El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “enero, 2013”

El Plan «Cayapa» de la ministra

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La ministra para Asuntos Penitenciarios anuncia que el «Plan Cayapa Judicial» se extenderá a todo el país.

Veo el titular y lo primero que pasa por mi mente es lo desafortunado que es el uso del término «Cayapa» absolutamente cargado de connotación negativa para denominar un plan que pretende recuperar el sistema judicial del país.

No resisto la tentación y gugleo la palabreja para ver qué nos diría la Real Academia Española de la Lengua y consigo que en su cuarta acepción dice:

«4. f. Ven. Conjunto de personas que arremete contra alguien que está indefenso.».

No tengo más remedio que aceptar que, visto lo sucedido hace unos meses en La Planta y lo sucedido hace pocos días en Uribana, el termino podría ser el apropiado y denotaría con claridad tanto lo acontecido como las intenciones del gobierno con la anunciadas «requisas» a las cárceles que terminan siendo una carnicería.

Evidentemente, los reclusos, o «privados de libertad», según el eufemismo que le gusta utilizar a los voceros del gobierno para referirse a quienes viven y son tratados peor que presos, no son unos angelitos. Todos sabemos que el arsenal de armas con el que cuentan los pranes y sus luceros incluye granadas, fusiles y ametralladoras, todas armas de alta potencia cuyo absoluto control en Venezuela está en manos del gobierno.

Tan es así que la misma ministra declara que esas armas entran a las cárceles con el consentimiento de «un grupito» de funcionarios corruptos que han encontrado un muy productivo y enriquecedor negocio con el tráfico de armas. Funcionarios que dependen del gobierno central, tanto del Ministerio de Justicia antes, como del Ministerio de Asuntos Penitenciarios ahora y los Guardias Nacionales que custodian los recintos que dependen del Ministerio de la Defensa. Es decir, todo lo que acontece tras las rejas es absoluta responsabilidad del gobierno central, en manos desde hace 14 años del presidente Chávez.

Según declaraciones de un reo de Uribana, la «requisa» se dio en el penal porque ellos -los presos- lo permitieron. Estaba hablado y acordado de antemano con la ministra y las autoridades que la requisa se llevaría a cabo el día pautado.
-Si nosotros no queremos, ellos no entran. Dice el hombre.

Y narra cómo, luego de varias horas de normalidad y sin conseguir armas porque allí no estaban o estaban escondidas, sin mediar palabras, de repente, empezaron a disparar. Los resultados todos los conocemos por las noticias. Mas de 60 muertos incluyendo Guardias y pastores evangélicos.

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Lo sucedido en Uribana pareciera obedecer a un guión pre establecido. Todo ocurrió de manera similar a lo acontecido meses atrás en La Planta. Una «rutinaria requisa» se convierte en carnicería, sale a relucir como culpable de la situación el canal de televisión Globovisión y luego se procede al desalojo del recinto y al traslado de los presos (y del problema) a otro penal del país.

Todos esto coincide con la aparición de unos panfletos en el 23 de Enero de Caracas con los nombres de algunos supuestos azotes de barrio como blanco de un grupo de exterminio y el surgimiento de acciones similares en otras partes del país como Maracaibo.

Al relacionarlo todo y ver el nombre del plan «Cayapa» Judicial, uno no puede menos que preguntarse: ¿será que todo obedece a un plan orquestado por el estado? ¿Será que la política de exterminio se está imponiendo como plan de seguridad?

¿Acaso la violencia que el gobierno aupó desde hace 14 años los desbordó y ahora no saben cómo controlarla a no ser con más violencia y muerte?

¿Cuántas de esas armas que hoy se empuñan contra la ciudadanía y contra las autoridades serán de aquellas armas que durante años supuestamente algunos funcionarios del régimen se dedicaron a repartir en barriadas del país y a colectivos con la finalidad de defender la revolución de un posible ataque de la oligarquía «apátrida»? Sí, de esas de la «revolución pacífica pero armada.

¿Como dice la definición de «Cayapa», debemos esperar que un grupo armado con ventaja y premeditación, al mejor estilo malandro, siga arremetiendo contra seres indefensos?

¿Resurgirán pozos de la muerte y cuerpos para-policiales como la tristemente célebre «Manzopol» de los años ‘8O, tan combatida en la cuarta república por esta izquierda de trajes de marca que hoy gobierna a Venezuela y que constituyó una de las aberraciones por las que el país votó a favor de Chávez, en la esperanza de que nunca más existirían esos cuerpos de extorsión y exterminio manejados por el Estado, ni se sucederían masacres como la de El Rodeo en 2011, La Planta en 2012 y Uribana en 2013?

Como es habitual con este régimen, a uno son más las dudas y las incertidumbres que le quedan con sus acciones y omisiones que las respuestas y certezas. No podemos saber si al régimen se le fue de las manos la violencia que estimuló, aupó, incrementó y armó. Uno no logra descifrar si toda la mortandad producida en las cárceles con las medidas adoptadas es producto de ineptitud, imbecilidad e incompetencia u obedece a una política de «limpieza» y exterminio planificada a conciencia. Sea como sea los tristes resultados son los mismos y están a la vista. Nos queda la duda de si todo es un plan macabro que busca además amedrentar, atemorizar y servir de ejemplo para que quienes pretendan seguir el camino de la violencia vean las consecuencias a las que se podrían enfrentar.

De lo que sí no quedan dudas es de que las palabras dicen más de lo que a veces esperamos, y haber escogido el término «cayapa» para denominar el plan judicial tiene mayores y profundas connotaciones que las que quienes lo están implementado pudieran haber pensado o esperado.

