El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “septiembre, 2013”

Popeye en Bogotá

Carlos Rodríguez, "Popeye". (Fotografía de Cristian Espinosa)

Carlos Rodríguez, «Popeye». (Fotografía de Cristian Espinosa)

Después de conocer el centro comercial Gran Estación y contar con pesos en efectivo, decidimos averiguar cómo hacer para tomar transporte colectivo para ir a la Plaza Bolívar y, muy amablemente, una guardia de seguridad del centro comercial nos orientó.

En realidad, trasladarse en taxi en Bogotá no es tan costoso -claro, para los venezolanos todo es costoso si hacemos cuentas al cambio del mercado paralelo pues debes dar 18 bolívares para recibir un peso. De hecho, en la necesidad de contar con efectivo para poder andar con tranquilidad, cambié 4 mil bolívares por los que me dieron 160 mil pesos-. Una carrera corta puede costar entre unos 7 o 10 mil pesos. Pero el pasaje en busetas o en

Iglesia de La Virgen de Las Nieves, en la Séptima

Iglesia de La Virgen de Las Nieves, en la Séptima

Transmilenio cuesta 1.50 pesos con lo cual uno puede ahorrar bastante dinero si va solo o con un acompañante. Ya si son más de dos personas pues vale la pena echar números a ver qué conviene más.

Tomamos nuestra buseta como nos indicaron: «la que diga Germania» y una vez montados preguntamos dónde debíamos bajarnos para ir a nuestro destino.

Nos bajamos en la Carrera Séptima que es un bulevar peatonal y empezamos a caminar en el sentido que nos indicaron en la buseta. Allí, en la esquina, encontramos la Iglesia de la Virgen de las Nieves, un templo con un estilo arquitectónico que recuerda un poco a la Catedral de Córdoba en España con cierto estilo andalusí, en influencia musulmana.

Como yo me conozco y sé que siempre ando perdido y las indicaciones las entiendo con la tapa de la barriga, decidí confirmar con un policía si me encontraba en la dirección correcta.

En Bogotá uno puede preguntarle a cualquier policía o vigilante y a cualquier persona en general una dirección que con la mayor paciencia y amabilidad lo orientarán.

En el trayecto a la Plaza Bolívar pasamos por la Iglesia de San Francisco en la Séptima. Al no más entrar se siente la intensa energía de la fe y la devoción. Una energía similar a la que sentí en la catedral de Sacre Couer, de París. La gente en actitud devocional, ajena a todo lo que IMG-20130927-13542pasaba a su lado impresionaba. Nunca había entrado a una iglesia en la que hubiera tanta gente orando con profunda fe sin que hubiese misa. Los fieles en posición estática, unos con ojos cerrados, otros mirando al cielo, con las manos unidas o con las palmas elevadas hacia arriba. Lamentablemente, no permiten tomar fotos pero es un templo de visita obligada al que volví cada vez que pude durante el viaje, experimentando siempre la misma emoción y encontrando en todo momento a los fieles orando con intensa devoción.

Salimos de la iglesia cargados de energía renovada y continuamos nuestro camino a la plaza Bolívar.

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Catedral de San Francisco en el bulevar de la Séptima.

Ya estaba oscureciendo cuando nos aproximamos a la esquina de la Casa del Florero y la Catedral Primada de Bogotá. Lo que sentí al pisar la zona de lo que en la Colonia se llamó La Plaza Mayor es difícil de describir en palabras. Los vellos de brazos y nuca se erizaron al contemplar ese inmenso espacio abierto con la estatua de Bolívar al centro, la afrancesada construcción de la alcaldía, la sede del congreso de estilo alemán, la catedral y el arzobispado. Fue pisar el cuadrado de la Plaza y sentir en el cuerpo todo la historia que alberga el lugar, como si la piel acusara recibo de los importantes eventos que a lo largo de la historia de Colombia tuvieron lugar en ese espacio cuadrangular.

Absorto en mis emociones contemplando la imponente fachada de la Catedral Primada, me sacó de mi ensimismamiento la voz áspera y ronca de un indigente que señalaba algo en la cima del portal de la iglesia.

Cuando se me aproximó, sentí el olor ácido y fuerte característico de las personas que viven en la calle. Él hombre continuó dando su

Plaza Bolívar de Bogotá

Plaza Bolívar de Bogotá

discurso sobre la Catedral sin darme chance a responder nada.

-¿De dónde viene? Me preguntó.

-De Venezuela.

-¡Ah! los turistas venezolanos son los mejores. Yo los quiero mucho.

-Lo mismo le debes decir a gringos y argentinos y a todos.

-No, mi hermano, mire- dijo mientras desdoblaba un arrugado papel que sacó del bolsillo de su chaqueta. Señalando un párrafo de un artículo de prensa que le dedicaron, leyó y, efectivamente, allí decía que mexicanos y venezolanos eran los mejores turistas del mundo.

Cristian se nos acercó y, sin darnos cuenta, en pocos segundos nos encontrábamos siguiendo los pasos del hombre con ojos azules y chispeantes, barba entrecana desaliñada y voz ronca y baja que le ganó el mote de «Popeye» con el que lo saludan transeúntes, policías y militares de la zona.

57 años tiene el indigente guía turístico. Nos llevó por la zona contando las historias del zafarrancho armado en la Casa del Florero de Llorente, de la Casa del Florero.Catedral Primada, de la Puerta Falsa, de la Capilla del Sagrario, del porqué los relojes ponen el número cuatro romano con cuatro íes y no con una I y una V como un homenaje a un relojero decapitado.

Nos mostró la réplicas de Las Puertas del Paraíso de la Catedral de Florencia que cubren la entrada del Palacio Arzobispal, el antiguo colegio Mayor de San Bartolomé, el Capitolio de estructura alemana con sus gárgolas con cabeza de águila, cuerpo de dragón y cola de león, la Casa de la Cultura y Turismo y la Alcaldía de estilo francés.

Contó como testigo el ataque del M19 en el año 1985, y narró la historia de la estatua de Bolívar contando sus características físicas.

Catedral Primada de Bogotá.

Catedral Primada de Bogotá.

Subiendo por la calle que está entre el Palacio Arzobispal y el Colegio Mayor de San Bartolomé, cerca de la fuente de azulejos portugueses junto a La Cancillería, Popeye nos contó sobre la escapada de Bolívar saltando de la ventana de la casa de Manuelita Saenz para salvarse de un atentado. Después nos llevó a la plazoleta de los Derechos del Hombre. Más arriba nos mostró la casa donde se desarrollaron los hechos narrados en la excelente película «La estrategia del caracol» (1993) de Sergio Cabrera. Declamó de memoria con su ronca y baja voz el poema «El camerín del Carmen» de Isabel Lleras de Ospino, inscrito en un muro de la ciudad explicando que los apellidos de la autora forman la unión de dos familias políticamente enemigas, conservadores y liberales y especificando que es como si lo Maduros y los Capriles en Venezuela se casaran y «se taparan con la misma cobija».

-Las dos familias juntas en matrimonio, toteados de la risa del pueblo y el pueblo matándose por los dos partidos. ¡Hay que dejar de ser uno tan pendejo en esta vida!

Popeye va condimentando en su recorrido la descripción arquitectónica y los hechos, fechas, datos y acontecimientos históricos
con anécdotas pícaras sucedidas con turistas y con chismes de actualidad colombiana.

Cuando nos llevaba al Hotel de La ópera y al Teatro Colón, réplica del de Buenos Aires, nos contó, señalando los huecos de las tomas de agua en las

aceras sin tapas y llenos de basura que, cuando paseaba a una turista canadiense le señaló el orificio en la acera para que tuviera cuidado de no caer y

Yo con Popeye.

Yo con Popeye.

la mujer le respondió: «¡Qué buena idea esos basureros a ras del piso!»

-¿Qué bruta la berraca! pensó que los huecos eran papeleras.

En la esquina de la Iglesia El Carmen, después de dar los detalles arquitectónicos e históricos del templo, se lanzó al piso y nos pidió la tableta para hacernos una foto con la iglesia de fondo pues, aseguró, esa era la mejor toma del lugar.

Luego nos levó al edificio del Archivo General de La Nación, nos hizo la demostración del increíble efecto acústico del patio central a la entrada de la construcción diseñada por el arquitecto Rogelio Salmona.

