El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Venezuela parece un desvarío onírico de Beckett

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Requisitos para sacar constancia de residencia

Yo es que ya no sé si lo que estamos viviendo los venezolanos es un enrevesado e interminable capítulo inédito de una novela de Kafka o si se trata de una pesadilla mía y que cuando despierte me daré cuenta de que estoy en diciembre de 1991, en pleno segundo gobierno de CAP, y el mal sueño no ha sido más que el resultado de los traumáticos ocho días que acabo de pasar en La Habana, sufriendo por la triste realidad que viven los hermanos cubanos a quienes se les va la vida entre burocracia, colas y escasez y soñando con la posibilidad de salir un día de la isla.

Pretendí ir al banco a abrir una cuenta corriente, para lo cual pregunté en Banesco cuáles son los requisitos para «aperturar» el instrumento bancario:

Los requisitos son, me dice un amigo, recibo de luz a tu nombre -ya empezamos mal, pienso, porque no tengo recibo de ningún servicio que llegue a mi nombre-.
El amigo de Banesco prosigue:
2 referencias personales con direccion y teléfono fijo de quien firma la referencia y copia de su  cédula de identidad -fácil, lo resuelvo con los vecinos-.
Continúa:
Referencia bancaria, si tienes.
Carta de residencia otorgada por la prefectura de tu parroquia, si no tienes ningún  recibo de servicios a tu nombre. -Esto ya me olió peor. Yo sé lo que es intentar sacar un documento en ese tipo de instituciones del Estado.
Pero ¡mantengamos el optimismo!
Copia de la cédula, -fácil, siempre que en el centro de copiado tengan papel y tonner para la fotocopiadora.

Con mi optimismo incólume,  me paré temprano y me fui a la prefectura para ver qué se necesita para sacar una carta de residencia que diga que yo vivo donde vivo y no que soy un vivo que dice que vive donde no vive para estafar y delinquir. Que en «revolución» todos somos sospechosos y tenemos que, varias veces al día, demostrar que somos decentes y no vulgares delincuentes, choros.

Afuera de la prefectura las habituales colas de gente para hacer diferentes trámites. Lo normal. Nada que a estas alturas del Socialismo del Siglo XXI asombre a nadie.

Pregunto qué hacer para sacar la bendita carta y me dicen que pase a una oficina y pregunte por Isabel.

El espacio es un rectángulo de unos 25 metros cuadrados con 4 escritorios y, contando a vuelo de pájaros, unos 6 empleados. Hay como 4 personas haciendo diligencias y detrás de los trabajadores se atiborran en el piso cajas con carpetas que llegan al techo. Pregunto por Isabel y esta me da un papelito con los requisitos para sacar la carta de residencia.
A saber:

1) Original y copia de la cédula de identidad.
2) Original y copia del Rif (Registro de Identificación Fiscal) actualizado.
3) Constancia de residencia emitida por el consejo comunal, condominio, dependiendo del caso.
4) Original y copia del contrato de arrendamiento debidamente revisado por la Superintendencia Nacional de Arrendamiento de Vivienda cuando el solicitante habite un inmueble en condición de arrendamiento y/o autenticado.
5) Original y copia del pago correspondiente a un servicio domiciliario, tales como electricidad, aseo, Hidrolago, gas, Cantv (del mes anterior a la solicitud)
6) Venir con dos testigos venezolanos con copias de cédulas que no sean familiares.
7) Si el solicitante de la constancia no tiene ningún servicio a su nombre debe traer una autorización y copia de cédula del dueño del inmueble.
8) Los recaudos aquí exigidos deberán ser consignados en su totalidad por el solicitante de acuerdo al caso en una carpeta marrón tipo oficio y sobre manila tamaño oficio, quedando estrictamente prohibida la tramitación de solicitudes cuando falle alguno de los requisitos.
NOTA: TODAS LAS DIRECCIONES DEL RIF, ELECTRICIDAD, CONSEJO COMUNAL O CONDOMINIO TIENEN QUE ESTAR IGUALES y correo electrónico del solicitante.

¿Ya pararon de reírse?  Yo todavía no.

Río por la rabia que tengo, porque a veces, si tengo esta ira y no me río, me provoca es buscar un cañón de futuro y salir a matar canallas, como diría el amigo Silvio.

Río porque en el 2011 fui al Bank of América de Boston y con mi pasaporte y 100 dólares pude abrir en 10 minutos mi cuenta bancaria.

Río, porque, sin ir tan lejos ni en un país del primer mundo, mi sobrina Astrid, en Uruguay, recién llegada y como inmigrante, para abrir su cuenta bancaria solo necesitó fotocopia de la cedula -documento que obtuvo con facilidad y sin traumas-, constancia de domicilio -que no es más que un recibo de servicio de la vivienda donde habita sin importar a nombre de quién esté ese recibo- y fotocopia del recibo del sueldo. Más nada. Sin desconfianza. Sin que sospechasen de ella. Sin tener que demostrar que ella no es una delincuente ni una estafadora, porque en los países donde las personas son tratadas como ciudadanos todo el mundo es inocente, decente, honrado, hasta que se demuestre lo contrario.

¡Me rindo!
No abriré la cuenta bancaria.
No tengo suficiente fuerza de espíritu para intentarlo.

Cómo quisiera que en efecto esto no fuese más que una angustiosa pesadilla. Que a las 6 y media de la mañana suene el despertador y me despierte sudoroso y con taquicardia pero en un país serio, en una Venezuela que me trate como persona, como ciudadano y no en esta república bananera y kafkiana que parece un desvarío onírico de Beckett, en donde abrir una cuenta bancaria o comprar un litro de aceite de maíz es una inenarrable proeza.

Golcar Rojas

Fresa y Chocolate en el Baralt

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Recuerdo con claridad la sensación de nudo en la garganta y ojos aguados con que salí hace 20 años del cine luego de ver Fresa y Chocolate. Fue en el cine Viaducto en Mérida, creo que ya no existen esas salas de cine, al menos no como tales.

Había pasado tan poco tiempo de mi viaje al Festival de Cine de La Habana que la película pegó duro al recordar esos días de tristeza por las calles habaneras, las conversaciones con amigos tan parecidos en sus discursos a los personajes de la película, tan apesadumbrados y siempre pensando en la posibilidad de poder largarse de un país que no tenía más que miseria, represión y miedo para ofrecer.

Las lágrimas de entonces eran por una realidad lejana y ajena, que nos golpeaba en cuanto a seres humanos que sentíamos que no había derecho a que por el gusto al poder de unos pocos se sometiera a todo un pueblo. Era algo que veíamos en una pantalla de cine, leíamos en un libro o, como mucho, vivíamos por ocho o quince días de un viaje turístico a la Cuba.

La noche del 9 de julio, en el Teatro Baralt, una vez más la historia de David y Diego me removió el alma. El nudo en la garganta y los lagrimones tomaron cuerpo nuevamente al pasear por la relación de esos dos amigos, y una punzada en la boca del estómago me impidió más tarde conciliar el sueño.

Solo que la tristeza de hoy no fue como la de hace 20, por una realidad lejana. Los lagrimones en el Baralt eran por mí y no por unos amigos dejados en una miserable isla caribeña. Lo que veía en escena gracias al Grupo Actora 80 no era la realidad cubana, era mi cotidianidad.

Héctor Manrique nos ofreció una puesta en escena limpia, sencilla y correcta. No sé si fue su intención pero la puesta logró trasladarme al teatro cubano. El estilo de la propuesta de Manrique con su versión de “Fresa y chocolate” se me pareció mucho al de obras teatrales que en varias oportunidades pude apreciar de agrupaciones de la isla. La música en la versión teatral de Manrique es realmente buena y apoya atinadamente los momentos claves de la pieza, acentuando la emotividad y la acción. El vestuario está a la altura y ayuda a configurar muy bien la personalidad de cada uno de los personajes. La iluminación está bien diseñada para contribuir con el clima de las diferentes escenas de la obra.

El texto, por supuesto, no tiene desperdicio y en escena logra llevar al espectador de la mano por las diversas emociones y momentos de los personajes consiguiendo dibujar ese complejo mundo de sentimientos y emociones que configuran los dos personajes principales tan opuestos entre ellos.

Molesta un poco en la propuesta de Manrique lo estereotipado de los tres personajes en escena. Por momentos parecen demasiado caricaturizados, los actores no parecen calzar para los matices y posibilidades que ofrecen los personajes imaginados por Senel Paz. Especialmente el personaje de Diego tiende a ser un «maricon» demasiado cliché, más cerca de la loca de programas cómicos que del sutil personaje creado por Senel Paz en su cuento «El lobo, el bosque y el hombre nuevo». Y la interpretación del comisario policial peca de sobreactuación a la vez de estereotipado.

Las actuaciones de los tres intérpretes tienden al estereotipo sin llegar a aprovechar los matices que como personajes tiene cada uno. Diego logra parecerse al personaje creado por Paz cuando arranca la escena de la despedida, ya casi al final de la pieza, cuando el personaje parece dar un vuelco y ser más el intelectual culto y gay que dibujara el autor del cuento que la loca suelta plumas que hemos visto a lo largo de la pieza.

Afortunadamente, el texto de la obra es tan bueno -por momentos un poco atropellado por los actores- y la puesta en escena y dirección están tan bien concebidas que las deficiencias actorales uno llega a obviarlas para disfrutar de una excelente pieza teatral.

El dolor de hace 20 años pensando en lo mal que lo pasaban los cubanos, recordando los amigos del teatro Mella al ver su realidad reflejada en la pantalla, hoy se volvió dolor en carne propia, gracias a la puesta en escena del Grupo Actoral 80 en el Teatro Baralt. Aquella historia de Diego que tiene que irse de la isla porque allí ya no tiene futuro, ahora, es la nuestra, la de nuestros jóvenes, la de un país en donde quienes no se han ido están planeando o anhelando irse. La historia de quienes piensan que más que partir por propia voluntad lo hacen porque sienten que el país los está echando. Que la patria se les agotó en una cola y en un futuro inseguro e incierto

Por último, por favor, señores productores, aunque sea una función a beneficio, como en el caso de esta representación de “Fresa y chocolate” en Maracaibo traída para recaudar fondos para el Cine Club Universitario, entreguen a la entrada un programa de mano, aunque sea en fotocopias. Mas cuando se trata de una entrada costosa que se paga con gusto para colaborar, pero que lo deja a uno con la sensación de que algo no está bien en una obra cuando ni programa de mano dan. Por eso, esta reseña queda sin los nombres de quienes intervinieron en la ficha artística y técnica y va solo con la foto del ticket de la entrada, como protesta porque me niego a tener que recurrir a Google para obtener la información que me debió ser dada en el programa de mano.

