El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Hora y media en las profundidades del socialismo. ¡Llego leche!

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Mi cabeza parece una vasija llena de grillos, chicharras y sapos. Estoy aturdido como si estuviera en una discoteca con la música a todo volumen. Mi pecho da brincos como cuando el changa changa del DJ excede la capacidad de decibelios del equipo y uno está junto a una corneta que distorsiona el bom-bum de la música.

La tortura comenzó cuando me disponía a sentarme a seguir mi re-lectura de Trópico de cáncer -con el precio actual de los libros, toca recurrir a los ejemplares que uno guarda en la biblioteca-, y repicó el celular:

-¡Venite ya, que van a sacar leche en polvo de la que cuesta 40 bolívares!

Aparte del precio, lo que más me impulsa a cerrar el libro y correr al supermercado es que haya leche y poder olvidar por un tiempo la asquerosa leche líquida ecuatoriana que conseguí la última vez y que era un agua amarillenta e insípida.

Dejo el libro a un lado, tomo mi billetera con la cédula de identidad -requisito indispensable para poder comprar productos de primera necesidad- y me voy a paso rápido al supermercado.

La gente empieza a aglomerarse. El dato ha corrido por diferentes vías y el local se llena de compradores. Aún no sacan la leche.

-Mientras la sacan, pasa por la captahuellas. Me susurra mi amiga.

-Pero yo hace como dos horas que vine registré mi huella. Le advierto, pensando que no tendría que volverlo a hacer.

-Cada vez que vengas tienes que pasar por la captahuellas, Golcar. Eso se desactiva una vez que se registra tu compra en la caja. Así que anda antes de que se haga más larga la cola.

Le pregunto si los bachaqueros se han ahuyentado con las captahuellas y me dice que a ella le parece que ahora hay más bachaqueros que antes.

Me empieza a incomodar la situación pero ya estoy allí y me da vergüenza despreciar el gesto de la amiga que tan amablemente se toma la molestia de llamar y avisarme cuando llegan productos de los que escasean. Asumo una «actitud de sociólogo», repiro profundo y me resigno a pasar por la aventura cotidiana del socialismo del Siglo XXI legado por el insepulto Chávez.

Me meto en la fila de la captahuellas. Han habilitado tres aparatos para la ocasión. La gente sigue llegando al local.  La cola tras de mi se va haciendo aceleradamente más larga.

La gente se empieza a impacientar. Se miran unos a otros con desconfianza. Nadie dice con claridad a qué han venido pero todos sabemos que el dato de la leche en polvo se ha regado velozmente.

Al poco tiempo, la cola es una larga anaconda furibunda. Ya yo he pasado por la captahuellas y observo como la hilera crece, atraviesa el local, serpentea, se enrosca hasta llegar a la pared del fondo. Hay un murmullo general con una rabia contenida. La fila es una vibora enfurecida que parece estar dispuesta a atacar y soltar su veneno en cualquier momento. No veo por ningún lado la alegría con la que Méndez, encargado de los «precios justos» del gobierno, dice que el pueblo compra lo que necesita. En la fila lo que se respira es rabia, incomodidad,  desconfianza, ira.

Hay algunos amagos de pelea entre la gente que no piensa permitir que nadie se colee. En estos casos, no vale que seas mayor de 60 años, que andes con bastón o andarivel, que lleves tapaboca o estés embarazada. Nadie tiene preferencia y la mirada de furia de quienes están en los primeros puestos de la cola y de los empleados del supermercado encargados de resguardar el orden lo certifican.

En la captahuellas también hay los momentos de incomodidad y roce. El sistema está lento. A algunas personas la máquina no les reconoce la huella. Pasa mucho con la gente mayor.

Pruebe con el otro dedo.
Límpiese bien el dedo.
Pongamos gel en la captahuellas.

Algunos se van furiosos sin poder comprar porque su huella parece estar definitivamente borrada. Otros logran superar la prueba.