¿O será que escogieron la palabra a plena conciencia?

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Uruguay, un país para volver

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Hay ciudades y países en el mundo que nunca han constituido una prioridad para uno al momento de hacer una lista de los lugares que le gustaría conocer, pero que al visitarlos, quedan registrados en nuestra bitácora como sitios especiales por diversos motivos.

Eso me pasó con Uruguay.

De no ser porque en Montevideo viven desde hace unos años mi hermana Yandira y sus hijos, Patricia y Diego (mi ahijado, además de sobrino) y los nietos de este –la Emi y el Tata-, a los que me moría por conocer, jamás habría puesto al pequeño país sureño en mi lista de futuros destinos de viaje. No obstante, una vez conocido el país y disfrutado de su tranquilidad y organización, partí de él convencido de que es un país en el que 66perfectamente podría vivir.

Montevideo podría entrar en la categoría de “ciudad pequeña” o “pueblo grande”. Es una acogedora ciudad donde uno ve a le gente tranquila y relajada disfrutando por la calle y dedicando tiempo de esparcimiento en los bellos espacios públicos con los que cuenta. Es una ciudad tan pequeña que uno puede, si le gusta caminar, recorrerla de punta a punta en unas cuantas horas, disfrutando del paseo peatonal Sarandí, que recorre todo el centro desde el Mercado del Puerto, y de las hermosas plazas públicas que surgen en el trayecto.

Así lo hicimos Cristian y yo una tarde luego de comer unos de los mejores cortes de carnes en el bello Mercado del Puerto a eso de las 3 de la tarde. Nos sentamos en el puesto de parrillas que más nos apeteció, tomamos la previsión de pedirle a la mesera que, por favor, nos sacara la24 cuenta de lo que íbamos a pedir, nos diera el total antes de servirnos y que pasara la tarjeta de crédito por el monto de la factura antes de despacharnos el pedido. Son precauciones que se toman cuando se viene de un país con divisas controladas por el gobierno, si no se quiere pasar por la vergüenza de no tener con qué pagar, una vez que la tarjeta sea negada. Afortunadamente, el dinero plástico funcionó y nos deleitamos con un “medio y medio”, bebida consistente en mitad de vino espumoso dulce y mitad de vino blanco seco, típica de Uruguay, que sirvió para acompañar una jugosa y deliciosa punta trasera.

Luego de la opípara comida, salimos y empezamos a caminar hacia la derecha del lugar, como quien sube hacia el río. En una esquina, preguntamos a unos obreros que trabajaban en la reparación de una fachada cuál era la vía que debíamos tomar para ir hacia la Puerta de la Ciudad.

-Pueden cruzar en la próxima esquina –dijo uno de los hombres-. Pero si quieren que el paseo sea más bonito, suban unas cuadras más y doblen en el Paseo Sarandí a la izquierda. Esa es una peatonal que corre paralela al río y hecha especialmente para recorrerla caminando.

Así lo hicimos. Recorrimos la desolada peatonal, descubrimos bellas y pequeñas plazas en el trayecto hasta llegar a la vieja Puerta de la Ciudad, único vestigio que queda de la antigua ciudad fortificada y amurallada de la colonia.

Frente a la Puerta se encuentra la Plaza Independencia, con su estatua ecuestre de Artigas y rodeada de algunos edificios modernos, sedes de 120oficinas gubernamentales, y el imponente palacio Salvo con su ecléctico estilo arquitectónico.

En el camino no es extraño encontrar hombres y mujeres con su termo de agua caliente en  una mano o en la mochila y la matera con su bombilla en la otra. Es como si nosotros saliéramos con la cafetera a la calle pero absolutamente normal y cotidiano en los uruguayos. Los ves tomando mate en los autobuses, en los parques, mientras caminan…

Así continuamos caminando por la larga avenida 18 de Julio, la tarde era fresca y, como era domingo, había poco tráfico de vehículos. Pasamos por varias plazas en las que la gente de todas las edades disfrutaba su día de descanso. Nos detuvimos a contemplar la curiosa fuente de los candados, en cuya reja los enamorados cuelgan candados con sus iniciales con le esperanza de regresar juntos al lugar. Disfrutamos la inmensa réplica del David de Miguelangel que se encuentra frente al edificio de la Municipalidad, pasamos por algunas escuelas de la Universidad de Montevideo y así continuamos disfrutando del paseo y del atardecer hasta llegar a la Avenida Italia y continuar unos dos kilómetros más hasta la casa de Yandira.

Para un venezolano, acostumbrado a la inseguridad reinante en la mayoría de las ciudades del país, resulta un poco extraño poder caminar sin aprehensión por las calles de una ciudad y constatar que hay países como Uruguay, mucho más pobres que Venezuela, donde la inseguridad no figura entre sus principales problemas.

Montevideo es acogedora, sin grandes rascacielos ni lujos, pero donde uno se encuentra a gusto. Cuenta con excelente servicio de transporte pública, algo que uno agradece al llegar de ciudades como Maracaibo, donde no tener un carro se convierte en un verdadero karma, tanto por el deplorable estado de las unidades de transporte como por el riesgo de robos y hasta violaciones en dichas unidades16.

No dejó re parecerme irónico que en un país más pobre que el mío, la gente pueda abrir el grifo del agua y beberla sin problemas; cuando en nuestro país debemos filtrar y hervir hasta el agua embotellada. Los hospitales funcionan, incluyendo ese al que el gobierno venezolano le donó una gran cantidad de dólares. La red de salud pública es eficiente y atiende a todos los ciudadanos. Los supermercados están abarrotados de productos de todas las marcas y tipos, habidos y por haber, y nadie, en ningún lado, es sospechoso al momento de entrar a un establecimiento comercial. En ningún comercio exigen factura a la salida del establecimiento para comprobar que se pagó lo que se lleva en las bolsas.