Por lo demás, una vez más hay que decirlo, ¡que viva el teatro!

El buitre hambriento nos ronda

Buitre

Captura de pantalla de la página http://www.cuentosinfin.com/el-buitre/

Quienes me siguen en la redes sociales deben haber leído el cuento de Kakfa que aparece en la foto porque lo he subido varias veces tanto a Facebook como a Twitter y Google+.

La razón por la que reincido en la publicación del corto relato de Franz Kafka titulado «El buitre» es porque desde que lo reencontré -hace pocos días, gracias a la mención que de él me hiciera mi sobrina Valentina-, «El buitre» me ha estado carcomiendo la mente. Me impresiona ver que en pocos párrafos, en apenas 20 líneas, el autor nacido en Praga ha logrado pintar de manera tan contundente y precisa la Venezuela de los últimos 15 años.

El cuento parece una alegoría de lo vivido y sufrido por los venezolanos desde que el socialismo a la cubana decidió instalarse en estas tierras benditas de las que parece haberse olvidado Dios.

A los venezolanos, como al hombre del cuento, desde hace 15 años nos empezaron a devorar como lo hace el buitre de la historia kafkiana. El régimen actúa como el hambriento emplumado y los ciudadanos hemos respondido tal y como lo hace el hombre de la historia, nos justificamos para no hacer nada contra el buitre, nos sobran las excusas para la inacción: «porque somos débiles», «porque el buitre es muy fuerte»,»porque estamos solos», «porque lo que nos ha quitado es poco» -al hombre del cuento apenas los zapatos y los pies. Todavía tiene el resto del cuerpo-. Como aquellos a quienes les expropiaron 2 de sus 5 fincas y lo asumieron sumisamente porque le quedaron 3 y no quisieron arriesgarlas…

Como en el caso del relato, algunos venezolanos no hacemos nada porque sentimos que hasta ahora es poco lo que hemos perdido y «No vale. Yo no creo» que pasen de allí. «Venezuela no es Cuba»…

Otros esperamos que la solución nos venga de afuera, que aparezca el hombre y diga que va a buscar el fusil para atacar al buitre y nos defienda. Porque «a los gringos no les conviene, porque el petróleo, y bla bla bla…»

Con cierta impotencia y resignación, hemos tolerado que el socialismo a la cubana se vaya afianzando en suelo patrio. Lo vemos venir, lo sentimos llegar pero todavía no parecemos convencernos.

15 años han pasado y todavía muchos dicen «No vale. Yo no creo». Mientras otros celebran con la inconsciencia de quienes no se han percatado de que esa fiesta terminará en una resaca que Carianilos devorará a ellos también.

El buitre de Kafka tiene días revoloteando en mi cabeza. Leo la despedida del programa Zonalibre de Alexandra Cariani luego de 8 años al aire en horario estelar de la Emisora Cultural de Caracas y siento que el pajarraco ha asestado un certero picotazo en nuestra libertad.

¡Qué tristeza tan honda me da cuando leo noticias como esa!

Al leer a la Cariani siento que en este país se han conseguido tantas formas de irnos enmudeciendo, de irnos devorando la libertad, que una vez más recuerdo el cuento de Kafka y «El buitre» anida en mis neuronas.

Siento que la bestia nos va carcomiendo de a poco y nosotros por ignorancia, por estupidez, por cobardía, por desinterés, lo permitimos sin hacer nada. Me abruma la tristeza.

Pocas horas después, leo en Últimas Noticias que el régimen estudia una medida mediante la cual los «Extranjeros deberán pagar en dólares pasajes que compren en el país». Sí, en dólares y no en moneda nacional. El buitre enfurecido ataca de nuevo, pienso.

Leo y releo la noticia porque el titular de un solo golpe me mandó 23 años atrás cuando fui a La Habana y como turista todo lo tenía que pagar en «divisas», como decían ellos. Si quería como extranjero invitar a comer a un cubano, su comida también la debía pagar en dólares. El peso cubano era un entelequia que no servía para nada.

Vuelvo a leer y solo puedo pensar que luego será con el pago de hoteles, con el pago de servicios turísticos… En poco tiempo el bolívar fuerte valdrá lo mismo que el peso cubano. Nada.

En el cuento de Kafka, llega el momento cuando el buitre sabe que un hombre puede buscar la escopeta para enfrentarlo. Ante esa certeza, la plumífera y hambrienta bestia decide atacar con más saña e ir por todo. Picotea en el cuello con furia y la sangre que maná lo ahoga.

Solo falta saber si en nuestro caso la sangre que brote realmente ahogará al buitre o, por el contrario, lo fortalecerá como a un vampiro hasta terminar de arrasar con todo.

Memorias de un viaje a Cuba

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I – Diciembre, 1990

Yo estaba recién graduado en Comunicación Social, trabajaba en la Universidad de Los Andes y tenía frescas las ideas del socialismo que nos emocionaban cuando éramos universitarios. Me sentía ansioso por conocer la patria de Fidel y  ver de cerca la maravilla que podía ser el sistema socialista. La oportunidad me llegó con el Festival de Cine de La Habana. Una semana en la isla a un precio que mi escaso sueldo de recién graduado podría afrontar.

Así que, preñado de ilusiones, me enrumbé por ocho días al Festival de Cine, en un viaje financiado a pagar en dos años, con más intenciones de conocer de cerca La Habana que de encerrarme en los cines a ver películas.

Lo primero que me asombró al bajar del avión y subir al autobús que nos llevaría al hotel Vedado, fue la obscuridad en la que estaba sumida la ciudad. Eran cerca de las once de la noche, y  no podía creer que estuviera llegando a la capital de un país, con esas calles en tinieblas y solitarias.

El autobús hizo una primera parada en el hotel Deauvill para dejar al lote de venezolanos que se hospedaría allí. Entonces, recibí la segunda sorpresa del viaje: en una edificación en frente del hotel, amparadas por la obscuridad de la calle y tras unas columnas, se encontraban dos mujeres. Una era mayor, según pude distinguir y la otra bastante joven, vestida con una minifalda roja con lunares blancos, una blusa descotada y una cartera terciada al brazo.

No me pude contener y le comenté al amigo que iba en el asiento a mi lado:

-¿No que en Cuba no hay, prostitución? ¡Pues, esas son putas, aquí y en cualquier país del mundo!

En ese momento comencé a sentir que algo no encajaba con la visión que yo llevaba de La Habana y la realidad que se me estaba mostrando.

Al día siguiente, me levanté, me bañé con agua bien caliente y agarré calle sin ningunas ganas de ir al cine. Bajé a desayunar y me pareció que la comida tipo buffet estaba bastante aceptable y abundante. La servía una señora de unos cuarenta y  tantos años. Cuando me sirvió mi ración le dije “oye, pero que pichirre. ¿por qué me pone tan poquito?”

-¡Ay, mimí! -forma cariñosa que tienen los cubanos para llamar a la gente- si tú supieras lo que tengo que comer yo-. Dijo la señora y me pareció que se le aguaron los ojos. Ante lo cual, sonreí apenado, di media vuelta y me fui a la mesa. Ya empezaba a notar como una opresión extraña en el pecho.

Tomé mi desayuno y empecé a caminar por esas calles de La Habana, rumbo hacia el Malecón.

Las avenidas, aunque en buen estado, tenían muy poca circulación de carros y me llamaba la atención lo viejo de los modelos, los más nuevos eran los rusos, Lada. Entonces, me percaté que la ciudad toda era como si se hubiera detenido en el tiempo.

Las edificaciones más nuevas eran de los años sesenta, una arquitectura hermosa, pero bastante deteriorada.

De repente, tuve la sensación de que estaba realizando un viaje al pasado…

II – Cuando la realidad te golpea en la cara

La Habana, a pesar de la falta de mantenimiento que se podía apreciar en sus edificios y casas, tenía algo que me fascinaba. Una energía particular que me recargaba las baterías y me permitía, con apenas dos o tres horas de sueño por noche, recuperarme y salir a buscar cubanos que me mostraran una imagen más agradable de la ciudad que la que dan los marginales que pululan alrededor de los hoteles y lugares turísticos, y a impregnarme de ese mundo que me resultaba extraño y atrayente.

Al segundo día, caminando por Coppelia, el parque donde se encuentra la famosa heladería, donde los cubanos podían ir consumir con sus pesos solo el helado “Varadero”, ya que los demás estaban destinados para las divisas de los turistas, me encontré a unos amigos venezolanos que no daban crédito a la especie de hamburguesa que habían comprado y que no pudieron comerse. Era una cosa seca como paja y sin sabor. Días después, algunos cubanos me comentarían que la carne la rendían con cartón. La verdad no sé si es un mito urbano, pues no me interesó comprobarlo.

Dejé a mis amigos en el cine y seguí escudriñando la ciudad. Iba distraído, admirando la arquitectura que no me dejó de impactar durante los ocho días que estuve en la isla. Realmente, La Habana es hermosa.

Andaba deambulando por las calles de la capital cubana sin rumbo fijo cuando, de pronto, veo una hilera interminable de gente. Era la hora del almuerzo y, por curioso, comencé a recorrer la fila de atrás hacia adelante para averiguar qué me esperaría al inicio de esa cola. Luego de pasar unas cuantas caras lánguidas siguiendo el rastro de la fila, noté  que el río de gente se adentraba en un almacén que, en alguna época, debió ser una tienda por departamentos o algo así. La hilera continuaba a lo largo del establecimiento y yo no sabía si mirar a los que estaban en ella o la ropa y los zapatos mal hechos que vendían en el establecimiento.

Al llegar al comienzo de la cola los ojos se me iban a salir de las órbitas. Esa gente estaba allí para recibir, la verdad no llegué a preguntar si tenían que pagarlo, un plato mazacotudo de pasta que de sólo verlo revolvía el estómago.

Recordé a la señora del restaurante del hotel y, con unas terribles ganas de llorar, salí del sitio sin poder dejar de mirar los artículos que allí vendían. En viejos maniquíes y mesones se observaban pantalones con una bota más ancha que otra y de tallas inverosímiles, descomunales pantaletas, camisas mal cortadas con una manga más larga que la otra…

Días después, Fidel, un poeta a quien conocí en el teatro Mella, me indicaría que en las fábricas donde hacían la ropa, lo que importaba era la producción y no la calidad. Esto explicaba porqué, cuando un turista quería meter a un cubano al hotel (donde tenían prohibida la entrada, como en muchos otros sitios), generalmente, le buscaban ropa prestada. Una de las formas de reconocerlos era por la indumentaria y, la otra, por el acento.

Según me contó el poeta, los cubanos sólo podían disfrutar de los hoteles para turistas, cuando se casaban. Entonces les permitían pasar tres días de luna de miel allí. Eso sí, siempre y cuando no llegaran clientes del exterior y necesitaran las habitaciones. Si esto sucedía, tenían que abandonar el hotel, pues el turista tiene preferencia porque deja divisas.

