Hilaria (5)
(Cuento)
Quinta entrega
***
-Señor, Rigoberto. ¡Rigoberto Altuve!
Entre el ruido de la canción colombiana sonando en la rocola, los gritos de los contertulios, los golpes de las piezas del dominó sobre las mesas de pantry y la borrachera de Rigoberto, no lograba distinguir si alguien lo llamaba o eran solo las voces esas que desde hacía algún tiempo lo atormentaban en su cabeza.
Una mano fuerte lo asió por el brazo y lo hizo voltear.
-¿No es usted Rigoberto Altuve?
-El mismo que viste y calza –Dijo salpicando saliva en el aire mientras arrugaba los ojos tratando de enfocar y distinguir quién era el hombre que lo llamaba con tanta familiaridad.
-Hombre, ¿cómo te ha ido? ¿Prendiste la vela de La Candelaria al llegar como te dije?
Fue entonces cuando Rigoberto cayó en cuenta de quién se trataba y reconoció en la intensidad de los ojos negros al hombre aquél que años atrás había conocido en la última fiesta de La Candelaria que había asistido en La Parroquia. Parecía que había pasado un siglo. Rigoberto sentía que un siglo se había instalado en sus huesos. Pero la mirada de aquel hombre no había perdido intensidad ni cambiado en todos esos años.
-¡Coño, “El Brujo”! –Dijo Rigoberto-. Prendí la vela, pero no me sirvió de mucho. La vida no ha sido fácil, amigo. La pobreza es como una maldición imposible de vencer. Por donde uno mete la cabeza, se la cortan. Han pasado más de diez años y no he logrado conocer las delicias del petróleo. Ahora soy más pobre que cuando llegué. Más pobre y más viejo y ya no tengo fuerza ni ánimo para empezar otra vez o para devolverme. La vida es una mierda. Este país es una mierda donde si uno nace pobre está condenado a morir más pobre aún.
-Te lo dije ese día. No es el país, Rigoberto. Es la brujería, el vudú que te montaron que no te deja echar pa’lante. ¿Te lo dije o no te lo dije? Te dije que eso iría a peor. Y no solo en lo económico. La salud también te la ha escoñetado. ¿Qué crees que son esos dolores de cabeza que te dan, esas puyadas en la base del cráneo? Es el vudú que te va a terminar matando. Esa mujer te la juró, Rigoberto.
-Verga, ya estoy por creer que tienes razón porque solo deja de dolerme cuando estoy borracho. Vamos a bebernos un buen trago y después vemos cómo resolvemos los de la brujería esa.
-Yo me vine a vivir a la capital hace unos dos años, Rigoberto. Jamás pensé que te encontraría por aquí en esta vaina tan grande. En verdad ya ni me acordaba de ti hasta que te vi hace rato y me acordé de ese dos de febrero en La Parroquia. Jajaja la cara que pusiste cuando te dije lo del vudú. Esa mujer te jodió feo.
Rigoberto estaba tan borracho que apenas escuchaba la voz de El Brujo como a lo lejos sin comprender muy bien lo que le decía. En su embriaguez confundía las voces de su cabeza con la de El Brujo y ya no lograba distinguir quién decía una cosa y quién otra. ¡Esa maldita rocola que no para de sonar!
-Vámonos pa’l coño, Brujo. Ya no aguanto esta vaina. Mañana me dices cómo me puedes ayudar con esa brujería porque ahorita creo que no te voy a entender un coño.
***
-Hilaria tu sabes que la vida de tu papá está en tus manos. Solo tú puedes ayudarlo para quitarle ese trabajo que le montaron hace muchos años. Tú y Lucrecia son las dos hijas que tienen el poder para tumbar el vudú que le montaron a Rigoberto y que si no se lo quitamos va terminar loco… o muerto.
Hilaria detestaba las sesiones con El Brujo. Cada vez que el hombre pasaba por su lado y le decía en un susurro: “Hoy te espero en la pieza”, sentía nauseas y mareos y quería morirse. Pero, sabía que si no iba la brujería empeoraría a su papá y lo mataría. Peor ahora que no salía de una borrachera y a que las pastillas que le habían recetado lo mantenían como drogado, medio atontado. Como ido.
Las borracheras de Rigoberto, que en un principio estaban limitadas a los fines de semana, se fueron haciendo más frecuentes a medida que escaseaban los empleos y los dolores de cabeza se hacían más intensos y habituales. Cuando no estaba borracho, estaba de mal humor o se quejaba a gritos de las puyadas en la base del cráneo hasta que Teresa o una de sus hijas le daban los calmantes que parecían doparlo, más que calmarle el dolor.
Ya Hilaria no sabía si su padre había empezado a beber por la falta de trabajo o si por la bebedera y borracheras perdía sus puestos en las construcciones. A medida que las borracheras se hicieron diarias o inter diarias y los dolores en la base del cráneo, como decía Rigoberto, atacaban con más fuerza, los ingresos de la familia disminuían.
Teresa empezó a hacer pasteles andinos y hallacas para vender en el mercado de Los Teques los fines de semana, cuando sus hijas estaban en la casa y podían quedarse a cuidar a Lucrecia. Entre semana, recibía ropa para lavar y planchar. La familia cada vez dependía más de lo que pudiera conseguir Teresa y contaban menos con los aportes de Rigoberto, quien no solo dejó de llevar el sustento a la casa sino que le quitaba la plata a Teresa para irse a beber.
Milagros y Fabiola dejaron sus estudios. No terminaron el bachillerato porque aunque el liceo era gratuito, estudiar era costoso y lo poco que ganaba Teresa no les alcanzaba para libros, pasajes, uniformes, colaboraciones y tareas.
Milagros iba todos los días a limpiar en casa de un señor por La Castellana y Fabiola limpiaba baños y atendía las mesas en un restaurant de La Candelaria. Por lo menos ganaban para cubrirse sus gastos y ayudar un poco con las medicinas del papá y de Lucrecia y para colaborar con los estudios de Hilaria que estaba terminando su primaria.
Pero para las borracheras de Rigoberto, las hijas no eran más que putas aunque dijeran que estaban cachifeando. Milagros se tiraba al patrón de La Castellana y Fabiola, la peor, era fichera en un bar de mala muerte por las torres de El Silencio. De allí no lo sacaba nadie. Ni las lágrimas de Milagros ni los gritos de Fabiola. Eran putas, como putas eran todas las mujeres. Hasta que le daban sus drogas y se volvía dócil y cariñoso con su “canasto de cucas”, como le gustaba decir para referirse al conjunto de sus cuatro hijas.