El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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A veces canto

Imagen tomada de Noticias 24

Imagen tomada de Noticias 24

Canto:

É pau, é pedra
É o fim do caminho
É um resto de toco
É um pouco sozinho…

É um caco de vidro
É a vida, é o sol
É a noite, é a morte
É um laço, é o anzol…

Canto «Las aguas de marzo» que suenan en el equipo porque no quiero pensar. Voy en el carro y no quiero recordar la escena que acabo de vivir. Por eso, le subo el volumen al equipo de sonido y canto:

São as águas de março
Fechando o verão
É a promessa de vida
No teu coração…

É pau, é pedra
É o fim do caminho
É um resto de toco
É um pouco sozinho…

Poco antes de las seis de la tarde, hora en que normalmente cerramos nuestro negocio, decidimos cerrar y correr al supermercado. Había llegado leche en polvo y llamamos al dueño del supermercado para ver si nos podían vender la cantidad que necesitamos para nuestras familias que hace ya unos cuantos días no consiguen el preciado alimento.

En realidad, las familias son tan numerosas que es casi imposible que en una sola compra podamos satisfacer toda la demanda, pero si lográbamos comprar un poco más que los dos paquetes que corresponden por persona, pues algo aliviaríamos a los más urgidos.

-Eso ahora está bastante complicado porque estamos muy vigilados –nos dice el amigo–, pero déjame ver si puedo conseguirles un bulto.

Si, un bulto de leche. 12 paquetes de 900 gramos cada uno. Eso es a lo máximo que podíamos aspirar para los familiares de Maracaibo y los de Mérida que pasan con facilidad las 50 personas incluyendo niños en edades en las que la leche debe ser parte imprescindible de la alimentación. Pero, bueno. De nada, algo…

Al poco tiempo llega el siguiente mensaje de texto:

“Pásame 6 números de cédula de identidad para poder chequearte el bulto porque solo son 2 paquetes por persona”.

A los cinco minutos las cédulas estaban en su bandeja de entrada y recibíamos la respuesta diciendo que pasáramos por el supermercado y preguntáramos por la gerente quien tenía las instrucciones para vendernos el producto.

Cerramos y corrimos al lugar.

El supermercado estaba a tope. Quienes iban a comprar solo los dos paquetes de leche en polvo debían hacer una fila en la calle hasta que les correspondiera el turno de pasar a hacer la cola dentro del local. Quienes iban a comprar más de 300 bolívares de otros productos podían pasar directo, hacer su compra y hacer también la inamovible fila para pagar.

Contactamos a la gerente –siempre de un asombroso buen humor a pesar de lo deprimente de la situación y de la presión del momento–. Nos pidió que esperáramos mientras nos resolvía nuestro pedido.

Tomé asiento en la silla del vigilante que estaba vacía porque el hombre, junto con otro grupo de empleados trataba de poner orden en la calle y adentro.

La gerente se me acerca y me dice:

–En estos días un hombre me partió el vidrio de la entrada. Era un bachaquero borracho… si hubiera tenido un revólver habría matado a alguien.

Sigue atendiendo su trabajo. Despacha por aquí, da instrucciones por allá. Siempre amable y con una sonrisa en los labios. Son las siete de la noche y ella se encuentra como si acabase de llegar a un relajado despacho de oficina. Recibe llamadas y avisa a quienes llaman que sí, que pueden venir a buscar leche que todavía están a tiempo. Yo miro a la mujer y no puedo menos que admirar su paciencia y su capacidad para atender mil cosas a la vez. Me dice:

–Ya saben que no podrán comprar más leche en una semana porque la cédula queda registrada como que ya compraron y si intentan comprar de nuevo, los bloquean.

Una vez más pienso en como nuestro documento de identidad devino en libreta de racionamiento. De la fila de la calle veo que entran las 20 personas a las que les permitieron entrar en ese momento. Una mujer regordeta pasa y justo cuando está frente a mí, se detiene, se saca su chancleta y la levanta para verificar que está despegada. Su rostro está sonriente. Las dos horas haciendo cola afuera no parecen haberla amargado. Lleva unos leggings a media pierna y al detallarle la franela distingo que, al nivel de los senos, tiene una calcomanía  de Arias Cárdenas con un corazón tricolor. Se acomoda su chancleta de nuevo en su pie y sigue hacia la cola de la leche.

Más atrás, viene otra mujer con franela roja. Esta lleva los ojos del difunto Chávez al nivel de sus voluminosas tetas.

Pienso en cómo una gente puede, después de pasar tan humillante momento para comprar 2 paquetes de leche en polvo, ir el siguiente domingo a dar su voto por un régimen que lo ha sometido a semejante bochorno.

La gerente me saca de mis elucubraciones, cuando la oigo a mi lado decir a un empleado, casi en un susurro:

–Alfredo, busca una caja de huevos para meter la leche de los señores porque si los que están afuera ven que salen con un bulto de leche, los linchan.

La mujer me mira y no tengo más remedio que sonreír con una mueca y decirle:

–En este país se puede comprar cocaína con más facilidad y menos riesgo que unos cuantos kilos de leche.

Asiente con la cabeza y me da las 6 facturas con los números de cédulas que le habíamos pasado al dueño en el mensaje de texto. Con su amabilidad característica, dice:

–Cojan la caja y salgan rápido…

Nos montamos en el carro y al prenderlo, el pendrive suena “La maldita primavera” de la mexicana Yury.

Llevo el alma en el suelo. El haber conseguido comprar ese bulto de leche que para unos sería un gran triunfo, me hace sentir triste y derrotado.

Recuerdo las colas de Cuba para todo y por todo que en el 91 me parecían tan insólitas y no puedo creer lo que estoy viviendo en mi rico y petrolero país.

Recuerdo la crónica de Leonardo Padrón en su libro “Kilómetro cero”, sobre su visita a Cuba en el 92:

“…Uno se pregunta cuál sería el estado actual de la revolución si Estados Unidos la hubiera dejado crecer libremente, si se hubiera podido  intentar la construcción del ‘hombre ideal’ sin tanto cerco y sin tanta dependencia lejana…”

Reviso esas líneas de Padrón y me convenzo que en realidad el bloqueo no fue más que la excusa de Fidel para someter a su pueblo. El proceso en Venezuela lo confirma. Sin bloqueo de USA y con el engaño caza-bobos de una imaginada y cacareada “guerra económica”, han logrado sumir a la gente de un país rico en las miserias de la isla caribeña.

