El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Lo que calla la noche

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Un homenaje a lo efímero.  A la urgencia de expresar. Una magnífica forma de manifestar la contundencia que puede llegar a tener la brevedad.

Son poemas, que son sentencias, que son microcuentos, que son tuits. Tuitpoemas.

Son textos escritos entre hashtgags, etiquetas, que no llegan en la mayoría de los casos a 140 caracteres pero contienen una historia, un relato que se cuenta y se sugiere.

Lo que calla la noche‘ está impregnado de sensualidad, de erotismo, de feminidad. Es pura pasión de mujer que se revela en pocas palabras y con pocas letras desnuda su alma en la urgencia de un tuit.

La sencilla y artesanal edición de libro refuerza ese sentido efímero que posee un tuit. Un texto que se pierde en un timeline de miles de seguidores pero que deja una huella en quien lo leyó.

El débil papel kraft que cubre las toscas hojas de papel bond da la sensación de que, como un tuit, se irá diluyendo, deshaciéndose con el tiempo. Y el trazo simple con que se realizó la imagen de mujer que ilustra la portada dice mucho de la urgencia en la expresión y de ese mundo de feminidad que encierran los cortos poemas.

Georgina Ramírez, autora de los poemas,  unos mejor acabados que otros, algunos con un sutil acercamiento a la cursilería sin llegar a caer en ella, salvándolos con un inteligente giro. Todos llenos, impregnados, de apasionante feminidad y sensualidad, se declara adicta a las redes.  De allí su destreza para plasmar sentimientos en Twitter, la red del microblogging.

Ediciones del Movimiento, de Maracaibo, tuvo la pertinente iniciativa de plasmar esos tuitpoemas en un pequeño formato de libro y rescatarlos, con prólogo de la poeta Jacqueline Goldberg, de esa vorágine que llega a ser un timeline de Twitter para poder disfrutarlos en cualquier momento.

Golcar Rojas

Te voy a llevar al cielo

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Este es el título de una historia de ficción que escribí y que ahora está a la venta en Amazon.

Es una novela corta escrita en clave de humor negro llena de intriga, suspenso, sexo y perversiones en el marco de un país en revolución.

Es la historia de un joven que al salir de bachillerato decide, en vista de las condiciones de su país, dejar de estudiar y empezar a trabajar para ganar dinero. Su padre, tratando de disuadirlo de esta decisión termina pidiéndole a un amigo que emplee a su hijo, aún menor de edad, para trabajar como empleado de la limpieza en un motel de lujo donde los clientes van a satisfacer sus más extravagantes fantasías.

Pero un día, la vida de Ángel, el joven limpiador de habitaciones, da un vuelco al encontrar en la Suite Heaven del Sueños Inn el cadáver de una hermosa mujer vestida de novia sexy. A partir de allí, obsesionado con la víctima, con quien sueña que le pide ayuda, trata entonces de descubrir quién y por qué mataron y abandonaron en la Suite a la hermosa chica viéndose inmerso en un complejo mundo de perversión y manipulación política.

La novela está disponible en Kindle en la página de Amazon -solo en formato digital- y puede ser adquirida clicando en este link:

http://www.amazon.com/dp/B00TPZMIYM

A continuación, dejo un abre boca de la historia que conseguirán si se animan a continuar leyendo:

Te voy a llevar al cielo

Por Golcar Rojas

1

La muerta de la Suite Heaven

–José Alberto, tienes que venirte ya al Sueños Inn.

– ¡Coño, Andrés! No son ni las seis de la mañana. A esta hora ni las calles están puestas y menos un domingo ¿Qué te pasa?

–No te lo puedo decir por teléfono. Tú sabes que estos bichos están pinchados y es una vaina grave y pa’yer.

–A ti te encanta un misterio, Andrés. De vez en cuando se te sale la loca intrigante que tienes reprimida por dentro. Dime cuál es la verga…

­– ¡Coño, José Alberto! Deja la pendejada y mueve el culo que es de vida o muerte. No quiero que venga la policía antes de que tú me digas qué hacer.

– ¡Verga! ¿Policía? ¡No me cagues! Ya voy pa’llá.

José Alberto se pasaba las manos alternadamente por la cabeza tratando de poner sus pensamientos en orden. Para nada le gustaba lo que se había encontrado en el Sueños Inn. Su intuición de hombre curtido en  ambientes de bajos fondos le decía que si no actuaba con cautela todo podría salirse de las manos y complicarse.

–Esto es fatal para el Hotel y para los dueños. Ahorita lo que menos nos conviene es un escándalo de este tipo –Dijo José Alberto al llegar a la escena del crimen, mirando alternativamente a Ángel y a Andrés.

–Tendré que llamar a Carmelo, el dueño, antes de hacer nada porque esto hay que tratarlo con mucho cuidado y discretamente. ¿Qué viste, tú, Ángel?

–Nada. Me había quedado dormido en el pasillo porque no tenía nada qué hacer y mientras esperaba que desocuparan alguna habitación para limpiarla, cabeceé sentado en el suelo al fondo del corredor. Me despertó un ruido metálico y cuando abrí los ojos vi un tipo con mono deportivo y gorra que cruzaba con paso apurado el pasillo para irse. Traté de llamarlo pero no me dio chance. Después, me conseguí a la diosa aquí en la cama de la Heaven cuando entré a limpiar. Pensé que estaba dormida. Cuando la toqué me di cuenta de que estaba muerta y le avisé a Andrés.

–Bueno, primero que nada, tú, desapareces, Ángel. Un menor de edad metido en esta historia es lo que menos nos interesa ahora. Andrés, para los efectos subsiguientes, incluso para Carmelo, tú, al ver que el hombre se iba solo, subiste a ver qué pasaba, porque esperaste un rato a que saliera la mujer y nada que aparecía. Como estabas seguro de que no habías visto salir a la chica, subiste a ver qué sucedía y te encontraste la sorpresa en la habitación. Ángel no figura en toda esta historia. ¿Estamos claros?

Ambos asintieron con la cabeza con un sí, apenas audible.

–Voy a llamar a Carmelo. Él sabrá qué hacer.

Mientras marcaba el número del propietario del la cadena Sueños Inn. José Alberto le dijo a Ángel  que se fuera. Que desapareciera rápidamente del hotel.

–Carmelo, necesito verte en persona, pero es ya.

–Ya va. ¿Viste qué hora es? No hace ni media hora que llegué de la fiesta de los ascensos militares y hasta medio borracho estoy. Ya me iba a dormir. Mejor nos vemos en la tarde. Te llamo y…

–No. ¡Tiene que ser ya! Y es grave el asunto. Tiene que ver con el hotel, pero por teléfono no te puedo decir nada. Es muy delicado.

–Pásame una pista por pin a ver si es en verdad tan importante. Yo sé cómo exageras con toda vaina.

José Alberto escribió: «Nos dejaron una novia muerta en la Heaven».

« ¡Vergación, voy pa’llá!» contestó Carmelo.

Afortunadamente para José Alberto, era domingo y a esa hora las autopistas están libres. En poco más de 10 minutos llegó Carmelo al Sueños Inn a pesar de que vivía en el extremo opuesto de la ciudad.

Mientras subía con José Alberto en el ascensor, rumbo a la suite Heaven, el gerente lo iba poniendo al tanto de la situación. Le contó la versión que había acordado con los empleados minutos antes. Ya no había rastro del menor por ningún lado.

Entraron juntos a la suite. A Carmelo le llamó la atención el orden perfecto en que se encontraba todo en la habitación. La cama estaba como recién hecha y no había muestras de violencia por ningún lado. El asesino se tomó la molestia de arreglar todo y acomodar el cadáver en el medio de la cama como si esperara una sesión fotográfica para la revista Hola.

–Aquí no parece que hubiera habido pelea ¿no?

Dijo mientras se acercaba a la cama donde yacía el cadáver de la mujer.

– ¡Ah la puta! ¡Es María Virginia, la esposa del General!

–No sé de quién hablas Carmelo, pero no me gusta nada la combinación de muerta, Sueños Inn y General. A mí sí me daba un aire a alguien conocido pero no sé bien de dónde…

–Es la mujer del General Edelmiro Berroterán. Con razón que la muy zorrita no estaba anoche en la fiesta celebrando con su marido el ascenso a General de División. La muy perra tenía su fiesta privada. Esa mujer con su carita de virgen de Murillo nunca me dio buena espina –Dijo Carmelo mientras recordaba cómo le habían presentado a la mujer de Berroterán en muchas oportunidades y siempre se hacía la que no lo conocía.

En una oportunidad en que se atrevió a acercarse y preguntarle por qué siempre simulaba no conocerlo a pesar de haber coincido tantas veces en diferentes reuniones y tener tantos conocidos en común, María Virginia le confesó que no quería tener cercanía con alguien de quien todo el mundo decía que era el testaferro de Dagoberto y que era propietario, o mampara por lo menos, de un hotel de lujuria y sexo que más parecía un lupanar que un hotel.

«No es nada personal en tu contra, Carmelo –dijo María Virginia con amabilidad pero con firmeza–. Es que no me gustaría que mi imagen se viera por algún equívoco relacionada con alguien de quien se rumorea que trafica con sexo y corrupción»

«Es bueno saberlo, señora –Dijo Carmelo tratando de contener su ira y disimular su odio­–. Así nos evitamos malentendidos. Trataré de no volverla a importunar con mi presencia».

Ese día Carmelo se juró que algún día la mujercita se tragaría sus palabras y su desprecio. Algo muy negro debía esconder cuando la sola presencia de alguien como él la hacía sentir tan incómoda.

