno–. Si ven la cama arrugada piensan que alquilé la habitación y me la cobran.

Me paré de un brinco. Y traté de alisar la sábana pasando la mano por encima.

Pero lo que hizo  finalmente que desistiéramos de rentar la covacha, fue cuando vi el diminuto aire acondicionado que tenía. No pasaba los 12 mil btu y en Caja Seca, tierra de calor húmedo y sofocante, eso erapaisaje6 indicio de pasar una noche de acalorado insomnio y amanecer más cansados de lo que ya estábamos.

El moreno nos dijo que más adelante había un hotel más familiar y con piscina,  que fuéramos a ese que estaba a unos 15 minutos. Dimos las gracias y marchamos.

Previendo que el lugar no contase con un restaurante donde tomar algo, paramos y en Fito’s Burguer, –un carrito de arepas, perros calientes y hamburguesas, a orillas de la carretera–. Nos comimos una hamburguesa mixta de pollo y carne, con todo, incluyendo parásitos y amebas porque ¡hay que ver el tobo de pintura en el que lavaban las verduras!

“Cenamos” por doscientos bolívares y seguimos rodando por la oscura carretera. Por fin, después de pasar unas cuantas fuera de servicio, vimos una gasolinera abierta. Rellenamos el tanque para no tener que hacerlo en la mañana en una larga cola y seguimos.

Una alcabala, casi a la salida de la gasolinera:

–¿De dónde vienen los señores? Sonó la voz del Guardia Nacional en la penumbra a través de la ventanilla.

–De San Cristóbal.

–Aquí huele a gasolina –dijo en un tono como insinuando que podíamos andar cargando combustible ilegalmente. Parece que nos vio cara de “bachaqueros”.

–Claro, acabamos de llenar el tanque allí.

Abrió la puerta trasera del carro, iluminó el interior con su linterna y nos permitió seguir sin más preguntas ni insinuaciones.

hotelPor fin encontramos el “Hotel familiar” del que nos habló el moreno. Un sitio pequeño con entrada de tierra y granzón. Rodeado por una reja y coronado por cerca de alambre electrificado.

Un señor con camisa desabotonada y panza al aire, con mirada un podo perdida apareció del fondo.

–¿Tendrá habitación disponible?

El hombre balbuceaba sin saber si decir que sí o que no. Me miraba a mí que me había bajado del carro para hablarle y miraba hacía el vehículo con desconfianza. Finalmente dijo algo que asumí como un “sí”.

–¿Podemos verla?

Quitó el candado de la reja corrediza y empujó para dar paso al auto. Yo seguía parado mientras Cristian metía el carro en el terreno pedregoso que fungía de estacionamiento. Mientras lo hacía, el hombre con la mirada cada vez más de loco y tono de voz que demostraba que estaba tan asustado de recibirnos como nosotros de estar allí, me dijo:

–Entren rápido para cerrar porque hace ratico vino un loco a pedir habitación –hablaba mirando a los lados para asegurarse de que el hombre no estaba por allí–. Estaba todo sudado y dijo que era un estudiante. Pa’mí que era uno de los presos esos que se fugaron.

–¿De los 43 de Santa Teresa del Tuy?

–Ajá. Cuando le dije que no tenía habitación me dijo que le diera un sitio con techo donde pasar la noche. Le dije que no podía porque el dueño estaba aquí.

paisaje11La habitación estaba limpia y el baño impecable. El aire acondicionado funcionaba a perfección. Ya eran las once de la noche. Teníamos 12 horas de viaje y no podíamos más con nuestras almas. Pagamos los 400 bolívares que costaba el cuarto y el hombre agarró de una estantería dos cobijas enrolladas. Las miró dudoso. No parecía estar muy convencido de darnos esas. Tomó las que estaban desordenadas sobre la que, evidentemente, era su cama. Las levantó en el aire y las olió y dijo:

–Estas están mejor.

–No se preocupe –dije tomando las enrolladas con rapidez–, Con estas nos apañamos. ¿Estará seguro el carro allí?