Pienso en que el domingo yo estaré haciendo mi cola para votar contra esa humillación que acabo de vivir en ese supermercado, pero me inquieta e indigna que tantas personas –como esas dos mujeres con propagandas del régimen en sus pechos–, sin pensar en el apagón de cuatro horas sufrido dos días antes ni en la horas de vida que pierden en una cola para llevar un poco de alimentos a sus hijos, estarán en esa misma cola para seguir votando por las colas y la ruina de un país que alguna vez fue uno de los más ricos y prósperos de América Latina.

Le doy volumen al radio y canto a todo pulmón:

Lo que tu paso dejo 
es un beso que no pasa de un beso 
una caricia que no suena sincera 
un te quiero y no te quiero 
y aunque no quieras 
sin quererlo piensa en mi. 

Si para enamorarme ahora 
volverá a mi la maldita primavera 
que importa si para enamorarme basta una hora 
pasa ligera la maldita primavera 
pasa ligera me maldice solo a mi. 

¡Nada como “La maldita primavera” para desahogar un grito! Sigo cantando. Canto para no pensar. Canto para no llorar.

El buitre hambriento nos ronda

Buitre

Captura de pantalla de la página http://www.cuentosinfin.com/el-buitre/

Quienes me siguen en la redes sociales deben haber leído el cuento de Kakfa que aparece en la foto porque lo he subido varias veces tanto a Facebook como a Twitter y Google+.

La razón por la que reincido en la publicación del corto relato de Franz Kafka titulado «El buitre» es porque desde que lo reencontré -hace pocos días, gracias a la mención que de él me hiciera mi sobrina Valentina-, «El buitre» me ha estado carcomiendo la mente. Me impresiona ver que en pocos párrafos, en apenas 20 líneas, el autor nacido en Praga ha logrado pintar de manera tan contundente y precisa la Venezuela de los últimos 15 años.

El cuento parece una alegoría de lo vivido y sufrido por los venezolanos desde que el socialismo a la cubana decidió instalarse en estas tierras benditas de las que parece haberse olvidado Dios.

A los venezolanos, como al hombre del cuento, desde hace 15 años nos empezaron a devorar como lo hace el buitre de la historia kafkiana. El régimen actúa como el hambriento emplumado y los ciudadanos hemos respondido tal y como lo hace el hombre de la historia, nos justificamos para no hacer nada contra el buitre, nos sobran las excusas para la inacción: «porque somos débiles», «porque el buitre es muy fuerte»,»porque estamos solos», «porque lo que nos ha quitado es poco» -al hombre del cuento apenas los zapatos y los pies. Todavía tiene el resto del cuerpo-. Como aquellos a quienes les expropiaron 2 de sus 5 fincas y lo asumieron sumisamente porque le quedaron 3 y no quisieron arriesgarlas…

Como en el caso del relato, algunos venezolanos no hacemos nada porque sentimos que hasta ahora es poco lo que hemos perdido y «No vale. Yo no creo» que pasen de allí. «Venezuela no es Cuba»…

Otros esperamos que la solución nos venga de afuera, que aparezca el hombre y diga que va a buscar el fusil para atacar al buitre y nos defienda. Porque «a los gringos no les conviene, porque el petróleo, y bla bla bla…»

Con cierta impotencia y resignación, hemos tolerado que el socialismo a la cubana se vaya afianzando en suelo patrio. Lo vemos venir, lo sentimos llegar pero todavía no parecemos convencernos.

15 años han pasado y todavía muchos dicen «No vale. Yo no creo». Mientras otros celebran con la inconsciencia de quienes no se han percatado de que esa fiesta terminará en una resaca que Carianilos devorará a ellos también.

El buitre de Kafka tiene días revoloteando en mi cabeza. Leo la despedida del programa Zonalibre de Alexandra Cariani luego de 8 años al aire en horario estelar de la Emisora Cultural de Caracas y siento que el pajarraco ha asestado un certero picotazo en nuestra libertad.

¡Qué tristeza tan honda me da cuando leo noticias como esa!

Al leer a la Cariani siento que en este país se han conseguido tantas formas de irnos enmudeciendo, de irnos devorando la libertad, que una vez más recuerdo el cuento de Kafka y «El buitre» anida en mis neuronas.

Siento que la bestia nos va carcomiendo de a poco y nosotros por ignorancia, por estupidez, por cobardía, por desinterés, lo permitimos sin hacer nada. Me abruma la tristeza.

Pocas horas después, leo en Últimas Noticias que el régimen estudia una medida mediante la cual los «Extranjeros deberán pagar en dólares pasajes que compren en el país». Sí, en dólares y no en moneda nacional. El buitre enfurecido ataca de nuevo, pienso.

Leo y releo la noticia porque el titular de un solo golpe me mandó 23 años atrás cuando fui a La Habana y como turista todo lo tenía que pagar en «divisas», como decían ellos. Si quería como extranjero invitar a comer a un cubano, su comida también la debía pagar en dólares. El peso cubano era un entelequia que no servía para nada.

Vuelvo a leer y solo puedo pensar que luego será con el pago de hoteles, con el pago de servicios turísticos… En poco tiempo el bolívar fuerte valdrá lo mismo que el peso cubano. Nada.

En el cuento de Kafka, llega el momento cuando el buitre sabe que un hombre puede buscar la escopeta para enfrentarlo. Ante esa certeza, la plumífera y hambrienta bestia decide atacar con más saña e ir por todo. Picotea en el cuello con furia y la sangre que maná lo ahoga.

Solo falta saber si en nuestro caso la sangre que brote realmente ahogará al buitre o, por el contrario, lo fortalecerá como a un vampiro hasta terminar de arrasar con todo.

Memorias de un viaje a Cuba

cuba

I – Diciembre, 1990

Yo estaba recién graduado en Comunicación Social, trabajaba en la Universidad de Los Andes y tenía frescas las ideas del socialismo que nos emocionaban cuando éramos universitarios. Me sentía ansioso por conocer la patria de Fidel y  ver de cerca la maravilla que podía ser el sistema socialista. La oportunidad me llegó con el Festival de Cine de La Habana. Una semana en la isla a un precio que mi escaso sueldo de recién graduado podría afrontar.