Así puedo seguir enumerando la calidad de vida con la que cuenta ese pequeño y pobre país del sur y que nos resulta absolutamente ajena y desconocida a quienes viajamos de este “rico y grande” país del norte del sur que es Venezuela.

Pero lo que más me impactó de esos días de relax en Uruguay es comprobar que la política no ha invadido la vida cotidiana de los ciudadanos. Uno puede pasar días en el país sin enterarse de quién es el presidente, cuáles son los partidos y los políticos que gobiernan, o quiénes son los alcaldes de las ciudades. A diferencia de Venezuela y Argentina donde por todas partes lo atosigan a uno con propaganda política, en todo el tiempo que estuve en Uruguay, apenas vi un aviso, en lo alto de un edificio que ponía algo sobre el Partido Colorado, supongo que era una oficina del partido. De resto, oigo más de Mujica en Venezuela por sus declaraciones a favor del régimen de Chávez, que en Montevideo.

Cuando vi ese aviso de Los Colorados me sorprendió y no pude menos que hacer un recuento de la calidad de vida de la que disfrutan los uruguayos, de los beneficios y servicios públicos de los que disponen, del trato de verdaderos ciudadanos que tienen, para entender y, hasta 181cierto punto justificar, el qué el presidente Mujica, como sucede con Piñera de Chile, no escatimen esfuerzos a la hora de “hacerles la pelota”, como dicen los españoles, a Chávez y a los Castro con tal seguir contando con los beneficios que Uruguay y Chile pueden obtener de esas relaciones y que se transforman en bienestar y calidad de vida para sus gobernados que, a la larga, es lo que principalmente deben procurar los presidentes. Tal vez a algunos no nos resulte muy bien desde el punto de vista ético, pero desde el punto de vista político, puede ser perfectamente válido.

Fueron unos días que resultaron de absoluta des-conexión de la realidad que vivimos los venezolanos. Pasear por el Jardín Botánico y por el Jardín Japonés resultó una delicia. Visitar el museo Blanes fue un acercamiento al arte y a la historia uruguaya. En la Mariskería de Piriápolis tuvimos unas de las comidas más exquisitas del viaje. Punta del Este, a pesar de haber pasado el día anterior a la visita por los avatares de la sudestada, resultó lujosa y encantadora. Una ciudad que invita a visitarla en verano, cuando debe cobrar vida y contar con diversión de día y de noche. En el trayecto hacia Piriápolis y Punta del Este el paisaje se torna espectacular, con largas e imponentes costas y vistas del ancho y azul mar.

Recorrer la extensa y bella área de Pocitos, con su hermosa playa, es algo que todos los turistas deben hacer. Así como visitar el gran monumento «Memorial del Holocausto del Pueblo Judío» cuyo muro representa la línea de vida del pueblo judío y se extiende por un buen trecho de la playa, abruptamente cortado, para representar la trágica época del holocausto, y que luego continúa. Es un monumento que cuenta con ocho hitos, cada uno con una significación específica.

La comida en Uruguay es una de las cosas que más se pueden disfrutar, sus asados de tira, sus chivitos, las milanesas con papas fritas y huevo, el rico gramajo que nos preparó Yandira para un desayuno con finas papas fritas y cebolla finamente picada en juliana revueltas con huevo, y, por77 supuesto, las carnes en todos sus cortes y modos de preparación.

Los paseos a las chacras, diferentes tipos de fincas destinadas a diversas actividades, como la que administran mi sobrino Diego y Fernanda, su esposa, que cuenta con unos viejos vagones de tren que sirven de marco a un amplio salón que alquilan para fiestas, es una visita bucólica y obligada para apreciar la naturaleza de Uruguay.

En la ciudad, los fines de semana, montar un mercadillo callejero que hay que visitar en la peatonal Sarandí y en la plaza Matriz donde uno aprovecha de visitar la hermosa catedral metropolitana.

Una mañana de sábado fuimos a la milonga en el hermoso teatro Solís. Era la última de una serie pautada para los sábados y fue realmente agradable ver a gente de todas las edades mezcladas y bailando al ritmo de la típica música sureña. Viejos con jóvenes, jóvenes con jóvenes, chicos con chicas y chicos con chicos o chicas con chicas, todos moviéndose al compás de la música con sensualidad y gozo. Simplemente, inolvidable.

Y el broche de oro de la visita a Uruguay lo tuvimos con el concierto de Fito Paéz en el velódromo. Uno de los mejores conciertos a los que he 164asistido y disfrutado. La organización del evento fue impecable. Todo ordenado y a la hora, con azafatas que lo llevaban a uno a sus asientos numerados. Fueron dos horas en las que el rockero argentino nos deleitó con lo mejor de todo su repertorio. Todos nos paramos en las sillas a bailar, cantar y aplaudir con frenesí. No dejó de sorprenderme que allí hubiera gente mayor y muchachos muy jóvenes, todos disfrutando y cantando las canciones de Fito. Los porritos de marihuana abundaban y el olor a la hierba era penetrante, pero como el lugar era abierto, no molestaba en absoluto. Una increíble y reconfortante velada, de donde salimos a comer unas ricas empanadas.

Uruguay, ese pequeño país del sur, pasó de ser un lugar al que jamás habría pensado visitar a convertirse en un sitio en el que perfectamente podría vivir y al que quisiera volver.