– ¡Bella la condenada! Tan santita que se veía. No hagas nada todavía, José Alberto. Nada de policía por ahora. Déjame llamar a Dagoberto a ver qué nos recomienda hacer. Él es amigo de Berroterán y posiblemente juntos decidan qué es lo mejor que podemos hacer. Ya lo voy a llamar.

Mientras hablaba, Carmelo sacaba el Blackberry por el que se comunicaba con el diputado Dagoberto Hernández, Vicepresidente de la Asamblea Nacional de Diputados. Era una línea que sólo estaba destinada para hablar con el diputado y que solo debía utilizar para casos de suma importancia. La aparición en el Sueños Inn de la esposa del General, amigo y compañero de tolda política del dueño del hotel, asesinada en semejantes circunstancias era, sin duda, un caso de tanta importancia que ameritaba la utilización de la línea en cuestión. Carmelo contemplaba la escultural mujer mientras intentaba comunicar:

«Estaba comiendo bien, el Generalito –pensó– Esa mujer es una diosa».

–Dago, necesito verte en 15 minutos en el parque que está a dos cuadras de tu casa.

– ¡Tú estás loco, Carmelo! Acabo de desvestirme para acostarme. Vengo llegando del after hour de la fiesta.

–Loco vas a quedar tú, cuando te diga lo que pasa. A mí hasta la pea se me pasó del tiro. ¡Apúrate que tenemos un bombita en la mano y si nos tardamos mucho nos explotará!

–Ok. En quince minutos en el parque. ¡Qué ladilla!

Carmelo tomó unas cuantas fotos del cadáver con su teléfono para llevárselas a su «socio» como prueba de que todo era cierto, sabía muy bien lo desconfiado que era Dagoberto y había aprendido hacía mucho tiempo que al diputado todo había que probárselo sin que quedarán espacios para dudas. Antes de salir, le dio una ojeada al video de seguridad, haciendo una foto del monitor en la parte donde mejor se distinguían los dos personajes antes de entrar a la habitación.

–Que nadie vuelva entrar a esta suite hasta que les demos órdenes, José Alberto. Y nada de comentarios ni rumores al respecto. –Dijo y salió a toda prisa a reunirse con su socio.

***

Que el diputado Dagoberto Hernández era dueño de la mayoría de las acciones de los hoteles Sueños Inn, especialistas en hacer realidad las fantasías eróticas más imposibles, era un secreto a voces en el país. Así como también, que era propietario de la mayoría de los casinos. De los legales primero y de los clandestinos, después, cuando por ley fueron prohibidos. También era propietario de una cadena de supermercados en la que nunca escaseaba ninguno de los productos que no aparecían en los anaqueles de los supermercados nacionales y de una importante línea aérea. Todo mediante testaferros. Perros fieles de su absoluta confianza, dispuestos a dar sus vidas por mantenerle el secreto al diputado.

Las malas lenguas murmuraban que, después de ser un teniente sin pena ni gloria, que logró alcanzar importantes posiciones políticas gracias al padrinazgo de «Gigante», con quien en años de servicio militar había acometido una fracasada intentona golpista para derrocar al presidente del país, y por cuyos favores había llegado a amasar una cuantiosa fortuna, gracias a la explotación del dólar paralelo, cuyo precio en el mercado, insistían los insidiosos adversarios, era fijado desde unas oficinas de administración que tenía en un importante edificio de la capital del país y desde sus instalaciones en Florida.

Algunos, incluso, sostenían que era “El Canciller”, apodo con el que se referían a uno de los jefes del cartel de narcotráfico denominado «La Cancillería», con actividad delictiva a nivel internacional en el tráfico de estupefacientes a gran escala. Nada de esto era comprobable pero medio país lo daba por cierto.

Sus más recalcitrantes opositores aseguraban que era el hombre más rico y poderoso del país, uno de los más ricos de Latinoamérica y que era el verdadero poder, detrás del poder, junto con su compañero de tolda política, amigo y compadre, el General Edelmiro Berroterán.

Los rumores daban cuenta de un hombre taimado, cínico y ambicioso, que estaba al tanto de lo más mínimo que acontecía en la nación y que no caía una hoja de un árbol sin que él se enterara, lo autorizara y tratara de sacar provecho y ventaja de eso. Hasta de la honestidad en su relación con el compañero y compadre, Edelmiro Berroterán, se dudaba en los corrillos de pasillos y había quienes decían por lo bajo que el diputado se la había jurado a su compadre y que en cualquier momento lo atacaría por el lado que más le dolería.

Sus seguidores, por el contrario, metían las manos al fuego tanto por el diputado como por el general. Decían que todo eso eran rumores de la oposición malsana y perversa que los querían fuera del gobierno. Inventos de los golpistas que vivían conspirando contra Gigante y sus más cercanos colaboradores. Si alguien les insinuaba la posible propiedad de Dagoberto de los Sueños Inn o su aparente participación en el negocio del narcotráfico, saltaban como fieras a decir que Dagoberto era un «hombre cristiano. Un hombre de Dios, que llegó pobre al gobierno y saldría igual, porque jamás se prestaría para semejantes tipos de comercios, ni para marramuncias».

***

– ¡Coño, Carmelo!, espero que la supervivencia de la especie humana dependa de lo que me vas a decir porque no he dormido nada y ya se me está desarrollando un ratón que me hará estallar la cabeza.

–Tú me dirás si es grave o no. Tenemos una muerta en la Suite Heaven. La afortunada ganadora del pasaje sin retorno es nada más y nada menos que María Virginia, la esposa del General Edelmiro Berroterán, tu amigo y compadre. Aquella, a la que le molestaba mucho que pudieran vincularla contigo, con tu hotel o conmigo.

Dagoberto se desplomó sobre el banco de cemento del parque tratando de ordenar sus pensamientos y aclarar su mente.

– ¿Cómo fue? ¿Quién fue?

–No sabemos. Parece que la ahorcaron con una cinta de seda, por lo que vimos. Se registraron con nombres falsos y a eso de las cinco de la mañana, al recepcionista, le llamó la atención que el hombre saliera solo del hotel. Esperó un rato a que saliera la acompañante y como no la veía, fue a la habitación donde consiguió el cadáver. Lo extraño es que todo está en su lugar. No hay muestras de pelea o violencia y la mujer está como dormida. Lo único que tiene es una línea en el cuello que delata el ahogo.

– ¿Y las tarjetas de crédito?

–Pagaron en efectivo, como hace la mayoría de los que van con sus amantes y no quieren dejar rastros.

– ¿Y las cámaras de seguridad?

–Después de llamarte, fui a ver los videos. Pensé que podía encontrar algo pero solo se aprecia a la mujer llegando con un hombre vestido de mono de hacer deportes, una gorra que impide, junto con un falso bigote, que se distingan las facciones del rostro. Es un tipo atlético, alto, calculo que mide más de un metro noventa, porque es más alto que la difunta y ella es más alta de lo normal para una mujer latina. Dice José Alberto que Andrés, el recepcionista, le comentó que, cuando se registraron, no les paró mucho porque tenían pinta de ser la típica parejita que iba a hacer realidad su fantasía de la ricachona y el entrenador del gym. Mira, tomé estas fotos para que las vieras.

Carmelo le tendió su teléfono abierto en la carpeta de imágenes para que Dagoberto las observara.

–Pásame esas fotos por pin ¿Quiénes saben de esto? ¿Has avisado a alguien?

–Solo lo sabemos Andrés, José Alberto y yo. Bueno, ahora tú. Ya les dije en el hotel, a quienes saben del caso, que nada de comentarios. No hemos avisado a nadie porque quería esperar tus instrucciones.

–Está bien. No llames a la policía. Voy a hablar con Edelmiro. Él tiene que estar al tanto de todo lo antes posible para que nos dé instrucciones de cómo actuar. Al fin y al cabo, la mujercita era su esposa y es a él al que más le afecta todo esto. Vete al hotel y espera allá las indicaciones. ¡Coñuelamadre! Ahora tengo que ir yo a llevarle la noticia al compadre, con lo encabronado que está con esa caraja desde que la conoció en París, tanto, que hasta logró distanciarnos un poco, aunque no del todo.

2

La sexy novia dormida

Poco antes de las cinco de la mañana, un ruido metálico despertó a Ángel que se había quedado dormido en el suelo del pasillo del hotel Sueños Inn, esperando a que se desocupara alguna habitación para proceder a limpiarla. Sobresaltado, el adolescente abrió los ojos y pudo ver cómo un hombre vestido de mono deportivo oscuro y gorra en la cabeza, devolvía apurado la escoba al lugar de donde la había tumbado al tropezar con el balde de aluminio. Se tapaba aún más el rostro con la visera de la gorra y se perdía al doblar en la esquina del pasillo.

“¡Caramba, terminaron pronto! –pensó Ángel mirando hacia el fondo del corredor, al punto por donde se perdió el deportista en su carrera al huir–. La mujer como que lleva más prisa que él, porque ni se paró a esperar mientras el tipo acomodaba el estropicio que hizo al tropezar el balde lleno de agua”.

–¡Qué bueno que hoy me podré ir más temprano! –dijo mientras se levantaba y desperezaba–. “Limpio la Heaven y me largo. Al terminarla ya serán como las seis y media…”.

La puerta de la Suite Heaven estaba entreabierta. Evidentemente, la parejita tenía prisa por salir y ni siquiera tuvieron el cuidado de cerrarla bien. Ángel se percató de que la mayoría de las lámparas estaban apagadas. Apenas se vislumbraban unos reflejos de luz en la penumbra.