Así que, preñado de ilusiones, me enrumbé por ocho días al Festival de Cine, en un viaje financiado a pagar en dos años, con más intenciones de conocer de cerca La Habana que de encerrarme en los cines a ver películas.

Lo primero que me asombró al bajar del avión y subir al autobús que nos llevaría al hotel Vedado, fue la obscuridad en la que estaba sumida la ciudad. Eran cerca de las once de la noche, y  no podía creer que estuviera llegando a la capital de un país, con esas calles en tinieblas y solitarias.

El autobús hizo una primera parada en el hotel Deauvill para dejar al lote de venezolanos que se hospedaría allí. Entonces, recibí la segunda sorpresa del viaje: en una edificación en frente del hotel, amparadas por la obscuridad de la calle y tras unas columnas, se encontraban dos mujeres. Una era mayor, según pude distinguir y la otra bastante joven, vestida con una minifalda roja con lunares blancos, una blusa descotada y una cartera terciada al brazo.

No me pude contener y le comenté al amigo que iba en el asiento a mi lado:

-¿No que en Cuba no hay, prostitución? ¡Pues, esas son putas, aquí y en cualquier país del mundo!

En ese momento comencé a sentir que algo no encajaba con la visión que yo llevaba de La Habana y la realidad que se me estaba mostrando.

Al día siguiente, me levanté, me bañé con agua bien caliente y agarré calle sin ningunas ganas de ir al cine. Bajé a desayunar y me pareció que la comida tipo buffet estaba bastante aceptable y abundante. La servía una señora de unos cuarenta y  tantos años. Cuando me sirvió mi ración le dije “oye, pero que pichirre. ¿por qué me pone tan poquito?”

-¡Ay, mimí! -forma cariñosa que tienen los cubanos para llamar a la gente- si tú supieras lo que tengo que comer yo-. Dijo la señora y me pareció que se le aguaron los ojos. Ante lo cual, sonreí apenado, di media vuelta y me fui a la mesa. Ya empezaba a notar como una opresión extraña en el pecho.

Tomé mi desayuno y empecé a caminar por esas calles de La Habana, rumbo hacia el Malecón.

Las avenidas, aunque en buen estado, tenían muy poca circulación de carros y me llamaba la atención lo viejo de los modelos, los más nuevos eran los rusos, Lada. Entonces, me percaté que la ciudad toda era como si se hubiera detenido en el tiempo.

Las edificaciones más nuevas eran de los años sesenta, una arquitectura hermosa, pero bastante deteriorada.

De repente, tuve la sensación de que estaba realizando un viaje al pasado…

II – Cuando la realidad te golpea en la cara

La Habana, a pesar de la falta de mantenimiento que se podía apreciar en sus edificios y casas, tenía algo que me fascinaba. Una energía particular que me recargaba las baterías y me permitía, con apenas dos o tres horas de sueño por noche, recuperarme y salir a buscar cubanos que me mostraran una imagen más agradable de la ciudad que la que dan los marginales que pululan alrededor de los hoteles y lugares turísticos, y a impregnarme de ese mundo que me resultaba extraño y atrayente.

Al segundo día, caminando por Coppelia, el parque donde se encuentra la famosa heladería, donde los cubanos podían ir consumir con sus pesos solo el helado “Varadero”, ya que los demás estaban destinados para las divisas de los turistas, me encontré a unos amigos venezolanos que no daban crédito a la especie de hamburguesa que habían comprado y que no pudieron comerse. Era una cosa seca como paja y sin sabor. Días después, algunos cubanos me comentarían que la carne la rendían con cartón. La verdad no sé si es un mito urbano, pues no me interesó comprobarlo.

Dejé a mis amigos en el cine y seguí escudriñando la ciudad. Iba distraído, admirando la arquitectura que no me dejó de impactar durante los ocho días que estuve en la isla. Realmente, La Habana es hermosa.

Andaba deambulando por las calles de la capital cubana sin rumbo fijo cuando, de pronto, veo una hilera interminable de gente. Era la hora del almuerzo y, por curioso, comencé a recorrer la fila de atrás hacia adelante para averiguar qué me esperaría al inicio de esa cola. Luego de pasar unas cuantas caras lánguidas siguiendo el rastro de la fila, noté  que el río de gente se adentraba en un almacén que, en alguna época, debió ser una tienda por departamentos o algo así. La hilera continuaba a lo largo del establecimiento y yo no sabía si mirar a los que estaban en ella o la ropa y los zapatos mal hechos que vendían en el establecimiento.

Al llegar al comienzo de la cola los ojos se me iban a salir de las órbitas. Esa gente estaba allí para recibir, la verdad no llegué a preguntar si tenían que pagarlo, un plato mazacotudo de pasta que de sólo verlo revolvía el estómago.

Recordé a la señora del restaurante del hotel y, con unas terribles ganas de llorar, salí del sitio sin poder dejar de mirar los artículos que allí vendían. En viejos maniquíes y mesones se observaban pantalones con una bota más ancha que otra y de tallas inverosímiles, descomunales pantaletas, camisas mal cortadas con una manga más larga que la otra…

Días después, Fidel, un poeta a quien conocí en el teatro Mella, me indicaría que en las fábricas donde hacían la ropa, lo que importaba era la producción y no la calidad. Esto explicaba porqué, cuando un turista quería meter a un cubano al hotel (donde tenían prohibida la entrada, como en muchos otros sitios), generalmente, le buscaban ropa prestada. Una de las formas de reconocerlos era por la indumentaria y, la otra, por el acento.

Según me contó el poeta, los cubanos sólo podían disfrutar de los hoteles para turistas, cuando se casaban. Entonces les permitían pasar tres días de luna de miel allí. Eso sí, siempre y cuando no llegaran clientes del exterior y necesitaran las habitaciones. Si esto sucedía, tenían que abandonar el hotel, pues el turista tiene preferencia porque deja divisas.