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El último gallo

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El anciano pintor, todas las tardes a eso de las cinco, se bañaba, se vestía, salía de su estudio en el fondo de la inmensa casa y se apoltronaba en el salón, frente al televisor encendido, a esperar con impaciencia la llegada de Giancarlo, el joven pretendiente de su sobrina, quien una que otra tarde se dejaba caer para visitar a su amiga.

Con sus gruesos lentes de culo de botella, fingía ver televisión y cada vez que sonaba el timbre sentía un pequeño vacío en la boca del estómago. Miraba hacia la entrada del salón estirando el cuello todo lo que sus artríticas cervicales le permitían y, con el tono más indiferente que conseguía, le preguntaba a su hermana Rosalía:

– ¿Quién es?

– La vecina, que dice que si le podemos prestar el periódico de hoy, que necesita revisar una información que salió.

En la penumbra, trata de enfocar la esfera de su reloj de pulsera. «Las seis y media –piensa, y suspira– ya no viene hoy tampoco».

–Rosalía, ¿dónde está la niña?

–Salió desde las cuatro a casa de una amiga porque tienen que entregar mañana el trabajo de historia en la universidad.

–Ah, entiendo.

Miró las paredes del salón y vio que estaban cubiertas por sus pinturas. Era casi que una muestra retrospectiva de las diferentes etapas de su creación. Torció la boca en un gesto de aburrimiento e impotencia y pensó: «Nunca tuve el valor de pintar las cosas que en verdad quería pintar. Estos cuadros son espantosos, no dicen nada de mí. Son pura técnica y perfección pero carentes del más mínimo sentimiento».

Con la espalda dolorida de tanto estar sentado en la poltrona, se levantó, fue al comedor y le dijo a Belkis que le sirviera la cena.

Mientras esperaba, vio los dos bodegones que pintó cuando estuvo en Italia. Los miró y no pudo reconocerse en ellos. Los volvió a mirar y le dijo a su hermana, que acababa de sentarse a la mesa:

–Esos cuadros deberíamos quitarlos. Son espantosos. Deberíamos cambiarlos por algo más bonito, con más vida.

–Últimamente, siempre tienes que estar echando broma con los cuadros de la casa. ¿Cómo que espantosos? Si son bellos, coloridos y las frutas se ven tan reales y frescas que provoca comérselas. Aquel, ―señalando a la derecha― fue ganador del primer premio en el Salón Regional, ¿te acuerdas?

– ¡Bah, son una porquería!

Terminaron de comer en silencio y el pintor se fue a su cuarto a leer un poco antes de dormir.

«Hoy es viernes. Hoy sí debe venir el muchacho» –pensó el viejo, mientras le daba unas cuantas pinceladas al cuadro de los palomos que estaba a punto de terminar, –«Me baño y me visto y salgo a esperarlo».

Al rato de estar sentado frente al televisor, inquieto, sonó el timbre. Angélica, su sobrina, fue a abrir. «Tiene que ser él, si no, no habría salido la niña a abrir». Mira por sobre las gafas hacia la entrada, trata de agudizar el oído para ver si identifica la voz del muchacho, se alisa la camisa y suspira al ver entrar al salón al joven.

– ¿Cómo le va, señor Ezequiel? –Dijo el muchacho extendiéndole la mano.

El viejo le estrechó la mano cubriéndola con las dos suyas. Las sostuvo por un rato «¡Qué calentitas están siempre!».

–Siéntese aquí –le dijo señalando con una mano la silla que estaba junto a su poltrona, mientras apretaba, con la otra, la mano del chico que no quería soltar.

–Ese cuadro de allá, el de la calle mojada y la gente con los paraguas, siempre me ha gustado. –dijo el muchacho mientras se desprendía de la mano del viejo.

–Ese lo pinté en París. Ganó un Salón Nacional de pintura hace como mil años. A mí me gustaba mucho por eso nunca quise venderlo. Muchos coleccionistas lo querían pero yo me empeñaba en no venderlo. Ahora ya no me gusta. Creo que pude haber pintado cosas mejores durante esos dos años que estuve en París.

–A él ahora no le gusta ninguno de sus cuadros –terció Rosalía, que iba entrando al salón y continuó mientras tomaba asiento –Le ha dado por ahí, porque quiere que los quitemos todos y los guardemos porque dice que no sirven para nada. Imagínate, si justamente nos hemos quedado con casi todos los cuadros que han ganado premios y él dice que son espantosos. Ya está chocho.

–Si van a regalar o botar el de la lluvia, me avisan que con gusto me lo llevo –dijo riendo Giancarlo.

El viejo sonrió, le puso la mano en la pierna, justo en el borde de la bermuda y la piel, la apretó y le dijo, mientras le guiñaba el ojo:

–Lo tendré en cuenta.

«¡Qué calientica tiene la piel! Es suave, firme. Sin vellos. Una piel hecha para la caricia. Eso es lo que yo he debido pintar. Jóvenes hermosos, atléticos, llenos de vida. Y no esos paisajes, esas naturalezas muertas, esas montañas frías, esos animales insulsos…».

–Tío, hoy volvió a llamar Néstor, dijo que necesita hablar urgentemente contigo. Yo le dije que tú estabas para el banco, cobrando la pensión, y que ya lo llamarías.

La voz de Angélica y el nombre del hombre le causaron un sobresalto que lo sacó de su ensueño. Quitó la mano de la pierna del joven, tosió y dijo: «Bueno, ya lo llamaré yo. Voy a cenar y a leer un rato. Hasta pronto, amigo. Dios te bendiga, sobrina. Chao Rosalía». Y se fue arrastrando los pies más de lo acostumbrado, como si le hubieran lanzado sobre los hombros un pesado bulto.