Mientras nos dirigíamos hacia la Casa de Nariño, sede de la Presidencia de La República, Carlos «Popeye» Rodríguez, el indigente guía turístico de Bogotá nos contó acerca de los hijos del ex presidente Uribe, asegurando que uno de ellos se casó por guardar las apariencias porque «Es un marica», según sus palabras y mantiene una relación con un golfista

colombiano. La especie puede no ser cierta pero tiene tal gracia contada por Popeye que uno no puede dejar de reír a carcajadas al escucharlo.

Casa de Nariño.

Casa de Nariño.

Frente al Palacio de Nariño, el indigente nos tomó las últimas fotos junto a los guardias apostados a las puertas del recinto presidencial, haciendo que tanto nosotros como los guardias nos moviéramos a los lados para lograr captar el mejor encuadre.

Mientras nos explicaba que ese recorrido tenía un precio, dando cifras de 100 dólares y otras por el estilo, me aseguró que no quería que me sintiera estafado, que con 60 mil pesos se conformaría.

En mi cansancio de 36 horas sin dormir, no atiné a sacar cuentas, Popeye me preguntó la fecha  y al responderle, se sacó su gorra y me exigió que le oliera la cabeza:

-Huela, vea. Hoy me bañé. Es que hoy estoy cumpliendo años.

Me habló de sus dos hijos adolescente y estudiando y me dijo que junto con los 60 mil pesos del recorrido le diera algo más de regalo de cumpleaños. Saqué un billete más de 20 mil y se lo di. Me abrazó y dijo que lo iba a hacer llorar y se despidió.

Cuando caí en cuenta que 80 mil pesos era el setenta por ciento de los 120 mil que me diera el cajero y que eso eran 40 dólares, que al cambió paralelo equivalen a unos mil 800 bolívares, era yo quien quería llorar.

No obstante, en el fondo sentí que el hombre se merecía esos pesos. El problema es lo difícil que se nos hace a los venezolanos acceder a esos dólares

Ajiaco y pollo frito en Century.

Ajiaco y pollo frito en Century.

para poder disfrutar de un viaje.

Me consolé pensando que al cambio oficial, no eran más de 260 bolívares y la sabiduría y simpatía de Popeye los valían.

Mientras en la cabeza me daban vueltas los 80 mil pesos regalados con ganas pero sin pensar a Popeye, emprendimos el regreso por la séptima y en un lugar de comida rápida colombiana comimos ajiaco y pollo con papitas fritas. Realmente sabroso todo y la cena nos salió por apenas 26 mil pesos. Sonreí pensando que popeye y sus hijos podrían darse unas buenas comidas con mi propina y que la vida, de alguna forma, me recompensaría el gesto aunque el solo hecho de estar disfrutando de Bogotá era, en sí mismo, una recompensa.

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Bogotá

Vista desde el avión llegando a Bogotá
Vista desde el avión llegando a Bogotá

15 horas en aeropuertos. Toda una noche sin dormir. Finalmente llegó el momento de abordar el vuelo de Conviasa de las 7 de la mañana Maiquetía a Bogotá.

La cola y el trato del personal de migración de Maiquetía ni para que comentarlos, son proporcionales al estado de abandono en que se encuentra la terminal aérea más importante del país. Solo tienen que meter en Google «Colas de migración Maiquetía» y conseguirán suficiente información y La obra de Cruz Diez se deshace en Maiquetíafotografías como para hacer un libro de puro estilo kafkiano.

Reza la sabiduría popular que «el pica’o de culebra, cuando ve bejuco tiembla». Como en los últimos años casi todas las experiencias que han tenido que ver con trámites y diligencias con empresas y organismos del Estado han terminado siendo un verdadero calvario, solo pensar en un vuelo con Conviasa, ya me amargaba la existencia. Estaba muy predispuesto contra la línea aérea bandera de Venezuela y debo confesar que quedé gratamente sorprendido con el viaje. El avión impecable y cómodo, la tripulación amable y atenta y, aunque no fueron exquisiteces, ofrecieron un tentempié que ayudó a superar el cansancio de largas horas. El avión salió puntual.

Hora y media de plácido vuelo y ya estábamos aterrizando en el aeropuerto internacional El Dorado de la capital colombiana.

¡Qué diferencia el limpio y en excelente estado del aeropuerto colombiano comparado con el venezolano! Y ni hablar de la sonrisa con la que nos recibió el personal de migración de Bogotá en un trámite que no duró más de 5 minutos.

Como es habitual en la mayoría de la ciuidades que he visitado, recogimos las maletas y salimos a tomar un taxi sin tener que demostrar ante ningún funcionario que las maletas que llevábamos eran las nuestras. Aún guardo la calcomanía que identificaba mi equipaje.

A la salida del aeropuerto hicimos una corta y ordenada cola para tomar el taxi a nuestros destinos. El conductor, un hombre de poco hablar, se limitó a comentarnos que algunas personas no quieren al alcalde Petro, al consultarle por qué, respondió que porque se ha metido con algunos intereses de los ricos, como el monopolio de las empresas encargadas de la recolección de basura.

Mis compañeros de viaje: Cristian Espinosa y Moreli Delgado

Mis compañeros de viaje: Cristian Espinosa y Moreli Delgado

-Pero ese problema tiene bastante tiempo- Le comenté.
-Pues sí y no termina de arreglarse.

Luego algunas personas nos confirmaron el disgusto del bogotano con algunas medidas del alcalde como la de modificar el pico y placa, afectando la circulación vehicular, además de ese terrible problema de la basura que no terminan de solucionar.

En 25 minutos estábamos llegando a casa de Idania Chirinos, donde nos recibiría su asistente, Nuvia, (en lo adelante «La Super Nuvia») con un suculento desayuno. La querida periodista venezolana residenciada en Colombia desde hace cuatro años y quien amablemente nos acogió en su casa, se encontraba en su trabajo.

Desayunamos, nos bañamos y, a pesar del cansacio y las largas horas sin dormir acumuladas, la curiosidad nos pudo y salimos a conocer Bogotá.

Caminando llegamos al centro comercial Gran Estación. En el camino íbamos descubriendo parte de lo que es la ciudad a la que acabábamos de llegar. Vendedores ambulantes por doquier, y grandes y modernos edificios como el recientemente inaugurado de la Contraloría General de La República, reconocible por una inmensa bola oscura bañada de agua y sus paredes externas por las que también se desliza el líquido.

IMG-20130923-12559El Gran Estación es un lujoso y bonito Centro Comercial cercano a la Estación CAN del Transmilenio. Es un lugar con tiendas de marca que se nos antojan prohibitivas a los venezolanos que viajamos con cupo Cadivi, por el solo placer de conocer ciudades.

En la entrada del centro comercial, un vigilante se me acercó apuntándome con el detector de metales. Mi gesto automático,reflejo aprendido a lo Pablov de tanto hacerlo en Venezuela cuando aparecen esos dispositivos de seguridad, fue explayar las piernas y subir los brazos en posición de cruz para esperar el raqueteo de aparato entre las piernas y por todo el cuerpo. El vigilante con mirada de extrañeza, me dijo:

-No se preocupe, es solo en el bolso.

A lo que, un poco avergonzado y en son de chanza rebatí:

-¡Ah! ¿Es que aquí solo pasan armas en los bolsos? -Y sonreí mientras llegaba la respuesta:

-En realidad no lo hacemos para buscar armas, buscamos bombas y explosivos.

La declaración me produjo la sensación de que estaba en un país donde los problemas de seguridad son más por motivos políticos y de atentados

Edificio de la Cont

Edificio de la Cont

terroristas que por la inseguridad personal como la sufrimos en Venezuela. Me sentí en una ciudad segura.

En un cajero automático del Gran Estación pedí el avance de efectivo para contar con el cash que nos permitiera movilizarnos por la ciudad. 120 mil pesos fue lo único que logré que me diera el aparato bancario. En lo que quedaría de estadía en Bogota no hubo poder humano que hiciera que me dieran más efectivo y en uno de los intentos, se me bloqueó el pin porque metí la clave erróneamente.

Centro Comercial Gran Estación.

Centro Comercial Gran Estación.