–A menos que aparezca el loco y le tire piedras… era muy raro ese tipo. Menos mal que allí tengo a dos que llegaron hoy…

Caminamos a la habitación y decidimos pegar la pesada litera de madera de pino contra la puerta. Si alguien –el tipo que no se sabía si era un loco sudado o un preso fugado– quería entrar, con esa tranca no podría.

cielo2Tomamos una ducha con agua helada. Las cobijas de la duda tenían un tamaño como para Barbie, al igual que las sábanas. Encendimos el televisor para distraernos un rato y dormir relajados. El sitio es tan “Familiar” que al hacer zapping, aparecieron desbloqueados los canales pornográficos de Direct TV.  “Me tiré a mi padrastro blanco” ponía en inglés el título de una de las películas. Apagamos el aparato y agotados nos dormimos.

Al día siguiente nos paramos. Salimos apurados y tomamos de nuevo la carretera. En un mercado de “microempresarios” socialistas desayunamos cuatro empanadas chiclosas y dos jugos rancios por el “precio justo” de 160 bolívares, todo. En el pueblo de El Venado nos detuvimos a tomarle fotos a los bustos de Bolívar y Chávez que parecen tratarse de tú a tú en el pedestal del centro de la plaza.

Un lugareño, tirando verdes para recoger maduras, al vernos haciendo fotos a los bustos nos espetó:

–Yo estoy cobrando por eso.

–¿Cobrando por qué? Dije.

–Por las fotos. Yo soy el que cuida la plaza.

–Estás clarito. Dije. El tipo sonrió y siguió su camino.

Unos motorizados con cara de pocos amigos hicieron que apurásemos la labor y pusiéramos pies en polvorosas.

A eso de la una de la tarde, cruzábamos el Puente sobre el Lago que, a esa hora, tenía encendido su alumbrado eléctrico en un país donde el gobierno nos culpa a los ciudadanos de no ahorrar energía.

Hicimos en 26 horas el viaje de San Cristóbal a Maracaibo que en condiciones normales no debería durar más de cinco o seis horas.

Un paseo para celebrar la unión y el reencuentro familiar termina convertido en una crónica del miedo. La fiesta deviene en el horror de no saber nunca quién es quién. Todos tememos de todos porque todos sabemos que de cualquier pretina de pantalón puede saltar el arma que nos apuntará. Cosas y formas de vivir que nos ha legado al morir ese hombre que en un pedestal de plaza pretende tutearse con El Libertador.

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Un paseo por las entrañas de la Venezuela «chévere»

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Son las 4 y 45 de la tarde. Estoy en La Morita,  un punto que no debe aparecer en los mapas de Venezuela porque es un lugar en el medio de la nada. En la carretera que une los estados Mérida y Táchira.

Es un pueblo tan insignificante para el común de los venezolanos que de no ser porque me encuentro en una larguísima cola para poner combustible,  ni siquiera me habría detenido a mirar el.aviso verde con letras blancas a la orilla de la vía que indica que estoy en «La Morita».

Esta historia comenzó hace un par de días cuando decidimos asistir a la celebración de 15 años de mi sobrina Karen para aprovechar la fiesta y saludar a mis sobrinos que viven fuera de Venezuela y que vinieron exclusivamente para la celebración en San Cristóbal.

No es fácil celebrar la unión familiar y hacer turismo interno en esta Venezuela

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que nos legó Chávez.  Por mucho que uno se ufane de ser precavido y haber aprendido a sobrevivir en este caos del socialismo del Siglo XXI, las sorpresas y los imponderables siempre terminan por imponerse

Yo pensaba que al contar mi vehículo con el chip de racionamiento de combustible me ahorraría la incomodidad de hacer las largas colas para repostar combustible que se aprecian por todas las estaciones de servicio de la ciudad a cualquier hora del día que la gasolinera esté de servicio. ¡Qué iluso!