–Cada vez que ese hombre aparece, Ezequiel se queda pálido y nervioso –comentó Rosalía–. No sé qué poder tiene para sacarlo de sus casillas. Ezequiel dice que es su hijo, pero no sé por qué nunca lo reconoció y por qué aparece después de tanto tiempo a desencajarlo. Un día le va a dar una broma. No me gusta que se ponga tan nervioso cuando el tipo llama.

Esa noche, el viejo durmió incómodo. Se despertaba sobresaltado y luego le costaba conciliar de nuevo el sueño. Siempre le pasaba lo mismo cuando Néstor aparecía y lo que más le disgustaba era que cada vez eran más frecuentes las llamadas.

A la mañana siguiente, se levantó. Se sentía malhumorado. Llamó a Néstor por teléfono.

–… ¡Pero ahorita no tengo tanto!… Si, ayer cobré la pensión pero sabes que eso no alcanza para nada, se va casi toda en mis medicinas… ¡No! ¡No vengas! … Si, ya veré que puedo hacer…

Colgó. Se restregó las manos sobre el rostro y, cuando abrió los ojos, vio que Rosalía estaba en frente con mirada de censura.

– ¿Qué pasa ahora? ¿Otra vez te está pidiendo plata?

–Dice que su mamá está muy enferma, que debe hacerle unos exámenes urgentes y que son muy caros.

Ezequiel tomó el teléfono, marcó un número y habló:

– ¿Federico?… Sí, Ezequiel, ¿todavía estás interesado en aquel cuadro que te gustó, el de las azucenas? … Bueno, ¿cuánto me puedes dar?… ¡Coño, es mucho menos de lo que yo esperaba! … Está bien, trato hecho, es que tengo una emergencia. Voy para allá.

–Siempre la misma historia, Ezequiel. Por ese hombre, terminas regalando tu trabajo. ¿Es que él no puede trabajar para mantener a su mamá? Cada vez es más frecuente la pedidera de plata y no entiendo por qué no le dices de una buena vez que no, que tú tienes apenas para medio vivir. ¡Que se busque él la vida, que ya tiene cerca de 50 años…!

Ezequiel la dejó hablando sola, fue a su estudio, tomó el cuadro, lo embaló en papel kraft y, antes de salir, llamó una vez más por teléfono.

–Listo. Ya conseguí el dinero… Vendí un cuadro por mucho menos de su valor… ¡No! ¡No vengas! Nos vemos en hora y media en la plaza…

– ¿Tú estás seguro que ese Néstor es hijo tuyo, Ezequiel? – Preguntó Rosalía cuando colgó.

– ¿Ya vas a empezar otra vez con la preguntadera? No te cansas de meterte en la vida de los demás.

Tomó el cuadro, apresuró el paso hacia la puerta de la calle e hizo caso omiso a la perorata que Rosalía seguía recitando. Quería salir lo más pronto posible de todo eso. Era uno de esos días cuando sus 68 años pesaban como si fueran 100.

Regresó cerca de las 3 de la tarde. Ya estaba más tranquilo. Almorzó en la calle, caminó un rato por la ciudad y cuando ya estaba más sosegado, sintió que estaba listo para regresar a casa.

Al entrar, Rosalía lo miró con cara de reproche. Aunque ella era quince años menor que él, siempre había sido más dominante y, desde que su marido falleció, era quien llevaba las riendas de la casa porque Ezequiel nunca quería enterarse de nada que tuviera que ver con la cotidianidad del hogar.

–Discúlpame Rosalita, esta mañana te traté horrible. Es que pasé muy mala noche.

–Cada vez que ese hombre aparece, es lo mismo. Te transformas. Me da miedo que algún día haga que te dé una vaina…

Ezequiel le dio un beso en la frente y le dijo:

–No te preocupes. Ya está arreglado. Por un tiempo no aparecerá.

–Ese es el problema, que desaparece solo por un tiempo. ¿Pero por cuánto tiempo? ¿Ya comiste? Te esperé pero como tardabas tanto, terminé por almorzar con Belkis.

–Sí, me comí un sándwich en el cafetín de la plaza. Voy a descansar, estoy muerto.

Le dio otro beso y se fue a su cuarto. Luego de unas cuantas vueltas logró conciliar el sueño. Cuando despertó, ya eran las siete de la noche. Salió de su habitación, se encontró con que estaban ya todos sentados a la mesa y, con alegría, descubrió que a Giancarlo lo habían invitado a cenar.

A pesar de que se sentía contento con la presencia del muchacho, Ezequiel no tenía mucho ánimo para hablar esa noche. Saludó a todos y se sentó para cenar. Comió en silencio. De vez en cuando respondía con monosílabos a lo que le preguntaban. Angélica le contaba a Giancarlo que obtuvo siempre las mejores calificaciones en bachillerato, en las materias que tenían que ver con arte, historia e idiomas. Gracias a su tío Ezequiel, que la ayudaba con los trabajos y le daba clases particulares, cuando sentía que algún tema no se le daba con facilidad, siempre eximía las materias humanistas.

Ezequiel, aunque estaba a gusto, no tenía mucha disposición al diálogo. Miraba a su sobrina sin escucharla y se extasiaba contemplando al joven…

«Definitivamente, nací miles de años después de lo que debía. He debido nacer en la antigua Grecia, en esa época, y a esta edad, él habría sido mi discípulo, y yo su maestro. Yo le enseñaría todo lo que sé y él me compensaría con su hermosura, su amor y su compañía. Pero nací en esta tierra y en esta época, donde se nos estigmatiza sin contemplación llegando a ser muy crueles a la hora de señalarnos y hacernos burla. Sólo en París pude tener mis días de felicidad. Allí me olvidé por un tiempo de pintar flores, paisajes y animales. Lástima que el resultado fue tan mediocre. No permití nunca que la pasión se trasladara al lienzo. Ni siquiera pintando a San Sebastián logré plasmar el éxtasis sensual de su martirio. El pudor no me dejó pintar más que un remedo del santo, sin sentimiento ni pasión. Pero París me dio la oportunidad de vivir el amor como nunca más pude, aunque, al final, salí con las tablas en la cabeza».

