Maracaibo-Mérida, Crónica de carretera
Poco más de tres horas rodando. El viaje ha sido tranquilo. Hay tráfico pero se avanza con constancia y sin atascos. La carretera en grandes tramos está en mejores condiciones que la última vez que transité por ella. La han repavimentado y quitado cerca de la mitad de los absurdos reductores de velocidad que tenían. Todavía quedan demasiados en los que se siguen apostando vendedores de café, jugos, tortas, conservas, ponqués y toda clase de avíos, pero hay que reconocer que está un poco más despejada. Todavía hay largos tramos llenos de cráteres pero ya uno hasta agradece que hayan tapado algunos.
La batería de mi celular indica que ya está a punto de apagarse. Una rayita roja en el ícono de la batería es la señal de que gracias a tanta foto subida a Instagram, Facebook y Twitter y al intercambio de mensajes con la familia en el whats app, la batería se ha consumido con mayor rapidez.
Una especie de nerviosismo se empieza a apoderar de mí. Como un síndrome de “pre abstinencia”. Temo quedarme sin teléfono en mitad del viaje. Un temor que se fundamenta, por un lado, en el “pánico a la desconexión”, a pasar horas fuera de las redes sociales, sin acceso a información inmediata y sin posibilidad de comunicar cuanta pendejada pasa por mi mente. Y, por otro lado, en el miedo real de que suceda algo en mitad de la carretera y no tener cómo comunicarme para pedir auxilio. A pesar de mis temores, no puedo parar de tomar fotos y postearlas. ¡Qué vicio!
Nos detenemos en una estación de servicio donde normalmente paramos para repostar combustible y tomar un café y aprovechamos para ver si tienen el químico limpiador de inyectores de vehículos que no conseguimos por ningún lado en Maracaibo, con excepción de uno carísimo en Ferre Total que costaba casi 400 bolívares.
Estamos de suerte. La bomba no solo cuenta con gasolina de 95 octanos, sino que tiene dos potes de limpia inyectores a 65 bolívares cada uno. Llenamos el tanque y compramos los dos potes de limpiador. Satisfechos, subimos los peldaños que nos llevarán al restauran de carretera donde podremos liberar la vejiga y tomar un café que nos espante la modorra vespertina.
Antes que nada, le pido al muchacho que, por favor, me ponga a cargar el teléfono mientras compramos el café y vamos al baño. Amablemente conecta el aparato a la corriente y mientras me prepara el café, observo el amplio lugar que he visitado incontables veces. Contemplo pensativo las vitrinas casi vacías. En unas apenas quedan unos cuatro paquetes grandes de Pepitos. Otras están desoladas. En un aparador hexagonal de vidrio, hay, tratando de llenar el espacio, unos cuantos potes de talco Borocanfor para los pies y unos dos corta uñas.
–¡Esto está pelado! –Comento; más triste que extrañado, pues es el lugar común en todos los establecimientos del país. La respuesta detrás de la máquina Gaggia en la que que empieza a borbotear el café que sale por el tubo, también es el lugar común en estos casos:
– No nos llega nada. No conseguimos mercancía. Los distribuidores vienen y no traen nada. Aquí tenía yo un estante lleno de chiclets y caramelos –dice señalando un espacio vacío sobre el tope de la barra–, tuve que eliminarlo porque ya no llega nada de eso. En este lado –dice apuntando en el aire a su derecha–, tenía un exhibidor grande lleno de Pepitos, papitas fritas, tostones, Cheese Trees... Nada de eso está llegando.
La letanía de la escasez y la dificultad para trabajar continúa. Veo el inmenso espacio y pienso en lo que debe costar en alquiler, impuestos, servicios y empleados mantener ese lugar, en el esfuerzo que ese muchacho está haciendo para defender con las uñas su medio de vida.
–Aquí es muy difícil trabajar –se lamenta-. Lo peor es que todavía hay mucha gente que no termina de ver hacia donde nos están llevando…
Al rato, pido mi celular y nos despedimos para continuar nuestro viaje. Miro el icono de la batería y sigue con la misma rayita roja. Los minutos conectado al enchufe no parecen haber servido de nada. El muchacho me da la solución:
–Unos 200 metros más adelante, en la orilla de la carretera, venden cargadores para carros. Compre uno ahí para que no se quede sin pila.