A partir del tercer día, ya los recuerdos se me agolpan y no puedo distinguir exactamente que pasó primero y que después. Todo lo que iba viviendo era muy intenso y desconocido para mí. Sentía que las injusticias que estaba viendo me cargaban cada vez más y me indignaba que los cubanos fueran ciudadanos de quinta categoría en su propia tierra. Lo que sí tengo muy claro es que esos recuerdos más que en la memoria los llevo guardados en el alma…

III – Mi encuentro con la ley

A los pocos días de estar en La Habana, pude conocer de cerca lo que es la inteligencia del régimen al tener un desagradable encuentro con la ley.

Corría el tercer o cuarto día de estar en el Hotel Vedado, ya estaba harto de la comida. Todos los días lo mismo: cochino frito, pollo frito, no sé cuántas fritangas más y esas ensaladas a las que no les cabía más mayonesa. Pero, como los viajes a la isla sólo se pueden hacer con hotel y alimentación pre pagada, no tenía más alternativa. Además, el presupuesto para el viaje era corto, con un sueldo de recién graduado.

Uno de esos días me agarró la hora del almuerzo en el hotel Capri y me dije: “Pues yo me voy a arriesgar y voy a tratar de comer aquí para variar la comida”.

Así lo hice y !oh sorpresa! el menú era exactamente igual que el del Hotel Vedado. El mismo que en el Habana Libre y el mismo que en todos los hoteles. Decepcionado, me senté y almorcé.

No recuerdo bien si ese mismo día o el siguiente, en la noche, cuando  me encontraba en el bar del Habana Libre con unos amigos venezolanos, apareció un muchacho cubano que había conocido a uno de los participantes del festival que estaba conmigo y lo fue a buscar al bar, con la mala suerte para mí que, al momento de ir a agarrar a su amigo para sacarlo del bar, se arrepintió y halándome por un brazo me llevó al lobby del hotel donde lo aguardaban una chica -su supuesta novia-, junto a otro amigo.

Yo no entendía muy bien de qué iba la cosa, hasta que el cubano me dijo:

-Asere, yo conozco al amigo que está contigo en la mesa y lo que queremos es entrar a compartir con ustedes.

Hasta allí, aunque extraño, no me pareció nada fuera de lo normal y pensé que tal vez esos muchachos me podrían dar una visión diferente de la isla. Les dije que bueno, que vinieran conmigo al bar. Para entonces, yo no tenía ni idea que los cubanos no podían entrar a los hoteles de turistas, esa información la obtuve después, esa misma noche, de una manera poco amigable, al tener mi encuentro con agentes de la ley.

No habíamos dado más de cuatro pasos, cuando aparecieron, como por arte de magia, cerca de cinco policías vestidos de paisano. De verdad que en los días que tenía en la ciudad no me había percatado que los hoteles eran estrictamente vigilados por estos agentes.

Se me acercó un negro tan grande como King Kong, con ojos enrojecidos y con la actitud de un verdadero gorila. Tenía cara de pocos amigos. Me preguntó que quienes éramos y hacia dónde nos dirigíamos.

Le expliqué que íbamos a tomarnos unos tragos al bar y, entonces, nos solicitó las identificaciones.

Mostré mi credencial como participante del Festival de Cine, que resultó una especie de salvoconducto y me dijo que todo estaba bien, que yo podía ir de nuevo al bar, pero que los cubanos tenían que irse con él.

No sé de donde saqué coraje y le respondí que no, que ellos estaban conmigo y que yo iría a donde los llevaran a ellos. Me contestó que no había problema y nos llevó a una oficina del hotel. Más tarde me enteré que esas son las oficinas que la inteligencia cubana tiene sembradas en todos los hoteles de turistas.

El gorila brió la puerta y dejó que entraran los cubanos. Cuando fui a entrar yo, otro agente me detuvo y me dijo:

-Tú no. Tú si quieres los esperas aquí.

Me imagino que ellos pensaban que no los esperaría pero, para mi propio asombro, me quedé plantado allí, frente a la puerta cerrada como por quince o veinte minutos, tratando de percibir algo a través de la gruesa madera oscura.

De repente, se abrió la puerta y salieron todos, policías y retenidos de lo más sonreídos. El cubano que parecía ser el líder de los tres, me pasó un brazo por el cuello y, sonriendo, me pidió que fuéramos al bar.

Yo no podía creer lo que estaba viviendo. Entonces, el muchacho se me acercó y me dijo entre dientes para que los agentes no lo oyesen:

-Todo bien, el policía me recordó que tenemos prohibido entrar a los hoteles y me advirtió que me tengo que ir del bar cuando se vayan ustedes.

-Ok. Pero me tienes que contar lo que pasó allí adentro –dije también entre dientes.

Cuando ya estábamos solos les pedí que me contaran con detalle lo que había pasado en la oficina y me dijeron que todo estaba bien, que los habían hecho firmar una caución y que les habían ordenado que dejaran el hotel al salir nosotros y que si los volvían a ver por allí, se los llevarían presos.

-¿Y que decía la caución que firmaron? –Dije, sin salir de mi asombro.

“No sabemos” fue la respuesta. “No nos permitieron leerla”.

Sólo después del incidente, el amigo venezolano que conocía a los cubanos me contó que eran dos jineteros y una jinetera que había conocido la noche anterior en la calle, al salir de su hotel. Se le habían acercado para preguntarle qué le gustaba a él, los hombres o las mujeres, porque les llamaba la atención su correa y le conseguirían lo que él quisiera, a cambio de ella, incluso mariguana.

Este es el tipo de gente con la que uno tiene contacto primeramente al llegar a Cuba, jineteras, traficantes, personas que están a la espera de cualquiera que les pueda ofrecer una posibilidad de acceder a las cosas que no tienen acceso debido a las restricciones que les impone el régimen. Gente malviviente que se sostiene de la prostitución y el tráfico de drogas.

Yo no me resignaba a pensar y aceptar que todos los cubanos fueran así, que todos se presentaran simpáticos y amables para esperar la menor oportunidad para tratar de sacar provecho de uno, al punto de llegar a ofrecerle matrimonio a cualquiera que los ayudara a salir de la Isla.

¡Qué difícil es establecer contacto con el pueblo cubano!

Yo seguía, cual Diógenes, buscando al hombre. En pos de conocer al cubano trabajador y honesto, a ese ser humano desinteresado que estaba seguro iba a encontrar. No me resignaba a irme de La Habana con la imagen del cubano que busca aprovecharse de la buena voluntad de los turistas desprevenidos…

IV – “Aquí tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor”

A medida que transcurrían mis días en La Habana, la opresión que sentía en el pecho se iba haciendo más fuerte.