A los 32 años, y en plena crisis existencial de la edad, sintiendo que había empezado a vivir la segunda mitad de su vida sin haber vivido o, por lo menos, sin haberlo hecho cómo quería hacerlo, decepcionado y sintiéndose un perfecto fracasado a pesar del dinero y los premios alcanzados con sus obras, decidió, en un arrebato que lo ponía ante el dilema del suicidio o irse del país, embarcarse a París.

Agarró todos sus ahorros de los premios y las ventas de los cuadros –para ese entonces era uno de los pintores mejor cotizados en su país–, tomó un barco y al mes y medio se encontraba instalado en Montmartre, lugar en el que consiguió  una magia especial y donde pensó que podría vivir el resto de su vida.

Un día fue a la catedral de Saint Denis y allí, en el sitio atestado de turistas, se prometió ante las tumbas de los reyes que nunca más regresaría a Venezuela. Su país se le había convertido en una cárcel y, aunque frente a él la gente no dijera nada, sabía que murmuraban a sus espaldas y se burlaban de sus amaneramientos.

Justo al terminar su juramento, cuando se disponía a salir de la iglesia, al levantar la mirada al contraluz producido por la claridad que entraba de la calle, distinguió la alta figura de un hombre. Se movió a un lado para evitar el resplandor, esperó a que su retina se acostumbrase a la penumbra, y pudo ver que el hombre lo miraba fijamente y sonreía.

Tenía el cabello ondulado, castaño claro y prominente nariz que, a pesar del tamaño, encajaba perfectamente con las facciones. Lo saludó en italiano.

Ezequiel contestó en un italiano casi perfecto ―que aprendió a hablar cuando vivió en Roma por año y medio mientras estudiaba una maestría en artes plásticas―, le extendió la mano y le sonrió.

Ricardo, se llamaba el italiano, y desde ese mismo instante se hicieron inseparables.

También era pintor, pero a él le atraía más el arte abstracto mientras que Ezequiel le aclaró que, aunque no era su pasión, la vida lo había llevado por el costumbrismo y, especialmente por el naturalismo, aunque era una camisa de fuerza de la que esperaba poder zafarse en París.

Ricardo era vivaz, parlanchín y ocurrente. Ezequiel sentía que le daba energía y lo impulsaba a hacer cosas inimaginables.

Poco más de un año duró esa relación, la alegría de Ricardo fue disminuyendo en la misma medida que lo hacían los ahorros de Ezequiel. A ambos se les hacía cada vez más difícil vender un cuadro y el dinero de Ezequiel se agotaba. Las discusiones se hicieron más frecuentes hasta que Ezequiel, con dos meses de renta atrasados, logró reunir justo lo necesario para regresar a su país y, una mañana, después de una acalorada discusión con Ricardo, tomó sus pertenencias y regresó con su familia.  Nunca más supo de Ricardo, tampoco se interesó por saber.

Para la gente de su país, la historia fue muy diferente.  Luego de casi año y medio en la ciudad luz, Ezequiel no soportó más la soledad y la frialdad de los parisinos. Extrañaba el calor de la gente del trópico y, sobre todo, se le hacía indispensable la luz, la incomparable luz de su país natal para poder desarrollar sus pinturas, para poder plasmar los paisajes bucólicos que le gustaba pintar, para contrastar luz y color en su lienzo.

La historia coló a la perfección. Ezequiel se deshizo en París de los bocetos de desnudos y los cuadros de jóvenes atléticos que había realizado y que lo avergonzaban y volvió a los paisajes, a las naturalezas muertas, a las flores y a los animales. De esa época sólo conservó el San Sebastián, aunque nunca lo montó ni lo mostró a nadie. El lienzo permaneció enrollado en su estuche forrado en cuero color vino, tal y como lo trajo de París.

Toda esta historia la revivió Ezequiel mientras contemplaba a Giancarlo en la cena, hasta que la voz insistente de Angélica, lo sacó de su ensoñación.

–Tío, ¡tío, que te estoy hablando!

–Dime, mamita.

–Que hoy llamó otra vez Néstor. Estaba muy alterado, como agitado, e insistía en que necesitaba hablar urgentemente contigo.

–Bueno, mañana lo llamo. Hoy no quiero tener disgustos. Ya para mañana veré que es lo que le pasa ahora a ese. Me voy al cuarto, estoy muy cansado. Buenas noches.

– ¡Coño, Néstor, pero que es demasiado dinero! ¡Que no tengo! … Pero no me insultes, es que es materialmente imposible que yo te reúna ese dineral de un día para otro… ¿Ahora soy un viejo verde asqueroso? ¿Después de todo lo que te di y te quise? ¿Con eso me pagas? Hasta de la cárcel tuve que sacarte… ¿Cómo pude quererte tanto como te quise?… ¡Que no lo tengo, coño!… No me insultes más… No, no vayas a aparecerte por acá. ¿Para qué darle un mal rato a mi familia? … A veces me provoca mandarlo todo a la mierda contigo y que vengas y se sepa todo de una buena vez… No, no, no, no vayas a venir. Dame una semana para reunirte la plata. Diles a esos mafiosos con los que juegas que en una semana les pagarás, ya veré yo cómo hago para tenerte esa cantidad pero, algún día, yo no voy a poder o no voy a estar y tú vas a amanecer con el mosquero en la boca por estar apostando con esos mafiosos.