–Esos deben estar poniéndole los cuernos a sus parejas y no quieren que los vean –Dijo Ángel a media voz y sonrió–. ¡Típico! Los que salen antes de que amanezca y apuraditos así, es porque no están en cosas muy santas que digamos.

Fue a buscar el carrito de la limpieza que estaba aún en el fondo del corredor, se puso los guantes, exprimió el lampazo con la palanca y secó el agua que se había derramado cuando el hombre tropezó.

Empujó el carro y sonriendo aún, pensando en los vaporones que pasan las parejas infieles cuando se ven descubiertas, se dirigió a la puerta de madera maciza en cuyo frente ponía en letras doradas y cursivas «Suite Heaven«.

Con un empujón del carrito de limpieza terminó de abrir la puerta y con una patada del pie derecho, sin soltar el manubrio, la cerró de un golpe suave tras entrar a la habitación. No encendió las luces de una vez. Le encantaba contemplar el efecto que en la obscuridad producían las estrellas, lunas y planetas fosforescentes que se encontraban desplegados por todos los cielos rasos de esa suite. Era uno de los espacios del hotel que más le gustaban y excitaban sin saber exactamente por qué.

« ¿Cuántos pajazos me habré dado yo en esta suite? De todas las habitaciones y suites de este tiradero de lujo, ésta es la que más me gusta y me pone cachúo». Pensó.

Pasó a la semi–oscuridad de la salita recibidor, empujando el balde sobre ruedas y persiguiendo la tenue luz que salía de las lámparas de los costados de la cama king size de la habitación principal.

«Si no estuviera tan mamao y no me quisiera ir temprano, me daría una buena paja hoy, porque ya el cachorrito se me está alborotando». Le divertía referirse a su miembro viril como si se tratara de una mascota mimada y desde que había entrado a trabajar en el Sueños Inn sus hormonas parecían haberse salido de control.

Sacudió la cabeza para espantar esos pensamientos libidinosos. Se conocía muy bien y sabía que sí seguía por ese camino, terminaría soltando los implementos de limpieza y masturbándose frente a un espejo y se había propuesto terminar pronto con la suite para irse a su casa. Sin dejar de contemplar las figuras fosforescentes de los techos, empujaba los utensilios dentro de la habitación pues limpiaba siempre desde el fondo hacia afuera, como le habían enseñado.

Cuando llegó al dintel dio un frenazo violento al carro y se paró en seco. Su respiración se detuvo por unos segundos ante la sorpresa y el corazón se le empezó a acelerar al ver la imagen que tenía frete a sí.

Tendida boca arriba, sobre la mullida cama cubierta con sábanas y edredones con motivos de nubes, soles y lunas y almohadones de plumas también con fundas celestiales, que simulaban una mullida nube azulada, yacía una mujer vestida con un negligé de seda brillante, medias de nailon con encajes, sostenidas perfectamente tensas por unos ligueros en tonos marfil. Todo el ajuar de la “bella durmiente” era de un impoluto blanco.

La cabeza la tocaba un corto velo de novia de tul, blanco también, sostenido por una pequeña tiara de falsos brillantes que contribuían a sacarle brillo a la negra, larga y ondulada cabellera, perfectamente peinada hacia el hombro izquierdo. El pelo era tan negro que parecía tener destellos azulados según le incidiera la poca luz de las lámparas sobre las mesillas a los costados de la cama.

–Perdón, señorita, pensé que la suite ya estaba vacía… como vi salir hace rato al señor y dejó la puerta abierta… señorita, seño… –Musitaba Ángel con cuidado de no despertar a la huésped de manera brusca. No se atrevía a acercarse por temor a la reacción de la dama. Temía que si actuaba rudamente la mujer podría sobresaltarse y armar un escándalo que pusiera en peligro su empleo.

La contempló un rato en silencio. Se fue acercando a la cama con sigilo pero sentía que el ímpetu que iban adquiriendo los latidos de su corazón lo delataría y su fuerte bum bum despertaría a la diosa. A medida que se aproximaba al cuerpo plácidamente tendido en el lecho celestial de la cama, podía ir distinguiendo en la penumbra la hermosura de la fémina. Con el corazón dando tumbos se quedó un rato en silencio junto al lecho, admirando la belleza de la tersa y provocativa piel blanca, suave como la seda del negligé. Las cejas gruesas y limpias, perfectamente peinadas y los labios pintados con carmín rojo sangre. Todo en conjunto la hacía parecer una diosa en reposo esperando ser despertada por algún elegido ser.

***

Con Proserpina en la piel

El hermoso ejemplar de Proserpina llegó a mis manos gracias a Elsy Manzanares.

El hermoso ejemplar de Proserpina llegó a mis manos gracias a Elsy Manzanares.

«Solo hay una zona rotunda del sexo que nos llama,
una tierra totalmente clausurada a la que queremos llegar con el amor
y esa región hermética, impronunciablemente mítica donde detrás de Justina
me acecha María Lionza mirándome como Isis con los ojos redivivos
de mi prima Proserpina».

Armando Rojas Guardia

Proserpina, de Armando Rojas Guardia, es un texto denso, hermético. Un cuento cargado de imágenes poéticas, metáforas, símbolos y significantes que lo hacen una historia que es una y varias.

Es este un cuento escrito en clave de profecía, de predicción, de videncia del futuro que sucederá a los personajes en El Cairo. Es como un flash forward. Un recuerdo del futuro, musicalizado con Fauré. ¿Puede el amor redimir el pasado en un futuro?

El futuro recompone el pasado y, desde el pasado, ese futuro luce como una redención. Como una expiación. Como la poesía de Lezama Lima, autor al que menciona y remite Rojas Guardia, las imágenes, símbolos y estructura del cuento marcan la historia con ritmo y profundidad poéticos, que le dan un hermetismo característico.

En Proserpina hay tres tiempos: Un futuro que a ratos parece ser como una videncia que proviene de las brasas y cenizas de un tabaco  fumado a los pies del altar de María Lionza y, por momentos,  luce como una sublimación de un pasado oscuro, marcado por la culpa, que trata de ser expiada con el paso del tiempo. Un pasado, más realista, menos romántico, más como la vida misma. Sin eufemismos. Y un presente que es el tiempo del autor, que nos lleva del futuro ¿imaginado? a ese pasado que pretende redimir. Tres partes separadas pero entrelazadas por la presencia de Proserpina, el erotismo, el amor, la culpa y la muerte.

Es como si el protagonista del cuento quisiera adelantar el tiempo para que el recuerdo cubra todo la culpa del amor incestuoso, corrija esos intentos fallidos en el sexo de los amantes, cubra con el manto de la sublimación las decepciones y pecados de esa historia a orillas del río Tuy, signado por la pasión erótica de un joven que con desenfreno se une a esa morena entrada en carnes de la hacienda familiar mientras en su mente juguetea y sueña con las carnes de su prima.

En ese futuro “ideal”, el amor y el sexo también serán idealizados. El paisaje exótico de Egipto y el refinamiento de los personajes contribuirán a dejar en el closet lo prosaico de aquel amor juvenil en el bucólico paisaje de un pueblo del interior de Venezuela.

¿Acaso existió o existirá aquel embajador en El Cairo? ¿O es todo una invención, una idealización? ¿Es la Proserpina del futuro visionado en Egipto la idealización de la prima Proserpina de orillas del Tuy? ¿Es todo una videncia de lo que realmente pasará o no es más que el deseo, el anhelo del autor de que la historia hubiese sido de otra forma? ¿Es el personaje o es el autor el que busca expiar culpas y redimir o redimirse? ¿Es el futuro predicho como será? ¿O es como el tiempo y la mente del protagonista terminarán viendo el pasado. Recordando de manera idealizada lo vivido?

La historia de Proserpina es una historia sórdida, signada por la culpa, lo sexual y la muerte contada a ritmo de poesía. Las metáforas e imágenes de Rojas Guardia la embellecen, le dan sentimiento y profundidad. Las descripciones del acto sexual son tratadas con un verismo alejado de la vulgaridad. Con un intenso erotismo descarnado pero sin atisbos de pornografía. Su historia cala en el alma.

Uno termina el cuento de Armando Rojas Guardia con la sensación de que la prima Proserpina se quedó en nuestra piel.

«Proserpina». Armando Rojas Guardia.
Ediciones La guayaba de Pascal. 2014.

«Otro inquilino de Plaza Odot» de Fernando Núñez Noda

Foto tomada de Ciberneticón http://ciberneticon.com/preludio/

Foto tomada de Ciberneticón http://ciberneticon.com/preludio/

Tiene Fernando Núñez Noda una capacidad especial para despertar en mí una especie de susto con algunos de sus textos. Crea unos mundos ficticios, irreales, paralelos que a medida que voy leyendo me embargan de temor, de una aparente certeza de que lo que estoy leyendo puede ser o convertirse en real.

Ese susto lo experimenté a medida que iba recorriendo las líneas de su novela “Otro inquilino de la Plaza Odot”, un thriller periodístico cargado de suspenso y contado en tono de historia de ciencia ficción muy al estilo de Minority Report, aquella película futurista que en 2002 protagonizara Tom Cruise dirigido por Steven Spielberg.