Le digo a mi amiga que ya registré la huella y le consulto qué debo hacer.

-Da unas vueltas por allí. Ya la van a sacar. Disfruta de la «patria» y del socialismo.  Me dice con sonrisa sarcástica.

Observo a la gente. Por ningún lado veo «la felicidad de comprar lo que se necesita al precio justo». Sin duda, Méndez no ha venido en momentos como estos cuando comprar es adentrarse en las profundidades del socialismo a la cubana.

Un empleado le da un golpe con su hombro por la cara a una señora. Esta grita y se soba la mejilla. Le digo sonriendo «Eso es el socialismo».

-No. Eso fue un coñazo. Y se sigue sobando.

Se hace difícil moverse. Sigue llegando gente y nadie se va porque todos esperan la aparición de la preciada leche. Registran sus huellas y permanecen en el local. Nadie dice con claridad a qué esperan pero todos lo sabemos. Algunos preguntan qué van a sacar y se les responde con dudas:

-Dicen que leche en polvo.

Ya ha pasado más de una hora y nada que sacan la leche. A mí la impaciencia ya me gana. La barriga me da brincos. Las sienes me palpitan. Hago chistes necios con la gente para distraerme. Le comento a mis amigos que trabajan en el sitio que no sé cómo no han enloquecido.

-Yo estoy que me subo las enaguas y me jalo los pelos del chocho, como diría mi madre. Les comento y ríen a carcajadas.

-Ya nos acostumbramos. Dicen, pero la tensión en sus rostros y la ira en la mirada los delata. Ellos también están al límite.

Un empleado habla con uno de los vigilantes:

-Anda a buscar a tus compañeros porque yo solo ni de verga saco eso. Si vengo con la carrucha y se me viene la gente encima, dejo esa vaina botada.

«Tienes culillo», le digo riendo y el hombre sonríe y asiente con su cabeza: «La pinga».

Custodiada por unos seis hombres sale rodando la carrucha con las cajas de leche. La gente se alborota. Los murmullos ya son gritos. Corren todos a las cajas a hacer la cola para pagar pues la leche la entregarán después de cancelada. Dos paquetes de 900 gramos por persona.

Quedo de cuarto en mi caja. En la mano llevo dos paquetes de medio kilo de caraotas, un kilo de sal y una mayonesa. La cajera es lenta y hay una compra grande de primero. Pasa gente que consulta si deben pasar por la captahuellas para comprar compotas. Sí y son solo cuatro por persona.

Veinte minutos más tarde, pago. 166 bolívares hace mi cuenta con los dos paquetes de leche. Un solo paquete de 900 gramos de la descremada en polvo que se consigue con más frecuencia y facilidad cuesta 250 bolívares. Casi cien más de lo que estoy pagando por un kilo de caraotas negras, uno de sal y la mayonesa de medio kilo. He ahí la razón de tanto barullo.

Pago. Una corta cola para que me entreguen la leche y me despido de mi amiga con un beso y el corazón en la boca de hora y media de angustia y rabia contenidas. Hora y media en las que, una vez más, la realidad desmiente la propaganda oficial. Falso que las captahuellas agilicen o disminuyan las colas y eviten el bachaqueo.

-Gracias, cariño. Me voy a hacer yoga para recuperar mi centro.

-Ja ja ja ja, ahora sí me habéis hecho reír. Ya sabes lo que es tener patria. Has vivido la experiencia del socialismo profundo.