Las colas son justamente de los que cuentan con el famoso chip. Sí. Una vez más la propaganda oficialista nos engañó.  El chip del racionamiento no aminoró las colas de las gasolinares como cacareó el régimen para instalarlo. Y como en este país lo anormal, por frecuente,  termina pareciéndonos «normal», cuando comenté acerca de esas largas filas de autos, alguien me dijo:

-Sí. Son largas. Pero pasan rápido. Uno tarda sólo como media hora para poner gasolina.

A eso sólo pude responder que rápido es llegar y en tres minutos estar servido con la cantidad de combustible que necesite y pueda pagar. Y no perder media hora para que surtan máximo 30 litros. Ni un cc más. 

En fin, que al segundo día vimos una cola que «solo» media una cuadra de carros y nos metimos a repostar.  Unos 20 minutos más tarde, salimos con nuestros 30 litros en el tanque.

Esa noche, pretendí compartir con mis sobrinos de Estados Unidos un helado y fuimos a una famosa heladería. 

Todo normal. Como en cualquier país del mundo llegamos a la caja para hacer el pedido, pagar, recibir los helados y sentarnos a disfrutar del fresco de la noche en las mesas de la terraza.

¡Oh, sorpresa!  La heladería no tenía o no le funcionaba el punto de venta. Solamente aceptaban efectivo.

Con el dinero que teníamos,  compramos algunos helados y mientras los comían fuimos, allí mismito, a un cajero automático para sacar el efectivo que faltaba para los otros. 

Para hacer un largo viacrucis corto, sólo diré que tuvimos que ir a cuatro o cinco sitios porque unos cajeros no funcionaban y otros no tenían efectivo disponible. Cuando llegué,  ya mis invitados se habían comido sus helados. Pedí el mío. Y de esa manera se desarrolló nuestro compartir familiar,

¡Qué linda y chévere se nos ha vuelto Venezuela!

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Llegó el momento del regreso.  Como teníamos aún medio tanque de gasolina, decidimos no hacer las interminables colas de tres cuadras y agarrar carretera, una vez más confiados en que con el famoso chip no tendríamos inconvenientes en rellenar el tanque en cualquier estación del camino.

¡Qué ilusos!

Íbamos a tomar el camino más corto. Por la vía de Machiques. La mala señalización de la vía nos hizo dar un largo rodeo y extraviarnos.

Preguntamos y retomamos la vía. Al llegar a cierto punto, un piquete de la Guardia Nacional tenía trancada la carretera. Un efectivo con más fusil que edad nos informó que no había paso porque en Orope estaban protestando.

«¿Tardarán mucho en reabrir el paso?» Preguntamos ingenuamente.

«Están quemando dos gandolas»,  fue la respuesta recibida.

Deshicimos el trayecto.

Pasamos una estación de gasolina. Cerrada. «A diez minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. «A 15 minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. Nos quedaba memos de un cuarto de tanque y más de la mitad del camino por recorrer.

Comemzábamos a ser presas del pánico y la angustia. 

Un hombre al que preguntamos nos dijo:

«En esa casita de las matas de coco, venden gasolina».

Una vivienda humilde con encharcada entrada de tierra y.cortinas en lugar de puertas. Junto a la estación de servicio. Nos atendió un chico:

-¿Cuánta gasolina quieren?
-¿Cuánto cuesta?
-¿Cuánta quieren?
-Unos veinte,  veinticinco litros.
-Salen en 800 bolívares, los 20 litros.

Para quienes leen esto y no saben, el tanque del carro de 40 litros se llena con unos cuatro bolívares.  Echen numeros.

Dijimos no.

Decidimos correr el riesgo y continuar andando hasta una próxima gasolinera.
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Es así como llegamos a La Morita a las 4 y 45 de la tarde. El calor y la humedad son sofocantes. Mientras escribo,  miro el reloj del panel frontal del carro. Han pasado 40 minutos desde que empezamos a hacer la cola en plena carretera. La fila avanza lentamente.