La historia es una investigación periodística sobre un hombre, una presencia, un ectoplasma, un nosesabequé que habita en las instalaciones de Plaza Odot y que se ha tornado en una obsesión para los administradores del lugar. Es una novela en la que el autor nos remite a La carta robada de Poe pues, como en el cuento policial del estadounidense, una carta robada le da al personaje el poder sobre el devenir de la historia.

El personaje del huidizo Inquilino le permite a Núnez Noda hilar una trama de misterio que atrapa describiendo un mundo imaginario en el que la tecnología y los avances de internet, bits, redes,  pasan a convertirse en un personaje siempre omnipresente en la trama que tal vez es lo que contribuye a crear en el lector ese susto de que podría ser o llegar a ser una realidad aterradora.

La novela está escrita en dos partes plenamente diferenciadas. Una primera parte narrada por un narrador omnisciente que cuenta cómo el periodista investigador se ve obsesionado gracias a la atracción de una mujer, por la historia que le encomendaran investigar sobre el misterioso inquilino, para un reportaje que en un principio no le apetecía en lo absoluto.

Y una segunda parte narrada en primera persona por el  propio inquilino por medio de una carta que dejara al periodista investigador. Un cambio de narrador que, no obstante, logra mantener la unidad de estilo y la ilación de la historia.

Aunque la novela está ubicada en los primeros años del siglo XXI, tiene un tono y estructura que la ubican a mí entender en una especie de novela futurista, de historia de ciencia ficción.

Al final, es inevitable hacer un paralelismo entre la historia del Inquilino y la propia historia del autor pues tanto el protagonista de la novela como Núñez Noda se desplazan en el espacio, huyen del caos, se mudan en busca de un futuro mejor o de una realización personal augurando un destino de cambio  y posible retorno, si no del propio inquilino,  sí de unas nuevas generaciones. Así lo dice el Inquilino:

“El caso es que ya mis ojos acarician el plateado océano, cruzamos las alturas hacia tierras antípodas, mientras garrapateo estas confesiones”.

Para terminar con esta predicción:

“Lejos de esta tierra de éxodo nacerá en los próximos cinco años la tan esperada, anticipada y magnifica Ciudad Odot, nueve veces mayor que su hermana la ciudadela.

Y es entonces cuando el otro inquilino de Plaza Odot piensa traer una nueva generación a este mundo”.

Nota: La novela será presenta en físico el jueves, 20 de noviembre. The Chill Concept. 114 NE 20th Terrace. Miami, Fl. 33137 – 8 pm. Y está disponible en Amazon

Mis 10 libros en Facebook

libros fb

Hay en el facebook una catajarria de jueguitos insoportables, de esos que hinchan las pelotas como dirían los perfectísimos argentinos, en los que lo etiquetan a uno para hacer unas especies de cadenas que terminan siendo un verdadero coñazo.

El tema es que te nombran y tienes que hacer lo que te invitan a hacer, por más ridículo que te parezca, y al mismo tiempo echarle la vaina a unos cuantos amigos más, quienes a su vez se supone que deben continuar el incordio hasta que, supongo, algún día, te vuelve a caer la plaga a ti. Tengo en mi bandeja de mensajes unos cuantos jueguitos que dejé guindando sin siquiera dar explicaciones. Que la vaina, en términos criollos, es una ladilla.

Pues bueno. En estos días, el amigo Juancé Gómez me convidó a hacer una lista de mis 10 libros preferidos. Luego de pensar en escurrir el bulto y hacerme el policía de Valera, me animé y escribí en mi muro la lista de mis libros.

Doy fe de que lo allí escrito y descrito es rigurosamente cierto y que cada libro mencionado tuvo los efectos descritos en mi alma, espíritu y mente y que tal vez de allí provenga este entuerto mental que intelectualmente me caracteriza. La lista, como toda lista, es arbitraria y está compuesta por los títulos que salieron espontáneamente de mi archivo mental, de primer golpe y sin escudriñar mucho. Si la hiciera con más detenimiento posiblemente terminaría siendo otra lista pero, al final, esto fue lo que dije en facebook y transcribo aquí con muy pocos retoques:

Ok. Juancé, aunque me ladillan un poco estas listas y hubiera debido mandarte a hacer puñetas como sabiamente lo hizo Milagros González, como me agarraste de buen humor –cosa rara en mí–,  voy a ponerme al descubierto.

No están en mi lista los grandes maestros de la literatura.  Esos, pocas emociones me han despertado. Me han enseñado muchas cosas pero muy pocas emociones, realmente.

Mi lista va de libros que por diferentes motivos y en diversas épocas de mi vida cayeron en mis manos,  los leí y me impresionaron independientemente de la calidad literaria y la originalidad o profundidad.

1º – A los 14 años cayó en mis manos «Motín en el reformatorio» de Jack Thomas, una historia perversa y negra no apta para un niño de 14 años de La Parroquia que me devoré impresionado con el relato. Por ese entonces, vivía mi hermano Toño detrás del reformatorio de Mérida y cuando escuchaba a las reclusas gritar obscenidades y cochinadas a los hombres a través de las ventanas, recordaba la cochambrosa novela de Thomas. Al día de hoy me eriza la piel la imagen de esas chicas, casi niñas, violando al vigilante del reformatorio en el baño.

2º – Al poco tiempo, paró en mis manos sin saber porqué pues no creo que ningún adulto me lo hubiera podido recomendar, un libro que,  por lo gordo y por las páginas de papel cebolla, parecía una biblia y que fue causa de mis desvelos adolescentes, pues me daban las cinco de la madrugada pegado a la historia de un grupo de jóvenes adolescentes que pasan un verano desenfrenado en un pueblo español, consumiendo cuanta droga se cruzaba en su camino, mucho sexo y licor y mucha diversión. «Los hijos de Torremolinos” de James A. Michener. Tampoco apto para la edad. O tal vez sí.

3º – «Por quién doblan las campanas”, de Hemminway, otro libro que me erizaba la piel y no me dejaba dormir. Eso de no preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti. Me retumbaba en la cabeza al cerrar el libro y apagar la luz.

4º «El pájaro espino», de Collen McCollough. Tenía como 17 y las hormonas alborotadas. La sórdida historia de amor entre el cura y la protagonista me dejaba siempre con una erección. Nunca superé que, al final, todo termina siendo para la protagonista como un castigo divino a tanta irreverencia y lascivia. «Hay un pájaro que desde que nace empieza a buscar la espina más grande y alta del bosque. Cuando la consigue, la clava en su corazón y canta por primera y única vez en la vida. Entre más se hunde la espina y se aproxima la muerte, más lindo es su canto». Versión mía del epígrafe de la novela. La versión seriada para la televisión, después, fue una decepción.

5º – «Shogún», de James Clavell. Otro mamarro de libro que leí en inglés en mis meses en Wilmington,  Carolina del Norte, y que me presentó el fascinante mundo japonés con todo su exotismo y enseñanza de vida y la impresionante costumbre del sepukku.

6º – «Peonía» y otros libros de Pearl Buck, novelas que me mostraban el contraste entre el mundo chino y americano y que me gustaban por lo fácil que era leerlas y disfrutarlas. Siempre recuerdo una escena en una de ellas en la que la protagonista comentaba como había resuelto el contraste entre el impoluto blanco de la ropa de bebés de los gringos y el poco higiénico colorinche de los vestidos chinos. Ella decidió vestir a su bebé con ropa interior asépticamente blanca y la ropa exterior con la alegría de los colores chinos. Era su forma de sacar lo mejor de los dos mundos.

7º – «Las sandalias del pescador», de Morris West, que puso en duda todo un sistema de creencias y enseñanzas, sobre la vida, la fe y la religión.

8º – «Entrevista con la historia» de Oriana Fallaci y otros libros de ella que me metieron el gusanito del periodismo en el cuerpo y me mostraron que los grandes personajes de la historia no son más que seres humanos con sus virtudes y muchos defectos.

9º – «El túnel» de Sábato que me mantuvo loco por casi un mes. Deambulando por las calles y haciendo cosas impensables a la gente que me quería. Hoy me juzgarían por violencia hacia la mujer y al prójimo.

10º – Los cuentos de «Autopista del Sur» y de «El perseguidor» de Cortázar que fueron mis noches de cielo estrellado en isla de Coche hace 30 años, tirado en el suelo de la plaza Bolívar del pueblo, a la luz de una farola y recostando la cabeza a un banco. Coche era dos calles de tierra entonces y oscuridad absoluta en la mayor parte del pueblo. Al día de hoy paso por esa plaza y me parece reconocer a «Circe» entre los arbustos de la plaza, o ser empujado por sombras invasoras en «Casa tomada», o el atasco de la autopista francesa, o la impresionante visión de «Continuidad de los parques»…

De ñapa, te dejo mi biblia: «Memorias de Adriano» de Marguerite Yourcenar, un libro que es enseñanza de vida. Que a mí me enseñó a vivir. Si los seguidores de Paulo Coelho y toda la paja loca de la autoayuda tomaran esa biografía del emperador romano, la leyeran, saborearan, deglutieran, asumieran y entendieran toda la enseñanza que encierra sobre la belleza, los placeres de la vida, el amor, la tolerancia y la estrategia, quemarían en una hoguera a Coelho con sus libros y aprenderían a vivir la vida a plenitud.

Eso es todo querido amigo. Largo porque no sé hacerlo corto.

P.S. No me etiqueten en jueguitos del facebook, plis.

Las horas claras de Jacqueline Goldberg

jac

Con algunos libros y autores me pasa que en oportunidades leo y al terminar, fascinado con la historia,  siento en el fondo que yo podría haberla escrito.