Golcar Rojas

A veces canto

Imagen tomada de Noticias 24

Imagen tomada de Noticias 24

Canto:

É pau, é pedra
É o fim do caminho
É um resto de toco
É um pouco sozinho…

É um caco de vidro
É a vida, é o sol
É a noite, é a morte
É um laço, é o anzol…

Canto «Las aguas de marzo» que suenan en el equipo porque no quiero pensar. Voy en el carro y no quiero recordar la escena que acabo de vivir. Por eso, le subo el volumen al equipo de sonido y canto:

São as águas de março
Fechando o verão
É a promessa de vida
No teu coração…

É pau, é pedra
É o fim do caminho
É um resto de toco
É um pouco sozinho…

Poco antes de las seis de la tarde, hora en que normalmente cerramos nuestro negocio, decidimos cerrar y correr al supermercado. Había llegado leche en polvo y llamamos al dueño del supermercado para ver si nos podían vender la cantidad que necesitamos para nuestras familias que hace ya unos cuantos días no consiguen el preciado alimento.

En realidad, las familias son tan numerosas que es casi imposible que en una sola compra podamos satisfacer toda la demanda, pero si lográbamos comprar un poco más que los dos paquetes que corresponden por persona, pues algo aliviaríamos a los más urgidos.

-Eso ahora está bastante complicado porque estamos muy vigilados –nos dice el amigo–, pero déjame ver si puedo conseguirles un bulto.

Si, un bulto de leche. 12 paquetes de 900 gramos cada uno. Eso es a lo máximo que podíamos aspirar para los familiares de Maracaibo y los de Mérida que pasan con facilidad las 50 personas incluyendo niños en edades en las que la leche debe ser parte imprescindible de la alimentación. Pero, bueno. De nada, algo…

Al poco tiempo llega el siguiente mensaje de texto:

“Pásame 6 números de cédula de identidad para poder chequearte el bulto porque solo son 2 paquetes por persona”.

A los cinco minutos las cédulas estaban en su bandeja de entrada y recibíamos la respuesta diciendo que pasáramos por el supermercado y preguntáramos por la gerente quien tenía las instrucciones para vendernos el producto.

Cerramos y corrimos al lugar.

El supermercado estaba a tope. Quienes iban a comprar solo los dos paquetes de leche en polvo debían hacer una fila en la calle hasta que les correspondiera el turno de pasar a hacer la cola dentro del local. Quienes iban a comprar más de 300 bolívares de otros productos podían pasar directo, hacer su compra y hacer también la inamovible fila para pagar.

Contactamos a la gerente –siempre de un asombroso buen humor a pesar de lo deprimente de la situación y de la presión del momento–. Nos pidió que esperáramos mientras nos resolvía nuestro pedido.

Tomé asiento en la silla del vigilante que estaba vacía porque el hombre, junto con otro grupo de empleados trataba de poner orden en la calle y adentro.

La gerente se me acerca y me dice:

–En estos días un hombre me partió el vidrio de la entrada. Era un bachaquero borracho… si hubiera tenido un revólver habría matado a alguien.

Sigue atendiendo su trabajo. Despacha por aquí, da instrucciones por allá. Siempre amable y con una sonrisa en los labios. Son las siete de la noche y ella se encuentra como si acabase de llegar a un relajado despacho de oficina. Recibe llamadas y avisa a quienes llaman que sí, que pueden venir a buscar leche que todavía están a tiempo. Yo miro a la mujer y no puedo menos que admirar su paciencia y su capacidad para atender mil cosas a la vez. Me dice:

–Ya saben que no podrán comprar más leche en una semana porque la cédula queda registrada como que ya compraron y si intentan comprar de nuevo, los bloquean.

Una vez más pienso en como nuestro documento de identidad devino en libreta de racionamiento. De la fila de la calle veo que entran las 20 personas a las que les permitieron entrar en ese momento. Una mujer regordeta pasa y justo cuando está frente a mí, se detiene, se saca su chancleta y la levanta para verificar que está despegada. Su rostro está sonriente. Las dos horas haciendo cola afuera no parecen haberla amargado. Lleva unos leggings a media pierna y al detallarle la franela distingo que, al nivel de los senos, tiene una calcomanía  de Arias Cárdenas con un corazón tricolor. Se acomoda su chancleta de nuevo en su pie y sigue hacia la cola de la leche.