A partir del tercer día, ya los recuerdos se me agolpan y no puedo distinguir exactamente que pasó primero y que después. Todo lo que iba viviendo era muy intenso y desconocido para mí. Sentía que las injusticias que estaba viendo me cargaban cada vez más y me indignaba que los cubanos fueran ciudadanos de quinta categoría en su propia tierra. Lo que sí tengo muy claro es que esos recuerdos más que en la memoria los llevo guardados en el alma…

III – Mi encuentro con la ley

A los pocos días de estar en La Habana, pude conocer de cerca lo que es la inteligencia del régimen al tener un desagradable encuentro con la ley.

Corría el tercer o cuarto día de estar en el Hotel Vedado, ya estaba harto de la comida. Todos los días lo mismo: cochino frito, pollo frito, no sé cuántas fritangas más y esas ensaladas a las que no les cabía más mayonesa. Pero, como los viajes a la isla sólo se pueden hacer con hotel y alimentación pre pagada, no tenía más alternativa. Además, el presupuesto para el viaje era corto, con un sueldo de recién graduado.

Uno de esos días me agarró la hora del almuerzo en el hotel Capri y me dije: “Pues yo me voy a arriesgar y voy a tratar de comer aquí para variar la comida”.

Así lo hice y !oh sorpresa! el menú era exactamente igual que el del Hotel Vedado. El mismo que en el Habana Libre y el mismo que en todos los hoteles. Decepcionado, me senté y almorcé.

No recuerdo bien si ese mismo día o el siguiente, en la noche, cuando  me encontraba en el bar del Habana Libre con unos amigos venezolanos, apareció un muchacho cubano que había conocido a uno de los participantes del festival que estaba conmigo y lo fue a buscar al bar, con la mala suerte para mí que, al momento de ir a agarrar a su amigo para sacarlo del bar, se arrepintió y halándome por un brazo me llevó al lobby del hotel donde lo aguardaban una chica -su supuesta novia-, junto a otro amigo.

Yo no entendía muy bien de qué iba la cosa, hasta que el cubano me dijo:

-Asere, yo conozco al amigo que está contigo en la mesa y lo que queremos es entrar a compartir con ustedes.

Hasta allí, aunque extraño, no me pareció nada fuera de lo normal y pensé que tal vez esos muchachos me podrían dar una visión diferente de la isla. Les dije que bueno, que vinieran conmigo al bar. Para entonces, yo no tenía ni idea que los cubanos no podían entrar a los hoteles de turistas, esa información la obtuve después, esa misma noche, de una manera poco amigable, al tener mi encuentro con agentes de la ley.

No habíamos dado más de cuatro pasos, cuando aparecieron, como por arte de magia, cerca de cinco policías vestidos de paisano. De verdad que en los días que tenía en la ciudad no me había percatado que los hoteles eran estrictamente vigilados por estos agentes.

Se me acercó un negro tan grande como King Kong, con ojos enrojecidos y con la actitud de un verdadero gorila. Tenía cara de pocos amigos. Me preguntó que quienes éramos y hacia dónde nos dirigíamos.

Le expliqué que íbamos a tomarnos unos tragos al bar y, entonces, nos solicitó las identificaciones.

Mostré mi credencial como participante del Festival de Cine, que resultó una especie de salvoconducto y me dijo que todo estaba bien, que yo podía ir de nuevo al bar, pero que los cubanos tenían que irse con él.

No sé de donde saqué coraje y le respondí que no, que ellos estaban conmigo y que yo iría a donde los llevaran a ellos. Me contestó que no había problema y nos llevó a una oficina del hotel. Más tarde me enteré que esas son las oficinas que la inteligencia cubana tiene sembradas en todos los hoteles de turistas.

El gorila brió la puerta y dejó que entraran los cubanos. Cuando fui a entrar yo, otro agente me detuvo y me dijo:

-Tú no. Tú si quieres los esperas aquí.

Me imagino que ellos pensaban que no los esperaría pero, para mi propio asombro, me quedé plantado allí, frente a la puerta cerrada como por quince o veinte minutos, tratando de percibir algo a través de la gruesa madera oscura.

De repente, se abrió la puerta y salieron todos, policías y retenidos de lo más sonreídos. El cubano que parecía ser el líder de los tres, me pasó un brazo por el cuello y, sonriendo, me pidió que fuéramos al bar.

Yo no podía creer lo que estaba viviendo. Entonces, el muchacho se me acercó y me dijo entre dientes para que los agentes no lo oyesen:

-Todo bien, el policía me recordó que tenemos prohibido entrar a los hoteles y me advirtió que me tengo que ir del bar cuando se vayan ustedes.

-Ok. Pero me tienes que contar lo que pasó allí adentro –dije también entre dientes.

Cuando ya estábamos solos les pedí que me contaran con detalle lo que había pasado en la oficina y me dijeron que todo estaba bien, que los habían hecho firmar una caución y que les habían ordenado que dejaran el hotel al salir nosotros y que si los volvían a ver por allí, se los llevarían presos.

-¿Y que decía la caución que firmaron? –Dije, sin salir de mi asombro.

“No sabemos” fue la respuesta. “No nos permitieron leerla”.

Sólo después del incidente, el amigo venezolano que conocía a los cubanos me contó que eran dos jineteros y una jinetera que había conocido la noche anterior en la calle, al salir de su hotel. Se le habían acercado para preguntarle qué le gustaba a él, los hombres o las mujeres, porque les llamaba la atención su correa y le conseguirían lo que él quisiera, a cambio de ella, incluso mariguana.

Este es el tipo de gente con la que uno tiene contacto primeramente al llegar a Cuba, jineteras, traficantes, personas que están a la espera de cualquiera que les pueda ofrecer una posibilidad de acceder a las cosas que no tienen acceso debido a las restricciones que les impone el régimen. Gente malviviente que se sostiene de la prostitución y el tráfico de drogas.

Yo no me resignaba a pensar y aceptar que todos los cubanos fueran así, que todos se presentaran simpáticos y amables para esperar la menor oportunidad para tratar de sacar provecho de uno, al punto de llegar a ofrecerle matrimonio a cualquiera que los ayudara a salir de la Isla.

¡Qué difícil es establecer contacto con el pueblo cubano!

Yo seguía, cual Diógenes, buscando al hombre. En pos de conocer al cubano trabajador y honesto, a ese ser humano desinteresado que estaba seguro iba a encontrar. No me resignaba a irme de La Habana con la imagen del cubano que busca aprovecharse de la buena voluntad de los turistas desprevenidos…

IV – “Aquí tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor”

A medida que transcurrían mis días en La Habana, la opresión que sentía en el pecho se iba haciendo más fuerte.

No podía comprender cómo los ciudadanos de un país podían ser tratados como seres de tercera categoría, mientras veían en sus narices el trato que les daban a los turistas. No me parecía justo y esto no se compadecía con la imagen de igualdad y equidad que me habían vendido. Nade de lo que veía tenía relación ni parecido con mi idea del socialismo y del pensamiento de izquierda.

Allí pude comprobar que en la Cuba de la igualdad, algunos son “más iguales que otros” y que a los cubanos les queda solo conformarse con las migajas que el régimen les quiera dar.

No podía creer que al entrar a las tiendas de turistas de los hoteles, podía encontrar cualquier cantidad de productos importados a los que los cubanos no tenían acceso, pues eran almacenes para turistas en los que solo se podía comprar con dólares y a donde los nacionales tenían prohibida la entrada. La divisa estadounidense estaba prohibida para los cubanos y su tenencia constituía un delito.

La única manera en que un cubano podía adquirir productos de los establecimientos de Intur era si, de forma ilegal, conseguía dólares y algún turista le hacia el favor de comprarlos para ellos. Fue así como un actor, protagonista de telenovelas de la televisión cubana, pudo cambiar los zapatos rotos con los que andaba desde hacía 2 años: pidiéndole a un amigo venezolano que se los comprara.

Sobrecogido por tanta injusticia decidí entrar a ver una película del festival para tratar de distraerme y olvidarme, aunque fuera por 2 horas,  de la dramática situación del pueblo cubano. Con esa intención, me metí en una larga cola para entrar al cine.

Mientras esperaba que la fila avanzara se me ocurrió comentar en voz alta que “hasta cuándo tendría que hacer colas en La Habana” y escuché una voz detrás de mí que me decía:

-Oye cariño, ¡aquí en Cuba tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor! -La voz era de una hermosa trigueña que, como tantos otros cubanos, no perdían oportunidad para expresar su descontento.

Entonces recordé que, días antes, una amiga venezolana me había contado su experiencia al ir con su novio cubano a una de esas habitaciones que les alquilan por horas a los residentes de la isla para hacer el amor.

-Son sitios horribles -comentaba mi amiga-. Después de hacer la cola para poder entrar, resulta que los cuartos son una pocilga. ¡No pudimos hacer nada! Al rato de estar adentro, comenzaron a tocarnos la puerta para que nos apuráramos porque había más parejas en la cola esperando para entrar a utilizar “la habitación”.

Con esas palabras y recuerdos agolpados en mi cabeza, me dispuse a entrar a ver la película “Hello Hemingway”, inspirada en la obra “El viejo y el mar” del autor estadounidense Ernest Hemingway.

Casi no recuerdo nada del film de Fernando Pérez pues, al encenderse la pantalla, comenzaron a presentar el corto documental “El Fanguito”, una película dirigida por Jorge Luis Sánchez, en la que se muestra desde dentro la indignante cotidianidad de un barrio marginal en Cuba, con su pobreza y  el drama de la escasez de alimentos y la falta de servicios públicos.

Como si no bastase con lo que veía a cada paso en la ciudad, me encuentré con ese documental en el que se me ratifican de una manera cruda las impresiones que había acumulado durante mi estancia en la caribeña isla.

Ahí si no pude más. Arranqué a llorar desde que vi las primeras imágenes y no pude parar hasta que se encendieron las luces de la sala. Me sentía un poco avergonzado con el amigo que estaba sentado a mi lado pero no tenía forma de controlar el llanto.

Con una cierta sensación de liberación después de tanto moquear, me fui al hotel a descansar un rato para ir en la noche al teatro Mella a un recital de boleros, donde, por fin, me esperaría una agradable sorpresa.

V – ¡Por fin, Cuba, más allá de traficantes y jineteras!

Después de la catarsis realizada por la función del melodrama de Fernando Pérez, ”Hello Hemingway” y, sobre todo, por  las crudas imágenes de “El Fanguito”, el corto documental de Jorge Luis Sánchez en el que, por primera vez, un creador se atrevía a mostrar la cruel realidad que viven las barriadas más pobres de Cuba, me fui al hotel a dormir un rato. Necesitaba cargar baterías para la noche que prometía ser larga.