Sediento,  me bajo a comprar un agua energizanfe. Un par de loros con su alegre graznido surcan el cielo en vuelo sobre mi cabeza.

Retomo mi puesto en la cola. Al lado, el bombero levanta una vara con el chip de los motorizados para que el scanner pueda leerlo y despacharles su combustible.

Una hora y diez minutos después,  con los 30 litros de gasolina que nos correspondían por el día en el tanque y 2 bolívares menos en el bolsillo. Salimos de la gasolinera para retomar el camino de regreso a casa.

Empieza a oscurecer. Tenemos seis horas rodando en un viaje que se suponía haríamos en cinco, y aún nos falta más de la mitad del trayecto.

Estamos agotados. Tal vez sea tiempo de parar

Golcar Rojas

El delito de pretender comprar una batería

Cadena por el pin. Cadena de Wap. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería! (Foto tomada de la web).

Cadena por el pin. Cadena de Wap. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería! (Foto tomada de la web).

Al girar la llave del encendido del carro, el ruido extraño del motor, como de agotamiento por tanto esfuerzo, nos dio la inconfundible señal de que la batería estaba llegando a su final. Nos estaba anunciando que nos preparáramos psicológicamente porque estaba dando sus últimos estertores.

Cristian y yo nos miramos con cara de terror. Buscamos la factura de la batería y, según la fecha de compra, acababa de cumplir 14 meses funcionando. O sea, el agónico ruido era la despedida de la fuente de energía y el inicio del cuento de terror que significa en Venezuela pretender comprar una batería de automóvil.

En cualquier país normal y decente, por muy pobre que sea, lo común en estos casos es dirigirse a cualquier negocio de ventas de baterías, comprar una y cambiarla. Hasta no hace mucho tiempo, incluso en tiendas por departamentos como Makro o Epa, uno conseguía la batería necesitada sin mayor problema que escoger la marca, amperaje y procedencia -nacional o importada-.

Pero eso era sencillo como en cualquier parte del mundo (excepto en Cuba, supongo), cuando esto era Venezuela. En la república bolivariana de venezuela legada por Chávez, las cosas han cambiado y lo que en cualquier parte del orbe no es más que un simple trámite, una negociación entre alguien que necesita algo y tiene el dinero para comprarlo y un proveedor que tiene el producto y lo quiere vender. -Sencillito, ¿no?-. Pues aquí eso implica un titánico esfuerzo y una interminable pesadilla. Hasta título de propiedad del vehículo hay que presentar y no permiten comprar más de una batería por auto cada 6 meses. No tardarán en imponer allí también las captahuellas con cuya venta alguien debe estarse haciendo multimillonario pues las terminarán poniendo hasta en los baños de carreteras.

Cristian y yo nos persignamos y encomendamos a todos los santos y arrancamos a hacer las diligencias que teníamos pendientes. No queríamos apagar el motor para evitar malos ratos, pero uno de los trámites que debíamos realizar precisaba de la firma de ambos, por lo que tuvimos que estacionar, apagar el carro con el miedo en el alma y dirigirnos con optimismo, con fe, a las oficinas donde debíamos firmar.

Al volver al carro, la pesadilla cobró carne. La fe no nos funcionó. ¡El carro no quiso prender! Ni siquiera hizo un pequeño intento. Sonó «clic» y de allí no hubo quien lo sacara.

Me bajé y empecé a empujar. Por suerte, es sincrónico. Pero, el piso era de una fina arena y los zapatos se me resbalaban. A cada intento por mover el carro, me deslizaba hacia atrás y el remardito vehículo ni se inmutaba. En cualquier momento terminaría de jeta en el piso.

Un alma caritativa que estacionó su carro junto al nuestro, se compadeció de mi sufrimiento y, sin siquiera solicitárselo, se puso a mi lado y me ayudó a empujar. Al instante, el motor rugió y arrancó. A nadie le falta Dios, diría mi madre.

Cadena por el pin. Cadena de Whatsapp. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería!