Con Jacqueline Goldberg me sucede todo lo contrario. Termino sus obras absolutamente convencido de que jamás yo podría haber escrito un texto como el que acabo de vivir. Siempre quedo con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Un desasosiego. Con un dolor revelado. Un vacío suspendido. Y con una indescriptible inseguridad al momento de querer referirme a lo que acabo de leer porque me da la impresión de que no hay manera de plasmar en una reseña ese mundo que se devela en cada texto de Jac.

“Las horas claras”* no ha sido la excepción. Lo leí a sorbos, despacio. Como quien degusta un fuerte y delicioso brandy que pega en el paladar pero cuyo fuerte sabor fascina, atrae e invita a un siguiente trago. Luego lo releí para descubrir nuevas fascinaciones. Nuevas lecturas. Nuevos sabores.

No es solo ese cabalgar entre la poesía y la prosa, entre la novela y el poema, que la hizo merecedora del premio XII del Concurso Anual Transgenérico, lo que fascina en “Las horas claras”. Es también la habilidad que tiene Jacqueline para encontrar la palabra exacta. Su precisa utilización del lenguaje,  que hace que en un párrafo o verso, con potentes imágenes nos cuente una historia completa para la que cualquier otro escritor precisaría de muchos párrafos.

Las pausas, la respiración que exige la lectura de “Las horas claras” la hacen parecer un poema casi épico. Pocas líneas con imágenes precisas le bastan para contar un capítulo completo. No hay reiteraciones, repeticiones o enumeraciones innecesarias. Cada línea está y cuenta lo que necesita contar.

Al leer y releer “Las horas claras”, me da la sensación de que en la historia se entremezclan las emociones de la protagonista con las de la propia Jacqueline Goldberg.  Parece narrar por momentos, más allá de la historia de la Villa Savoye y la angustia de Madame Eugénie Thellier  de la Neuville, sus vicisitudes con el arquitecto Le Corbusier y esa casa que no parece terminar de ser como la ha soñado, sus propias angustias y temores.

La novela pareciera entreverar magistralmente lo que es la vida de la Villa Savoye, la angustia de Eugénie y las emociones y obsesiones de la narradora. Con la constante, atrayente y atemorizante presencia de esas oronjas verdes que por momentos parecen querer y poder acabar con su atractiva morbidez, con la vida de la protagonista. ¿O son tal vez una amenaza para la casa… o para la narradora?

Es que “Las horas claras” es “… ese paraíso que seguía siendo retrato, autorretrato. Epitafio, vertedero.”. Es esa casa que gotea… gotea… se agrieta… se arruga. Pero ¿es la casa o es Madame Savoye la que se deteriora? ¿O es la propia narradora?

jac1¿Transfiere Jacqueline sus temores y angustias a la Villa Savoye y a la protagonista sus propios temores y angustias o se ha sentido identificada con ellas? Como cuando dice “Lo padeció antes de los cuarenta años, cuando una histerectomía le hizo sentir la proximidad de la muerte. Su cuerpo albergaba malignidades inaguantables. La vaciaron de cuajo. Aun siente mordimientos en el abdomen, cansancio al retroceder”. Y uno inmediatamente se remite a aquella última de las “Postales negras”** que empieza diciendo:

“Sobre el escritorio

reposa fotografiado mi útero descolgado,

amasijo que tan poco dice

de la tenencia y de sus fibras.”.

(…)

“Aún siento mordimientos en el abdomen

cansancio al retroceder.”.

¿Es Madame Savoye o es la Goldberg en ese instante?

Así como en el género, se mezclan, confunden e intercambian las historias. La casa, la protagonista y la narradora parecen ser cada una, metáforas o símiles de las otras.

“La casa ha comenzado a padecer. Aún sin columnas ni desagües. Posee la ignorancia de los muros nunca culminados, la soledad de los pasadizos obstruidos”. ¿La casa? Y otra vez:

“La villa comienza a emitir aullidos de cal. Se contorsiona, desobedece, lista para ser habitada”.

Ese posible reflejo entre el personaje y la autora queda plasmado desde el comienzo cuando dice:

“Hubiese querido ser cantante o bailarina o escritora o pintora. Ser alta, robusta, de cabello claro. Habría dado lo que fuese por lucir una voz ronca, mirada punzante, manos sutiles, menos sísmicas.”. ¿Es esta Eugénie o Jacqueline que aferra el lápiz entre sus dedos en su eterna batalla contra los incontrolables temblores?

Así la historia nos va seduciendo. La casa parece habitarnos. La sufrimos y padecemos. Cuando la casa está tomada por los soldados y llueve. Uno siente que sus defectos, esas fallas que enervaban a su dueña, ahora le sirven de defensa y de venganza:

“Llueve.

Seguramente también llueve dentro de la villa, sobre las cabezas desorbitadas de los soldados alemanes”.

Ese indefinible mundo entre lo que es, lo que fue y lo que imaginó la autora nos atrapa. Nos envuelve. Vivimos la historia narrada, la guerra que es textual y es metáfora de la guerra interna de personajes y narradora. Nos golpea con mano suave que acaricia.

Un cuerpo se arruga.

Un país se resquebraja.

Una guerra. Unas grietas. Unas gotas. Un temblor.

“Esta casa es más mía que ninguna. Vi crecer sus muros, le veré nacer arrugas. Pero seré yo quien muera.”…

“Las horas claras” es un dolor sin drama. Una tristeza sin llanto. Un sufrimiento sin quejas. Al final, la casa -¿como el cuerpo?-, comienza a ser un padecimiento,  un fantasma que se le viene encima.  Jamás volvería la protagonista a esa casa que recibiría la luz de las horas claras, que traería  la claridad. “El sueño se había hecho inhabitable”.

*Las horas claras, Jacqueline Goldberg. Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2013.

**Postales negras, Jacqueline Goldberg. Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2011.

Hilaria (y 8)

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(Cuento)

Entrega final

***

Hilaria encuentra dentro de una Biblia una vieja foto de su papá en medio de unos sembradíos de papas en Mucuchíes. Estaba enterote y buen mozo, como nunca lo conoció Hilaria o, al menos, como no recordaba haberlo visto jamás. Para ella, Rigoberto no era más que un lastimoso viejo apestoso y borracho del que por más que se esforzaba no podía tener ningún buen recuerdo.

El padre nunca le perdonó que por puta, El Brujo lo hubiese abandonado sin terminar de tumbarle el trabajo de brujería que lo había anulado en la vida y sumido en el alcohol y las drogas. En los muy pocos momentos de lucidez que tenía, cuando empezaban sus ataques de ira por la abstinencia, se quejaba a gritos de las hijas rameras que había criado y de su insufrible vida por culpa del mal que le echara aquella maldita mujer. Cuando el ímpetu de su furia se tornaba peligroso `por sus violentos arrebatos, cualquiera de las hijas acudía corriendo con las drogas en la mano y una botella de cerveza. Eso lo tranquilizaba por unas cuantas horas.  La marihuana, a la cual se había hecho adicto con los años con el pretexto de que le ayudaba a calmar los dolores de huesos que lo tenían postrado en una silla de ruedas, también servía para apaciguar sus accesos de furia.

“¡Puta!” Le gritaba a Hilaria cada vez que se cruzaba en su camino y su hija sin responder solo podía pensar en lo irónico que le resultaba que su padre le dijera puta cuando nunca más pudo soportar la caricia de un hombre sobre su piel. El Brujo había sido el único hombre que conoció y le produjo tal repulsión por el género masculino que ni siquiera soportaba un beso en la mejilla. Lamentablemente, las mujeres tampoco le atraían sexualmente, por lo que terminó siendo un ser asexuado, para quien el sexo no existía ni le interesaba, aunque Rigoberto no dejara pasar la más pequeña oportunidad para llamarla “¡Puta!”.

Al Brujo parecía habérselo tragado la tierra. Como llegó desapareció del rancho. Nadie tuvo entonces información de dónde había ido a esconderse. Por un tiempo, Milagros y Fabiola contemplaron la idea de pedirle a un policía amigo que lo buscaran para denunciarlo y ponerlo preso, pero desistieron porque el mismo policía les dijo que sería muy difícil comprobar la violación, que sería doloroso para Hilaria porque tendría que contar una y otra vez lo sucedido, reviviendo su horror a cada instante.

Hilaria les dijo que no quería saber nada de aquel hombre. Que dejaran eso así. Ya Dios se encargaría del desgraciado. Quería olvidarlo aunque no sabía si algún día tendría que enfrentar lo sucedido para contarle a Jacqueline su origen.

El 27 de febrero del 89, mientras ella trataba de huir de la revuelta que la sorprendió en el Mercado de Coche con su hija, le pareció ver a El Brujo salir de una casa cercana corriendo perseguido por una hombre, mientras una niña lloraba desconsoladamente en la puerta de la vivienda. Todo fue muy rápido. El Caracazo se tornaba cada vez más violento. El ruido de detonaciones y los gritos de la gente la tenían aturdida y prefirió pensar que la visión no era más que un espejismo producido por el terror que le inspiraba el sacudón.

Como pudo, llegó al edificio de El Universal, donde desde hacía varios meses trabajaba limpiando las oficinas del periódico. El rotativo estaba revuelto. Nadie parecía tener claro qué era lo que estaba sucediendo pero todos corrían de un lado a otro tratando de armar un rompecabezas de terror con las imágenes, las noticias y los cuentos que traían los reporteros.