Una larga llamada a Banesco para tratar de desbloquearla fue infructosa. La única manera de hacerlo era estando en Venezuela, no se podía ni por teléfono ni por internet. Lo que restaba de viaje, tendría que resolverme con los 120 mil pesos que me dio el cajero y con 92 mil que me prestó mi vecina Maite para cualquier eventualidad y que, por supuesto, debía devolvérselos al llegar a

Maracaibo. Con el agravante que más adelante les contaré sobre lo que hice con 80 mil de los 120 mil que me dio el cajero y de que a Cristian nunca le permitió hacer adelanto de efectivo y también se le bloqueó el pin.

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Maracaibo-Bogota, tan lejos tan cerca

El vuelo que debía salir a las 6 pm. despegó poco antes de la 9 pm.

El vuelo que debía salir a las 6 pm. despegó poco antes de la 9 pm.

Aunque parezca mentira, un viaje de Maracaibo a Bogotá que se podría hacer, incluyendo tramites de migración en cada país, en unas 3 horas, terminó siendo una cansada aventura de cerca de 14 horas, lo cual implicó – en mi caso-, mucho más de 24 horas sin dormir.

Tomé el vuelo de Laser de Maracaibo a Maiquetía que debía salir a las seis de la tarde, ya cerca de las nueve de la noche, después de haber tenido mi día normal de trabajo.

Un prologado retraso sin ninguna explicación más allá de: «El vuelo tiene un retraso de hora y media y está pautado para salir a las 7 y treinta». ¡Mentira! Salió casi a las nueve.

Finalmente, abordamos, luego de escuchar en la cola para el chequeo a una Defensora Indigenista pregonar su filosofía del amor y contarme cómo ella había sido maltratada y discriminada en varias oportunidades por vestir su bata guajira:

– En una ocasión, al llegar a un canal de televisión para una entrevista, el vigilante que levanta el poste para que uno pase, no quería dejarme pasar. Cuando salió uno de los directivos del canal y me dijo ‘Doctora, pase adelante’, el hombre no hallaba dónde meterse. Yo lo miré con amor y le dije ‘Usted es un obrero, pero es igual a mí que soy doctora. Yo lo perdono y lo amo’.

Solo le dije:

-En este país donde nos hacen la vida más difícil cada día, donde no conseguimos productos y alimentos básicos, donde todo es una cola y una complicación y la burocracia nos genera úlceras, todos tenemos que poner un poco de nuestra parte para hacerle la vida más amable al prójimo. Pero parece que en Ministerios, supermercados, bancos y en todo lo que tiene que ver con atención al público, entrenaran a los trabajadores para hacerle la vida imposible a los usuarios.

-Es porque hace falta mucho amor…

Más tarde, en la sala de espera, una joven que estaba sentada junto a mí, se quejaba de la tardanza del vuelo y comentaba que a su ida a Maracaibo también había tenido que esperar más de cinco horas.

-¡Cómo no se van a retrasar los vuelos si las líneas aéreas están en el suelo! Hay una que de 11 aviones con los que cuenta solo tiene operativos cuatro porque tres están de permiso (que no sé que quiere decir) y tres están directamente dañados incluyendo uno al que le explotó una turbina cuando iba a despegar. Eso me lo contó una amiga que trabaja en esa línea.

Con esos antecedentes, solo quedaba encomendarse a Dios para que todo saliera bien y llegáramos salvos a Caracas. ¡Qué trabajón tan grande le damos los venezolanos a santos y vírgenes en nuestra atropellada cotidianidad!

Abordamos el avión, a la tripulación solo la vimos al subir a la nave y mientras hacían la demostración de las medidas aeronáuticas de seguridad. Luego salieron de escena, sin pedir disculpas por el prolongadísimo retraso y, mucho menos, aunque fuera ofrecer un vaso de agua a los cansados pasajeros. A los pocos minutos, próximos a las 10 de la noche, llegamos a Maiquetía.

Allí, nos encontramos Cristian y yo con mi sobrina Moreli que iba a un Congreso de Arquitectura en la capital colombiana. El vuelo a Bogotá era a las 7 de la mañana, por lo tanto, debíamos estar en la cola de chequeo a más tardar a las cuatro de la madrugada. Decidimos aguardar en el aeropuerto porque no valía la pena salir a buscar un hotel -que nos cobraría más de mil bolívares por la habitación triple por menos de seis horas-. Aparte de que sabíamos que se haría difícil encontrar hospedaje pues había en Vargas unos juegos de no sé qué cosa y las plazas en los hoteles estaban copadas.

¡24 horas sin dormir para llegar a un destino que se encuentra a menos de dos de vuelo!

¿De qué carajo va toda la alharaca que arman con aquello de la integración latinoamericana si un vuelo a Miami desde Maracaibo se puede hacer en cuatro horas y sale por el mismo precio, o más económico, que ir, desde la misma ciudad, a Bogotá que la tenemos al lado?

Todo eso pensaba en la infernal madrugada en la terminal aérea, recostado a la mesa de un restorán de comida rápida, sofocado por el calor. Sin poder dormir y encontrando consuelo solo al pensar en los maravillosos días de clima frío y gente amable que me esperarían al llegar al día siguiente a la largamente anhelada por conocer: Bogotá, la capital de Colombia.

Lindsay Kemp y Luis Brito, dos lenguajes, una esencia

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“Inútil es matar. La muerte prueba que la vida existe.”

Lindsay Kemp

Contó Lindsay kemp alguna vez que, cuando tenía seis o siete años, divertía a los vecinos, subiéndose a la mesa de la cocina, completamente maquillado, a bailar en punta.

Al parecer, el juego de la danza y el maquillaje se sembró en él desde esa tierna edad y no lo abandonó nunca más.  Así nació el personaje “Linsay Kemp” que surge, “Como Sherezade, de la necesidad de contar historias –dijo en una entrevista-. Imagínate, para un niño que ha nacido y pasado su juventud en una ciudad como Liverpool, las historias eran la única forma de sobrevivir y de protegerme a mí mismo. Sin el humor tampoco habría podido sobrevivir”.

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El inquieto, juguetón, imaginativo y creativo niño de Liverpool, creció, se hizo bailarín, mimo, coreógrafo, director, actor, pintor… Nunca dejó de jugar, de experimentar, de buscar una manera propia de expresarse, de conseguir ese lenguaje con el cual hacerse entender más allá de las palabras, que siempre le parecieron escurridizas.

Así lo descubrió Luis Brito, el fotógrafo, a quien también las palabras parecen huirle, se le deshacen en el camino; pero que, con su cámara, logra construir un lenguaje capaz de comunicar, a través de impactantes y dramáticas imágenes, todo el mundo interior de las personas a quienes apunta con su lente, y el suyo propio.

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Las fotografías que Luis le hiciera a Lindsay Kemp en Roma, en 1980, en los camerinos del teatro, captan toda la fuerza expresiva del artista inglés, con su mirada retadora y a la vez seductora.

Las imágenes hablan de un hombre que se transforma, más allá del travestismo o del espectáculo Drag Queen, en un artista que explora, que escudriña en la feminidad. No se ve el hombre que quiere ser mujer, que simula ser mujer; se observa a un artista que quiere sumergirse en el mundo femenino.

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Las fotografías hablan de ese niño de Liverpool que se maquillaba y bailaba para los vecinos, convertido en un artista que, en el fondo, sigue haciendo lo mismo, pero desde la perspectiva de la creación artística y el estudio de la interioridad del ser humano.

De allí, el drama y la belleza de las imágenes de Luis Brito. Con esos contrastes y claroscuros que dan fe tanto de la esencia de Kemp como de la del mismo Brito. Es que, al final, con diferentes lenguajes y maneras de expresarse, ambos artistas –Kemp con su cuerpo y Brito con su cámara–, parecen perseguir los mismos objetivos y estar obsesionados por los mismos motivos: la búsqueda de la belleza, la muerte y la locura… la esencia de la vida. Tal vez por eso las fotografías impactan tanto a quien las observa, porque es evidente que entre el objeto retratado y el fotógrafo hay lazos intangibles pero perfectamente perceptibles.

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La presencia de los espejos en varias de las fotografías contribuye a dar la sensación de drama e irrealidad a la imagen. El espejo parece mostrar la realidad que se esconde detrás del fuerte maquillaje de trazos gruesos y colores intensos, la realidad que minutos más tarde se presentará en el escenario. O tal vez, en esos espejos  quedará escondida la realidad que ya no será, cuando el artista esté en escena.