No podía comprender cómo los ciudadanos de un país podían ser tratados como seres de tercera categoría, mientras veían en sus narices el trato que les daban a los turistas. No me parecía justo y esto no se compadecía con la imagen de igualdad y equidad que me habían vendido. Nade de lo que veía tenía relación ni parecido con mi idea del socialismo y del pensamiento de izquierda.

Allí pude comprobar que en la Cuba de la igualdad, algunos son “más iguales que otros” y que a los cubanos les queda solo conformarse con las migajas que el régimen les quiera dar.

No podía creer que al entrar a las tiendas de turistas de los hoteles, podía encontrar cualquier cantidad de productos importados a los que los cubanos no tenían acceso, pues eran almacenes para turistas en los que solo se podía comprar con dólares y a donde los nacionales tenían prohibida la entrada. La divisa estadounidense estaba prohibida para los cubanos y su tenencia constituía un delito.

La única manera en que un cubano podía adquirir productos de los establecimientos de Intur era si, de forma ilegal, conseguía dólares y algún turista le hacia el favor de comprarlos para ellos. Fue así como un actor, protagonista de telenovelas de la televisión cubana, pudo cambiar los zapatos rotos con los que andaba desde hacía 2 años: pidiéndole a un amigo venezolano que se los comprara.

Sobrecogido por tanta injusticia decidí entrar a ver una película del festival para tratar de distraerme y olvidarme, aunque fuera por 2 horas,  de la dramática situación del pueblo cubano. Con esa intención, me metí en una larga cola para entrar al cine.

Mientras esperaba que la fila avanzara se me ocurrió comentar en voz alta que “hasta cuándo tendría que hacer colas en La Habana” y escuché una voz detrás de mí que me decía:

-Oye cariño, ¡aquí en Cuba tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor! -La voz era de una hermosa trigueña que, como tantos otros cubanos, no perdían oportunidad para expresar su descontento.

Entonces recordé que, días antes, una amiga venezolana me había contado su experiencia al ir con su novio cubano a una de esas habitaciones que les alquilan por horas a los residentes de la isla para hacer el amor.

-Son sitios horribles -comentaba mi amiga-. Después de hacer la cola para poder entrar, resulta que los cuartos son una pocilga. ¡No pudimos hacer nada! Al rato de estar adentro, comenzaron a tocarnos la puerta para que nos apuráramos porque había más parejas en la cola esperando para entrar a utilizar “la habitación”.

Con esas palabras y recuerdos agolpados en mi cabeza, me dispuse a entrar a ver la película “Hello Hemingway”, inspirada en la obra “El viejo y el mar” del autor estadounidense Ernest Hemingway.

Casi no recuerdo nada del film de Fernando Pérez pues, al encenderse la pantalla, comenzaron a presentar el corto documental “El Fanguito”, una película dirigida por Jorge Luis Sánchez, en la que se muestra desde dentro la indignante cotidianidad de un barrio marginal en Cuba, con su pobreza y  el drama de la escasez de alimentos y la falta de servicios públicos.

Como si no bastase con lo que veía a cada paso en la ciudad, me encuentré con ese documental en el que se me ratifican de una manera cruda las impresiones que había acumulado durante mi estancia en la caribeña isla.

Ahí si no pude más. Arranqué a llorar desde que vi las primeras imágenes y no pude parar hasta que se encendieron las luces de la sala. Me sentía un poco avergonzado con el amigo que estaba sentado a mi lado pero no tenía forma de controlar el llanto.

Con una cierta sensación de liberación después de tanto moquear, me fui al hotel a descansar un rato para ir en la noche al teatro Mella a un recital de boleros, donde, por fin, me esperaría una agradable sorpresa.

V – ¡Por fin, Cuba, más allá de traficantes y jineteras!

Después de la catarsis realizada por la función del melodrama de Fernando Pérez, ”Hello Hemingway” y, sobre todo, por  las crudas imágenes de “El Fanguito”, el corto documental de Jorge Luis Sánchez en el que, por primera vez, un creador se atrevía a mostrar la cruel realidad que viven las barriadas más pobres de Cuba, me fui al hotel a dormir un rato. Necesitaba cargar baterías para la noche que prometía ser larga.

Así lo hice. Dormí poco más de una hora, me levanté y me fui al teatro Mella a un recital de boleros con una cantante que me habían recomendado mucho, aunque ahora no recuerdo su nombre. Mis amigos me habían dicho que después del concierto nos reuniríamos en el café del teatro para conversar un rato.

Llegué y me encontré con la puerta del teatro cerrada y el café vacío por completo. Me quedé un rato parado mirando hacia adentro, pensando que tal vez estaban ya en la función y que alguien me abriría para poder entrar.

Pero nada. No se oía el más mínimo ruido. Convencido de que me había equivocado de teatro, ya estaba listo para regresar al hotel, cuando vi que una pareja se acercaba a la puerta y venía hacia donde yo estaba.

-¿Qué pasó asere? – me dijo el muchacho.

Le conté lo sucedido y él me informó que el recital lo habían hecho a las cinco de la tarde y que ya todo el mundo se había retirado.

Lamentando la confusión me disponía a irme cuando la muchacha me dijo que entrara  para que, por lo menos, conociera el teatro.

Pensé: “total, si ya los planes de la noche se me habían arruinado, pues conocería el Mella y luego me iría al malecón, donde indefectiblemente terminaban las jornadas y siempre se conseguía diversión durante las noches del festival.

Abrieron la puerta y se presentaron: Alejandro, se llamaba el muchacho y era el encargado del teatro. Ella se llamaba Verónica y lo estaba acompañando en su guardia.

Al entrar me sorprendió conseguir un grupo de cubanos adentro conversando. Hasta ese momento, había pensado que sólo estarían Alejandro y Verónica.

Los otros, al verme se miraron entre sí. Extrañados, inquirieron con la mirada a la pareja. Estos les explicaron mi situación y poco a poco todos nos fuimos relajando y dejando a un lado la mutua desconfianza que sentíamos inicialmente.