Las colas en los establecimientos de venta de baterías son de dos y tres días. A las dos de la madrugada ya hay gente en las afueras de los negocios para hacer su fila. Con Griffith blanco marcan el número de llegada en los parabrisas. Los vendedores de café y guarapos aprovechan. También los de empanadas. Los malandros también. Ya ha habido casos de atracos en esas colas.

Todo un negocio paralelo e ilegal ha ido prosperando alrededor de la necesidad de baterías. Desde el empleado que se rebusca una ganancia vendiendo a sus clientes por la izquierda, hasta el revendedor que las vende a más del doble de su precio. Desde el que hace la cola y vende el puesto, hasta el vecino del establecimiento que por mil bolívares se queda esa noche con el vehículo y a la mañana siguiente te lo entrega con su batería nueva.

¡Hasta 10 mil bolívares nos han pedido por una batería que en el mercado formal no debería pasar de 3 mil! Algunos se han dedicado a importarlas de Ecuador a dolar paralelo y las venden al precio equivalente, mas de 7 mil una que normalmente costaría 3 mil o 3 mil 500. Garantía de 6 meses nada más pues aunque el fabricante ofrece 2 años, en Venezuela se evitan problemas y lo dejan en 6 meses. Porque aquí no solo es complicado comprarlas y venderlas, también lo es el sistema de garantía, entonces se evitan problemas y solo responden por cambios, por otra batería, si presenta desperfectos durante esos 6 meses. Después, a llorar al Valle.

Otra modalidad es comprar por 500 o mil bolívares menos que el precio de revendedores, una batería usada, sin garantía y, muy probablemente, robada porque el robo de baterías es un «negocio» que ha florecido con la revolución. Tan frecuente, que hay compañías de seguros que basan sus publicidad en un seguro especial para las baterías.

Para comprar la batería nueva, uno debe llevar la batería vieja. Pero no es tan fácil, también se debe llevar el carro al que le va a poner la batería nueva. ¿Que el carro no prende porque no tiene batería? ¿Porque te robaron la batería? No es mi problema. Si no está el auto y no hay batería vieja, no puedes comprar una nueva. Son las normas.

¿Drogas? Ah, no, tranquilos. Eso sí se compra con facilidad. En cualquier casa de vecino te dan las señas de quién y dónde las venden. ¿Qué quieres? ¿Marihuana? ¿Coca? ¿Crakc? Cualquiera te indica dónde y en tres minutos cumples tu deseo. Para comprar alimentos, medicinas, productos de limpieza o de aseo personal y baterías sí es más complicado porque son actividades que han llegado a ser delito que se paga con cárcel en la tierra bolivariana de Chávez y Nicolás.

Golcar Rojas

Venezuela parece un desvarío onírico de Beckett

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Requisitos para sacar constancia de residencia

Yo es que ya no sé si lo que estamos viviendo los venezolanos es un enrevesado e interminable capítulo inédito de una novela de Kafka o si se trata de una pesadilla mía y que cuando despierte me daré cuenta de que estoy en diciembre de 1991, en pleno segundo gobierno de CAP, y el mal sueño no ha sido más que el resultado de los traumáticos ocho días que acabo de pasar en La Habana, sufriendo por la triste realidad que viven los hermanos cubanos a quienes se les va la vida entre burocracia, colas y escasez y soñando con la posibilidad de salir un día de la isla.

Pretendí ir al banco a abrir una cuenta corriente, para lo cual pregunté en Banesco cuáles son los requisitos para «aperturar» el instrumento bancario:

Los requisitos son, me dice un amigo, recibo de luz a tu nombre -ya empezamos mal, pienso, porque no tengo recibo de ningún servicio que llegue a mi nombre-.
El amigo de Banesco prosigue:
2 referencias personales con direccion y teléfono fijo de quien firma la referencia y copia de su  cédula de identidad -fácil, lo resuelvo con los vecinos-.
Continúa:
Referencia bancaria, si tienes.
Carta de residencia otorgada por la prefectura de tu parroquia, si no tienes ningún  recibo de servicios a tu nombre. -Esto ya me olió peor. Yo sé lo que es intentar sacar un documento en ese tipo de instituciones del Estado.
Pero ¡mantengamos el optimismo!
Copia de la cédula, -fácil, siempre que en el centro de copiado tengan papel y tonner para la fotocopiadora.