Son fotografías que hacen que a veces con drama y otras con humor, el espectador se remonte al teatro griego, al antiguo teatro japonés, a esas representaciones antiguas cuando los hombres interpretaban personajes femeninos. No imitaban a las mujeres, las interpretaban.

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Cuando se miran estas fotografías hay que detenerse en la textura de las pieles, en la fuerza del maquillaje, en la intimidad del ambiente, en la fuerza y profundidad de las miradas, en el movimiento de los personajes, en la intensidad del gesto. Es allí, donde está la esencia tanto de Lindsay Kemp como del propio Luis Brito.

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La rara amabilidad del ‘picado por la luna’

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Los venezolanos nos hemos vuelto desconfiados, agresivos, hoscos, rudos, ariscos, maleducados, violentos. Al más mínimo error del otro saltamos con un grito y un batuquear de manos.

En la vía queremos pasar siempre de primero, irrespetando el derecho de paso de los demás conductores y poniendo en riesgo la vida de los peatones.
Una milésima de segundo después de cambiar la luz del semáforo ya tenemos la mano puesta sobre la corneta, sonándola con insistencia para que quien va adelante inicie la marcha.

Entramos a un ascensor y damos los buenos días y nadie responde. Damos las gracias y el «de nada» nunca llega. Parece que olvidamos que ser amable no cuesta nada y vale mucho.

La violencia cotidiana que nos toca enfrentar hace que desconfiemos de todo y de todos y que respondamos siempre con agresividad a la menor pifia de quien tenemos enfrente.

El gesto amable de los otros nos resulta algo raro, sospechoso. La amabilidad escasea tanto como la harina de maíz y la leche. La cordialidad hace rato que se fue de paseo por otros rumbos donde es mejor acogida.

Por eso, no logramos entender la gentileza y ante un gesto amable nos sentimos desarmados y no sabemos cómo responder.

Estaba yo pacientemente esperando en una fila de un supermercado para pagar mi compra. Quien pasaba antes de mí, llevaba el carrito de supermercado a tope y el mío iba medianamente lleno. Una chica se paró detrás con un paquete de pan y, cuando ya me tocaba pasar a la caja le dije:

—¿Usted va a pagar solo eso?

Ella, extrañada, me respondió que sí.

—Bueno, entonces pase usted primero —le dije yo con tranquilidad.

La mujer no sabía bien cómo reaccionar, qué decir, cómo responder a un gesto cordial al que parece hacía tiempo no se enfrentaba y, mucho menos en la cola de un supermercado, que con la «revolución socialista» se han vuelto sitios de alto riesgo.

La chica, a quien me imagino no le deben faltar en su trabajo insultos y malas caras de clientes, pues iba  ataviada con su uniforme y carnet al cuello de empleada bancaria, solo atinó a decir, como poniendo un pretexto para evadir mi gesto gentil:

—Pero voy a pagar con débito…

—Pues, saque la tarjeta y pase. Ni que fuera a mí al que le va a pagar.

La chica sonrió y aceptó mi amabilidad sin más excusas.

Ese mismo día, en otro supermercado -por aquello de las peregrinaciones de supermercado en supermercado a las que nos hemos visto obligados los venezolanos para poder medio completar una compra con lo que necesitamos-, en un pasillo, se encontraban tiradas desordenadamente en el suelo las cajas de pasta dental y jabón de baño que, con la escasez, ya ni se molestan en colocar en los anaqueles pues más tardan en ponerlos que en desaparecer.

Vi que en la última caja de jabón quedaban tres paqueticos de Palmolive de tres pastillas cada uno, los tomé y los metí en mi carro de compra. Un señor que venía detrás se lanzó a escudriñar entre las cajas sin éxito. Quería jabón, pero yo le había ganado de mano.

El hombre le consultó a los dependientes si había más jabón y, como es habitual en este país, la respuesta fue «No hay».

Tomé uno de mis tres paquetes y se lo tendí al hombre. Me miró paralizado. No podía mover su mano para recibir el jabón. Me miraba con el asombro y el temor con el que yo miraba de niño al «habla solo», aquel hombre de La Parroquia a quien «lo picó la luna» y terminó deambulando por las calles en un eterno monólogo en voz alta. «¿En serio?», me preguntó.

—Tome, lleve uno —le dije y se lo puse en su carro de compra.

Sin salir de su asombro, solo logró abrir los ojos, levantar los hombros y, con una sonrisa, darme las gracias.

Yo pensé: «Parece que el «raro» soy yo. Si sigo así, terminaré hablando solo en voz alta por las calles de la ciudad. Como si me hubiera picado la luna».

La sorpresa cotidiana

Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana

Sorprendente: «Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana»

Tendemos a decir con mucha facilidad «ya a mí no me sorprende nada», con lo cual, en realidad, estamos construyendo un oxímoron porque el mismo tono en que lo decimos denota, además de decepción y cierta impotencia, sorpresa. Los invito a leer esta serie de eventos sorprendentes de la cotidianidad del venezolano y, al terminar, díganme si aún pueden decir que  ustedes perdieron al capacidad de asombro y «ya no los sorprende nada».

Vivimos diariamente de sorpresa en sorpresa. Cuando decimos «Ya no me sorprende nada», lo que queremos significar es que no nos extraña. Que la sorpresa cotidiana no se nos hace ni inverosímil ni poco común. Es la sorpresa que diariamente nos esperamos en esta especie de realismo mágico en que nos hemos acostumbrado a vivir sin dejar de sorprendernos.

Este texto podría convertirse en un sin fin porque, cuando uno cree que ya lo terminó, lo sorprende un nuevo acontecimiento como que «Robaron carpa de Patria Segura«. Si, tampoco es raro pero igual sorprende que roben a los encargados del plan de seguridad del gobierno.

En el momento cuando uno está leyendo del robo, suena el teléfono y un amigo, sin que le parezca raro, pero con tono de sorpresa dice: «¡tengo doce horas, desde la cuatro de la madrugada, sin luz! Se dañó algo en un poste y lo hemos reportado un montón de veces a Corpoelec y no vienen. ¿Puedes creer que tienen solo dos camiones para atender averías de toda Maracaibo y uno lo dedican cada vez que les provoca a poner propaganda del candidato oficialista a la Alcaldía?»

Puedo creerlo, pero no deja de sorprenderme. Ese mismo día, uno sonríe con un gesto que más que sonrisa parece mueca cuando lee este titular:

«Contrabandistas protestan por aumento de controles en frontera colombo-venezolana».

Sorprende lo absurdo de la realidad, lo irónico de la protesta, lo paradójico que resulta que quienes viven al margen de la ley se atrevan a salir a protestar porque las autoridades pretenden ponerle freno a su actividad ilegal.

Lo esperado, lo cotidiano, es el contrabando, el tráfico de mercancías desde Venezuela hacia Colombia. Eso es «lo normal».

«Los manifestantes, conocidos como “maleteros”, “alegaron a la prensa que cerraron el paso porque el gobierno de Venezuela se puso muy estricto en la vigilancia y control del contrabando”

Inmediatamente, uno lee entre líneas, como nos hemos acostumbrado a leer para tratar de extraer la verdad verdadera más allá de la controlada, censurada y autocensurada verdad oficial que transmiten los medios.

«Esto quiere decir, o bien que algún comandante no está conforme con la cantidad que diariamente le pasan los Guardias Nacionales producto del soborno que le hacen a los contrabandistas. O algún GN se la quiso dar de vivo y no le pasó la coima a su comandante. O quieren hacer el alboroto mediático un día para hacernos creer que el gobierno ataca el contrabando y, al día siguiente, cuando prensa, televisión y radio se hayan hecho eco de la protesta y de la «contundente acción del gobierno», todo seguirá como siempre».

Todas, variables que encajan a la perfección en nuestra cotidianidad que no por reiteradas o frecuentes dejan de sorprendernos. Como no nos sorprende escuchar que los Guardias Nacionales pagan para ser destacados en los puestos fronterizos porque son una vía expresa para hacerse rico en poco tiempo o que, supuestamente, esos GN fronterizos tienen una tarifa diaria estipulada de dinero que deben pagar a sus comandantes. De allí para arriba, lo que ingresen por concepto de coimas, es de ellos.