Así fue como conocí al escritor Ernesto Fidel, tal y como suena, nombre más revolucionario no podía tener. Al poeta Julio Vicioso, a Eugenio, que era administrador de algún teatro, si mal no recuerdo, a la actriz de teatro Verónica y a Alejandro, descendiente de familia acomodada, a la que la revolución le expropió sus propiedades y quien, en ese momento, era el encargado de cuidar el teatro Mella.

Esa fue una de las mejores noches que pasé en La Habana. El teatro, que cuenta con un aforo de cerca de 1500 butacas, era espectacular, con su gran escenario a la italiana y su moderno estilo arquitectónico.

Lo mejor de la noche fue que, por fin, pude tener contacto con el cubano llano, el ciudadano que vive su vida sin pretender que un turista le proporcione las cosas de las que se ve privado en su cotidianidad. El cubano que trabaja para su sustento sin estar esperando la oportunidad de aprovecharse del prójimo. Nada de jineteras y traficantes.

A medida que se fue rompiendo el hielo del primer contacto, comencé a relatarles a los muchachos mis vivencias en su ciudad. Mis decepciones con respecto al régimen y a la calidad de vida del pueblo cubano y la tristeza que me producía cada vez que yo tenía privilegios o preferencias como turista y era mejor tratado que los nacidos en esa tierra.

Pasamos la noche cantando, sacamos máscaras y vestuarios de los espectáculos que allí se habían producido y jugamos como niños. Ellos bebían del ron cubano, no del Havana Club, por supuesto. Ese está destinado a los turistas. Ellos tomaban del ron de menor calidad al que el gobierno les permitía acceder.

Cuando ya había descargado con ellos mi rabia y frustración, me dijeron:

-Es impresionante como en tan pocos días has podido captar lo esencial de la vida del pueblo cubano. Pero, aunque todo eso es así, también hay otra parte de la isla que nosotros te quisiéramos mostrar para que puedas completar tu visión de Cuba.

Fidel y Julio me comentaron que eran muy pocos los turistas que veían lo que realmente es La Habana pues el sistema no les permite que tengan contacto con la realidad más allá de lo que el régimen le quiere mostrar. “Tropi collage”, comentaron a coro y me prometieron que después me explicarían a qué se referían con esa expresión.

Todos tenían sus fuertes críticas al régimen e incluso llegaban a tener agrias discusiones cuando se enfrentaban quienes, dentro del grupo buscaban la forma de salir de la isla y los que sostenían que debían quedarse, dar la pelea y tratar de mejorar la situación. Por supuesto, también estaban quienes se ubicaban en un punto intermedio y trataban de conciliar las dos posiciones.

Con la finalidad de mostrarme un rostro más amable de la Cuba revolucionaria, Eugenio se ofreció a llevarme al día siguiente a conocer otras cosas de la ciudad y Fidel me invitó a cenar a su casa.

Salimos del teatro como a las 2 de la mañana, felices. No podíamos parar de hablar y comentar mi experiencia en Cuba. Nos fuimos caminando, cantando y conversando hasta el malecón donde, sentados a la orilla del mar, esperamos el espectáculo del hermoso amanecer habanero. Nos despedimos y Eugenio se comprometió a buscarme a las 10 de la mañana en el hotel para ir a visitar La Habana Vieja, declarada por la Unesco como Patrimonio Histórico de la Humanidad.

VI – La hermosa Habana Vieja

A la mañana siguiente de haber conocido a los muchachos del teatro Mella, mientras me bañaba, tomé la decisión de que no permitiría que las injusticias que veía por doquier en La Habana, me afectaran hasta el punto de casi amargarme el viaje. Total, nada podía yo hacer para remediar la situación y conocerlos a ellos me sembró una esperanza de que ese pueblo, algún día, conseguiría superar sus problemas y vivir en una mejor sociedad.

Estaba terminando de vestirme, cuando sonó el teléfono de la habitación para informarme que Eugenio me esperaba abajo. Tomé unos pesos cubanos que tenía en la habitación y no había utilizado pues todo había que pagarlo en divisas y fui a su encuentro para visitar La Habana Vieja y comprar algunos libros, que era el único artículo que un turista podía comprar con los pesos.

Cuando entré al lobby, me extrañó no encontrar a Eugenio en el salón, miré alrededor y lo conseguí afuera del hotel. Le molestaba bastante la incomodidad que significaba estar esperando dentro de un sitio donde sabía que no era bien visto. Así me lo hizo saber.

Recorrimos las hermosas calles de La Habana Vieja, con su arquitectura barroca y neoclásica. Visitamos la barroca Catedral de San Cristóbal que necesitaba una urgente restauración pero, según me dijo Eugenio, era muy costosa pues tenía serías fallas estructurales que se debían reparar y el gobierno no contaba con el dinero precisado para eso.

Fuimos al Capitolio que, irónicamente, recuerda al de Estados Unidos, la Plaza de Armas, contemplamos el faro de El Morro y visitamos la Bodeguita del Medio, donde entramos sólo para ver uno de los lugares preferidos de Hemingway, con sus paredes tapizadas de fotos autografiadas de personajes famosos de todo el mundo, que han tertuliado en el sitio. La visita fue sólo para curiosear y conocer, pues los precios eran prohibitivos para un joven turista con corto presupuesto para viajar.

Los pies me ardían de tanto andar, pero lo que estaba viendo bien valía el cansancio. Tenía la mirada llena con esa arquitectura colonial que lo devolvía a uno a siglos anteriores.

Comenzamos a visitar librerías y me puse frenético comprando libros. Los pesos que tenía se me agotaron y no me alcanzaron para todos los libros que tenía seleccionados. Comencé a apartar algunos para llevarme sólo los que más me interesaban. Eugenio me preguntó que por qué no los llevaba todos.

Le expliqué que los pesos no me alcanzaban y él, amablemente, se ofreció a dármelos. Pensé “primera vez que en este país, en lugar de pedirme, me ofrecen algo”. Apenado, le dije que bueno, que sería un préstamo y que al llegar al hotel, cambiaría dinero y le devolvería sus pesos, sesenta en total que me faltaban.

-No te preocupes, asere -me dijo-, esos te los regalo yo.

Por supuesto, no podía aceptarlo y así se lo hice saber. Le dije que si no me los cobraba no podía recibirlos pues, yo sabía que eso era cerca de la mitad de lo que él ganaba al mes.