Con mi optimismo incólume,  me paré temprano y me fui a la prefectura para ver qué se necesita para sacar una carta de residencia que diga que yo vivo donde vivo y no que soy un vivo que dice que vive donde no vive para estafar y delinquir. Que en «revolución» todos somos sospechosos y tenemos que, varias veces al día, demostrar que somos decentes y no vulgares delincuentes, choros.

Afuera de la prefectura las habituales colas de gente para hacer diferentes trámites. Lo normal. Nada que a estas alturas del Socialismo del Siglo XXI asombre a nadie.

Pregunto qué hacer para sacar la bendita carta y me dicen que pase a una oficina y pregunte por Isabel.

El espacio es un rectángulo de unos 25 metros cuadrados con 4 escritorios y, contando a vuelo de pájaros, unos 6 empleados. Hay como 4 personas haciendo diligencias y detrás de los trabajadores se atiborran en el piso cajas con carpetas que llegan al techo. Pregunto por Isabel y esta me da un papelito con los requisitos para sacar la carta de residencia.
A saber:

1) Original y copia de la cédula de identidad.
2) Original y copia del Rif (Registro de Identificación Fiscal) actualizado.
3) Constancia de residencia emitida por el consejo comunal, condominio, dependiendo del caso.
4) Original y copia del contrato de arrendamiento debidamente revisado por la Superintendencia Nacional de Arrendamiento de Vivienda cuando el solicitante habite un inmueble en condición de arrendamiento y/o autenticado.
5) Original y copia del pago correspondiente a un servicio domiciliario, tales como electricidad, aseo, Hidrolago, gas, Cantv (del mes anterior a la solicitud)
6) Venir con dos testigos venezolanos con copias de cédulas que no sean familiares.
7) Si el solicitante de la constancia no tiene ningún servicio a su nombre debe traer una autorización y copia de cédula del dueño del inmueble.
8) Los recaudos aquí exigidos deberán ser consignados en su totalidad por el solicitante de acuerdo al caso en una carpeta marrón tipo oficio y sobre manila tamaño oficio, quedando estrictamente prohibida la tramitación de solicitudes cuando falle alguno de los requisitos.
NOTA: TODAS LAS DIRECCIONES DEL RIF, ELECTRICIDAD, CONSEJO COMUNAL O CONDOMINIO TIENEN QUE ESTAR IGUALES y correo electrónico del solicitante.

¿Ya pararon de reírse?  Yo todavía no.

Río por la rabia que tengo, porque a veces, si tengo esta ira y no me río, me provoca es buscar un cañón de futuro y salir a matar canallas, como diría el amigo Silvio.

Río porque en el 2011 fui al Bank of América de Boston y con mi pasaporte y 100 dólares pude abrir en 10 minutos mi cuenta bancaria.

Río, porque, sin ir tan lejos ni en un país del primer mundo, mi sobrina Astrid, en Uruguay, recién llegada y como inmigrante, para abrir su cuenta bancaria solo necesitó fotocopia de la cedula -documento que obtuvo con facilidad y sin traumas-, constancia de domicilio -que no es más que un recibo de servicio de la vivienda donde habita sin importar a nombre de quién esté ese recibo- y fotocopia del recibo del sueldo. Más nada. Sin desconfianza. Sin que sospechasen de ella. Sin tener que demostrar que ella no es una delincuente ni una estafadora, porque en los países donde las personas son tratadas como ciudadanos todo el mundo es inocente, decente, honrado, hasta que se demuestre lo contrario.