Así lo hice. Dormí poco más de una hora, me levanté y me fui al teatro Mella a un recital de boleros con una cantante que me habían recomendado mucho, aunque ahora no recuerdo su nombre. Mis amigos me habían dicho que después del concierto nos reuniríamos en el café del teatro para conversar un rato.

Llegué y me encontré con la puerta del teatro cerrada y el café vacío por completo. Me quedé un rato parado mirando hacia adentro, pensando que tal vez estaban ya en la función y que alguien me abriría para poder entrar.

Pero nada. No se oía el más mínimo ruido. Convencido de que me había equivocado de teatro, ya estaba listo para regresar al hotel, cuando vi que una pareja se acercaba a la puerta y venía hacia donde yo estaba.

-¿Qué pasó asere? – me dijo el muchacho.

Le conté lo sucedido y él me informó que el recital lo habían hecho a las cinco de la tarde y que ya todo el mundo se había retirado.

Lamentando la confusión me disponía a irme cuando la muchacha me dijo que entrara  para que, por lo menos, conociera el teatro.

Pensé: “total, si ya los planes de la noche se me habían arruinado, pues conocería el Mella y luego me iría al malecón, donde indefectiblemente terminaban las jornadas y siempre se conseguía diversión durante las noches del festival.

Abrieron la puerta y se presentaron: Alejandro, se llamaba el muchacho y era el encargado del teatro. Ella se llamaba Verónica y lo estaba acompañando en su guardia.

Al entrar me sorprendió conseguir un grupo de cubanos adentro conversando. Hasta ese momento, había pensado que sólo estarían Alejandro y Verónica.

Los otros, al verme se miraron entre sí. Extrañados, inquirieron con la mirada a la pareja. Estos les explicaron mi situación y poco a poco todos nos fuimos relajando y dejando a un lado la mutua desconfianza que sentíamos inicialmente.

Así fue como conocí al escritor Ernesto Fidel, tal y como suena, nombre más revolucionario no podía tener. Al poeta Julio Vicioso, a Eugenio, que era administrador de algún teatro, si mal no recuerdo, a la actriz de teatro Verónica y a Alejandro, descendiente de familia acomodada, a la que la revolución le expropió sus propiedades y quien, en ese momento, era el encargado de cuidar el teatro Mella.

Esa fue una de las mejores noches que pasé en La Habana. El teatro, que cuenta con un aforo de cerca de 1500 butacas, era espectacular, con su gran escenario a la italiana y su moderno estilo arquitectónico.

Lo mejor de la noche fue que, por fin, pude tener contacto con el cubano llano, el ciudadano que vive su vida sin pretender que un turista le proporcione las cosas de las que se ve privado en su cotidianidad. El cubano que trabaja para su sustento sin estar esperando la oportunidad de aprovecharse del prójimo. Nada de jineteras y traficantes.

A medida que se fue rompiendo el hielo del primer contacto, comencé a relatarles a los muchachos mis vivencias en su ciudad. Mis decepciones con respecto al régimen y a la calidad de vida del pueblo cubano y la tristeza que me producía cada vez que yo tenía privilegios o preferencias como turista y era mejor tratado que los nacidos en esa tierra.

Pasamos la noche cantando, sacamos máscaras y vestuarios de los espectáculos que allí se habían producido y jugamos como niños. Ellos bebían del ron cubano, no del Havana Club, por supuesto. Ese está destinado a los turistas. Ellos tomaban del ron de menor calidad al que el gobierno les permitía acceder.

Cuando ya había descargado con ellos mi rabia y frustración, me dijeron:

-Es impresionante como en tan pocos días has podido captar lo esencial de la vida del pueblo cubano. Pero, aunque todo eso es así, también hay otra parte de la isla que nosotros te quisiéramos mostrar para que puedas completar tu visión de Cuba.

Fidel y Julio me comentaron que eran muy pocos los turistas que veían lo que realmente es La Habana pues el sistema no les permite que tengan contacto con la realidad más allá de lo que el régimen le quiere mostrar. “Tropi collage”, comentaron a coro y me prometieron que después me explicarían a qué se referían con esa expresión.

Todos tenían sus fuertes críticas al régimen e incluso llegaban a tener agrias discusiones cuando se enfrentaban quienes, dentro del grupo buscaban la forma de salir de la isla y los que sostenían que debían quedarse, dar la pelea y tratar de mejorar la situación. Por supuesto, también estaban quienes se ubicaban en un punto intermedio y trataban de conciliar las dos posiciones.

Con la finalidad de mostrarme un rostro más amable de la Cuba revolucionaria, Eugenio se ofreció a llevarme al día siguiente a conocer otras cosas de la ciudad y Fidel me invitó a cenar a su casa.

Salimos del teatro como a las 2 de la mañana, felices. No podíamos parar de hablar y comentar mi experiencia en Cuba. Nos fuimos caminando, cantando y conversando hasta el malecón donde, sentados a la orilla del mar, esperamos el espectáculo del hermoso amanecer habanero. Nos despedimos y Eugenio se comprometió a buscarme a las 10 de la mañana en el hotel para ir a visitar La Habana Vieja, declarada por la Unesco como Patrimonio Histórico de la Humanidad.

VI – La hermosa Habana Vieja

A la mañana siguiente de haber conocido a los muchachos del teatro Mella, mientras me bañaba, tomé la decisión de que no permitiría que las injusticias que veía por doquier en La Habana, me afectaran hasta el punto de casi amargarme el viaje. Total, nada podía yo hacer para remediar la situación y conocerlos a ellos me sembró una esperanza de que ese pueblo, algún día, conseguiría superar sus problemas y vivir en una mejor sociedad.

Estaba terminando de vestirme, cuando sonó el teléfono de la habitación para informarme que Eugenio me esperaba abajo. Tomé unos pesos cubanos que tenía en la habitación y no había utilizado pues todo había que pagarlo en divisas y fui a su encuentro para visitar La Habana Vieja y comprar algunos libros, que era el único artículo que un turista podía comprar con los pesos.

Cuando entré al lobby, me extrañó no encontrar a Eugenio en el salón, miré alrededor y lo conseguí afuera del hotel. Le molestaba bastante la incomodidad que significaba estar esperando dentro de un sitio donde sabía que no era bien visto. Así me lo hizo saber.

Recorrimos las hermosas calles de La Habana Vieja, con su arquitectura barroca y neoclásica. Visitamos la barroca Catedral de San Cristóbal que necesitaba una urgente restauración pero, según me dijo Eugenio, era muy costosa pues tenía serías fallas estructurales que se debían reparar y el gobierno no contaba con el dinero precisado para eso.

Fuimos al Capitolio que, irónicamente, recuerda al de Estados Unidos, la Plaza de Armas, contemplamos el faro de El Morro y visitamos la Bodeguita del Medio, donde entramos sólo para ver uno de los lugares preferidos de Hemingway, con sus paredes tapizadas de fotos autografiadas de personajes famosos de todo el mundo, que han tertuliado en el sitio. La visita fue sólo para curiosear y conocer, pues los precios eran prohibitivos para un joven turista con corto presupuesto para viajar.

Los pies me ardían de tanto andar, pero lo que estaba viendo bien valía el cansancio. Tenía la mirada llena con esa arquitectura colonial que lo devolvía a uno a siglos anteriores.

Comenzamos a visitar librerías y me puse frenético comprando libros. Los pesos que tenía se me agotaron y no me alcanzaron para todos los libros que tenía seleccionados. Comencé a apartar algunos para llevarme sólo los que más me interesaban. Eugenio me preguntó que por qué no los llevaba todos.

Le expliqué que los pesos no me alcanzaban y él, amablemente, se ofreció a dármelos. Pensé “primera vez que en este país, en lugar de pedirme, me ofrecen algo”. Apenado, le dije que bueno, que sería un préstamo y que al llegar al hotel, cambiaría dinero y le devolvería sus pesos, sesenta en total que me faltaban.

-No te preocupes, asere -me dijo-, esos te los regalo yo.

Por supuesto, no podía aceptarlo y así se lo hice saber. Le dije que si no me los cobraba no podía recibirlos pues, yo sabía que eso era cerca de la mitad de lo que él ganaba al mes.

-Para lo que me sirve el dinero -fue su respuesta-. Yo, dinero tengo; lo que no tengo es qué comprar con él. De lo que gano al mes, generalmente, me sobran pesos, pues las cosas que necesito no las puedo comprar con ellos.

Recordé haberme prometido a mi mismo que no me afectarían ese tipo de comentarios y llegamos al acuerdo de que le compraría en la tienda de Intur alguna cosa que necesitara y así le pagaría sus sesenta pesos.

Me pidió cassettes vírgenes para grabar música, una de las pasiones que tenía y que le costaba satisfacer pues los cassettes sólo los vendían en divisas, monedas que él no poseía.

Así quedamos y ya casi al final de la tarde, a eso de las cinco, me acompañó al hotel y nos despedimos hasta la noche, cuando nos veríamos en casa de Fidel Ernesto, donde nos reuniríamos para cenar junto con Julio, Alejandro y Verónica.

VII – Tropi collage

Lo primero que hice al llegar al hotel, después del recorrido por La Habana Vieja, fue entrar a la tienda de Intur a comprar los cassettes para los muchachos y el pote de mantequilla de maní más grande que encontré, pues uno de ellos me había dicho que siempre la había querido probar y me pareció una buena idea que la compartiéramos después de cenar.

Eugenio me buscó en el hotel y llegamos a casa de Fidel como a las ocho y media de la noche. Allí estaban ya Verónica, Julio y el anfitrión.

La casa era de los años 50, deteriorada por falta de mantenimiento, humilde pero limpia. Tenía unos muebles viejos con tapicería descolorida y un equipo de sonido portátil en la sala que le permitía a Fidel satisfacer su pasión por la música.

Minutos después de llegar,  los muchachos pusieron un cassette con música de Carlos Varela, explicándome que era un cantautor de la nueva trova que se estaba atreviendo a hacer música de protesta, con una profunda crítica al sistema cubano.

-¿Te acuerdas del “tropi collage” que te hablamos en el Mella?, me preguntó Fidel, y se dispuso a poner una canción con este título en la que se cuenta la historia de un turista que llega a La Habana, va a Varadero, al Tropicana, se hospeda en el Habana Libre y  se marcha de Cuba, creyendo que con ese recorrido ya conoció el país.

SE FUE EN HABANA AUTOS,

RUMBO HASTA VARADERO/ APANADO EN ARENA.

FUMÁNDOSE UN HABANO,

SE TIRÓ ALGUNAS FOTOS

RECOSTADO A UNA PALMA.