-Para lo que me sirve el dinero -fue su respuesta-. Yo, dinero tengo; lo que no tengo es qué comprar con él. De lo que gano al mes, generalmente, me sobran pesos, pues las cosas que necesito no las puedo comprar con ellos.

Recordé haberme prometido a mi mismo que no me afectarían ese tipo de comentarios y llegamos al acuerdo de que le compraría en la tienda de Intur alguna cosa que necesitara y así le pagaría sus sesenta pesos.

Me pidió cassettes vírgenes para grabar música, una de las pasiones que tenía y que le costaba satisfacer pues los cassettes sólo los vendían en divisas, monedas que él no poseía.

Así quedamos y ya casi al final de la tarde, a eso de las cinco, me acompañó al hotel y nos despedimos hasta la noche, cuando nos veríamos en casa de Fidel Ernesto, donde nos reuniríamos para cenar junto con Julio, Alejandro y Verónica.

VII – Tropi collage

Lo primero que hice al llegar al hotel, después del recorrido por La Habana Vieja, fue entrar a la tienda de Intur a comprar los cassettes para los muchachos y el pote de mantequilla de maní más grande que encontré, pues uno de ellos me había dicho que siempre la había querido probar y me pareció una buena idea que la compartiéramos después de cenar.

Eugenio me buscó en el hotel y llegamos a casa de Fidel como a las ocho y media de la noche. Allí estaban ya Verónica, Julio y el anfitrión.

La casa era de los años 50, deteriorada por falta de mantenimiento, humilde pero limpia. Tenía unos muebles viejos con tapicería descolorida y un equipo de sonido portátil en la sala que le permitía a Fidel satisfacer su pasión por la música.

Minutos después de llegar,  los muchachos pusieron un cassette con música de Carlos Varela, explicándome que era un cantautor de la nueva trova que se estaba atreviendo a hacer música de protesta, con una profunda crítica al sistema cubano.

-¿Te acuerdas del “tropi collage” que te hablamos en el Mella?, me preguntó Fidel, y se dispuso a poner una canción con este título en la que se cuenta la historia de un turista que llega a La Habana, va a Varadero, al Tropicana, se hospeda en el Habana Libre y  se marcha de Cuba, creyendo que con ese recorrido ya conoció el país.

SE FUE EN HABANA AUTOS,

RUMBO HASTA VARADERO/ APANADO EN ARENA.

FUMÁNDOSE UN HABANO,

SE TIRÓ ALGUNAS FOTOS

RECOSTADO A UNA PALMA.

VOLVIÓ AL HABANA LIBRE

ALQUILÓ UN TOURIST TAXI/ PARA IR AL TROPICANA

DESPUÉS AL AEROPUERTO

Y ASÍ SE FUE CREYENDO

QUE CONOCIÓ LA HABANA.

ESE TIPO PAGÓ LA CUENTA

QUE LE ESTABAN SACANDO.

PERO EN LA POLAROID DE SU CABEZA LLEVA

TROPICOLLAGE, COLLAGE COLLAGE, TROPICOLLAGE…

Varela había comenzado a componer en 1978 y grabó su primer álbum “Jalisco Park”, en 1989. Sólo dos años antes de mi viaje a Cuba y, justamente, en el 90, el año en que visité la isla, se realizó la grabación de “Carlos Varela en Vivo”. Es ese el disco que me mostraron en casa de Fidel y que ya se estaba convirtiendo en objeto de culto para los cubanos que tenían serias diferencias con el régimen político de la Isla.

Escuchamos toda la grabación mientras ellos me explicaban cómo, por ejemplo, Guillermo Tell es una canción en la que se critica, con metáforas, la larga permanencia de una persona en el poder, haciendo alusión directa a Fidel.

En este tema, el hijo de Guillermo Tell ya ha crecido y  le dice a su padre que ya está cansado de ponerse la manzana en la cabeza para que demuestre su puntería. Ya llegó la hora de que el padre le ceda la ballesta a su descendiente y que le permita probar su valor, apuntando a la manzana que su progenitor deberá sostener en la cabeza.

Esa canción es un grito lanzado al gobierno para que dé paso a nuevas generaciones y les permita tomar las riendas de la vida del país.

“Memorias” es el título de una de las canciones del disco de Varela en la que un hombre rememora su vida en el régimen cubano, comparando como creció con Elpidio Valdez en lugar de Supeman y con un televisor ruso. Así dice:

”No tengo mucho más de lo que puedo hacer

y a pesar de todo lucho.

No tuve Santi Claus ni árbol de navidad,

pero nada me hizo extraño.

Y así pude vivir, teniendo que inventar

los juguetes una vez al año”.

Cuando escuché esta canción me percaté que era diciembre y por ningún lado de La Habana había algo que le recordara a uno que era época de navidad. Lo más aproximado a un adorno navideño que vi, fue un florerito de vidrio en el centro de una mesa en el restaurante del hotel con una flor plástica y un pequeño lazo hecho con cintas rojas y verdes, y atado con un cascabel dorado.

La velada en casa de Fidel fue muy tranquila y agradable. Comimos una ensalada de lechugas y huevos rellenos que era, sin duda, lo mejor que nos podía ofrecer el anfitrión, haciendo un hueco en su libreta de racionamiento.

Después de tantos días comiendo la misma comida en el hotel, de verdad que la cena en casa de Fidel me supo a gloria. Tal vez no fue la comida en sí, sino la compañía y la alegría que me producía estar con esta gente sencilla que estaba buscando cómo superar todos los obstáculos que la vida y el régimen socialista de Castro les presentaba.

Les robé un cassette de los que les llevaba de regalo y le pedí a Fidel que me grabara el disco de Carlos Varela. Esas canciones junto con el film El Fanguito, me permitían predecir que, mientras hubiera creadores que se atrevieran y gente como con la que compartí esa noche, no todo estaba perdido para los cubanos y que algún día su pesadilla terminaría.

Nos despedimos como a las tres y media de la madrugada. Yo debía descansar un rato pues ya estaban corriendo mis últimas horas en Cuba y al día siguiente iba para Varadero en la mañana temprano. En la tarde pasaría por la casa de Hemingway que la habían convertido en museo y permanecía exactamente igual a como estaba al momento de morir el escritor y, en la noche, al Tropicana. O sea que mi último  día en la isla prometía ser movido y emocionante.