Más atrás, viene otra mujer con franela roja. Esta lleva los ojos del difunto Chávez al nivel de sus voluminosas tetas.

Pienso en cómo una gente puede, después de pasar tan humillante momento para comprar 2 paquetes de leche en polvo, ir el siguiente domingo a dar su voto por un régimen que lo ha sometido a semejante bochorno.

La gerente me saca de mis elucubraciones, cuando la oigo a mi lado decir a un empleado, casi en un susurro:

–Alfredo, busca una caja de huevos para meter la leche de los señores porque si los que están afuera ven que salen con un bulto de leche, los linchan.

La mujer me mira y no tengo más remedio que sonreír con una mueca y decirle:

–En este país se puede comprar cocaína con más facilidad y menos riesgo que unos cuantos kilos de leche.

Asiente con la cabeza y me da las 6 facturas con los números de cédulas que le habíamos pasado al dueño en el mensaje de texto. Con su amabilidad característica, dice:

–Cojan la caja y salgan rápido…

Nos montamos en el carro y al prenderlo, el pendrive suena “La maldita primavera” de la mexicana Yury.

Llevo el alma en el suelo. El haber conseguido comprar ese bulto de leche que para unos sería un gran triunfo, me hace sentir triste y derrotado.

Recuerdo las colas de Cuba para todo y por todo que en el 91 me parecían tan insólitas y no puedo creer lo que estoy viviendo en mi rico y petrolero país.

Recuerdo la crónica de Leonardo Padrón en su libro “Kilómetro cero”, sobre su visita a Cuba en el 92:

“…Uno se pregunta cuál sería el estado actual de la revolución si Estados Unidos la hubiera dejado crecer libremente, si se hubiera podido  intentar la construcción del ‘hombre ideal’ sin tanto cerco y sin tanta dependencia lejana…”

Reviso esas líneas de Padrón y me convenzo que en realidad el bloqueo no fue más que la excusa de Fidel para someter a su pueblo. El proceso en Venezuela lo confirma. Sin bloqueo de USA y con el engaño caza-bobos de una imaginada y cacareada “guerra económica”, han logrado sumir a la gente de un país rico en las miserias de la isla caribeña.

Pienso en que el domingo yo estaré haciendo mi cola para votar contra esa humillación que acabo de vivir en ese supermercado, pero me inquieta e indigna que tantas personas –como esas dos mujeres con propagandas del régimen en sus pechos–, sin pensar en el apagón de cuatro horas sufrido dos días antes ni en la horas de vida que pierden en una cola para llevar un poco de alimentos a sus hijos, estarán en esa misma cola para seguir votando por las colas y la ruina de un país que alguna vez fue uno de los más ricos y prósperos de América Latina.

Le doy volumen al radio y canto a todo pulmón:

Lo que tu paso dejo 
es un beso que no pasa de un beso 
una caricia que no suena sincera 
un te quiero y no te quiero 
y aunque no quieras 
sin quererlo piensa en mi. 

Si para enamorarme ahora 
volverá a mi la maldita primavera 
que importa si para enamorarme basta una hora 
pasa ligera la maldita primavera 
pasa ligera me maldice solo a mi. 

¡Nada como “La maldita primavera” para desahogar un grito! Sigo cantando. Canto para no pensar. Canto para no llorar.

La escasez dejó al Socialismo del SXXI con el culo al aire y sucio

Foto de José "Cheo" Nava

Foto de José «Cheo» Nava

En enero de 2011, escribí el texto que reproduzco a continuación. Entonces, empezaba a sentirse en el interior del país los efectos de la destrucción del aparato productivo del país, de las políticas de control indiscriminado de precios y de las caprichosas expropiaciones.

Como en un cuento surrealista, los habitantes de estados como Mérida, Táchira y Zulia, de un momento a otro empezamos a sufrir las consecuencias del Socialismo del Siglo XXI impulsado desde Miraflores y comenzamos a padecer la escasez de productos básicos como aceite de maíz y de girasol, leche en polvo y líquida, y azúcar.