Todo esto lo escuchamos en cualquier cafetería, en cualquier cola de supermercado y, a pesar de oírlo una y otra vez, no deja de sorprendernos, aunque comentemos «ya a mí no me sorprende nada».

Como sorprende, aunque no es poco común, oír a un empleado de un Abasto Bicentenario, con su carnet de identificación rojo colgado al cuello, decir:

-Me voy este mes a Cuba a raspar las tarjetas.

Esas diez palabras encierran tantas paradojas que uno no puede dejar de sorprenderse. Un empleado del gobierno va  a raspar su cupo Cadivi contraviniendo lo que su empleador pregona y, más irónico aún, ¡va precisamente a La Habana a hacerlo!

Pero la realidad siempre logra sorprendernos de nuevo. Uno coge la prensa y se encuentra un gran titular que cuenta que, en un país donde escasean los alimentos y se hacen largas e insufribles colas para comprar comida, «Se pudren mil 400 kilos de pollo en PDVAL«. No es raro, hace poco tiempo se perdieron toneladas de alimentos, pero igual no deja de sorprender.

Otro día, nos sorprende saber que unos amigos de San Cristóbal, clientes del Banco Mercantil, han tenido que hacer un viaje a Mérida para hacer el engorroso trámite bancario de Cadivi, porque las citas para las agencias tachirenses se encontraban agotadas.

sorpresa2Nos toma por sorpresa también, aunque no nos parezca raro, ir a la panadería un día, después de que el Indepabis ha cerrado varios establecimientos de este tipo por incumplir con los precios estipulados, y conseguir que el yogurt que tiene un precio de venta marcado en el envase de 9,00 bolívares, en esa panadería lo venden a 10,00.

Dos días después, los ojos casi se desorbitan cuando uno se entera de que las funciones del Festival Internacional de Teatro para el que se invirtieron millones de bolívares, programadas con meses de antelación, son suspendidas arbitrariamente porque la presidencia decidió que necesitaba el teatro Baralt para un evento y, sin previo aviso ni posibilidad de pataleo, las tres obras pautadas del festival para ese día en ese teatro, son suspendidas para recibir la visita presidencial y al candidato oficialista a la alcaldía.

Y, hoy, como para que el día no pasara sin darme mi cotidiana sorpresa, escuché, a las puertas de un banco, el siguiente diálogo entre un cliente y el «cidicero», como llamamos a quienes venden en la calle «quemaítos», CDs piratas de música y películas:

Cliente: «¿tenéis «Bolívar, el hombre de las dificultades»?»

Cidicero: «No, papá. No la tengo. ¿Esa es venezolana?»

Cliente: «Sí. La de Roque Valero. ¿Vos no vendéis películas venezolanas?»

Cidicero; «No. Venezolanas no vendemos. Ese fue el acuerdo con el Core 3″

Cliente: ¿Cómo así, con el Comando Regional de la Guardia Nacional?».

Cidicero: «Si. Nos reunimos con ellos y llegamos al acuerdo de que para que nos dejaran trabajar tranquilos, nos comprometíamos a no vender películas venezolanas. Pero, tranquilo, que si te la consigo, te la llevo al trabajo».

Cuando aún los oídos no se recuperan del estupor producido por el diálogo cliente/cidicero, mientras uno piensa con incredulidad y asombro que todo lo aquí narrado ha ocurrido en menos de una semana; uno se sorprende nuevamente al enterarse que a los habitantes de ocho estados del país los sorprendió un apagón y que, a quienes estaban sin luz en una peluquería del aeropuerto de Maiquetía, los sorprendieron unos atracadores, quienes hirieron con una navaja a una persona.

De sorpresa en sorpresa, los ojos, una vez más, se sorprenden al leer:

«El Presidente Nicolás Maduro denunció que desde la Casa Blanca, sede de gobierno estadounidense, se realizaron reuniones donde presuntamente se organizó un plan para desestabilizar al país en el mes de octubre, denominado “colapso total”

Uno vuelve a sonreír con la mueca habitual de quien no se extraña, pero se sorprende, y solo atina a pensar:

«El único plan que debe tener Estados Unidos para hacer que este país colapse es sentarse a esperar, sin mover un dedo. Venezuela cada día se aproxima más al borde del abismo y no necesita un empujón externo para caer estrepitosamente al vacío. Para colapsar, somos autosuficientes».

Margarita Infanta, un boleto para viajar en el tiempo

Hay en la vida de uno como lector algunos libros que parecen buscarlo para ser leídos. Obras que se posan allí, en nuestro camino como diciedo «aquí estoy, esperando por tus ojos para sentirme vivo y hacerte sentir vivo». Libros que bien pudieron haber sido escritos por uno mismo porque lo que cuentan es tu historia. En sus páginas está tu vida, o parte de tu vida.

Algo así me sucedió hace poco cuando fui a la librería Nacho buscando los «Siete pecados capitales del venezolano» de Juancé Gómez y «Kilómetro cero» de Leonardo Padrón.

Mientras curucuteaba en las estanterías esperando que la dependienta me localizara los libros requeridos en el sistema, un pequeño libro, con la vieja fotografía de dos niños con caras tristes y de desconcierto, pareció hacerme señas. Era una imagen de dos infantes tímidamente tomados de la mano y vestidos como provincianos niños un día de domingo para ir a misa. Tomé entre mis manos el ejemplar y leí la portada: Margarita Infanta. Francisco Suniaga. Literatura Mondadori.

Una obra de formato pequeño. La pasta mate y dura (ya casi no se consiguen libros con ese tipo de pasta). En el envés daba una resumida descripción sobre el tema tratado y ponía, como una profecía de lo que conseguiría en las páginas interiores, el precio: 55,00 bolívares. Hacía mucho no veía un libro que costara menos de 100 bolívares y menos aún con la calidad del que tenía en mis manos.

Tomé el libro y, lentamente, lo acerqué a mi nariz. Inspiré profunda y suavemente el olor del papel. El aroma, inmediatamente me hizo viajar en el tiempo, a mis 10 años en La Parroquia, en Mérida.

El olor me ubicó en la librería Coquito, frente a la plaza Bolívar, en el local que mi madre le alquiló a Mercedes Pinto para que montara la primera -y por muchos años, única- librería y papelería con la que contó el pueblo. Allí pasaba mis tardes infantiles entre revistas y libros impregnados con ese mismo olor que brotaba de la obra de Suniaga. En ese momento, sentí que Margarita Infanta se convertía en una promesa de amena lectura, en un económico boleto para echar un paseíto por la infancia. 55,00 bolívares por un pasaje para viajar en el tiempo, ¡Eso es un regalo!

Con mi pequeño tesoro, me fui a casa y, una tarde de largo y caluroso apagón eléctrico a nivel nacional que nos dejó no solo sin electricidad sino también sin televisión, sin Twitter y sin Facebook, cogí Margarita Infanta de Francisco Suniaga, y me lo devoré.

Cada una de las diecisiete historias narradas por Suniaga sobre su infancia en Margarita, parecía una crónica que contase parte de mi propia niñez en La Parroquia. Las diferencias geográficas y topográficas entre la isla y el pequeño pueblo enclavado en las montañas andinas parecieron diluirse. Los recuerdos de la niñez, de la inocencia, de la infancia no distingue de terrenos. Las emociones son las mismas para un niño que nació a la orilla del oceáno que para uno que conoció el mar a los 14 años. La memoria termina siendo pura emoción cuando algo nos traslada en el tiempo a los días de juegos infantiles.

«Cuando pienso en mi ciudad, no evoco a La Asunción sino a mi infancia», dice Suniaga con toda razón. En sus líneas está dibujada la niñez de quien las lee, haya nacido en La Asunción, en Barinas o en Mérida.

La historia de la tristeza manifiesta en los acuosos ojos de su hermano en la portada del libro, me recordó mi propia historia cuando tío Expedito emocionado me regaló unos zapatos de cuero marrón que tenían una lengua espantosa y con los que se suponía debía ir a una fiesta. ¡Qué decepción cuando abrí la caja y encontré ese adefecio! ¡Qué ganas de llorar! Los zapatos, en mi mente infantil, parecían gritar «¡campesino, montuno!».