Ezequiel colgó y trató de recomponerse pero estaba demasiado excitado tras la conversación y se le dificultaba aparentar normalidad. Fue a la cocina, le dio un abrazo a Rosalía y le dijo:

–Ay, hermanita. Muy pronto tendré que contarte muchas cosas. Ojalá que no te causen un disgusto.

Rosalía guardó silencio. Lo miró con compasión, le dio un beso y continuó cocinando con Belkis.

Ese tema no se volvió a tocar. Pasaron tres días y, una tarde, cuando Ezequiel salió de su estudio se le iluminó el rostro. Giancarlo estaba de visita y se quedaría a cenar. El viejo sintió que volvía a respirar con tranquilidad, como no lo hacía desde la nefasta conversación con Néstor.

Se sentaron a la mesa y mientras comían, la conversación fluía con normalidad. Ezequiel encontraba esa noche particularmente encantador a Giancarlo. No sabía si era el color de la camisa o el nuevo corte de pelo pero apenas lograba contener las ganas de tocarlo, de acariciarle las mejillas, de palparle los muslos. Lo veía y su mente comenzaba a divagar por caminos insondables. El corazón se le aceleraba y sentía que le costaba pasar el bocado de comida.

Andaba en esas el viejo cuando sonó el teléfono. Es  Néstor –dijo Angélica susurrando y tapando la bocina con una mano–. Está como borracho.

–Dile que no estoy, que ya estoy durmiendo, que me darás el mensaje.

Así lo hizo Angélica, colgó, pero la cena ya no volvió a tener la alegría y la armonía que tenía para el pintor. Se revolvía en la silla. Miraba a Giancarlo y sentía profundos deseos de tomarlo de la mano y llevárselo lejos de allí. Entonces recordaba la última conversación con Néstor por teléfono y la comida le sabía amarga. No aguantó más. Se levantó y se despidió sin dar mayores explicaciones.

Entró a su estudio decidido a pintar a Giancarlo y por fin dar rienda suelta a su creación. Pintar al joven muchacho en toda su hermosura y esplendor. Lo pintaría, y al tener el cuadro terminado,  le contaría a Rosalía y a Angélica toda la verdad y se acabaría esa historia de tapaderas, sufrimientos y chantajes.

Tomó el lienzo que tenía preparado para pintar un gallo, con un fondo azul profundo como los atardeceres de Macuto, lo montó en el caballete, se puso su delantal, cogió los óleos y el pincel y pensó: «Pa’l carajo con el gallo, no vuelvo a pintar un gallo, una paloma o un turpial ni ningún pajarraco nunca más en mi vida. Ya los conozco al caletre a esos bichos, los puedo pintar con los ojos cerrados. De ahora en adelante solo pintaré a Giancarlo».

El pincel se deslizaba frenéticamente sobre la tela. Ezequiel estaba a mil revoluciones por minuto. Parecía como si conociera de memoria el cuerpo del joven. Pintó su rostro de pómulos salientes, sus labios rosados y carnosos, deseosos de estrenar besos, su nariz respingada como la de una virgen. Se extasió en la definición de su pecho delineado y terso con una suave sombra en sus pezones. Las musculosas piernas parecían no tener fin, sus pies huesudos y de venas marcadas, las tibias y mórbidas manos de largos dedos que tantas veces había sostenido entre las suyas. Y su pubis, con una sombra de vello que le hacía el perfecto marco a un miembro viril a medio camino entre el reposo y la erección, como imaginó correspondía a la edad del joven pretendiente de su sobrina.

Pasó horas pintando. Esa noche no durmió. Una fuerza oculta le impedía detenerse. Sentía que no podía parar hasta ver terminado su cuadro. Hasta ver, por fin, una obra suya que lo definiera, que lo explicara.

Dio los últimos retoques. Se alejó un poco del caballete para contemplar. Sus ojos se humedecieron ante la perfección de la imagen de su amado. Veía a Tadzio en los cabellos rojizos del muchacho, al David en la mirada que lo observaba a él a su vez, a Antinoo en la suave, firme y tersa piel lampiña, a Hefestión en sus blancas manos. Suspiró…

«Listo. Esto es lo que siempre quise hacer. Mañana lo firmo y se lo regalo a Giancarlo con una dedicatoria».

Dio una última mirada a la obra y, satisfecho, se acostó sin desvestirse. Esa noche soñó un sueño feliz, tranquilo. Al Giancarlo del cuadro le salían alas y lo alzaba en peso y se lo llevaba lejos, volando más allá de la atmósfera hasta llegar a la antigua Grecia.

Belkis fue de prisa a la habitación de Rosalía. Había ido a llevarle el café a Ezequiel y se asustó al encontrarlo vestido con la ropa de trabajo, sobre la cama, boca arriba y como sonriendo. Lo llamó varias veces y no le respondió. Lo sacudió y al ver que no se movía, se aterró.

–Señora Rosalía. ¡Señora!- decía Belkis muy quedo mientras golpeaba suavecito la puerta del cuarto.

–Entra, Belkis.

La mujer encontró a Rosalía sentada en la cama con el rosario en la mano. Ésta levantó los ojos hacia Belkis para escuchar lo que ya sabía.