¡Me rindo!
No abriré la cuenta bancaria.
No tengo suficiente fuerza de espíritu para intentarlo.

Cómo quisiera que en efecto esto no fuese más que una angustiosa pesadilla. Que a las 6 y media de la mañana suene el despertador y me despierte sudoroso y con taquicardia pero en un país serio, en una Venezuela que me trate como persona, como ciudadano y no en esta república bananera y kafkiana que parece un desvarío onírico de Beckett, en donde abrir una cuenta bancaria o comprar un litro de aceite de maíz es una inenarrable proeza.

Golcar Rojas

Hora y media en las profundidades del socialismo. ¡Llego leche!

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Mi cabeza parece una vasija llena de grillos, chicharras y sapos. Estoy aturdido como si estuviera en una discoteca con la música a todo volumen. Mi pecho da brincos como cuando el changa changa del DJ excede la capacidad de decibelios del equipo y uno está junto a una corneta que distorsiona el bom-bum de la música.

La tortura comenzó cuando me disponía a sentarme a seguir mi re-lectura de Trópico de cáncer -con el precio actual de los libros, toca recurrir a los ejemplares que uno guarda en la biblioteca-, y repicó el celular:

-¡Venite ya, que van a sacar leche en polvo de la que cuesta 40 bolívares!

Aparte del precio, lo que más me impulsa a cerrar el libro y correr al supermercado es que haya leche y poder olvidar por un tiempo la asquerosa leche líquida ecuatoriana que conseguí la última vez y que era un agua amarillenta e insípida.

Dejo el libro a un lado, tomo mi billetera con la cédula de identidad -requisito indispensable para poder comprar productos de primera necesidad- y me voy a paso rápido al supermercado.

La gente empieza a aglomerarse. El dato ha corrido por diferentes vías y el local se llena de compradores. Aún no sacan la leche.

-Mientras la sacan, pasa por la captahuellas. Me susurra mi amiga.

-Pero yo hace como dos horas que vine registré mi huella. Le advierto, pensando que no tendría que volverlo a hacer.

-Cada vez que vengas tienes que pasar por la captahuellas, Golcar. Eso se desactiva una vez que se registra tu compra en la caja. Así que anda antes de que se haga más larga la cola.

Le pregunto si los bachaqueros se han ahuyentado con las captahuellas y me dice que a ella le parece que ahora hay más bachaqueros que antes.

Me empieza a incomodar la situación pero ya estoy allí y me da vergüenza despreciar el gesto de la amiga que tan amablemente se toma la molestia de llamar y avisarme cuando llegan productos de los que escasean. Asumo una «actitud de sociólogo», repiro profundo y me resigno a pasar por la aventura cotidiana del socialismo del Siglo XXI legado por el insepulto Chávez.

Me meto en la fila de la captahuellas. Han habilitado tres aparatos para la ocasión. La gente sigue llegando al local.  La cola tras de mi se va haciendo aceleradamente más larga.

La gente se empieza a impacientar. Se miran unos a otros con desconfianza. Nadie dice con claridad a qué han venido pero todos sabemos que el dato de la leche en polvo se ha regado velozmente.

Al poco tiempo, la cola es una larga anaconda furibunda. Ya yo he pasado por la captahuellas y observo como la hilera crece, atraviesa el local, serpentea, se enrosca hasta llegar a la pared del fondo. Hay un murmullo general con una rabia contenida. La fila es una vibora enfurecida que parece estar dispuesta a atacar y soltar su veneno en cualquier momento. No veo por ningún lado la alegría con la que Méndez, encargado de los «precios justos» del gobierno, dice que el pueblo compra lo que necesita. En la fila lo que se respira es rabia, incomodidad,  desconfianza, ira.

Hay algunos amagos de pelea entre la gente que no piensa permitir que nadie se colee. En estos casos, no vale que seas mayor de 60 años, que andes con bastón o andarivel, que lleves tapaboca o estés embarazada. Nadie tiene preferencia y la mirada de furia de quienes están en los primeros puestos de la cola y de los empleados del supermercado encargados de resguardar el orden lo certifican.