A partir de esa historia llamada «Retrato», en cada línea de «Margarita Infanta» encontré rastros de «La Parroquia Infanta», mi pueblo merideño.

El maestro Fiel fue Doña Clori, mi maestra de primer grado, el Tirano Aguirre se convirtió en el temido hombre sin cabeza o el jinete de medianoche que arrastraba cadenas en su galope aterrorizando inocentes que no se atrevían ni a asomar la nariz a la calle en las solitarias noches pueblerinas. El cine de Felix Silva fue la pared de la iglesia en la que proyectaban películas religiosas, o el Cinelandia de la calle Lora donde trabajaba mi prima Aurora en la taquilla o el Glorias Patrias a donde fui por primera vez solo a ver La Pantera Rosa.

El amigo «cineasta» Leonét bien podría ser tío Chuy, Alberto Collazo o el señor Zambrano que nos asombraban con sus exageradas historias de aventuras en selvas rodeados de peligros que solo ellos podrían salvar. Y el miedo a que un vampiro le atacara la yugular que obligó a Suniaga a dormir con una cobija enrollada al cuello, fue mi propio temor luego de ver la película y que me hacía aferrar mis pequeñas manos alrededor del cuello hasta dormirme, para evitar la mordida. Y el cruel y sangriento asesinato de «Chamero» en su bodega para robarlo se me apareció al leer la historia de Brígido, sorprendido también por un ladrón en su tiendita de La Asunción, en unos tiempos cuando esas cosas no sucedían en los pequeños pueblos del interior del país.

Al cerrar Margarita Infanta con el corazón hecho melcocha y las pupilas inundadas de niñez, no tuve más remedio que cerrar los ojos y volver a aspirar el olor a tinta y papel que me lleva irremediablemente a mi infancia y desde mis más tiernas y atesoradas querencias, darle las gracias a Francisco Suniaga por tan divertido y conmovedor viaje en el tiempo.

Las colas de la patria

colas1Allí están. En larga formación frente a las puertas del supermercado. Pasan de cien. En su mayoría son indígenas wayúu y la mayoría, mujeres. Hacen fila pacientemente, con sus caras morenas que reflejan el tono curtido que les otorga el ardiente sol de la Guajira. Con sus largos, lisos, negros y gruesos cabellos empapados de sudor. Con las frentes brillantes por la humedad que les imprime el bochorno de una calurosa tarde marabina. Con sus coloridas batas ondeando a cada movimiento del cuerpo.

Allí están. Como estuvieron ayer, como estuvieron hace seis meses, como tienen años estando.  Como estarán mañana. Con la paciencia de Job hacen su fila para comprar el kilo de leche que su número de cédula de identidad les permite. Un kilo, no más.

Allí están. “Los desgraciados guajiros”, “Los malparidos guajiros”, “Los apátridas bachaqueros”. Sí, también en esto ha triunfado la revolución bolivariana. Gracias a la persecución, estigmatización, criminalización hecha por la acción gubernamental que acosa al indígena con la excusa de salvaguardar la “seguridad alimentaria” del país, el zuliano ha afincado sus prejuicios racistas. La mayoría de la gente ha comprado a ciegas la versión del gobierno de que la escasez de alimentos de la canasta básica se debe al contrabando de los “bachaqueros” en su gran mayoría miembros de la etnia originaria wayúu, sin detenerse a pensar que las perversión del mercado socialista y la destrucción del aparato productivo son los principales responsables.

Es parte del legado del difunto Chávez, parte de su éxito al dividirnos y acentuar los resentimientos y la discriminación con sus desaforadas e interminables peroratas de odio. Antes de morir sembró al país de odio, división, escasez, resentimiento y… colas. Esas insufribles e indignantes colas de caras tristes que ahora son nuestra cotidianidad, a cualquier hora del día, por donde uno pase y que hacen que retumben en mi cabeza las palabras de aquella negra cubana en La Habana, cuando visité la isla en 1991: «Asere, aquí en Cuba tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor».

Cuántos discursos vacíos ha gastado el régimen venezolano para vociferar su amor por los pobladores originarios del país, para pregonar la búsqueda del bienestar de los indígenas y de los pobres y cuán poco hace efectivamente por otorgarles una vida digna a esos pobladores en minusvalía, a indìgenas y pobres.

La historia empezó cuando, a eso de las cinco de la tarde, una querida amiga me pasó por whats app una foto de su mamá abrazando feliz cuatro paquetes de leche en polvo La Campiña con el siguiente texto:

«Mami acaparando leche en De Cándido de Delicias».

La felicidad se dibujaba en el rostro de su madre. No es para menos. Para los venezolanos del interior del país, desde hace colas2años, tener acceso a productos como leche, azúcar, aceite de maíz, papel tualé, jabón de baño o pasta dental, entre muchos otros, se ha convertido en una hazaña, una proeza solo alcanzable con mucha suerte y paciencia. Si, además, logras que te vendan más de un producto de cada uno, puedes considerarte tan afortunado como si te hubieras sacado la lotería.

–¿Hay mucha gente? –Pregunté poco esperanzado en la respuesta. Una señora me acababa de contar su drama en un supermercado cuando, luego de más de cinco horas en cola para pagar su compra, tuvo que dejar la mayor parte de los productos porque, sin darse cuenta en el despelote de gente que se forma dentro de los establecimientos, se metió por la caja rápida y, al querer pagar, no le permitieron facturar más que los diez productos estipulados para esas cajas. Lo contrario habría significado hacer de nuevo la eterna cola para pagar por otra caja.

–No. Eso fue hace como veinte minutos.

Pensé en mi familia en Mérida que justamente el día anterior me había preguntado si podría  conseguir leche para mandarles. A lo mejor lograba sacar unos seis paquetes en ese momento  y otros seis otro día y reunir así suficiente como para que el pago del flete del envío valiese la pena.

A eso de las seis y media de la tarde pasé frente a un supermercado. En la acera se apretujaba una larga hilera de más de cien personas a la espera para poder entrar al establecimiento para comprar productos regulados, cualquier producto regulado que en ese momento hubiera. Con el carro en marcha, saqué el teléfono y tomé una foto.

Seguí camino al supermercado donde me había dicho la amiga que había leche. Al estacionar y bajar, vi, recostadas a la reja del estacionamiento a otras más de cien personas que se aglomeraban en hilera, esperando su turno para entrar a comprar leche.

En la semi penumbra del atardecer, a esa hora cuando aún no es oscuro pero tampoco es claro, pude distinguir que la mayoría de quienes pacientemente se formaban para entrar, eran wayúus, mujeres guajiras con sus batas coloridas. También había unos cuantos ancianos y algunos niños que acompañaban a los mayores.

La perversión del sistema ideado por el gobierno para «combatir el bachaqueo» y “garantizar” la seguridad alimentaria, ha hecho que quienes van a comprar solo productos con precios regulados tengan hacer interminables colas a las afueras de los supermercados. Solo quienes tienen disponibles más de 300 bolívares para comprar otros productos, aparte de los regulados, pueden ingresar a los supermercados evadiendo la humillante cola de horas a pleno sol.

Por eso se ve a todas esas personas formadas en fila a las puestas de los expendios de alimentos. Es cierto, unos cuantos deben ser contrabandistas que pasan el día persiguiendo productos regulados para venderlos en Colombia y traerse unos dólares que luego venderán en el mercado negro. Otros tantos deben ser revendedores locales, gente que compra a precios regulados y luego vende en sus bodegas al doble del precio estipulado o más. Pero muchos de los que allí se apostan durante horas para comprar un kilo de leche, lo hacen porque no tienen todos los días disponibles 300 bolívares para comprar productos que, posiblemente, no necesiten o tengan ya en sus casas, solo para eximirse de hacer la humillante cola para acceder a los alimentos regulados que realmente necesitan. 300 bolívares que reducen el tiempo de cola de siete horas a tres o cuatro, porque de la insufrible espera nadie se salva.

De esta forma, pagamos justos por pecadores en este régimen que se autodenomina igualitario y justo. Un gobierno que supuestamente “ama a los pobres”, pero los somete a una indigna cola para comprar comida solo por el hecho de ser pobres, de no contar con el dinero que les permitiría, como a otros, saltarse la larga fila a pleno sol y solo soportar la infernal cola dentro del establecimiento para pagar la compra.