Efectivamente, a mano izquierda de la vía, hay dos puestos de ventas. Uno vende frutas y verduras. El otro, tiene forros y cargadores de celulares. Están casi sobre el pavimento, en un espacio de tierra en la que clavaron cuatro estacas de madera y le pusieron un escueto techo de paja. De unos alambres colgados entre dos de las estacas, guindan los accesorios para celulares. Todos genéricos. Todos chinos.
El hombre amablemente me interroga sobre lo que busco e, inmediatamente detecto por su acento al hablar, que es colombiano. Se lo digo y se asombra de que lo descubriera “Todo el mundo me pregunta de una vez si soy colombiano. ¿Tanto se me nota?”. Obviamente, se le nota al parcero que viene de la hermana república.
–¿Para dónde van?
–A Mérida.
–¿Y cómo está la cosa en Mérida, ya se ha calmado?
–Se calma a ratos pero no del todo. Es que mientras sigan todos los problemas no se va a calmar del todo.
Al hombre le brillan los ojos. Me mira y me dice:
–Tiene que calmarse porque al gobierno lo elegimos nosotros. Hace cuatro meses votamos y todos votamos por Nicolás.
El hombre junta los dedos como quien agarra una tiza y en un cartón que guinda de los palos del chiringuito, hace amago como de profesor que se presta a explicar en la pizarra algo a los alumnos:
-Lo que tienen que entender es que esto es una “Democracia” –dice al tiempo que mueve las manos como si escribiera la palabra–. Nosotros votamos y estamos felices con esto. Nosotros, como dicen, estamos felices comiendo mierda y eso tienen que entenderlo.
Le digo que una democracia no es solo eso y que en Venezuela somos dos mitades que tienen que convivir y respetarse mutuamente.
–No somos dos mitades. Somos un 51 por ciento y un 49 por ciento. Eso es lo que tienen que entender que somos un 51 por ciento que estamos felices comiendo mierda.
–O sea, que por ese uno por ciento de diferencia, ¿tiene que comer mierda el cien por ciento? –Le digo ya cabreado.
–Bueno esa es la democracia. Yo estoy feliz porque yo esto que hago aquí no lo podría hacer en otro país. Yo no podría vender esto porque me perseguirían y no me dejarían trabajar. Por eso yo voté por el socialismo.
–En otro país podrías hacerlo, pero tendrías que pagar impuestos y solicitar permisos para poder hacerlo. No como lo haces aquí. Y con esos impuestos que pagarías no tendrías esas troneras en la carretera que tienes en frente. Lo que no podrías hacer en otro país es vender una cosa que cuesta centavos de dólar como este cargador en 160 bolívares y no pagar impuestos ni servicios. Yo creeré que a ti te gusta el socialismo por el que votaste cuando esto que te cuesta 50 bolívares los vendas a 60 y no a 160 como lo vendes. O sea, tú estás feliz aquí porque aquí haces lo que te da la gana y te vives el país sin importarte esos huecos que tienes en la carretera.
–¿Acaso la carretera lo es todo? Mi esposa dio a luz hace un año y vino la ambulancia, la buscó, la llevó al hospital y la atendieron y solo tuvimos que pagar lo mínimo, casi nada pagamos. Por eso es que estamos felices comiendo mierda.
–Eso no es nuevo. Cuando yo tenía 14 años, en la Venezuela democrática, me fracturé la pierna y en el hospital me atendieron, me pusieron un yeso y me corrigieron la fractura sin pagar ni medio. Anda hoy a un hospital a ver si pasa lo mismo. Ni yeso tienen.
–Bueno, pero nosotros votamos por eso y tienen que respetarlo. Es más, yo sé que algún día la revolución no va a tener para seguirnos dando todo, por eso yo ahorro, para que, cuando el gobierno no pueda darme, yo tener con qué…
–Claro, tu ahorras porque le ganas más a lo que vendes que lo que le pueden ganar los comerciantes que pagan impuestos, servicios y generan empleos. Este cargador que me vendes en 160 bolívares lo consigo en eso o menos en un centro comercial, en cualquier negocio de esos que el régimen acosa por los “precios justos”. Esa es toda la felicidad de ustedes, hacer lo que les da la gana y vivirse al país.
La taquicardia retumba en mis oídos. Me monto de nuevo en el carro, respiro profundo varias veces y retomo la lectura de “Los incurables” para terminar de calmarme. Mientras el libro me ayuda a recobrar el equilibrio y estabilizar el ritmo cardíaco, el celular se carga con el aparato comprado al colombiano.