
(Cuento)
Segunda entrega
***
-¡Vamos, Hilaria, no seas floja! Haz diez flexiones más.
-¡Mamá que estoy muy cansada ya! Y las varillas de la faja me están maltratando mucho.
-Pero, ¿no ves lo gorda y fea que te has puesto? Estás rechoncha. Si no te cuidas desde ahorita vas a parecer una vaca y ningún hombre te va a querer.
-¡Yo no quiero que me quiera ningún hombre!
-Igual. Yo no quiero una hija obesa y tú, desde que te desarrollaste, no has hecho más que engordar.
Las palabras de su madre hicieron que Hilaria volviera a sentirse abochornada. Advertía que la cara se le ponía roja y caliente como se le puso aquella vez, hacía poco más de un año, cuando su mamá se burlaba de ella por no saber qué era la menstruación.
Hilaria tenía dos o tres meses de haber cumplido sus diez años y jugaba con su hermana Lucrecia, cuatro años mayor que ella y con síndrome de Down, a la pelota en el jardín delantero de su casa. Un fuerte golpe de Hilaria a la bola la hizo ir a parar en medio de la calle y Lucrecia corrió tras ella sin mirar la vía. Un intenso chirriar de frenos y el carro tuvo tiempo de detenerse a escasos centímetros de la cabeza de la chica.
Hilaria pegó un alarido “¡Lucre!”. Trató de correr hacia donde estaba su hermana pero el terror la tenía fijada al suelo. Paralizada. Sus piernas no le respondían y notaba que un líquido caliente corría por su entrepierna, empapando su pantalón.
Lucrecia miró a Hilaria, recogió la pelota, sonrió mostrándosela a su aterrorizada hermana y se devolvió donde se encontraba ésta, pálida de pánico. Sobrepasado el impacto, Hilaria corrió al baño porque se estaba orinando por el susto.
-¡Casi la mata un carro!- Dijo a su mamá que acudía ante el grito y siguió camino a la sala de baño. Se bajó los pantalones y las pantaletas y se sentó en la poceta al tiempo que terminaba de quitarse las prendas. Fue entonces cuando notó que algo no estaba bien. Las pantaletas tenían unas extrañas manchas rojas que parecían sangre pero, ¿Con qué y en qué momento se había cortado? ¿Cómo es que una cortada con tanto sangrado no le había dolido?
Angustiada, llamó a gritos a su mamá al ver que en la taza quedaba el rastro de más sangre en el agua.
-¡Mamá, mamá, me estoy muriendo!- Decía entre lágrimas. -Me estoy desangrando, mamá. ¡Mira!
Le mostraba las pantaletas y el pantalón manchados de rojo y luego señalaba el váter.
-Jajajajaja, qué muchacha tan pendeja y melodramática –reía su madre-. ¡Qué te vas a estar muriendo nada! Es la regla, boba, que te llegó antes de tiempo. Ahora eres una mujer.
La madre salió del baño sin parar de reír y sin decirle más nada. Hilaria la miraba irse como si se hubiera vuelto loca. ¿Qué le pasa? Yo me estoy muriendo y ella diciendo que si es una regla y que soy ¡una mujer! ¿Es que no ve que me estoy desangrando y que no llegaré a ser una mujer nunca porque me voy a morir niña? ¡Y me deja aquí sola!
Las lágrimas corrían por sus mejillas como si le hubieran abierto un grifo. Estaba aterrada y sollozaba. Su mamá regresó con ropa limpia, se la tendió junto con una compresa y le dijo:
-Toma, báñate y te pones esto.
La niña no entendía nada. Su mamá definitivamente había perdido la cordura. En lugar de agarrarla y llevarla corriendo a un hospital para que la revisara un médico a ver por qué se estaba desangrando, la mandaba a bañarse y le daba una vaina extraña para que se la pusiera no sabía dónde.
-No me mires así, necia jajajajaja. No te estás muriendo nada. Eso es algo por lo que pasamos todas las mujeres. Es un fastidio. Es como un castigo de Dios. No sé por qué carajo nos castiga, por ser mujer, será. Pero nos pasa a todas y nos pasa todos los meses. Se llama menstruación y de ahora en adelante te va a suceder todos los meses durante varios días. Así que resígnate y acostúmbrate.
-¿Y esto?- Dijo Hilaria con la compresa en la mano -¿Qué hago con esto?
-¡Coño, eso es un Modess y te lo pones en la nariz!
-¡¿En la nariz?! ¡¿Cómo?!
-Jajajajajaja ah muchacha pa’ pendeja y bruta jajajaja.
Fue entonces cuando Hilaria notó que la cara le ardía y se le enrojecía. No sabía si era por el bochorno de no saber o por la ira que le producía que su madre se burlara de ella y de su ignorancia. Posiblemente un poco de ambas cosas. Avergonzada, no se sentía capaz de preguntar más para que su madre no siguiera con la burla. Lo peor era saber que más tarde le contaría todo a sus hermanas y todas terminarían burlándose de ella y haciéndola sentir ignorante y tonta, como siempre.
Su mamá, sin parar de reír, le acomodó la compresa dentro de las pantaletas y le dijo:
-Solo dejarás de sangrar, cuando Dios te mande un embarazo. Durante los nueve meses de preñez esa sangre que ves alimentará a tu hijo en el vientre y al nacer se convertirá en la leche que saldrá de tus tetas para amamantar a tus hijos… Y no me preguntes nada más porque ya no sé qué más decirte.