VOLVIÓ AL HABANA LIBRE

ALQUILÓ UN TOURIST TAXI/ PARA IR AL TROPICANA

DESPUÉS AL AEROPUERTO

Y ASÍ SE FUE CREYENDO

QUE CONOCIÓ LA HABANA.

ESE TIPO PAGÓ LA CUENTA

QUE LE ESTABAN SACANDO.

PERO EN LA POLAROID DE SU CABEZA LLEVA

TROPICOLLAGE, COLLAGE COLLAGE, TROPICOLLAGE…

Varela había comenzado a componer en 1978 y grabó su primer álbum “Jalisco Park”, en 1989. Sólo dos años antes de mi viaje a Cuba y, justamente, en el 90, el año en que visité la isla, se realizó la grabación de “Carlos Varela en Vivo”. Es ese el disco que me mostraron en casa de Fidel y que ya se estaba convirtiendo en objeto de culto para los cubanos que tenían serias diferencias con el régimen político de la Isla.

Escuchamos toda la grabación mientras ellos me explicaban cómo, por ejemplo, Guillermo Tell es una canción en la que se critica, con metáforas, la larga permanencia de una persona en el poder, haciendo alusión directa a Fidel.

En este tema, el hijo de Guillermo Tell ya ha crecido y  le dice a su padre que ya está cansado de ponerse la manzana en la cabeza para que demuestre su puntería. Ya llegó la hora de que el padre le ceda la ballesta a su descendiente y que le permita probar su valor, apuntando a la manzana que su progenitor deberá sostener en la cabeza.

Esa canción es un grito lanzado al gobierno para que dé paso a nuevas generaciones y les permita tomar las riendas de la vida del país.

“Memorias” es el título de una de las canciones del disco de Varela en la que un hombre rememora su vida en el régimen cubano, comparando como creció con Elpidio Valdez en lugar de Supeman y con un televisor ruso. Así dice:

”No tengo mucho más de lo que puedo hacer

y a pesar de todo lucho.

No tuve Santi Claus ni árbol de navidad,

pero nada me hizo extraño.

Y así pude vivir, teniendo que inventar

los juguetes una vez al año”.

Cuando escuché esta canción me percaté que era diciembre y por ningún lado de La Habana había algo que le recordara a uno que era época de navidad. Lo más aproximado a un adorno navideño que vi, fue un florerito de vidrio en el centro de una mesa en el restaurante del hotel con una flor plástica y un pequeño lazo hecho con cintas rojas y verdes, y atado con un cascabel dorado.

La velada en casa de Fidel fue muy tranquila y agradable. Comimos una ensalada de lechugas y huevos rellenos que era, sin duda, lo mejor que nos podía ofrecer el anfitrión, haciendo un hueco en su libreta de racionamiento.

Después de tantos días comiendo la misma comida en el hotel, de verdad que la cena en casa de Fidel me supo a gloria. Tal vez no fue la comida en sí, sino la compañía y la alegría que me producía estar con esta gente sencilla que estaba buscando cómo superar todos los obstáculos que la vida y el régimen socialista de Castro les presentaba.

Les robé un cassette de los que les llevaba de regalo y le pedí a Fidel que me grabara el disco de Carlos Varela. Esas canciones junto con el film El Fanguito, me permitían predecir que, mientras hubiera creadores que se atrevieran y gente como con la que compartí esa noche, no todo estaba perdido para los cubanos y que algún día su pesadilla terminaría.

Nos despedimos como a las tres y media de la madrugada. Yo debía descansar un rato pues ya estaban corriendo mis últimas horas en Cuba y al día siguiente iba para Varadero en la mañana temprano. En la tarde pasaría por la casa de Hemingway que la habían convertido en museo y permanecía exactamente igual a como estaba al momento de morir el escritor y, en la noche, al Tropicana. O sea que mi último  día en la isla prometía ser movido y emocionante.

VIII – Varadero, La Vigía, el Tropicana

Fin de viaje

En mi último día en Cuba tenía programado un viaje a las famosas playas de Varadero. Me paré tempranito y subí al autobús que nos habían asignado para que nos llevara al sitio.

El transporte era un pullman full equipo, con aire acondicionado y asientos reclinables. Nada que ver con las destartaladas “guaguas”, atestadas de gente que había visto transitar por La Habana y que constituían el medio de transporte público de los cubanos.

Junto a mí se sentó una chica de Caracas que iba comiendo un Tobblerone de los que no crecen más. Me impresionó ver la cara del moreno que fungía como guía turístico en el bus. Sus ojos parecían salirse de las órbitas viendo el chocolate de la chica. Esta se dio cuenta y, muy amablemente, le ofreció un trozo al muchacho.

En un principio, el guía intentó decirle que no, que a él no le gustaba el chocolate porque era muy dañino para la dentadura y producía caries, pero su salivación pudo más que su convicción y le aceptó un pedacito, comiéndolo con tanta ansiedad que de verdad no supe si lo disfrutó.

Ese era uno de los logros de la revolución: convencer a los cubanos de que sus carencias eran más bien beneficios, al punto de decir que el chocolate no lo consumían, no porque no tuvieran acceso a él, sino porque era perjudicial.

El paisaje del trayecto hacia Varadero era realmente hermoso pero nada comparado con la arena blanca y ese mar azul que nos recibió en el lugar. Verdaderamente, es una playa espectacular y entre palmeras pasamos el día tranquilo y con unos cuantos chapuzones en esas cálidas aguas.

Cerca de la hora del almuerzo, llegaron Fidel y Julio. Ellos me habían advertido que si podían se acercarían hasta Varadero, pero yo pensé que no lo harían.

Como a la una de la tarde, decidimos almorzar en el restaurante del complejo turístico. Un amigo venezolano y yo invitamos a Julio y a Fidel para que comieran con nosotros.

Al sentarnos a la mesa, se nos acercó el mesonero y mirando con cierto desdén a los cubanos nos preguntó qué deseábamos. Le explicamos que queríamos almorzar y, despectivamente, preguntó que si “ellos” también comerían. Yo notaba la incomodidad de los muchachos pero evité hacer ningún comentario.

-¿Ellos son cubanos? -preguntó, siempre dirigiéndose a mí, como si “ellos” no estuvieran allí. Le dije que sí, que si había algún problema.

-No, no hay ningún problema -comentó con una mueca que pretendía ser una sonrisa- Sólo que lo que ellos consuman tienen que pagarlo con divisas como lo de ustedes y no con pesos cubanos.

Me mordí la lengua para no explotar y le expliqué que ellos eran invitados nuestros y que pagaríamos nosotros.

Los cuatro pedimos lo mismo, pescado frito con ensalada y arroz. El mesonero se fue a hacer el pedido y nosotros buscamos, inmediatamente, un tema de qué conversar para no referirnos al mal rato que acabábamos de pasar.

Yo no podía creer lo que vi cuando llegaron con la comida. Traían los cuatro platos servidos y, cuando los distribuyeron, noté que el mesonero nos ponía los dos platos más abundantes al amigo venezolano y a mí. Mientras que los destinados a los cubanos eran casi la mitad de la ración. A ellos les pesaron el servicio, según supe después.

Otra vez me mordí la lengua, tomé mi plato y lo cambié por el de Fidel y el amigo cambió el suyo por el de Julio.

Miré al mesonero y con el tono más irónico que conseguí le dije: “No tenemos mucha hambre. Esta mañana comimos demasiado en el desayuno”. El tipo torció los ojos, les lanzó una mirada fulminante a los muchachos y torciendo la boca se retiró.

Una de las cosas que más rabia me daban en Cuba, además de las injusticias y limitaciones impuestas por el régimen, era la prepotencia y patanería de algunos empleados de menor rango en hoteles y restaurantes para con sus conciudadanos.

Se me parecían a esos policías rasos de barrio que se las tiran de guapos y apoyados y disfrutan haciendo sentir a sus semejantes como seres inferiores, presumiendo de un poder que en realidad no tienen.

Comimos y disfrutamos y ya pasadas las dos de la tarde me despedí de Fidel y Julio. Comenzamos el trayecto para ir al poblado de San Francisco de Paula, donde visitaríamos la finca La Vigía, el lugar de residencia en Cuba del escritor Ernest Hemingway y que había sido convertida en museo.

La casa, donde el escritor norteamericano escribió “El viejo y el mar” y donde terminó de escribir  “¿Por quién doblan las campanas?” era conservada tal y como la dejo el premio Nobel en su último viaje.

Curioseamos lo que permitían, pues sólo se podía observar desde afuera a través de puertas y ventanas, y regresamos a La Habana, a prepararnos para el Tropicana en la noche.

El cabaret resultó bastante decepcionante. Como todo en la isla, el espectáculo también estaba detenido en el tiempo. Buenos bailarines, con buena técnica y excelentes cantantes. Pero el vestuario, la escenografía, la iluminación y efectos eran bastante mediocres. Todo muy deteriorado, al punto de verse los rotos de las medias de malla de las bailarinas y los descocidos de los trajes. Todos parecían ser los utilizados 40 años antes.

El Tropicana no fue el mejor cierre para el viaje, con el agravante de que cuando intenté invitar a los amigos cubanos para que me acompañaran, me informaron que ellos no podían asistir al cabaret sino en los días en que estipulaba el gobierno. Los nacionales tenían días destinados para ir al espectáculo. De otra forma, se les hacía cuesta arriba disfrutar del show y, en caso de que los dejaran entrar conmigo, pues tendrían que cancelar la entrada en dólares.

Esa noche me fui a dormir con un amargo sabor en la boca. No podía conciliar el sueño. Repasaba una y otra vez todo lo que había vivido en esos ocho días en Cuba. Las imágenes venían a mi mente como en una película. Me preguntaba si algún día regresaría a La Habana y si podría mantener la amistad con los muchachos que me enseñaron la otra vida de la isla. Con estas cavilaciones, el cansancio me venció y me dormí. Al día siguiente debía emprender el viaje de regreso a Venezuela.

Simpatía por Kiko Mendive

spkk

Nunca me gustó Kiko Mendive. Mejor dicho, nunca me gustaron los personajes que interpretaba en la Rochela. Me parecía deprimente la forma cómo terminaba siendo una caricatura de sí mismo. Un fracasado que terminó haciendo burla de su fracaso y desventura. Al menos, así me parecía en los años de adolescencia cuando los lunes, más por hábito que por gusto, terminaba sintonizando el programa cómico más viejo de la televisión venezolana. Por ese entonces no había cable ni mucho de dónde escoger, aunque ahora no es que la televisión ofrezca muchas opciones.

