Popeye en Bogotá

Carlos Rodríguez, «Popeye». (Fotografía de Cristian Espinosa)
Después de conocer el centro comercial Gran Estación y contar con pesos en efectivo, decidimos averiguar cómo hacer para tomar transporte colectivo para ir a la Plaza Bolívar y, muy amablemente, una guardia de seguridad del centro comercial nos orientó.
En realidad, trasladarse en taxi en Bogotá no es tan costoso -claro, para los venezolanos todo es costoso si hacemos cuentas al cambio del mercado paralelo pues debes dar 18 bolívares para recibir un peso. De hecho, en la necesidad de contar con efectivo para poder andar con tranquilidad, cambié 4 mil bolívares por los que me dieron 160 mil pesos-. Una carrera corta puede costar entre unos 7 o 10 mil pesos. Pero el pasaje en busetas o en

Iglesia de La Virgen de Las Nieves, en la Séptima
Transmilenio cuesta 1.50 pesos con lo cual uno puede ahorrar bastante dinero si va solo o con un acompañante. Ya si son más de dos personas pues vale la pena echar números a ver qué conviene más.
Tomamos nuestra buseta como nos indicaron: «la que diga Germania» y una vez montados preguntamos dónde debíamos bajarnos para ir a nuestro destino.
Nos bajamos en la Carrera Séptima que es un bulevar peatonal y empezamos a caminar en el sentido que nos indicaron en la buseta. Allí, en la esquina, encontramos la Iglesia de la Virgen de las Nieves, un templo con un estilo arquitectónico que recuerda un poco a la Catedral de Córdoba en España con cierto estilo andalusí, en influencia musulmana.
Como yo me conozco y sé que siempre ando perdido y las indicaciones las entiendo con la tapa de la barriga, decidí confirmar con un policía si me encontraba en la dirección correcta.
En Bogotá uno puede preguntarle a cualquier policía o vigilante y a cualquier persona en general una dirección que con la mayor paciencia y amabilidad lo orientarán.
En el trayecto a la Plaza Bolívar pasamos por la Iglesia de San Francisco en la Séptima. Al no más entrar se siente la intensa energía de la fe y la devoción. Una energía similar a la que sentí en la catedral de Sacre Couer, de París. La gente en actitud devocional, ajena a todo lo que pasaba a su lado impresionaba. Nunca había entrado a una iglesia en la que hubiera tanta gente orando con profunda fe sin que hubiese misa. Los fieles en posición estática, unos con ojos cerrados, otros mirando al cielo, con las manos unidas o con las palmas elevadas hacia arriba. Lamentablemente, no permiten tomar fotos pero es un templo de visita obligada al que volví cada vez que pude durante el viaje, experimentando siempre la misma emoción y encontrando en todo momento a los fieles orando con intensa devoción.
Salimos de la iglesia cargados de energía renovada y continuamos nuestro camino a la plaza Bolívar.

Catedral de San Francisco en el bulevar de la Séptima.
Ya estaba oscureciendo cuando nos aproximamos a la esquina de la Casa del Florero y la Catedral Primada de Bogotá. Lo que sentí al pisar la zona de lo que en la Colonia se llamó La Plaza Mayor es difícil de describir en palabras. Los vellos de brazos y nuca se erizaron al contemplar ese inmenso espacio abierto con la estatua de Bolívar al centro, la afrancesada construcción de la alcaldía, la sede del congreso de estilo alemán, la catedral y el arzobispado. Fue pisar el cuadrado de la Plaza y sentir en el cuerpo todo la historia que alberga el lugar, como si la piel acusara recibo de los importantes eventos que a lo largo de la historia de Colombia tuvieron lugar en ese espacio cuadrangular.
Absorto en mis emociones contemplando la imponente fachada de la Catedral Primada, me sacó de mi ensimismamiento la voz áspera y ronca de un indigente que señalaba algo en la cima del portal de la iglesia.
Cuando se me aproximó, sentí el olor ácido y fuerte característico de las personas que viven en la calle. Él hombre continuó dando su

Plaza Bolívar de Bogotá
discurso sobre la Catedral sin darme chance a responder nada.
-¿De dónde viene? Me preguntó.
-De Venezuela.
-¡Ah! los turistas venezolanos son los mejores. Yo los quiero mucho.
-Lo mismo le debes decir a gringos y argentinos y a todos.
-No, mi hermano, mire- dijo mientras desdoblaba un arrugado papel que sacó del bolsillo de su chaqueta. Señalando un párrafo de un artículo de prensa que le dedicaron, leyó y, efectivamente, allí decía que mexicanos y venezolanos eran los mejores turistas del mundo.
Cristian se nos acercó y, sin darnos cuenta, en pocos segundos nos encontrábamos siguiendo los pasos del hombre con ojos azules y chispeantes, barba entrecana desaliñada y voz ronca y baja que le ganó el mote de «Popeye» con el que lo saludan transeúntes, policías y militares de la zona.
57 años tiene el indigente guía turístico. Nos llevó por la zona contando las historias del zafarrancho armado en la Casa del Florero de Llorente, de la Catedral Primada, de la Puerta Falsa, de la Capilla del Sagrario, del porqué los relojes ponen el número cuatro romano con cuatro íes y no con una I y una V como un homenaje a un relojero decapitado.
Nos mostró la réplicas de Las Puertas del Paraíso de la Catedral de Florencia que cubren la entrada del Palacio Arzobispal, el antiguo colegio Mayor de San Bartolomé, el Capitolio de estructura alemana con sus gárgolas con cabeza de águila, cuerpo de dragón y cola de león, la Casa de la Cultura y Turismo y la Alcaldía de estilo francés.
Contó como testigo el ataque del M19 en el año 1985, y narró la historia de la estatua de Bolívar contando sus características físicas.