Era el anuncio de lo que vendría más tarde. Todos veíamos venir el lobo pero, en el fondo, seguíamos incrédulos y decíamos “No vale, yo no creo”.

Algunas personas en el centro del país, no daban crédito a lo que escuchaban de la escasez de productos básicos de alimentación en el interior y se sorprendían cuando leían textos como el que publiqué en ese momento.

Pero la escasez fue in crescendo. Al punto que la gente en Caracas un día llegó al supermercado y se consiguió con avisos en los anaqueles que anunciaban: “Harina PAN, 4 paquetes por persona”. Las fotos de los anuncios comenzaron a circular por las redes sociales, mientras que en el interior acusábamos la más fuerte escasez de productos alimenticios, a los que se fueron sumando los largamente anunciados –siempre con el “No vale, yo no creo” – productos de aseo personal como pasta dental, jabón de baño y papel tualé.

El tiempo nos fue dando la razón a los “profetas del desastre”. La situación se fue agravando en el centro del país y haciéndose insufrible en el interior. Al punto, que llegamos a recorrer hasta tres supermercados en busca de jabón de baño, papel higiénico o azúcar sin lograr conseguir ninguno de los dos. La escasez dejó al Socialismo del SXXI con el culo al aire y sucio. Cuando llega algún producto la voz se riega como pólvora y son muchos los videos y fotos en la web que dan cuenta de las colas, alborotos y hasta peleas que se producen en los establecimientos en el afán de la desesperada población por hacerse con un pollo, un kilo de harina o un paquete de papel higiénico.

Por todo el mundo circulan informaciones que avergüenzan a los venezolanos habitantes de un pobre país rico. La lástima y pena que hace años sentíamos los venezolanos por los ciudadanos cubanos a quienes les enviábamos afeitadoras, velas y jabones cada NYvez que podíamos, ahora la generamos nosotros ante quienes asombrados envían periodistas a hacer reportajes sobra la dramática situación por la que atraviesa Venezuela.

Pero, lo peor es que el gobierno no parece dar pie con bola ante la problemática. No hace más de dar palos de ciego y patadas de ahogados sin llegar a entender que la solución está en reactivar el aparato productivo destruido a propósito en estos 14 años. Lo más cercano a una razonable medida que se encamine a solucionar el problema fue la reunión sostenida entre Nicolás Maduro y Lorenzo Mendoza. Reunión que surgió más por una bravuconada del primero, quien en tono amenazante citó a Mendoza para “decirle cuatro verdades”, que por un verdadero interés en resolverle el problema de desabastecimiento a la población. Al final, las cuatro verdades terminaron siendo casi que una súplica al empresario para que lo ayude a salir de este atolladero al que han llevado a Venezuela las políticas socialistas del régimen.

Da risa la declaración del oficialismo de que importarán 50 millones de rollos de papel tualé para abarrotar el mercado del desaparecido producto. ¡50 millones de rollos! En una población de casi 30 millones de habitantes, equivalen a unos 2 rollos por persona. 50 millones de rollos de papel higiénico no llega ni a la mitad del los 125 millones de rollos que se consumen mensualmente en Venezuela.

Mientras tanto, algunos oficialistas como el gobernador del Zulia, Arias Cárdenas, no terminan de entender que la escasez y el desabastecimiento no se resuelven con amenazas ni represión. En un afán por aparentar que están “atacando el problema”, el

"Bachaqueros" en el lente de José "Cheo" Nava

«Bachaqueros» en el lente de José «Cheo» Nava

régimen arremete contra los buhoneros y los llamados bachaqueros que consiguieron en la reventa de los productos escasos un buen filón para obtener ganancias económicas. Decomisan mercancía de los buhoneros, hacen allanamientos a locales comerciales, detienen a empleados de supermercados al tiempo que amenazan con más cárcel a otros,  pretendiendo poner fin a la crisis sin terminar de entender que solo se acabará la escasez cuando se reactive la economía y la producción.