Con los personajes de Kiko, y de otros tantos actores de La Rochela, me pasaba lo que me pasa hoy día cuando por e-mail, Twitter o Facebook me encuentro con fotos de personas desdentadas, o exageradamente gordas o excesivamente feas, amaneradas, bizcas, con culos estrambóticos y celulíticos, viejas con hilos dentales… encuentro que son de un humor cruel, que se burla de los defectos físicos -o intelectuales- de las personas, una especie de bullying, y la repulsa ante eso es algo más fuerte en mí, que la hilaridad que en la mayoría de las personas pueden producir esas imágenes o esos sketches «cómicos».

En cuanto a Kiko Mendive, cuando veía sus interpretaciones de personajes que parecían ser la burla del actor, ataviado con esos leotardos ajustados que ponían en relieve sus escuálidas y enclenques piernas, recalcadas por chaquetones 4 tallas más grandes de lo que su esmirriado y flacuchento cuerpo debía usar, no podía evitar sentir cierta compasión y pena ajena. Se me hacía imposible creer que ese «fracaso» en la pantalla pudiera provocarle hilaridad a alguien y que el artista pudiese haber tenido una promisoria y exitosa carrera en México, en sus años mozos, como decían los entendidos en la materia y que para mí terminaba siendo nada más que una leyenda urbana más de la farándula criolla.

Así veía a Kiko y veía a muchos otros actores más del programa cómico de los lunes a las ocho de la noche. Para mí La Rochela era como el purgatorio de los actores. Siempre me dio la impresión de que allí iban a parar los actores de poco talento, resentidos, buscadores de fama y popularidad «cueste lo que cueste», o de talentosos pero desafortunados humoristas que se resignaban a hacer comicidad en el show a la espera de que les llegara su verdadera oportunidad de demostrar el talento y el valor de su arte.

Esta impresión adolescente pareció confirmarse cuando en unas jornadas de producción de una campaña de propaganda gubernamental, me tocó grabar por varios días en RCTV testimoniales de artistas de la planta y, en el corre-corre de las grabaciones, me pareció que, mientras actores dramáticos de trayectoria contaban con camerinos con sus nombres en las puertas en letras doradas, los actores de La Rochela compartían unos camerinos comunitarios distribuidos a lo largo de estrechos pasillos. Tuve entonces la sensación de que mientras la sección de «Arte Dramático» de RCTV era una especie de «el este», la de “Comicidad” se correspondía con «el oeste» de la ciudad.

A ese «oeste», especie de purgatorio -según mi prejuiciada visión-, iban a parar algunos actores a la espera de terminar con sus huesos en el cielo del estrellato o en el infierno del estrellado.

Hoy, muchos años después, cuando mucho tiempo ha pasado desde que La Rochela salió del aire, el destino de sus comediantes parece dar la razón a esa lejana impresión. Da la casualidad de que los actores cuyos spkk2sketches me gustaron siempre, quienes creaban o para quienes los libretistas creaban personajes originales,  siguen brillando en sus carreras aunque ya no estén en pantalla. Otros, pasaron al infierno de las sombras o al otro, tal vez peor, de ser bufones de corte de «poderosos» de medio pelo.

En todo esto pensaba echado en el colchón de mi cama, tirado en medio de la sala del apartamento,  donde tuve que instalarme provisionalment – hasta que lograra desalojar a un indeseable y escurridizo roedor que se adueñó de mi cuarto-, mientras leía “Simpatía por King Kong” (Planeta, 2013), la más reciente novela que nos regalara la diestra y entretenida pluma de Ibsen Martínez.

Era tarde pelabolas de domingo. Esos domingos de tedio rutinario en los que la inseguridad y la carestía de la vida nos han obligado a sobrepasar en casa leyendo, viendo televisión o en internet.  La quincena estaba a punto de terminar y lo que (no) me había sobrado de dinero lo había invertido en un par de libros entre los que se encontraba la novela de Ibsen.

Mientras el roedor hacía estragos en mi habitación, yo, echado entre almohadas y cojines en medio de la sala, empezaba a devorar “Simpatía por King Kong”, una historia circular que termina al tiempo que nos invita a volver a empezar. Mientras,  nos lleva por La Habana de los cuarenta, por los inicios de la época de oro del cine mexicano con la película Distinto Amanecer (1943) como leiv motiv,  y por la convulsa Venezuela contemporánea de los años de la segunda presidencia de Carlos Andrés.

Leí SPKK de un tirón. La historia del pobre músico cubano que llega a alcanzar la gloria en México y a ser el descubridor de Pérez Prado logra atraparlo a uno de tal manera desde el primer capítulo –el cual les dejo aquí desde El Malpensante, Simpatía por King Kong– que es difícil soltarla y, como es una novela corta, uno siente que no vale la pena parar hasta terminar de recorrer las trabajadas, entretenidas, ilustradas y amenas líneas de Ibsen.

En esa cíclica historia, Ibsen Martínez lo lleva a uno a través de los diferentes períodos históricos y diversos países narrados sin apenas notar los cambios de tiempo y escenario. Solo lo saca a uno de la trama cuando en cierta especie de distanciamiento,  el escritor nos recuerda que la historia está siendo escrita por el narrador que pasa a ser el personaje conductor de la historia, quien nos echa todos los cuentos involucrados en la novela.

Confieso que esas acotaciones, “distanciamientos”, llegaron a molestarme porque me devolvían de un jalón a la realidad, justo en los instantes cuando estaba más ensimismado con la historia de la novela. Pero esa “molestia” en ningún momento llegó a ser tal que me impidiese volver inmediatamente a mi historia o provocase dejar de leer. Ibsen Martínez parece ingeniárselas para hacernos ir y venir a su antojo de la trama, manteniéndonos pegados a las hojas del libro.

No sé qué tanta parte de ficción y realidad haya en las anécdotas que de Kiko Mendive cuenta SPKK. En principio, el autor se encarga de dejar claro que lo narrado es producto de su imaginación desde el mismo instante en que sitúa la muerte del cómico, actor, cantante, bailarín y coreógrafo cubano en el marco y como consecuencia de heridas de bala sufridas durante los terribles saqueos acontecidos en 1999, a los pocos días de la coronación de CAP, cuando en realidad Mendive murió de una enfermedad, si mal no recuerdo, respiratoria, en el 2000.

La licencia que se toma el autor con el acontecimiento de la muerte del artista, le permite, a la vez de darle un giro interesante a  una muerte anodina, ubicarlo en esa etapa política venezolana que nos impactará a todos hasta el sol de hoy. A partir de allí, nos lleva por los entresijos y recovecos de la historia de un ser perseguido por el fracaso y el infortunio. Un personaje al que, luego de la historia de Ibsen, lo veo con cierta simpatía y nostalgia. Viene a ser Kiko como un precursor de los frikis que en la actualidad pululan por las pantallas de los medios televisivos. Tal vez con los años, el temor al fracaso pierde fuerza pues se llega a comprender que hay diferentes formas de triunfar y de fracasar en la vida y que todo tiene mucho que ver con las decisiones que en determinados momentos se tomen.

Simpatía por el “gorila”

Cuando empecé a leer la descripción de lo sucedido en Caracas durante los saqueos, no pude evitar relacionar el título “Simpatía por King Kong”, que en principio parece una paráfrasis de la canción de Losspkk1 Rolling Stones “Simpatía por el diablo”, con aquellos discursos de la época que hablaban como con cierta admiración y un halo de premonición del “ruido de sables”, de la supuesta  inconformidad existente para entonces en los cuarteles de la que hablaban algunos políticos, periodistas y articulistas, no sin cierta actitud de quien predice al tiempo que, con temor, desea que pasen las cosas. Una cierta simpatía de la época por un tipo de autoritarismo gorila, kingkongniano, que posiblemente hayan sido las aguas que trajeron estos lodos. No sé si mi sensación es personal o si la utilización del gorila cinematográfico en el título de la novela haya sido un recurso adrede de Ibsen para ilustrar  esa especie de simpatía de la época  por algún tipo de gorilismo político.

Lo cierto es que, al filo de la media noche de ese domingo que, de rutinario, viró a absolutamente entretenido con la versátil y profusa prosa de Ibsen, cerré, una vez terminada, la novela.

El sueño no lo logré conciliar hasta muy tarde, ya casi al amanecer. Las imágenes de SPKK daban vueltas en mi cabeza y se mezclaban con mis impresiones adolescentes sobre los artistas de la rochela. Los saqueos acudían en lote. Kiko Mendive se me aparecía con sus leotardos y chaquetones con un inmenso radio portátil al hombro. Lo veía herido, aunque sabía que eso era producto de la imaginación del autor.

El ruido de la rata en mi habitación masticando las rejillas del aire acondicionado donde había anidado, me hacía pensar que no era casual esa invasión.  La alimaña se volvió una metáfora hecha carne que habla de un país tomado, sitiado por alimañas que desde los tiempos de los saqueos, esos hechos contados por Ibsen, esperaban, en las sombras, la oportunidad para hacerse con el preciado botín que es Venezuela. El traqueteo del plástico entre los dientes de la rata me hizo pensar en el disfrute que esta plaga siente al devorarse las riquezas nacionales a sus anchas.

Como en “Casa tomada” de Cortázar, entre sueños,  me sentí arrinconado en mi propio apartamento, expulsado por la peste del roedor. Kiko se me aparecía con sus crías de canarios, queriendo tomar clases de música después de viejo para tratar de superar su sino. La animadversión que sentía por el personaje rochelero mutó en compasión y simpatía gracias al rescate que de él hace Ibsen Martínez en su novela.

Exhausto, más mental que físicamente, escuché una vez más el ruido de los dientes de la rata devorando el plástico del aire acondicionado y encajando sus dientes en los cebos envenenados que le había servido con miel y tomate como escuché que les gusta.  Pensé: “Esa alimaña tiene sus días contados. Los otros, los que se apoderaron del país, espero que también”. Y caí vencido por el sueño…

¿Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla?

Imagen tomada del blog "Sucede Ahora por Angélica Mora"

Imagen tomada del blog «Sucede Ahora por Angélica Mora»

-¿Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla?

-¡Sííííí!

-¡Sííííí! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Tiene cáncer!

-¡Tiene cáncer!, No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡A Bocaranda le dijeron que tiene un absceso pélvico!

– ¡A Bocaranda le dijeron que tiene un absceso pélvico! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡A Marquina le dijeron que convulsionó y vomitó y por eso se lo llevaron de emergencia a Cuba!

-¡A Marquina le dijeron que convulsionó y vomitó y por eso se lo llevaron de emergencia a Cuba! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡El cura palmar dijo que se murió y lo tienen esperando a la fecha oportuna para decirlo!

-¡El cura palmar dijo que se murió y lo tienen esperando a la fecha oportuna para decirlo! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Que viene con todos los hierros a la toma de posesión: Muletas, silla de ruedas, bastón y andadera!