***
Hilaria pone el álbum junto a las otras cosas que ha seleccionado y sigue buscando. Sus sentimientos y emociones empiezan a mezclarse en su cabeza y en su pecho. Una mixtura de amor, nostalgia, temor, rencor, alegría y orgullo se va apoderando de ella a medida que va reuniendo recuerdos de estos 15 años.
En una gaveta encuentra entre medias de Jacqueline el rosario de cuentas blancas imitando perlas, los guantes blancos con encajes y la vela blanca con un lazo de ajadas cintas blancas atado a la mitad y unido por una medalla de latón de la Virgen del Carmen. No tenía idea de que la niña hubiera guardado allí la vela de su Primera Comunión. La mecha estaba negra en la punta como evidencia del tiempo que estuvo encendida en la ceremonia, mientras la bendecían.
Hilaria sin pensarlo mucho, sacó de su bolsillo el encendedor, prendió la vela y con su fuego encendió un cigarrillo. Se quedó mirando fijamente la llama de la vela y le lanzaba, con cuidado de no apagarla, el humo aspirado del cigarro. Su mente, sin apenas darse cuenta, se fue a 16 años antes y se vio tendida desnuda en el suelo de aquel cuartucho de chécheres de su papá, donde había llegado a vivir pocos días antes, “El Brujo”.
Hilaria estaba acostada boca arriba completamente desnuda y en medio de un inmenso círculo de velas y velones encendidos. El Brujo, fumando tabaco y sacudiendo en el aire un oloroso ramillete de ruda, caminaba alrededor y por encima de la chica. Mezclaba oraciones con extrañas palabras en lenguas desconocidas para Hilaria.
Desde el suelo, Hilaria lo veía como a un indio gigante moverse en torno suyo. El Brujo llevaba colgando del cuello varios collares con cuentas de colores. Un collar hecho con pepas de zamuro y peonías rojas y en el medio un inmenso colmillo de animal. El tabaco echaba pequeñas chispas rojas cada vez que el hombre le daba una calada y una intensa humareda hacía que su rostro desapareciera en una soporífera nube gris.
Por un momento Hilaria pensó que vomitaría. El olor a tabaco mezclado con el humor que despedía el sudor del brujo moviéndose alrededor de ella y los buches de ron que le escupía sobre el pecho le produjeron nauseas. Respiró profundo cerrando los ojos y se calmó. A los pocos minutos ya no sentía ningún olor. Perdía casi por completo la consciencia de su cuerpo.
El Brujo le sacudía el ramillete de ruda sobre su vientre, azotando con suavidad. A ratos lo restregaba con movimientos vibratorios a los costados de su cuerpo empezando en los hombros y terminando en los pies. Le daba golpes con las ramas en la plantas de los pies y subía sin dejar de mover la ruda por la parte interna de sus piernas hasta llegar a su vagina. Todo lo hacía sin dejar de murmurar esas especies de oraciones y letanías en las que de vez en cuando Hilaria podía distinguir el nombre y apellido de su padre, Rigoberto Altuve.
Hilaria se sentía mareada pero ya no tenía miedo. El temblor incontrolable que tenía inicialmente se había ido calmando poco a poco. Aspiraba profundamente para respirar porque le parecía que se asfixiaba a ratos, pero en su mente se figuraba no estar en ese lugar. Era como si los sonidos y las imágenes le llegasen de un lugar lejano y ella tenía una extraña sensación de no estar allí. Sentía que levitaba y salía de su cuerpo y que se observaba a sí misma desde una nebulosa lejana. Solo volvió a percatarse de su cuerpo cuando El Brujo se acostó sobre ella y sintió el peso del cuerpo del hombre sobre el suyo y el repulsivo olor a sudor mezclado con alcohol y tabaco.
-Que este sacrificio ayude a sanar a Rigoberto Altuve del terrible mal que lo aqueja- Decía El Brujo al oído de Hilaria-. Que los espíritus malignos que lo tienen sometido lo dejen tranquilo, que abandonen su cuerpo y su alma para que recupere su propia voluntad de nuevo y vuelva a ser un hombre de bien y libre de mal.
El brujo tensó todo su cuerpo. Estaba como convulsionando acostado encima de Hilaria. Estiraba sus brazos y todo su cuerpo temblaba en una especie de paroxismo. Sus ojos se volvieron blancos y de pronto, todo su cuerpo se relajó e Hilaria lo sintió sobre ella como un peso muerto.
El hombre volvió en sí. Se levantó y empezó a apagar las velas una por una, mojando con saliva de su boca las yemas de los dedos y apretando las llamas dentro de ellas.
-Ya te puedes ir. Yo te aviso cuando tengamos que volver a trabajar…
-¿Otra vez?
-Sí, Hilaria. Otra vez. El mal que tiene tu papá es muy fuerte y muy malo. A él le montaron un trabajo con vudú muy difícil de tumbar y solo con tu intervención lo podremos curar y liberar de los demonios que lo atormentan.
-Pero yo no quiero…
-Ya sabes que si no lo haces tú, tendré que hacerlo con Lucrecia. Solo ella y tú pueden salvar a Rigoberto.
-¡No! Con Lucrecia no. Yo lo haré pero a Lucre ni la mires.
-Muy, bien. Menos mal que entiendes rápido. Recuerda que no puedes decirle nada de esto a nadie porque si se sabe los espíritus malignos matarán a tu papá y una maldición caerá sobre toda tu familia. Esto es entre tú y yo. Los dos curaremos a Rigoberto.
Continuará…
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