Al ver esta segunda hilera de gente en la calle, al mirar las caras de los guajiros con su paciencia esperando la señal que les indicaría que ya podían entrar al supermercado para tomar el kilo de leche y pasar a hacer la otra cola eterna para pagarla, sentí una opresión en el pecho, una intensa punzada que empezaba en el gentilicio y terminaba en el corazón.

Sin detenerme a entristecerme más, seguí camino al supermercado. Por el pasillo, frente a mí, ya de salida, venía una mujer con su colorida bata guajira blandiendo en la mano, como un trofeo, un paquete de un kilo de leche. ¿Cuántas horas de su vida habrá tenido que dejar esa mujer en una cola para comprar ese íngrimo paquete de leche al que se aferran sus dos manos?

Al entrar, dispuesto a llenar el carro de compras de productos que no necesito para poder acceder a la leche que enviaría a mi familia en Mérida, las largas colas de más de sesenta personas en cada caja para pagar, me produjeron una nueva punzada en el pecho e hicieron que desistiera de mi intento. Con el corazón dolorido, di media vuelta y, frustrado, me fui.

Al dirigirme al carro, pasé una vez más junto a los pacientes representantes de las etnias originarias del país, los colasprimigenios pobladores de la patria, que seguían allí formados en fila, a la espera de poder pasar a comprar su kilo de leche.

Allí estaban. Pasaban de cien. En su mayoría eran mujeres wayúu. Hacían fila, pacientemente, con sus caras morenas que reflejan el ardiente sol de la Alta Guajira. Con sus largos, lisos, negros y gruesos cabellos empapados de sudor. Con las frentes brillantes por la humedad que les imprimía el bochorno de una calurosa tarde marabina. Con sus coloridas batas ondeando a cada movimiento del cuerpo.

Allí estaban. Como estuvieron el día anterior, como estuvieron hace seis meses, como tienen años estando. Como estarán mañana.

Compungido, abrí el grupo de whats app de la familia buscando escapar de la angustia que amenazaba con hacerme su presa, y leí:

“A Eliana le acaban de robar el teléfono en el Mc Donalds de Mérida”.

Sientí de nuevo la punzada en el lado izquierdo del pecho. Miré al firmamento y distinguí en la oscuridad las parpadeantes luces de un avión que surcaba el oscuro cielo. Pensé “¡Cómo me gustaría ir en ese avión a cualquier lado, a cualquier sitio, lejos de esta patria que, por ahora, parece estar bajo los efectos de una nefasta y temible maldición!”

Cerré los ojos para imaginarme en vuelo y, al apretarlos, una solitaria y furiosa lágrima brotó de mi ojo izquierdo y cayó con ira, allí, donde sentía la opresión, en la parte del pecho donde dolía la punzada. Donde dolía el país.

Un remardito tuitero

La otra cara de “El poder de un tweet”

divisas2

«Como no se le ha complicado a uno la vida en este país desde que se afincó el socialismo castro cubano en estas tierras.

«Como si no bastara con tener que pasar horas en una cola para comprar un kilo de azúcar o un litro de aceite. Cómo anoche, que después de salir del banco tuve que estar 3 horas en una cola del supermercado para comprar un kilo de leche para el tetero de los muchachos que se nos estaba por terminar y nos avisaron que había llegado.

«Como si todos los días no tuviera que lidiar con cientos de clientes inconformes que creen que a uno le pagan un sueldazo solo para resolverles los problemas a ellos, sin que se pongan en los zapatos de uno.

«Como si fuera tan fácil ser gerente de un banco en un país donde el gobierno le cambia a uno las reglas y leyes sin previo aviso y sin consultar.

«Como si uno no tuviera que vivir con el corazón en la boca, asustado, esperando cuando será el turno de pasar a formar parte de las estadísticas de inseguridad y de robos a bancos.

«Como si todo eso no fuera suficiente. Ahora también tenemos que aguantarnos reclamos y regaños de los jefes porque a alguien se le ocurrió la genial idea de inventar el Twitter y a alguien más ingenioso aún del banco, se le ocurrió abrir una cuenta allí y monitorear todo lo que los remarditos tuiteros postean.

«Uno llega contento a trabajar, a pesar del día infernal anterior cuando tuvo cierre de mes. Se pone su buen traje y corbata comprados a plazos porque tampoco es que el sueldo da para mucho. Empieza a organizar todo dentro de la agencia para el inicio de la jornada. De modo que todo fluya lo mejor posible.

«Uno llega y da instrucciones a los empleados de que le digan a la gente que no tenemos dólares en efectivo para liquidar a los viajeros porque la existencia de divisas en la agencia es escasa y, como no sabemos cuando el BCV nos enviará más, pues las racionamos para entregarle solo a los clientes VIP. No vaya a ser que llegue un cliente importante a buscar su efectivo, y no tengamos cómo darle sus dólares.

«Cuando está todo a punto. Ya casi listos para abrir la agencia al público, suena el pitico que indica que tengo un mensaje interno de Caracas:

«Rigoberto, ¿cómo es eso de que en tu agencia le están diciendo a los clientes que no tienen dólares para liquidar efectivo de Cadivi si aquí tengo yo la relación de que tu agencia tiene 1350 dólares disponibles?

Ya por Twitter hay usuarios quejándose por eso. Mira el tweet que pasaron:

@Golcar1 (Golcar Rojas) “En el Banco X del Centro Comercial X no hay dólares así que no pierdan tiempo. Busquen en otra agencia”.

Tú sabes que nos podemos meter en un problema serio con eso ¿no?»

«¡Coño de la madre! No puede ser que desde antes de abrir ya tenga que empezar a resolver peos por los remarditos tuiteros que no pueden quedarse quietos.

Ya me echaron a perder el día. ¡Coño, pero si uno lo que busca es tener contentos a los clientes! Más nada. Ahora me van a hacer entregar todo el efectivo a los que están aquí y si viene alguien VIP no lo voy a poder atender cómo se debe».

–Muchachos, vamos a abrir pero si descubrimos quien fue el remardito tuitero que dijo que no tenemos dólares, vamos a hacer lo imposible porque no pueda retirar sus dólares o complicarle al máximo lo que venga a hacer. Se llama Golcar Rojas, el
malparío .

«¿Qué sabe él cómo organizo yo mi día para poder hacer mi trabajo?»

–Quienes vienen a introducir carpetas o abrir cuentas, hacen una fila aquí, a la derecha, contra la pared. Quienes vienen a liquidar efectivo, una fila aquí, a la izquierda. ¿Quién puso el tweet?

«No puede ser que no esté aquí el remardito que puso el tweet. ¿Se habrá ido por lo que le dijeron que no había dólares?»

–Tú, ¿cuántos vas a retirar?

–Doscientos.

–¿Tú pusiste el tweet diciendo que no había efectivo?

–¡No, yo no!

–Yo mandé el tweet ¿por qué?

«¿Este remardito que ni siquiera viene a buscar dólares fue el que mandó el tweet por el que me armaron el peo? Y encima me dice que no quería joder a nadie, que era para informar a la gente para que no se echaran el viaje hasta aquí. Pues me jodiste a mí, malparido».

–No tienen porqué inventar que no tenemos efectivo. Ya nos llamaron la atención por eso. Tenemos pocos dólares, pero algo hay. Para alguna poca gente hay…

«¡Encima, me dice que le dijeron que si hablaban conmigo podía ser que aparecieran los dólares! ¿Quién sería el desgraciado que les dijo eso?»

–No señora. Para sus 500 no nos alcanza el efectivo disponible, pero usted no viaja todavía, puede volver otro día.

«Sí, pendeja, yo se que has venido varias veces y no te hemos liquidado, porque las pocas divisas que tenía las estaba reservando para clientes VIP, pero este remardito con el Twitter me jodió. ¿Qué puedo hacer yo si ya se me están acabando los dólares y el maldito gobierno no me manda más? ¡Ni que yo cagara dólares!»

–Bueno, vamos a ver en qué agencia le conseguimos los dólares, señora, para que vaya a liquidarlos allí. Para ustedes tres si tenemos divisas. Lo que les dije, hay pocos dólares, pero algo hay. No como le dijeron a él, que no había.