-¡Que viene con todos los hierros a la toma de posesión: Muletas, silla de ruedas, bastón y andadera! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Villegas dice que lo operaron y que está muy bien, recuperándose!

-¡Villegas dice que lo operaron y que está muy bien, recuperándose! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Maduro dice que la operación fue muy larga y delicada pero oremos por su pronta recuperación y que los malditos escuálidos dejen el odio!

-¡Maduro dice que la operación fue muy larga y delicada pero oremos por su pronta recuperación y que los malditos escuálidos dejen el odio! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Habló y criticó a los que majunches que votaron por la oposición!

-¡Habló y criticó a los que majunches que votaron por la oposición! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡MuertoQueHabla tiene cables tornillos, tubos, clavos… Solo le falta centrifugar y listo, es una lavadora!

-¡MuertoQueHabla tiene cables tornillos, tubos, clavos… Solo le falta centrifugar y listo, es una lavadora! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Berenice dice que los familiares siguen pidiéndole a Dios que él acepte que está enfermo, porque “los paleros le aseguraron que está curado y él se lo cree”!

-¡Berenice dice que los familiares siguen pidiéndole a Dios que él acepte que está enfermo, porque “los paleros le aseguraron que está curado y él se lo cree”! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Diosdado dijo que la toma de posesión de MuertoQueHabla puede retrasarse por el reposo!

-¡Diosdado dijo que la toma de posesión de MuertoQueHabla puede retrasarse por el reposo! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Nilcia dice que lo vio rozagante en una foto!

-¡Nilcia dice que lo vio rozagante en una foto! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Arreaza dice que está bien, dando órdenes y gobernando desde su reposo!

-¡Arreaza dice que está bien, dando órdenes y gobernando desde su reposo! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

-¡Marquina y Palmar dijeron que se filtró del Cimeq que está intubado y le queda poco tiempo de vida!

-¡Marquina y Palmar dijeron que se filtró del Cimeq que está intubado y le queda poco tiempo de vida! No, que si Quieren que les cuente el cuento de MuertoQueHabla.

Y así ha pasado año y medio. Desde junio de 2011 con la bendita historia interminable de MuertoQueHabla. Ya a mí me está entrando esa extraña sensación en la boca del estómago que me sucedía a los 15 minutos de estar con el desgraciado cuento del gallo pelón. A ratos me provoca mandar a Twitter a la mierda, no volver a abrir el Facebook, ni de vainas acercarme por Globovisión y mucho menos por VTV.

La úlcera me va dejando un sabor metálico en la boca cada vez que veo algo del inacabable  cuento o lo escucho por radio. A lo que mientan las palabras “Cáncer de MuertoQueHabla”  corro despavorido. Solo quiero escuchar música en la radio y ver “Aquí no hay quien viva” o “Corazón corazón” en televisión de España para no toparme con la historia sinfín.

A todas estas, después de año y medio, lo único que hay es: “dicen que”, “se filtró que”, “se supo de buena fuente que”. Nadie ha visto un informe médico, nadie ha visto ni siquiera una piche radiografía, no se sabe a ciencia cierta ni siquiera quiénes y de dónde son los médicos tratantes y mucho menos qué cáncer es, si es ciertamente un cáncer, si el fulano absceso pélvico originario era evidencia del bendito cáncer o solo una espinilla, un furúnculo.

Ni pensar en tener esperanzas de que el equipo médico tratante, o al menos uno de ellos, una enfermera, un camillero aunque sea, dé una declaración de prensa en la que explique de qué enfermedad se trata, qué le han sacado o metido cada vez que supuestamente lo intervienen, cuáles son las expectativas de vida. Nada. Solo dimes y diretes, runrunes y lamentaciones.

Ya el país tiene un buen tiempo sin Presidente, con lo cual hemos podido darnos cuenta de que no hace mucha falta que alguien ejerza ese cargo pues, la vida nacional no se ha parado. Venezuela no ha mejorado; pero tampoco ha empeorado con la ausencia. Simplemente sigue, tan mal como venía, pero sigue.

El problema es que una Nación necesita a un responsable, aunque sea para que firme los cheques, dé el mensaje de año nuevo, lo represente de cumbre en cumbre. No me imagino lo que son esas reuniones de los mandatarios del mundo sin las mamarrachadas del camarada venezolano. Eso debe parecer un velorio.

En esa historia interminable de MuertoQueHabla cayó el país entero. Unos se lamentan, lloran, oran, se jalan los pelos, piden a Dios, ruegan a los santos y a las vírgenes –esos que poco tiempo atrás eran acribillados y descabezados a piedra y palo por los supuestos socialistas ateos- a ellos piden por la vida y sanación de MuertoQueHabla. El problema es que no pueden rezar correctamente porque no saben si tienen que pedir la cura de un cáncer o de un uñero.

Hasta la gente de oposición, esa misma gente a la que cada nada le ofrecían que los iban a pulverizar, a borrar de la faz de la tierra, a freír sus cabezas, a volverlos polvo cósmico.  La gente a la que constantemente amenazaban con la revolución pacífica pero armada, con tanques, sukhois, AKs, esa gente de la que no quedaría ni para el recuerdo, aparecen con caras compungidas pidiendo por la pronta sanación y rápido aaaweilregreso de MuertoQueHabla. Se ponen la mano en el pecho, ponen carita de becerrito degollado y piden por la salud del verdugo. Se compadecen de quien nunca mostró la más mínima compasión por Franklin Brito, por Afiuni, por Simonovis.

Algunos de lado y lado incluso claman por «respeto» por MuertoQueHabla  y su enfermedad, se molestan si uno hace bromas al respecto, sin terminar de entender que respeto debemos exigir nosotros como ciudadanos y seriedad deberían tener tanto el paciente como sus segundones a la hora de darnos información acerca de su estado de salud. Informar oportuna, veraz y eficientemente, y no este show mediático, dosificado por capítulos, en los que, no solo no se informa; se desinforma y manipula a la población con datos sin importancia, que al analizarlos se descubre que, no dicen nada.

En la Asamblea, de manera unánime, acólitos y opositores, votan para que MuertoQueHabla se vaya tranquilo a operarse, que se tome todo el tiempo de reposo necesario para su recuperación, sin siquiera exigir un informe médico, un certificado, aunque sea una foto, que evidencie que lo que están votando es verdad.

Yo me pregunto ¿En qué trabajo le permiten a una persona que llegue un día y diga: “Estoy enfermo. Me tienen que operar y necesito un permiso indefinido. Me voy mañana. Volveré cuando pueda. Me siguen pagando el sueldo, me guardan el puesto y ni se les ocurra poner a alguien en mi cargo. Si algo sale mal, ponen en mi lugar a Perico de los Palotes”.

¡Ajá, y ya está que le creyeron y se lo calaron!

Pues no, mijito. Te vas al Seguro Social, te haces los exámenes pertinentes, me traes los certificados médicos y los informes firmados y sellados. Originales y copia y ya estudiaremos tu caso para ver qué se decide. Y una vez que regreses me traes otro informe con los resultados del tratamiento.

Pero en Venezuela no. Nosotros, unos por lástima, otros por miedo a que los cataloguen de insensibles, otros porque están acostumbrados a que este país es del más vivo, del más bravo, del  más arrecho y del que hace las cosas porque puede y le da la gana, se meten la lengua en el bolsillo y permiten el abuso. ¡Si hasta se ofenden si uno duda de la enfermedad o se burla! Como si tuvieran alguna certeza de verdad de la misma, más allá de que “el primo, de la tía del hermano de la cuñada de un señor que compra el ron Havanna Club en una tienda donde trabaja la hermana, del cuñado de la que limpia en el Cimeq, cuyo nombre siempre se reservan para preservar su seguridad, dijo…”.

#VayaPalaMierda

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Yo no estoy triste

 

Foto de Eliana Balestrini

Foto de Eliana Balestrini

¨Yo no estoy triste. Estoy decepcionado, defraudado, arrecho, pero no triste¨. Esto es lo que les respondí a algunos amigos, cuando me preguntaron si estaba muy triste con los resultados de las elecciones en el Zulia. Así que si lo que usted quiere leer es sobre la Venezuela bella y su pueblo heroico, de su “bravo pueblo que el yugo lanzó”, la “victoria de la democracia” o algo parecido que le devuelva un poco la esperanza; le recomiendo que pare aquí y vaya a buscar el horóscopo del iluminado o de Adriana Azzis.

Hace más o menos 3 meses, les comentaba a mis amigos que si Pablo Pérez no se ponía las pilas y se empezaba a trabajar como es debido, perdería los comicios. Algunos se molestaron conmigo porque decían que eso no podía ser. Yo insistía, perderemos. Así que para mí, en realidad, no fue ninguna sorpresa. Como no lo fue la derrota de Lester en Mérida y sí lo fue la de Pérez Vivas en Táchira, a apenas poco más de un mes de haberse obtenido en ese estado las más altas votaciones del país contra Chávez.

No me sorprendieron los resultados porque siempre he pensado que el liderazgo opositor ha estado completamente desconectado de la realidad del país. Para ellos, hacer política se ha limitado a ir a Globovisión a pegar cuatro gritos y a hacer publicidad y pegar afiches, sin hacer el trabajo de bases que desde hace mucho está pidiendo el país.

Capriles, con sus visitas casa a casa durante la campaña presidencial, demostró que ese es el camino para reconquistar el favor del electorado; sin embargo, la dirigencia política hizo caso omiso de ese mensaje y ahora está recogiendo lo sembrado. Nadie quiere embarrarse los zapatos y salir a los barrios y pueblos a conectarse con la gente y estas derrotas son la consecuencia.

Mientras los políticos no se aparten de Globovisión, que por otro lado le hace tanto daño al país como VTV -Ambos son las dos caras de una moneda, con sus manipulaciones de la información y la emisión de medias verdades y mentiras completas-. Mientras sigamos haciendo lo mismo y no se escuche lo que la gente está diciendo de una u otra forma, el mensaje que nos está dando, seguiremos obteniendo los mismos resultados. ¿Qué más se podría esperar?

La unidad alcanzada por la Mesa de la Unidad me parece un importantísimo logro pero se quedó en un pacto de partidos sin llegar a concretarse en un movimiento de acción política que llevara su mensaje de unión y de proyecto político y de país a las masas populares. Si no se proponen bajar a la calle, llegar a las zonas rurales y subir a los barrios, terminarán convertidos en un parapeto de negociación y en un elefante blanco.

Mientras tanto, del lado del gobierno, demostraron una vez más conocer al dedillo de qué pata cojea nuestro pueblo y es que en estos 14 años han captado perfectamente que todo tiene un precio y que algunos se venden por un exprimidor de jugos, otros por una nevera, algunos por una misión, otros por una vivienda, unos pocos por una buena tajada en adjudicaciones de contratos y pagos de comisiones; y ha echado mano de eso para conquistar al elector.