Esos decomisos, incluso, podrían llegar a empeorar el problema pues la población ya no contará ni siquiera con el acceso a los productos escasos en el mercado informal, aunque tuviese que pagarlos hasta el triple de su valor. Al no contar con esa válvula de escape, todos tenemos que terminar en una larga cola para abastecernos. Interminables filas de gente enardecida de las que ya han salida varias personas heridas.

Y, el gobernador, corona su declaración, señalando que buscarán un mecanismo para evitar que la gente compre dos veces los productos desaparecidos y que “apresarán a quienes lleven gente a comprar en mercados”. Evidentemente, Arias Cárdenas no ha pasado desde hace mucho por un supermercados donde, desde hace más de dos años, la cédula de identidad funciona como una tarjeta de racionamiento con la cual se limita el acceso de la población a los productos escasos, lo cual dio origen al artículo que reproduzco a continuación.

METAMORFOSIS DE UNA CÉDULA DE IDENTIDAD

Todos los viernes voy a un mercadito itinerante a hacer la compra semanal de frutas y verduras. Allí acude mucha gente, incluyendo guardias nacionales y policías o sus familiares. La mayoría de los que llegan a vender sus productos allí son fieles seguidores del Presidente Chávez y de su revolución.

Ser simpatizante del proceso no es obstáculo para vender los productos que escasean al triple del precio estipulado

Uno de los más furibundos adeptos del “proceso” es el que tiene un puestico donde venden especias y granos. Además vende mercadoqueso, huevos y, adivinen qué, ¡azúcar y Mazeite! Si, dos de los productos que más escasean en los anaqueles de los supermercados, allí son constantes. Si quiere azúcar puede adquirir 3 kilos por 20 bolívares y el litro de aceite de maíz o dos frascos de 400 cc por 15.

Al ver al vendedor con su franela de la “Misión Ribas” y su gorra roja de militante del partido oficialista, ofreciendo los productos a un precio que casi triplica al regulado por el gobierno, no puedo dejar de preguntarme a dónde va a parar toda la habladera diaria, por largas horas en cadena de medios, del líder máximo de la “revolución bonita”.

Pero de todas las distorsiones que vivimos los venezolanos actualmente, tal vez la más aberrante y humillante que puede haber para cualquier ciudadano de un país, fue la que presencié hace unos días en un supermercado, cuando por obra y gracia de la revolución, la cédula de identidad se metamorfoseó, ante nuestros ojos en tarjeta de racionamiento.

Me encontraba en el sitio, justo en el momento en que llegó un cargamento de leche, bueno, realmente, no era un cargamento, eran unas cuantas cajas con empaques de un kilo de leche en polvo que apenas alcanzaba para las personas que en ese momento nos encontrábamos en el local.

Como ya es habitual y no sorprende a nadie, la gente comenzó a aglomerarse alrededor del preciado y escaso tesoro. Se miraban unos a otros con caras interrogativas, todos querían saber cuántos kilos podrían comprar pero ninguno se atrevía a dejar su lugar para buscar a algún dependiente que le informara por temor de perder su lugar en la fila y que se acabara la leche sin poder comprarla. Por lo tanto, cada quien decidió agarrar dos o tres kilos que era lo que presumían que les permitirían comprar y se encaminaron hacia las cajas para cancelar.

Ya ubicados en la cola, una dependiente informó:

-¡Señores, sólo pueden comprar un kilo de leche por persona y deben mostrar al cajero su cédula de identidad laminada!

La cara de frustración de la gente era evidente, no sólo por el hecho de tener que dejar en la caja uno o dos de los paquetes de leche que había tomado y que no sabían cuándo volverían a conseguir, sino por la humillación de tener que presentar a un cajero de supermercado el documento de identidad que, en ese instante dejó de cumplir su función de cédula de ciudadanía para convertirse en una especie de tarjeta de racionamiento.