En la captahuellas también hay los momentos de incomodidad y roce. El sistema está lento. A algunas personas la máquina no les reconoce la huella. Pasa mucho con la gente mayor.

Pruebe con el otro dedo.
Límpiese bien el dedo.
Pongamos gel en la captahuellas.

Algunos se van furiosos sin poder comprar porque su huella parece estar definitivamente borrada. Otros logran superar la prueba.

Le digo a mi amiga que ya registré la huella y le consulto qué debo hacer.

-Da unas vueltas por allí. Ya la van a sacar. Disfruta de la «patria» y del socialismo.  Me dice con sonrisa sarcástica.

Observo a la gente. Por ningún lado veo «la felicidad de comprar lo que se necesita al precio justo». Sin duda, Méndez no ha venido en momentos como estos cuando comprar es adentrarse en las profundidades del socialismo a la cubana.

Un empleado le da un golpe con su hombro por la cara a una señora. Esta grita y se soba la mejilla. Le digo sonriendo «Eso es el socialismo».

-No. Eso fue un coñazo. Y se sigue sobando.

Se hace difícil moverse. Sigue llegando gente y nadie se va porque todos esperan la aparición de la preciada leche. Registran sus huellas y permanecen en el local. Nadie dice con claridad a qué esperan pero todos lo sabemos. Algunos preguntan qué van a sacar y se les responde con dudas:

-Dicen que leche en polvo.

Ya ha pasado más de una hora y nada que sacan la leche. A mí la impaciencia ya me gana. La barriga me da brincos. Las sienes me palpitan. Hago chistes necios con la gente para distraerme. Le comento a mis amigos que trabajan en el sitio que no sé cómo no han enloquecido.

-Yo estoy que me subo las enaguas y me jalo los pelos del chocho, como diría mi madre. Les comento y ríen a carcajadas.

-Ya nos acostumbramos. Dicen, pero la tensión en sus rostros y la ira en la mirada los delata. Ellos también están al límite.

Un empleado habla con uno de los vigilantes:

-Anda a buscar a tus compañeros porque yo solo ni de verga saco eso. Si vengo con la carrucha y se me viene la gente encima, dejo esa vaina botada.

«Tienes culillo», le digo riendo y el hombre sonríe y asiente con su cabeza: «La pinga».

Custodiada por unos seis hombres sale rodando la carrucha con las cajas de leche. La gente se alborota. Los murmullos ya son gritos. Corren todos a las cajas a hacer la cola para pagar pues la leche la entregarán después de cancelada. Dos paquetes de 900 gramos por persona.

Quedo de cuarto en mi caja. En la mano llevo dos paquetes de medio kilo de caraotas, un kilo de sal y una mayonesa. La cajera es lenta y hay una compra grande de primero. Pasa gente que consulta si deben pasar por la captahuellas para comprar compotas. Sí y son solo cuatro por persona.

Veinte minutos más tarde, pago. 166 bolívares hace mi cuenta con los dos paquetes de leche. Un solo paquete de 900 gramos de la descremada en polvo que se consigue con más frecuencia y facilidad cuesta 250 bolívares. Casi cien más de lo que estoy pagando por un kilo de caraotas negras, uno de sal y la mayonesa de medio kilo. He ahí la razón de tanto barullo.

Pago. Una corta cola para que me entreguen la leche y me despido de mi amiga con un beso y el corazón en la boca de hora y media de angustia y rabia contenidas. Hora y media en las que, una vez más, la realidad desmiente la propaganda oficial. Falso que las captahuellas agilicen o disminuyan las colas y eviten el bachaqueo.

-Gracias, cariño. Me voy a hacer yoga para recuperar mi centro.

-Ja ja ja ja, ahora sí me habéis hecho reír. Ya sabes lo que es tener patria. Has vivido la experiencia del socialismo profundo.

Golcar Rojas

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