VIII – Varadero, La Vigía, el Tropicana

Fin de viaje

En mi último día en Cuba tenía programado un viaje a las famosas playas de Varadero. Me paré tempranito y subí al autobús que nos habían asignado para que nos llevara al sitio.

El transporte era un pullman full equipo, con aire acondicionado y asientos reclinables. Nada que ver con las destartaladas “guaguas”, atestadas de gente que había visto transitar por La Habana y que constituían el medio de transporte público de los cubanos.

Junto a mí se sentó una chica de Caracas que iba comiendo un Tobblerone de los que no crecen más. Me impresionó ver la cara del moreno que fungía como guía turístico en el bus. Sus ojos parecían salirse de las órbitas viendo el chocolate de la chica. Esta se dio cuenta y, muy amablemente, le ofreció un trozo al muchacho.

En un principio, el guía intentó decirle que no, que a él no le gustaba el chocolate porque era muy dañino para la dentadura y producía caries, pero su salivación pudo más que su convicción y le aceptó un pedacito, comiéndolo con tanta ansiedad que de verdad no supe si lo disfrutó.

Ese era uno de los logros de la revolución: convencer a los cubanos de que sus carencias eran más bien beneficios, al punto de decir que el chocolate no lo consumían, no porque no tuvieran acceso a él, sino porque era perjudicial.

El paisaje del trayecto hacia Varadero era realmente hermoso pero nada comparado con la arena blanca y ese mar azul que nos recibió en el lugar. Verdaderamente, es una playa espectacular y entre palmeras pasamos el día tranquilo y con unos cuantos chapuzones en esas cálidas aguas.

Cerca de la hora del almuerzo, llegaron Fidel y Julio. Ellos me habían advertido que si podían se acercarían hasta Varadero, pero yo pensé que no lo harían.

Como a la una de la tarde, decidimos almorzar en el restaurante del complejo turístico. Un amigo venezolano y yo invitamos a Julio y a Fidel para que comieran con nosotros.

Al sentarnos a la mesa, se nos acercó el mesonero y mirando con cierto desdén a los cubanos nos preguntó qué deseábamos. Le explicamos que queríamos almorzar y, despectivamente, preguntó que si “ellos” también comerían. Yo notaba la incomodidad de los muchachos pero evité hacer ningún comentario.

-¿Ellos son cubanos? -preguntó, siempre dirigiéndose a mí, como si “ellos” no estuvieran allí. Le dije que sí, que si había algún problema.

-No, no hay ningún problema -comentó con una mueca que pretendía ser una sonrisa- Sólo que lo que ellos consuman tienen que pagarlo con divisas como lo de ustedes y no con pesos cubanos.

Me mordí la lengua para no explotar y le expliqué que ellos eran invitados nuestros y que pagaríamos nosotros.

Los cuatro pedimos lo mismo, pescado frito con ensalada y arroz. El mesonero se fue a hacer el pedido y nosotros buscamos, inmediatamente, un tema de qué conversar para no referirnos al mal rato que acabábamos de pasar.

Yo no podía creer lo que vi cuando llegaron con la comida. Traían los cuatro platos servidos y, cuando los distribuyeron, noté que el mesonero nos ponía los dos platos más abundantes al amigo venezolano y a mí. Mientras que los destinados a los cubanos eran casi la mitad de la ración. A ellos les pesaron el servicio, según supe después.

Otra vez me mordí la lengua, tomé mi plato y lo cambié por el de Fidel y el amigo cambió el suyo por el de Julio.

Miré al mesonero y con el tono más irónico que conseguí le dije: “No tenemos mucha hambre. Esta mañana comimos demasiado en el desayuno”. El tipo torció los ojos, les lanzó una mirada fulminante a los muchachos y torciendo la boca se retiró.

Una de las cosas que más rabia me daban en Cuba, además de las injusticias y limitaciones impuestas por el régimen, era la prepotencia y patanería de algunos empleados de menor rango en hoteles y restaurantes para con sus conciudadanos.

Se me parecían a esos policías rasos de barrio que se las tiran de guapos y apoyados y disfrutan haciendo sentir a sus semejantes como seres inferiores, presumiendo de un poder que en realidad no tienen.

Comimos y disfrutamos y ya pasadas las dos de la tarde me despedí de Fidel y Julio. Comenzamos el trayecto para ir al poblado de San Francisco de Paula, donde visitaríamos la finca La Vigía, el lugar de residencia en Cuba del escritor Ernest Hemingway y que había sido convertida en museo.

La casa, donde el escritor norteamericano escribió “El viejo y el mar” y donde terminó de escribir  “¿Por quién doblan las campanas?” era conservada tal y como la dejo el premio Nobel en su último viaje.

Curioseamos lo que permitían, pues sólo se podía observar desde afuera a través de puertas y ventanas, y regresamos a La Habana, a prepararnos para el Tropicana en la noche.

El cabaret resultó bastante decepcionante. Como todo en la isla, el espectáculo también estaba detenido en el tiempo. Buenos bailarines, con buena técnica y excelentes cantantes. Pero el vestuario, la escenografía, la iluminación y efectos eran bastante mediocres. Todo muy deteriorado, al punto de verse los rotos de las medias de malla de las bailarinas y los descocidos de los trajes. Todos parecían ser los utilizados 40 años antes.

El Tropicana no fue el mejor cierre para el viaje, con el agravante de que cuando intenté invitar a los amigos cubanos para que me acompañaran, me informaron que ellos no podían asistir al cabaret sino en los días en que estipulaba el gobierno. Los nacionales tenían días destinados para ir al espectáculo. De otra forma, se les hacía cuesta arriba disfrutar del show y, en caso de que los dejaran entrar conmigo, pues tendrían que cancelar la entrada en dólares.

Esa noche me fui a dormir con un amargo sabor en la boca. No podía conciliar el sueño. Repasaba una y otra vez todo lo que había vivido en esos ocho días en Cuba. Las imágenes venían a mi mente como en una película. Me preguntaba si algún día regresaría a La Habana y si podría mantener la amistad con los muchachos que me enseñaron la otra vida de la isla. Con estas cavilaciones, el cansancio me venció y me dormí. Al día siguiente debía emprender el viaje de regreso a Venezuela.

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