De allí que las tiendas de electrodomésticos no se daban abasto los días antes de la elección, durante la campaña y el mismo día del evento para satisfacer la demanda de quienes llegaban, con cheques de Pdvsa en blanco, para comprar hasta el último bombillito en existencia para pagar votos. O aquellos que llegaban con fajas de billetes en efectivo destinados al mismo fin.

Son 14 años de un proceso en el que han hecho creer a la gente que a lo más a que pueden aspirar en esta vida es a una misión de 400 bolívares, un mercadillo o feria de comida montado a trancas y mochas en la calle para venderles los productos de la cesta básica y ya. Como pueblo, parece que no merecemos más que eso. Que nos consuelen con dádivas, nos traten como cualquier cosa menos como ciudadanos y, encima les agradezcamos el gesto. Tan agradecidos nos mostramos que votamos por ellos para que la humillación continúe.

Es irónico que un gobierno que se jacta de tomar en cuenta por primera vez a los pobres, los trata como a animales que se amaestran con premios, medran su dignidad, los humillan haciéndolos creer que no merecen más que las migajas que “por primera vez reciben”, les repiten hasta el cansancio que los quieren y, quererlos, es hacerlos pasar humillaciones en una cola para recibir lo que les dan como limosna. Los han convertido en pedigüeños. Y encima de todo, el pueblo va con la cabeza agachada y como agradecimiento por “haber sido tomados en cuenta” vota por ellos.

Cuando Chávez les ha hablado a los pobres y les dice “Es que a ustedes les decían zarrapastrosos, niches, bajo perraje, malandros” y les da a entender que él los quiere, en el fondo, lo que está es tratándolos como zarrapastrosos, niches, bajo perraje, malandros, a los que sabe que puede comprar con una limosna, con una lavadora… Eso no parecen verlo quienes se sienten queridos por el líder. No comprenden que si en verdad los quisiera no los utilizaría para poner a pueblo contra pueblo y hace mucho tiempo les hubiese mejorado, de manera efectiva, sus condiciones de vida. Los ha mantenido igual de pobres que siempre, los ha humillado, ha pisoteado su dignidad y ellos se lo agradecen con votos. Es lamentable que un ser humano tenga en tan poca estima su valía pero es aborrecible que seres humanos con poder y más formación, se aproveche de la minusvalía intelectual y afectiva para manipularlos y utilizarlos. Manipulación que llegó al límite extremo en estas últimas campañas con la utilización de la supuesta enfermedad mortal del mandatario con fines de proselitismo político para captar votos.

Pero, de otro lado está ese medio país al que no parece importarle nada. Los que no oyen, no sienten, no ven. Ese tolete de venezolanos que viven en el temor de la violencia acrecentada, que no puede salir tranquilo a la calle porque sabe que puede haber una bala sin nombre en el aire que se consiga con él, que no consigue los productos básicos para sus alimentación y aseo, que padece los pésimos servicios públicos administrados por el gobierno pero son incapaces de moverse. Se quejan en cada esquina, pero prefieren irse a un centro comercial un día de elecciones antes que acudir a votar.

Un inmenso grupo de venezolanos que comentan acerca de cómo desde las cárceles los pranes dirigen y disponen de nuestras vidas; sobre cómo el narcotráfico se ha ido apoderando de la cotidianidad del país; de cómo en cualquier esquina un motorizado, revolver en mano, te puede arrebatar lo que llevas, o un militar envalentonado puede hacer lo que le da la gana. Hablan de los bingos clandestinos que pululan por la ciudad a la vista de todos y regentados por guardias nacionales, de las mafias de los buhoneros, de los carretilleros de los mercados que amenazan hasta a gobernantes. Uno los escucha, ve la expresión en sus caras y no logra descifrar si es de repudio, sorna, admiración o temor, lo que manifiestan, pero igual se quedan apoltronados y son incapaces de hacer el menor esfuerzo para cambiar la situación como podría ser votar.

Y en este panorama de país, vemos, por un lado, a un sector de la oposición que ha descubierto que ser oposición en este país es tan buen negocio como ser gobierno, lo aprovechan y le sacan dividendos incluso hasta a la pelea por los presos políticos. Y, de otro lado, a la gente que uno creía consciente e inteligente que siguen apoyando al comandante, trabajan en sus campañas y en las de sus candidatos, participan de ¨la hora loca¨ de la repartición de limosna compra conciencia, se hacen cómplices de lo que está sucediendo con la excusa de que los gobiernos de antes lo hacían igual y ¨lo que es igual no es trampa¨.

Al ver los resultados del 16 de diciembre, lo primero que pensé fue que, efectivamente, hemos sido víctimas de un fraude. Pero este no fue un fraude electoral, fue un fraude histórico. Nos hicieron creer que somos un ¨bravo pueblo¨, un pueblo de luchadores. Que llevamos sangre de libertadores en nuestras venas. Que la herencia de Bolívar está repartida en todos los venezolanos.

¡Falso! El orgullo venezolano resultó no ser más que un mito. El pueblo de libertadores no es más que una falacia. El país aguerrido y luchador, una entelequia. “El bravo pueblo que al yugo lanzó”, una quimera, una canción de cuna.

Estos 14 años nos han demostrado que somos comprables, sobornables, manipulables. Chávez nos ha convertido en un pueblo enfermo, con la autoestima por el subsótano 10. Los ciudadanos venezolanos devenimos en una especie de pueblo cubano, atenido, vividor, chulo, malviviente, indolente e indiferente al que no le importa que nuestros destinos estén siendo controlados por los pranes desde las cárceles y penetrado por el narcotráfico mientras le monten una feria de comida en donde le vendan un kilo de azúcar y un pote de leche. Gente a la que le compran su conciencia; con tres lochas, a unos; con una nevera, a otros, o con cuantiosos y corrompidos contratos, a otros. Un país cuya dignidad se la han pasado olímpicamente por las bolas quienes lograron, con la ayuda de los Castro de Cuba, conseguir nuestros puntos débiles.

La semilla de la mala yerba sembrada en la Cuarta República dio sus frutos en la Quinta y el tiempo de cosecha empezó hace 14 años. Ahora los modelos a seguir son los del vivo y el abusador, so pena de pasar por pendejos si hacemos lo que se debe hacer.

Terminamos siendo, como los cubanos, un pueblo que se queja por las esquinas y rincones, que arrastra sus penas como cadenas completamente impotente, a la espera de que venga la muerte y nos resuelva el problema. Tal y como Cuba, donde llevan más de 50 años esperando que el ¨enfermo¨ Fidel se muera.

Ya no es cuestión de si Chávez vive o muere. Eso viene a ser los de menos porque nuestro problema, la enfermedad del país, no se resuelve con un cambio de gobernantes. Estamos mortalmente enfermos y da lo mismo que sea Chávez, no importa si hay o no chavismo sin Chávez, el tratamiento que amerita este país enfermo va mucho más allá de la supervivencia física del comandante o de su movimiento.

Tal vez haya que empezar por abandonar los platós de televisión e irse a los pueblos y barrios a hacer trabajo de base, de educación. Olvidarnos de Globovisión y de VTV -que hacen el mismo daño a la mente del ciudadano- y embarrarse los pies para llegar a la gente. Ese podría ser el inicio de la terapia curativa. Ahí están los resultados de los dos últimos procesos electorales, 6 años más de presidencia y 4 de gobernaciones para continuar agrietando la ya disminuida autoestima del venezolano y haciéndolo más dependiente e impotente. El 16 de diciembre pasó lo de siempre, pretendimos obtener resultados diferentes haciendo lo mismo. Y nos lo cobraron.

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Cuba nos mandó un muerto que habla

 

 

Captura de pantalla de Ustream Alba TV

Captura de pantalla de Ustream Alba TV

Yo lo veo así:

Ya Giordanni anticipó hace poco que lo que viene no es fácil. Que regalado se acabó. Que hay que devaluar y aumentar la gasolina con todas las consecuencias que eso trae y otras tantas medidas «empaquetadas» e impopulares más que no podrán seguir aplazando por mucho tiempo.

Entonces, Chávez se va a Cuba, aprovecha de darse unos re-potenciadores baños en la cámara hiperbárica de Fidel (que bien podría haberse dado aquí en una de las tantas máquinas compradas para tal fin), descansar y maquinar con el dictador cubano la estrategia a seguir para que el impacto de las medidas sea lo menos dañino para la imagen y popularidad de Chávez posible.

Ambos caudillos, maquiavélicamente,  llegan a la conclusión de que conviene que se separe, que tome distancia del paquete capitalista salvaje que habrá que adoptar en Venezuela. Que su imagen no se vea para nada vinculada a la crisis sin precedentes que se avecina.

En conjunto, deciden que lo mejor es decir que hizo metástasis en el mismo lugar de la lesión anterior y que hay que operar (Esto servirá para que todos digamos que, si hizo metástasis en el mismo sitio, es grave y le queda poco tiempo de vida).

Buscan un cordero a quien sacrificar y llegan a la conclusión de que Maduro cumple con el perfil ideal; pues, un chófer de metrobús no tiene capacidad para gobernar un país tan difícil como Venezuela.

En tres meses regresa Chávez como salvador a recuperar la patria socialista perdida en manos de ineptos subalternos que echaron por tierra en poco tiempo los “grandes logros obtenidos en 14 años”.

Cómo ñapita, al anunciar la fatídica noticia de su metástasis y su próxima intervención -en Cuba, por supuesto, donde es más fácil resguardar los secretos y que se filtre solo la información que se interesa se filtre al exterior-, siembra el sentimiento de lástima por el moribundo en sus acólitos, los insta a votar el 16 D, a tomar plazas Bolívar del país en apoyo al “muerto que habla”, a unirse en esta hora menguada, para que la revolución siga su triunfo.

Que ninguno de sus seguidores se achinchorre en la casa el día de las elecciones que, mientras él se recupera del nefasto cáncer que le amenaza su vida, su grey, religiosamente, se encargue de asegurar el socialismo del Siglo XXI en cada gobernación del país. Los cohesiona y los arenga para que con sus votos defiendan la revolución.

¿Qué está enfermo? Debe estarlo. ¿Qué se va a morir? Algún día, como todos. Pero desde que lo vi no he podido dejar de pensar que en Cuba llevan más de 50 años esperando que Fidel se muera. El guión venezolano, hasta ahora, ha sido una copia al calco del de la isla de los Castro. Fidel ha muerto y resucitado un promedio de unas seis veces por año en este medio siglo de dictadura.

¿Qué podría hacernos pensar que en el caso de Venezuela no se repita, también en las reiteradas muertes y resurrecciones, la historia cubana?

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