Al introducir la cajera el número del documento en la factura de compra, inmediatamente, quedaba registrado e identificado el comprador y, por consiguiente, el sistema computarizado, automáticamente, le impedía comprar otro kilo adicional, aunque volviera a hacer la cola, cómo ya nos hemos acostumbrado a hacer, si queremos comprar la cantidad de alimentos que consideramos necesaria para nuestra familia. Sencillamente, al introducir el número en la computadora, el sistema arrojaría la información de que ese usuario ya había adquirido el kilo de leche que le correspondía.

No sé si esto sucede igual en el resto del país con la leche, carne, café, azúcar, aceite, margarina, sardinas enlatadas, pañales y toallas sanitarias que, según las informaciones de prensa, escasean en toda Venezuela, pero en Maracaibo, utilizar la cédula de identidad como tarjeta de racionamiento se está convirtiendo en un hábito. Así ocurre en los antiguos supermercados Éxito y, en algunas oportunidades, incluso, son militares los encargados de exigir el documento y de distribuir los productos. Al gobierno no se le ocurrió una manera más humillante de combatir el “acaparamiento” y la especulación de los revendedores.

Como siempre, los ciudadanos somos todos sospechosos de cometer delitos en esta revolución y nos vemos obligados a demostrar a cada instante nuestra inocencia. Así sucede con los ancianos que cobran una pobre pensión del Seguro Social que, por lo general, no les alcanza ni para comprar los medicamentos que necesitan mensualmente. No importa la condición de salud en la que se encuentren, en sillas de ruedas, con vías puestas en las venas para medicamentos, con bastones, con Parkinson o convulsiones, los viejitos se ven obligados cada tres meses a hacer cola en una prefectura para obtener la fe de vida que deberán presentar en los bancos para demostrar que están vivos y tienen derecho a cobrar su pensión de vejez. Cansado estoy de ver las resignadas colas de ancianos todos los meses en las taquillas de los bancos, como si no se pudiera idear una forma más digna de hacer llegar el dinero que por derecho les pertenece y de evadir los posibles fraudes que se cometen en el sistema. ¿Por qué una persona que entregó su vida al país se ve obligada a demostrar mensualmente, en el ocaso de su vida, que no es un delincuente para hacer efectivo su derecho a una pensión de vejez?

¿Por qué, yo, usted o cualquier otra persona tiene que ser sometida a la humillación de demostrar ante un cajero de supermercado que no somos acaparadores, ni especuladores ni revendedores de productos de primera necesidad?

Cuando uno va al centro de Maracaibo, como sucede en las otras ciudades del país, se consigue con chiringuitos de buhoneros en donde se venden los productos que escasean hasta a tres veces el valor regulado por el gobierno. Lo veo yo, lo ve usted y lo puede ver cualquier persona. ¿Cómo es que las autoridades no lo ven? ¿Por qué no toman las medidas legales pertinentes contra esos revendedores? He visto a guardias nacionales y policías comprando en esos sitios sin que se les ocurra siquiera hacer algún reclamo al vendedor.

En los puestos de los buhoneros están los productos, en los supermercados tienen completamente identificados a quienes compran grandes cantidades de leche, azúcar, aceite y margarina para revenderlo con un valor triplicado. ¿Por qué tiene uno, ciudadano que trabaja para tratar de cubrir sus necesidades básicas y paga sus impuestos, que verse en la humillación de demostrar a cada instante que es honesto?

Algo muy malo debimos haber hecho los venezolanos para merecernos ser siempre sospechosos y vivir lo que estamos viviendo o algo muy equivocado debemos estar haciendo o dejando de hacer para que las cosas ocurran cómo están ocurriendo sin ser capaces de detenerlas o corregirlas.

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