Hilaria vio que un equipo reporteril salía en un jeep y les pidió que la dejaran en algún sitio cercano a su casa. Un rancho por los lados de El Valle, hacia donde se dirigía la  unidad de reporteros del diario.  Era una vivienda pobre de bloque rojizo sin friso. Dos habitaciones con techo de zinc y un espacio con la cocina, el comedor y cuatro sillas redondas de tubos de hierro, tejidas con cuerdas plásticas verdes y blancas. Allí vivía con Jacqueline después de que Rigoberto muriera y vendieran la casa de la Panamericana, a donde no quería volver nunca más.

***

Hilaria mira el reloj y se da cuenta de que falta poco para que regrese Jacqueline. Debe apurarse para esconder lo que ha conseguido y que la niña no sospeche lo que tiene planeado. Lo llevará en una caja a la casa de su vecina Enriqueta para que se los tenga allí un tiempito.

Entonces, sin pensarlo, se monta en la silla y toma la cartera de patente opaco, saca el recorte de prensa y lee una vez más la nota que recortara una tarde en su trabajo, cuando fue a recoger la basura y a envolverla en un hoja del periódico y vio la foto de la cara del hombre impresa junto a su pie derecho. A pesar del grano y de lo desenfocado de la imagen, Hilaria no tuvo duda de quién se trataba. Esa cara no podría olvidarla nunca.

“Decapitado sádico en cárcel de Santa Ana”.

Lee una vez más toda la información. Ha guardado ese recorte porque pensaba que algún día le contaría a Jacqueline todo el horror que le causó ese hombre. Quería que la hija odiara al maldito como ella lo odiaba, pero ahora, al revivir los 15 años de la vida de su hija buscando recuerdos, decide que su hija no se merece el sufrimiento que le causaría conocer esa terrible verdad.

Saca el encendedor del bolsillo y le prende fuego al pedazo de papel mientras reza un Padre Nuestro y tres Ave María:

“Brille para Xavián la luz perpetua”. Por primera y única vez en su vida, lo nombra.

Después de dos años de muerto, es la primera oportunidad en que una oración se eleva al cielo en memoria de aquel hombre. Nadie lloró su muerte. Nadie lamentó su acribillamiento. Muchos fueron los “Bien hecho”, “Era lo que se merecía” que se escucharon. Nadie rezó un rosario ni mandó a hacer una misa de difuntos.

“Narran algunos testigos que en ningún momento el occiso intento defenderse. Ni siquiera se le escuchó gritar o lamentarse. Era como si, resignado, aceptara su condena”.

Ahora, Hilaria, al resumir la dicha que Jacqueline significa en su vida, decide perdonarlo y, sobre todo, perdonarse a sí misma. Extraña y cruel forma tuvo la vida de entregarle lo que más ama y quien más feliz la hace. Las negras cenizas del recorte quemado caen al suelo. Una lágrima rueda por la mejilla de Hilaria cuando dice:

“Descansa en paz. Amén”.

FIN

Abril/24/2014
Primera entrega http://wp.me/s2UoX7-hilaria
Segunda entrega http://wp.me/p2UoX7-1ZQ
Tercera entrega http://wp.me/p2UoX7-1ZZ 
Cuarta entrega http://wp.me/p2UoX7-209
Quinta entrega http://wp.me/p2UoX7-20e
Sexta entrega http://wp.me/p2UoX7-20i
Séptima entrega http://wp.me/p2UoX7-20n

Hilaria (7)

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(Cuento)

Séptima entrega

***

Ese día de abril, “El Brujo” la puso frente al altar de María Lionza, la hizo persignarse y rezar un Padre Nuestro y le dijo:

-Hoy terminaremos de tumbar el trabajo que tiene jodido a Rigoberto.

Hilaria no lo miró. Vio a Maria Lionza sobre la danta y le pareció ver que brotaban lágrimas de los ojos a la esfinge de la diosa. Por fin se acabaría ese infierno, pensó. Si como decía El Brujo, ese día terminaban con la brujería, ya no tendría que volver a la pieza ni aguantar al tipo y los olores y la humareda de inciensos y tabacos.

El Brujo prendió un tabaco y empezó a girar en torno a Hilaria lanzándole las bocanadas de humo. Tomó la botella de ron que tenía sobre la mesa de los santos, echó un chorro al suelo ofreciéndoselo a los muertos y tomo un buche que luego lo escupió con estruendo en la cara de la muchacha. Hilaria cerró los ojos. Ya había aprendido a que en cierto momento de las sesiones debía respirar profundo y abstraerse.

Haciendo un cuenco con la mano, El Brujo se echó ron y se lo derramó en la cabeza, luego con fuertes restregones que empezaban con ambas manos en la coronilla de la cabeza de Hilaria bajaba con fuerza rozando cuello y brazos de la chica hasta terminar azotando las manos en el aire como para expulsar de ellas lo que le sacaba a la muchacha. Al mismo tiempo, daba fuertes, rápidas y continuas chupadas al tabaco subiendo y bajando alrededor de Hilaria. Murmurando ininteligibles oraciones mientras sujetaba el tabaco con los amarillentos dientes.

Hilaria ya estaba lejos. Desde su nebulosa veía sin sentir. Ni cuenta se dio cuando El Brujo la despojó de su ropa y, desnuda, la acostó en la alfombrilla de mimbre. Con el ramillete de ruda comenzaron los azotes y los rezos en lenguas extrañas intercalando el nombre de Rigoberto Altuve de vez en cuando.

El brujo tomó un velón negro con 7 mechas y encendió las siete llamas una por una. Con la ruda en una mano y el velón en la otra danzaba alrededor de la muchacha, con pequeños brincos, pasaba por encima de ella. Un chorro de oscura esperma caliente le cayó en el vientre a Hilaria y, por un instante sintió que caía de su nebulosa por el dolor que sentía pues su piel ardió al contacto con la cera caliente. Se concentró, inhaló profundamente una vez más el viciado aire de la pieza y recuperó su lugar en la nebulosa.

El hombre no paraba de hacer ruidos y de danzar. En un instante bufó como un toro salvaje y se dejó caer sobre el cuerpo desfallecido de Hilaria. La chica acusó el cuerpo del hombre sobre el de ella, el peso le impedía respirar, pero con esfuerzo se mantuvo ausente de todo lo que pasaba en el pequeño cuarto.

En esta ocasión, El Brujo la sorprendió porque, por primera vez, él también estaba completamente desnudo sobre ella. Solo conservaba puestos los collares de colores y el colmillo del animal se le clavaba en medio del pecho. Hilaria apretó fuertemente los ojos y respiró intensamente. Inhalaba y exhalaba con dificultad. La desnudez del  hombre sobre ella la aterraba pero no quería permitir que el pánico se apoderada de ella y la bajara de su lejana nebulosa. Sentía la fetidez del ron mezclado con tabaco y chimó del aliento nauseabundo del Brujo impregnando su nariz y escuchaba muy lejanos los murmullos de rezos que le recitaba al oído. La chica luchaba de manera sobrehumana para evadirse mentalmente. Su cuerpo empezó a experimentar pequeñas convulsiones incontrolables. Inhalaba y exhalaba. Inhala, exhala. Respira hondo. Cierra los ojos. Su cuerpo no le respondía, los temblores eran cada vez más violentos. De pronto sintió que algo le desgajaba el vientre. Un dolor intenso en su vagina como si le rasgaran algo adentro con una navaja. Abrió los ojos y las lágrimas le corrían por los extremos. Los malditos temblores no paraban y ahora El Brujo parecía temblar a un ritmo acompasado con sus involuntarias convulsiones. María Lionza lloraba copiosamente, en silencio. San Lázaro soltó sus muletas y sus perros empezaron a ladrar pelando los dientes con furia. Guiacaipuro sacudía la cabeza y el Negro Primero reía a carcajadas. El Brujo restregaba su cuerpo contra el de Hilaria cada vez con más violencia y rapidez sin dejar los macabros rezos. La india Rosa se tapaba los ojos con sus manos temblorosas. Santa Bárbara blandió en el aire su espada como queriendo destajar la nada y con violencia volteó su copa. Del cuenco salió un río de sangre roja y espesa. El mundo se detuvo. Solo las lágrimas seguían manando de los ojos de Hilaria. Las salinas gotas eran lo único que no se detenía y corrían hasta mezclarse con la sangre de la copa de Changó.

Sin atender a lo que El Brujo decía acerca de que casi estaban listos con la brujería de su papá, Hilaria se vistió como pudo y salió corriendo de la pieza de las herramientas. No quería volver a pisar nunca más ese lugar. Se sentía sucia y le enfurecía que las lágrimas no paraban de brotar de sus ojos. Por suerte, ya todos en la casa estaban durmiendo cuando llegó. Con sigilo para no hacer ruido quitó la tranca de la puerta, cerró y se fue al baño. Necesitaba bañarse. Quería lavarse y quitarse toda la suciedad. Se frotó con fuerza el jabón por todo el cuerpo hasta casi hacerse daño. Quería arrancarse la piel. Sentía que no se le quitaba el hedor del aliento del brujo que llevaba como un pegote en su cuerpo y, de su vagina, subía un olor mortecino que la hizo arquear. Al final, se sentó en el suelo bajo el chorro del agua helada de la noche y lloró, lloró, lloró.

***

Teresa se dedicó en cuerpo y alma a atender a Jacqueline. No le importaban sus dolores de cuello cada vez más intensos ni la terrible presión en los ojos. No desamparaba a la nieta ni de día ni de noche. No quería que nadie que no fuera de la más estricta intimidad de la familia se le acercara a la niña. Hablaba poco. Apenas lo necesario. A Rigoberto no lo quería ni ver. Sus otras hijas tuvieron que hacerse cargo del hombre pues ella solo vivía para no dejar que a Jacqueline se le parara ni un insecto. Era como si estuviera decidida a no permitir que a la pequeña le pasara nada por un descuido de ella.