Catedral Primada de Bogotá.
Subiendo por la calle que está entre el Palacio Arzobispal y el Colegio Mayor de San Bartolomé, cerca de la fuente de azulejos portugueses junto a La Cancillería, Popeye nos contó sobre la escapada de Bolívar saltando de la ventana de la casa de Manuelita Saenz para salvarse de un atentado. Después nos llevó a la plazoleta de los Derechos del Hombre. Más arriba nos mostró la casa donde se desarrollaron los hechos narrados en la excelente película «La estrategia del caracol» (1993) de Sergio Cabrera. Declamó de memoria con su ronca y baja voz el poema «El camerín del Carmen» de Isabel Lleras de Ospino, inscrito en un muro de la ciudad explicando que los apellidos de la autora forman la unión de dos familias políticamente enemigas, conservadores y liberales y especificando que es como si lo Maduros y los Capriles en Venezuela se casaran y «se taparan con la misma cobija».
-Las dos familias juntas en matrimonio, toteados de la risa del pueblo y el pueblo matándose por los dos partidos. ¡Hay que dejar de ser uno tan pendejo en esta vida!
Popeye va condimentando en su recorrido la descripción arquitectónica y los hechos, fechas, datos y acontecimientos históricos
con anécdotas pícaras sucedidas con turistas y con chismes de actualidad colombiana.
Cuando nos llevaba al Hotel de La ópera y al Teatro Colón, réplica del de Buenos Aires, nos contó, señalando los huecos de las tomas de agua en las
aceras sin tapas y llenos de basura que, cuando paseaba a una turista canadiense le señaló el orificio en la acera para que tuviera cuidado de no caer y

Yo con Popeye.
la mujer le respondió: «¡Qué buena idea esos basureros a ras del piso!»
-¿Qué bruta la berraca! pensó que los huecos eran papeleras.
En la esquina de la Iglesia El Carmen, después de dar los detalles arquitectónicos e históricos del templo, se lanzó al piso y nos pidió la tableta para hacernos una foto con la iglesia de fondo pues, aseguró, esa era la mejor toma del lugar.
Luego nos levó al edificio del Archivo General de La Nación, nos hizo la demostración del increíble efecto acústico del patio central a la entrada de la construcción diseñada por el arquitecto Rogelio Salmona.
Mientras nos dirigíamos hacia la Casa de Nariño, sede de la Presidencia de La República, Carlos «Popeye» Rodríguez, el indigente guía turístico de Bogotá nos contó acerca de los hijos del ex presidente Uribe, asegurando que uno de ellos se casó por guardar las apariencias porque «Es un marica», según sus palabras y mantiene una relación con un golfista
colombiano. La especie puede no ser cierta pero tiene tal gracia contada por Popeye que uno no puede dejar de reír a carcajadas al escucharlo.

Casa de Nariño.
Frente al Palacio de Nariño, el indigente nos tomó las últimas fotos junto a los guardias apostados a las puertas del recinto presidencial, haciendo que tanto nosotros como los guardias nos moviéramos a los lados para lograr captar el mejor encuadre.
Mientras nos explicaba que ese recorrido tenía un precio, dando cifras de 100 dólares y otras por el estilo, me aseguró que no quería que me sintiera estafado, que con 60 mil pesos se conformaría.
En mi cansancio de 36 horas sin dormir, no atiné a sacar cuentas, Popeye me preguntó la fecha y al responderle, se sacó su gorra y me exigió que le oliera la cabeza:
-Huela, vea. Hoy me bañé. Es que hoy estoy cumpliendo años.
Me habló de sus dos hijos adolescente y estudiando y me dijo que junto con los 60 mil pesos del recorrido le diera algo más de regalo de cumpleaños. Saqué un billete más de 20 mil y se lo di. Me abrazó y dijo que lo iba a hacer llorar y se despidió.
Cuando caí en cuenta que 80 mil pesos era el setenta por ciento de los 120 mil que me diera el cajero y que eso eran 40 dólares, que al cambió paralelo equivalen a unos mil 800 bolívares, era yo quien quería llorar.
No obstante, en el fondo sentí que el hombre se merecía esos pesos. El problema es lo difícil que se nos hace a los venezolanos acceder a esos dólares

Ajiaco y pollo frito en Century.
para poder disfrutar de un viaje.
Me consolé pensando que al cambio oficial, no eran más de 260 bolívares y la sabiduría y simpatía de Popeye los valían.
Mientras en la cabeza me daban vueltas los 80 mil pesos regalados con ganas pero sin pensar a Popeye, emprendimos el regreso por la séptima y en un lugar de comida rápida colombiana comimos ajiaco y pollo con papitas fritas. Realmente sabroso todo y la cena nos salió por apenas 26 mil pesos. Sonreí pensando que popeye y sus hijos podrían darse unas buenas comidas con mi propina y que la vida, de alguna forma, me recompensaría el gesto aunque el solo hecho de estar disfrutando de Bogotá era, en sí mismo, una recompensa.
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