«¡Qué día, Dios mío! Apenas está empezando y ya quiero que se termine. En mala hora a los jefes se les ocurrió poner a un pendejo a leer todo el día el Twitter para amargarnos la existencia. De arriba me mandan ahora a que entregue los pocos dólares que me quedan, pero si viene Perico de los Palotes, que tiene dos cuentas milmillonarias a retirar la remesa estudiantil de sus hijos y se molesta porque no tengo divisas y amenaza con cerrar sus cuentas, entonces también me caerán encima.

«Pues nada. Entregaré lo que queda y que sea lo que Dios quiera…»

El poder de un tweet

Divisas

Esta página la he abierto y la he vuelto a cerrar en blanco un montón de veces. Tengo días dándole la vuelta a la manera de entrompar la historia que voy a narrar. Una especie de duda deontológica me asalta cada vez que empiezo a escribirla y termino borrando todo y dejando la hoja en blanco.

El dilema que me asalta es si debo dar los detalles del banco, de la agencia y del gerente bancario con nombres y apellidos o si, por el contrario, debo contar los hechos sin especificar lugares o personajes.

Un mensaje que me envía una sobrina, despeja mis dudas. Luzmary se queja con ira de que un empleado del banco le rechazó su solicitud de Tarjeta de Crédito porque la nota al pie de página no estaba al margen izquierdo, sino más bien un poco centrada. Ese simple detalle hizo que mi sobrina tuviera que hacer un nuevo viaje al banco para meter su solicitud.

Al conocer la experiencia de Luzmary, me decanté por contar los hechos sin especificar de qué entidad bancaria estoy hablando, cuál agencia o el nombre del gerente, porque son detalles que pierden sentido en un país donde sucede lo mismo con absolutamente TODAS las entidades bancarias, cuyos empleados parecen ser entrenados para decir “NO” y “No se puede” antes que para prestarle un buen servicio al cliente y tratar de resolverles los posibles problemas que pueda presentar.

Así que voy a contar lo sucedido con la esperanza de que los representantes de todos los bancos del país se den por aludidos. Que piensen que estoy hablando de su entidad bancaria y tomen las medidas necesarias para superar situaciones como las que narraré y entrenen a su personal en una efectiva y eficiente atención al cliente.

Eran poco más de las 10 de la mañana de un martes cuando llegue al centro comercial para introducir ante mi operador bancario la carpeta de Cadivi con la solicitud de autorización de compras con tarjeta de créditos para viajes al exterior. Al llegar, frente a la oficina bancaria, se formaban varias hileras de personas pues el horario de apertura de la agencia es a las 11 de la mañana.

Pregunté al vigilante en qué fila me debía ubicar para hacer los trámites de Cadivi y amablemente me señaló el lugar. Pocos segundos después, se me acercó para decirme, con la misma amabilidad:

–Si viene a retirar los dólares en efectivo, no hay.

–Gracias, no vengo a eso, vengo a meter la carpeta.

Inmediatamente saqué mi Blackberry y escribí un tweet:

“En el Banco X del Centro Comercial X no hay dólares así que no pierdan tiempo. Busquen en otra agencia”.

Y continué haciendo mi cola, leyendo el Twitter y conversando con quienes estaban junto a mí, esperando que abrieran la agencia para hacer sus trámites.

Mientras hablaba, me quejaba por la red social con un par de tweets de lo injusto que me parecía que quienes trabajan en el centro comercial tengan preferencia a la hora de ser atendidos por el banco, como si el tiempo de quienes trabajamos en otros lugares no valiera y o no tuviéramos los mismos derechos.

Estando en esas, pasó una chica. No logré distinguir de quién se trataba, solo atiné a escuchar que decía, antes de entrar a la agencia:

–Si vienen a liquidar efectivo de viajeros, les informo que no hay dólares…

Y, como quien no quiere la cosa, dejó caer al descuido, antes de seguir su camino:

–…pero si hablan con el gerente…

Todos los presentes entendimos qué quiso decir la chica con ese “…pero si hablan con el gerente…”. Quiso decir que si le jalan bolas al gerente, que si son amigos del gerente o conocen a alguien que conoce al gerente, es posible que aparezcan por arte de magia algunos dólares para quien vaya a “liquidar efectivo”, que en jerga bancaria quiere decir retirar los dólares en efectivo autorizados por Cadivi para viajeros.

Abrieron la agencia. Pasaron primero los trabajadores del centro comercial y luego pasamos nosotros. Al entrar, en el pasillo, se encontraba un hombre calvo con lentes adaptados, vestido con traje y corbata, con pinta de gerente bancario, pero tono de voz y actitud de efectivo policial. Mal encarado y con actitud hostil, decía:

–Quienes vienen a introducir carpetas o abrir cuentas, hacen una fila aquí, a la derecha, contra la pared. Quienes vienen a liquidar efectivo, una fila aquí, a la izquierda. ¿Quién puso el tweet?

Así fue repitiendo la orden en varias oportunidades y recorriendo las filas. Cuando estaba junto a mí, señaló a un joven que estaba en la cola para “liquidar efectivo” y le dijo:

–Tú, ¿Cuánto vas a retirar?

–Doscientos –dijo el muchacho un poco intimidado por el tono del hombre.

–¿Tú pusiste el tweet diciendo que no había efectivo?

Fue entonces cuando caí en cuenta de que se refería al tweet que yo había enviado hacía unos cuarenta minutos.

En su mismo tono, le dije:

–Yo puse el tweet ¿por qué?

­–Porque no es cierto que no tenemos dólares. Claro que sí tenemos.

–Cuando yo llegué, nos dijeron que no había efectivo y, como un servicio público, para que la gente no se echara el viaje hasta aquí que no es fácil llegar, lo informé por Twitter.

–Pues no será tan difícil llegar cuando hay tanta gente aquí. No tienen por qué inventar que no tenemos efectivo. Ya nos llamaron la atención por eso. Tenemos pocos dólares, pero algo hay. Para alguna poca gente hay…

–Yo no quería causar problemas. Si hubiera querido hacerlo habría puesto el mensaje completo…

Le conté lo que dijo la chica de que hablando con él tal vez conseguirían los dólares. Abrió los ojos más de lo normal y preguntó alarmado:

–¡¿Quién dijo eso?!

–No me ponga a mí de sapo. No le diré quién lo dijo, pero lo dijeron. Sin embargo, eso no lo tuiteé porque mi intención no era joder a nadie sino informarle a la gente para que no perdieran su tiempo.

Una señora a mi lado le dijo que era verdad todo lo que yo le estaba diciendo que ella había escuchado cuando la chica decía “…pero si hablan con el gerente…”. El hombre se hizo el desentendido. Siguió consultando a la gente en la fila para “liquidar efectivo” cuánto iban a retirar y, al llegar a la cuarta persona, le dijo:

–Para tus 500 no alcanza. Pero tú no viajas todavía, puedes venir después.

–¡Pero esta es la tercera vez que vengo y me dicen que no hay! –Dijo molesta la señora. Inmediatamente, tercié:

–Pues que él llame a las otras agencias y le ubique una donde tengan el efectivo hoy y se lo entreguen. No necesariamente tiene que ser por aquí, y si ya ha venido tres veces, que le resuelvan hoy.

El gerente bajó un poco el tono de policía malo y le dijo:

–Si quiere venga conmigo y llamamos a ver en qué agencia le pueden liquidar sus dólares hoy.

Llegó mi turno de ser atendido por el promotor. Saludé sin que me respondiera el saludo. Me senté. Entregué mi carpeta. Sin que me los solicitará, saqué los originales del pasaje, de la cédula de identidad y del pasaporte y se los puse sobre el escritorio al joven que, con desconfianza de joyero que analiza un diamante posiblemente falso, se dedicó a escudriñar puntos y comas de mis documentos para pescar alguna pifia. Afortunadamente, todo estaba en orden. Con pocas ganas y mucha mala leche, el empleado estampó los sellos en las hojas ya firmadas por mí. Las firmó él a su vez y me tendió mi comprobante de “recibido”. Di los buenos días y, sin que se dignara en ningún momento a mirarme a los ojos, me despedí.

Por supuesto, a todos nos quedó una duda: ¿Qué habría pasado ese día si quienes monitorean la cuenta de Twitter de ese banco, no hubieran elevado el reclamo al gerente, al leer el tweet?

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