Cuando llegaron del hospital con su nieta y Rigoberto, cada vez más borracho y drogado, contó que El Brujo se había despedido el día anterior diciendo que ya estaba curado, que la brujería había sido tumbada y que ya podría tener el control de su vida de nuevo, Teresa entendió todo lo que había pasado.

Solo en  ese instante comprendió que quien le había dañado a su güina, a su pequeña,  era ese hombre que en mala hora metió en su casa su marido.  La culpa terminó de apoderarse de su alma y fue cuando decidió que, mientras ella viviera, a su nieta no le pasaría nada malo.

“Fue El Brujo”, le dijo a Hilaria cuando se quedaron solas. No era una pregunta, ni siquiera una duda. Era la certeza que como una revelación tuvo en el instante mismo cuando Rigoberto anunció la ida del desgraciado.

En un murmullo apenas audible, Hilaria le dijo “Sí”. Sin llanto y en un tono neutro que aterró a Teresa, la hija le contó a su madre cómo El Brujo la obligó a ir a la pieza para las sesiones para “curar” a su papá. Las amenazas de que, si no iba ella, tendría que llevar a Lucrecia y de que si decía algo, la brujería terminaría matando a su papá. Teresa se agarró el cuello que había empezado a dolerle como nunca, sentía  como si le estuvieran clavando un puyón entre las cervicales, intentando calmar la punción con la presión de sus manos sobre las vértebras, murmuró: “Maldito”.

Teresa quiso gritarle a su marido todo el odio que sentía, maldecirlo, ahorcarlo con sus manos, pero la falta de energía y la seguridad de que el hombre no entendería en medio de su borrachera nada de lo que diría, la hicieron desistir. No tenía sentido desgastarse con su marido que ya no era más que una piltrafa sin sentimientos ni remordimientos. Solo le dijo en tono de reproche:

-Ese desgraciado no solo no te curó. Te terminó de hundir en la mierda y malogró a tu hija preñándola con apenas 11 años y ahora tienes una nieta, hija de ese malnacido.

-¡El Brujo es un buen hombre! Son tus hijas las que nacieron torcidas y todas de piernas flojas. ¡Putas, todas! ¡Seguro ella se le metía en la pieza al pobre hombre para tentarlo!

Teresa lo dejó gritando solo. No quería volver a verlo nunca más. Los gritos alarmaron a Milagros y a Fabiola quienes llegaron de una vez con las pastillas y el vaso de agua en la mano para que su padre se calmara. Ya sabían que lo mejor era mantenerlo borracho y drogado para no tener que oír sus gritos y peleas que cada vez se hacían más violentos.

A Jacqueline la bautizaron a los pocos días de nacida. Teresa no paraba de decir que había que hacerlo lo antes posible porque los espíritus estaban detrás de la niña. Ella tenía pesadillas. Unas sombras siniestras llegaban en la madrugada para llevarse a su nieta. Estaba convencida de que las brujerías del malnacido Brujo le harían mucho daño a la pequeña si no recibía pronto el agua bendita y la bendición de un cura.

Pocos meses después, ante los cada vez más fuertes dolores de Teresa y contra su voluntad, la llevaron al médico. Un tumor voraz en su cerebro estaba acabando con la vida de la mujer. A los dolores se sumaron copiosas sudoraciones. Perdía kilo y medio por día. Cáncer, fue el terrible y fatídico diagnóstico. Un violento cáncer en el cerebro la convertía en un saco de huesos forrados en arrugada piel y, tres días después de diagnosticado el mal, se llevó a Teresa, cuando Jacqueline apenas cumplía seis meses de edad.

Continuará

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Hilaria (6)

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(Cuento)

Sexta entrega

***

Me encantaría que Jac usara “Sueño de una niña grande” como música para el vals de sus 15 años”. Piensa Hilaria mientras pulsa el stop para sacar la cinta y ponerla junto con las otras cosas halladas. En la misma caja de zapatos encuentra un recorte de prensa con el obituario de Teresa. Un pequeño rectángulo publicado en las páginas de clasificados de El Universal. -La tristeza y la culpa te mataron mamá. Nunca aceptaste que tú no tuviste la culpa. No podías hacer nada. Ni adivina que fueras… Si alguien tuvo la culpa fue Rigoberto, mamá, que se apareció aquella noche con El Brujo, borrachos como cosacos los dos…

***

-Hilaria, lleva una colchoneta para la pieza de las herramientas abajo en la siembra para que duerma allí El Brujo –Dijo Rigoberto escupiendo saliva y tambaleándose al entrar a la casa. Desde ese momento y sin que valieran las protestas de Teresa y sus hijas, El Brujo se instaló en el pequeño cuarto de trastes que habían hecho cerca de los sembradíos de flores y verduras en la parte baja del barranco. Una forma que encontró Rigoberto de mantenerse vinculado a su páramo natal, al que no dejaba de extrañar. La parcelita sembrada era una forma de continuar el oficio de agricultor que era lo que realmente siempre le había apasionado. No dejaba de maravillarse cuando una flor abría o cuando arrancaba una zanahoria de la tierra o contemplaba extasiado las acelgas de un verde intenso. En ese momento se sentía realmente poderoso, el milagro de la tierra lo revivía y hacía que desaparecieran la sensación de frustración y pobreza que se le habían instalado en los huesos y que cada día parecían anularlo más ante sus propios ojos. Hilaria llevó la colchoneta y la dejó en el trastero con una cobija de lana gruesa. Cuando regresó, no le gustó la forma como El Brujo la miró para agradecerle el mandado. -Está muy bonita la niña, Rigoberto. Tienes buen molde para las hijas porque me acuerdo que las dos mayores eran muy lindas también y hasta la enfermita tenía su gracia. -Dios me dio un canasto de cucas que a veces pienso que es parte de un castigo. Nunca tuve el varón que siempre quise. A lo mejor todo sería diferente si hubiera tenido un macho que me ayudara… El Brujo se quedó en el trastero de herramientas para la siembra. A medida que pasaba el tiempo, Rigoberto portaba cada vez menos por la siembra. Parecía haberle perdido el interés a sus verduras y legumbres. Hasta que abandonó por completo la actividad que por un tiempo era la que parecía mantenerlo lúcido a ratos. Supuestamente, la estadía de El Brujo sería por una temporada nada más, mientras encontraba una pieza donde mudarse. Pero los meses pasaban y no daba señas de estar buscando sitio a dónde irse. El cuarto de los trastes lo llenó de imágenes de santos y de brujería. En un rincón sobre unos guacales de madera improvisó un altar con María Lionza presidiendo al tope, montada en una danta. El Negro Primero y Guaicaipuro a cada lado de la diosa y más abajo la india Rosa, el indio Felipe, San Lázaro, Santa Bárbara, la Caridad del Cobre y Simón Bolívar. Siempre mantenía un velón encendido que le servía para alumbrar a los santos y para velar las contras y reliquias que hacía para sus clientes. También alumbraba los tabacos y las barajas con los que les leía el futuro a las personas. Un día de principios de abril del 75, fue el peor de todos los días para Hilaria. Después del almuerzo y sin que sus padres lo notaran, El Brujo pasó junto a la chica y le susurró al oído “Te espero en la pieza esta noche”. -Me voy a la pieza. Creo que prontito habremos terminado el trabajo, Rigoberto. Anoche tuve un sueño en el que me revelaron que el vudú ya estaba próximo a romperse. Estamos a nada de tumbar ese trabajo que te montaron hace tantos años y que por poco acaba con tu vida. El Brujo hablaba como si se dirigiera a Rigoberto pero no dejaba de mirar a Hilaria de arriba abajo. Teresa lo notó y le reclamó a su marido: -No me gusta que ese tipo siga metido aquí. No me gusta como mira a las muchachas, Rigoberto. ¿Hasta cuándo va a estar aquí? -El Brujo es un buen hombre, Teresa, y me está ayudando mucho. Ya me siento bastante mejor. No sé por qué Usted le tiene tanta tirria. Ese lo único que hace es rezarle a sus santos y ayudar a la gente… Cuando me quite la brujería que me montaron, ya va a ver como todo va a cambiar. Cuando me quite el vudú ese, ya tengo pensado ir a buscar trabajo en las oficinas del Metro porque ya están por empezar la construcción, Teresa. ¡Ahí sí nos vamos a forrar de plata!  Ya Teobaldo me dijo que me llevará con él a meter planillas porque tiene unos contactos buenísimos. Ahora sí vamos a ver los frutos de estos años en Caracas, Teresa, ya va a ver. -Desde que tengo uso de razón estoy oyendo el cuento del dichoso Metro ese, creo que me voy a morir y no veré que muevan un metro de tierra para construirlo… -Que no, chica. Ahora sí es verdad. El compadre de Teobaldo, el secretario del partido, le dijo que ya está a punto de arrancar la construcción y que van a necesitar muchos trabajadores… -Mientras Usted siga con las borracheras y las pepas para el “dolor de cabeza” no creo que le dure ningún trabajo. -Pues para eso es que cuento con El Brujo, Tere. Cuando ya la brujería no tenga fuerza se acabarán los dolores y le prometo que no vuelvo a beber. Es que solo las pastillas y el miche me calman la cabeza, Tere.

***

Milagros logró tranquilizar a su mamá y salió a buscar las cosas para el bebé, ese sobrinito que la vida le traía de sorpresa. Un sedante que le dio una enfermera ayudó a que Teresa cogiera mínimo y se sentara en una silla con la mirada fija en una araña que caminaba por el techo. No podía dormirse pero tampoco se sentía despierta. Un monito con su gorrito para el frío, guantes y escarpines a juego para el día que lo fueran a sacar del hospital. Todo amarillo, para la suerte. Unas franelitas en colores unisex. Pañales de algodón, biberones, mantas y cobijas, hasta una pequeña almohada y un peluche de Mickey Mouse le compró Milagros a la criatura. Se gastó todo lo que tenía de la quincena. Al fin y al cabo, se trataba de la primera de las hermanas que le daría un sobrino a las otras y eso tenía que ser un motivo de alegría, hasta en las peores circunstancias. Cuando regresó al hospital,  encontró a una enfermera tratando de que Teresa le hiciera caso a lo que le estaba diciendo. Pero la mujer seguía mirando la araña en del techo en la misma posición que la había dejado Milagros unas dos horas antes. -Es una niña. Necesitamos un nombre para identificarla en los papeles. Milagros sin pensarlo mucho le dio el nombre que tenía pensado para cuando Dios la bendijera con una hija: -Jacqueline, con c y con q, como la Kennedy. Jacqueline Altuve Urdaneta. La enfermera se fue y solo entonces Teresa volvió de su letargo: -¿Quién pudo hacerle eso a Hilaria? ¿Qué carajito desalmado pudo arruinarle así la vida a una niña, Milagros? ¿Cómo no me di cuenta de que algo pasaba con la güina? Milagros le mostró las cosas que compró. La tomó del brazo y fue a buscar más información sobre su hermana y su sobrina. Ya las estaban llevando a la habitación. Tendrían que permanecer uno o dos días en observación en el hospital y de acuerdo a cómo evolucionaran ambas ya les darían el alta. Aunque el médico les informó que todo había salido bien y que tanto Hilaria como Jacqueline, con c y con q, se veían sanas y estables, era mejor ser precavidos. Teresa no decía nada. Todo lo dejó por cuenta de Milagros. Sentía la cabeza pesada y la mente vacía. Un dolor en las cervicales le taladraba el cuello y una presión en los globos oculares y en la frente, la hacían sentir que en cualquier momento los ojos le saltarían de las cuencas. Pasaron dos días en el hospital y, aunque insistían con las preguntas, no lograban hacer que Hilaria dijera quién le había hecho el daño. La chica solo decía “No sé. No sé. No puedo decir nada. No sé…” y Teresa sentía que no tenía fuerzas para insistirle. El dolor en el cuello y en los ojos no mitigaba con nada. Los calmantes que le inyectaron no le hacían efecto alguno y la poca energía que tenía, la usaba para atender a Jacqueline. “No puedo decir nada porque a papá lo mataría…”.

Continuará
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Hilaria (5)

hilaria2

(Cuento)

Quinta entrega

***

-Señor, Rigoberto. ¡Rigoberto Altuve!

Entre el ruido de la canción colombiana sonando en la rocola, los gritos de los contertulios, los golpes de las piezas del dominó sobre las mesas de pantry y la borrachera de Rigoberto, no lograba distinguir si alguien lo llamaba o eran solo las voces esas que desde hacía algún tiempo lo atormentaban en su cabeza.

Una mano fuerte lo asió por el brazo y lo hizo voltear.

-¿No es usted Rigoberto Altuve?

-El mismo que viste y calza –Dijo salpicando saliva en el aire mientras arrugaba los ojos tratando de enfocar y distinguir quién era el hombre que lo llamaba con tanta familiaridad.

-Hombre, ¿cómo te ha ido? ¿Prendiste la vela de La Candelaria al llegar como te dije?

Fue entonces cuando Rigoberto cayó en cuenta de quién se trataba y reconoció en la intensidad de los ojos negros al hombre aquél que años atrás había conocido en la última fiesta de La Candelaria que había asistido en La Parroquia. Parecía que había pasado un siglo. Rigoberto sentía que un siglo se había instalado en sus huesos. Pero la mirada de aquel hombre no había perdido intensidad ni  cambiado en  todos esos años.

-¡Coño, “El Brujo”! –Dijo Rigoberto-. Prendí la vela, pero no me sirvió de mucho. La vida no ha sido fácil, amigo. La pobreza es como una maldición imposible de vencer. Por donde uno mete la cabeza, se la cortan. Han pasado más de diez años y no he logrado conocer las delicias del petróleo. Ahora soy más pobre que cuando llegué. Más pobre y más viejo y ya no tengo fuerza ni ánimo para empezar otra vez o para devolverme. La vida es una mierda. Este país es una mierda donde si uno nace pobre está condenado a morir más pobre aún.

-Te lo dije ese día. No es el país, Rigoberto. Es la brujería, el vudú que te montaron que no te deja echar pa’lante. ¿Te lo dije o no te lo dije? Te dije que eso iría a peor. Y no solo en lo económico. La salud también te la ha escoñetado. ¿Qué crees que son esos dolores de cabeza que te dan, esas puyadas en la base del cráneo? Es el vudú que te va a terminar matando. Esa mujer te la juró, Rigoberto.

-Verga, ya estoy por creer que tienes razón porque solo deja de dolerme cuando estoy borracho. Vamos a bebernos un buen trago y después vemos cómo resolvemos los de la brujería esa.

-Yo me vine a vivir a la capital hace unos dos años, Rigoberto. Jamás pensé que te encontraría por aquí en esta vaina tan grande. En verdad ya ni me acordaba de ti hasta que te vi hace rato y me acordé de ese dos de febrero en La Parroquia. Jajaja la cara que pusiste cuando te dije lo del vudú. Esa mujer te jodió feo.

Rigoberto estaba tan borracho que apenas escuchaba la voz de El Brujo como a lo lejos sin comprender muy bien lo que le decía. En su embriaguez confundía las voces de su cabeza con la de El Brujo y ya no lograba distinguir quién decía una cosa y quién otra. ¡Esa maldita rocola que no para de sonar!

-Vámonos pa’l coño, Brujo. Ya no aguanto esta vaina. Mañana me dices cómo me puedes ayudar con esa brujería porque ahorita creo que no te voy a entender un coño.

***

-Hilaria tu sabes que la vida de tu papá está en tus manos. Solo tú puedes ayudarlo para quitarle ese trabajo que le montaron hace muchos años. Tú y Lucrecia son las dos hijas que tienen el poder para tumbar el vudú que le montaron a Rigoberto y que si no se lo quitamos va terminar loco… o muerto.

Hilaria detestaba las sesiones con El Brujo. Cada vez que el hombre pasaba por su lado y le decía en un susurro: “Hoy te espero en la pieza”, sentía nauseas y mareos y quería morirse. Pero, sabía que si no iba la brujería empeoraría a su papá y lo mataría. Peor ahora que no salía de una borrachera y a que las pastillas que le habían recetado lo mantenían como drogado, medio atontado. Como ido.

Las borracheras de Rigoberto, que en un principio estaban limitadas a los fines de semana, se fueron haciendo más frecuentes a medida que escaseaban los empleos y los dolores de cabeza se hacían más intensos y habituales. Cuando no estaba borracho, estaba de mal humor o se quejaba a gritos de las puyadas en la base del cráneo hasta que Teresa o una de sus hijas le daban los calmantes que parecían doparlo, más que calmarle el dolor.

Ya Hilaria no sabía si su padre había empezado a beber por la falta de trabajo o si por la bebedera y borracheras perdía sus puestos en las construcciones. A medida que las borracheras se hicieron diarias o inter diarias y los dolores en la base del cráneo, como decía Rigoberto, atacaban con más fuerza, los ingresos de la familia disminuían.

Teresa empezó a hacer pasteles andinos y hallacas para vender en el mercado de Los Teques los fines de semana, cuando sus hijas estaban en la casa y podían quedarse a cuidar a Lucrecia.  Entre semana, recibía ropa para lavar y planchar. La familia cada vez dependía más de lo que pudiera conseguir Teresa y contaban menos con los aportes de Rigoberto, quien no solo dejó de llevar el sustento a la casa sino que le quitaba la plata a Teresa para irse a beber.

Milagros y Fabiola dejaron sus estudios. No terminaron el bachillerato porque aunque el liceo era gratuito, estudiar era costoso y lo poco que ganaba Teresa no les alcanzaba para libros, pasajes, uniformes, colaboraciones y tareas.

Milagros iba todos los días a limpiar en casa de un señor por La Castellana y Fabiola limpiaba baños y atendía las mesas en un restaurant de La Candelaria. Por lo menos ganaban para cubrirse sus gastos y ayudar un poco con las medicinas del papá y de Lucrecia y para colaborar con los estudios de Hilaria que estaba terminando su primaria.

Pero para las borracheras de Rigoberto, las hijas no eran más que putas aunque dijeran que estaban cachifeando. Milagros se tiraba al patrón de La Castellana y Fabiola, la peor, era fichera en un bar de mala muerte por las torres de El Silencio. De allí no lo sacaba nadie. Ni las lágrimas de Milagros ni los gritos de Fabiola. Eran putas, como putas eran todas las mujeres.  Hasta que le daban sus drogas y se volvía dócil y cariñoso con su “canasto de cucas”, como le gustaba decir para referirse al conjunto de sus cuatro hijas.

Continuará

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