–Señora, el señor Ezequiel está muy raro. Esta boca arriba en su cama, con su ropa de trabajo, sonriendo. Le hablo y no me dice nada…

–Se murió Belkis. Anoche, en sueños, vino a despedirse, como mamá. Fue el mismo sueño que tuve cuando se murió mamá. Volaban felices y desde el aire sonreían y me decían adiós. Ya voy para allá.

Rosalía entró al cuarto, le dio un beso a Ezequiel en la frente, le hizo la señal de la cruz en el pecho y murmuró:

–Ya descansas, hermanito.

Fue al estudio y el corazón le dio un vuelco. El aliento se le detuvo por un instante al contemplar el cuadro que estaba en el caballete de Ezequiel. Se le anegaron los ojos por la emoción ante la belleza que tenía enfrente. Se llevó las manos al pecho y, tras las lágrimas,  se asombraba por los tonos cobrizos de las plumas, el intenso rojo pasión de la cresta, el pecho henchido, la actitud de las alas como empezando a desplegarse, la penetrante mirada que le dirigía, imponente, el animal a ella.

– ¡Dios mío, qué hermosura! Es el gallo más bello de todos los gallos que haya pintado Ezequiel.

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Volver a la infancia con una Paradura de Niño

Al poco tiempo de haber vivido la hermosa experiencia

narrada en esta crónica,aaaelba
me llegó la noticia de la muerte de Elba Toro.

Esta constituyó su última paradura

de niño y yo tuve el honor y el privilegio de estar allí para vivirla con ella.
 Quede esta crónica como homenaje y muestra de cariño y admiración por esa gran mujer merideña.

Cuando era un niño, una de las maneras que mis hermanos encontraban divertida de hacerme rabiar hasta las lágrimas era diciéndome que me meterían en la escuela de música a estudiar violín.

Yo pataleaba, lloraba, chillaba, berreaba, gritaba que ¡NO! y llegaba casi al histerismo, hasta que alguno se compadecía de mi furia y me decía que eran mentiras, que era solo una mamadera de gallo. Yo sollozaba y poco a poco lograba tranquilizarme.

Como comprenderán, al ser el menor de 13 hermanos, siempre a alguno, en

cualquier momento de aburrimiento, se le podía ocurrir la jugarreta y yo, más que ingenuo, medio bobo, volvía a montar el show, hasta que se compadecían y, entre carcajadas, me aclaraban que todo era un juego.

Esta broma, como muchas otras con las que se divertían mis hermanos, tenía su época del año en que se hacía con más frecuencia. Por ejemplo, en Semana Santa, el juego consistía en que yo era Jesús al momento de la resurrección. Para tal efecto, me ubicaba detrás de un muro, agachado debajo de una ventana y alguno de mis hermanos debía decir:

-Gloria a Dios en las alturas.

En ese momento, yo, con mis brazos extendidos hacia arriba, emergía detrás del muro, lentamente, como había visto que lo hacía María Montilla, encarnando el papel del Jesús resucitado en la iglesia de La Parroquia, todos los sábados de Gloria a las doce de la noche.

Siempre, irremediablemente, alguno de los presentes se encargaba de hacer alguna broma que me saboteaba el juego, me hacía reír o rabiar y, cómo Sísifo,

En mi familia, los niños son los protagonistas de las paraduras

el acto debía comenzar otra vez. Así podían pasar horas, ellos prometiendo que esta vez sí me dejarían hacerlo bien y con seriedad y yo agachándome detrás del muro para la actuación.

En una oportunidad, recuerdo, lo hicimos en un pipote inmenso que acababan de comprar para la basura en el que cabía yo completico y, como tenía tapa, se prestaba para que al momento de decir el Gloria, yo lanzara la tapa con estruendo y saliera con gran dramatismo, en mi acto de resurrección.

Pasamos horas en el juego. Una de las bromas que consiguieron en esa oportunidad mis hermanos para sabotear, fue sentarse sobre la tapa del pipote de modo que, cuando decían “Gloria” y yo intentaba salir, el peso sobre la tapa me impedía emerger. Me desesperaba, lloraba y, bajo la promesa de “Esta vez sí”, volvía al pipote y se repetía la historia hasta el tedio…

Ser el menor de 13 hermanos tiene muchas ventajas, pero tiene otras tantas desventajas, como ven.

La amenaza de ponerme a estudiar violín ocurría, por lo general, para los días de enero, cuando en Mérida se celebran las Paraduras de Niño, ceremonias en las que la música se acompasa, principalmente, al ritmo del violín, para conmemorar el pasaje bíblico según el cual el niño Jesús se perdió a los doce años en Jerusalén y fue hallado a los tres días en el templo.

De niño detestaba el sonido del violín en las paraduras

¡Cómo detestaba ese sonido destemplado que salía del roce del arco contra las cuerdas! Era como un llanto de gatos metidos en un saco. Me imaginaba obligado a estudiar violín y sacando esas melodías con el instrumento y enfurecía.

Con el tiempo, aprendí a apreciar y disfrutar la hermosa música que puede salir de las cuerdas del violín bien ejecutado, pero el recuerdo del destemplado instrumento durante las paraduras se ha mantenido clavado en mi cerebro como una tortura.

Este año, a principios de enero, tuve oportunidad de volver a escuchar, después de muchísimos años, las notas del violín en una paradura pero el sonido que detestaba se volvió nostalgia, y el odio que recordaba tenerle trasmutó en ternura. El violín ahora suena como una plegaria desgarrada, como una sentida oración, una petición, un ruego que en las palabras del rosario dice:

«Niño bendito, divino y glorioso,

haz que mis penas se conviertan en gozo»

Cuando los músicos en casa de Elba Toro, en Zumba, una pequeña urbanización de Mérida, comenzaron a ensayar las canciones de la paradura y sonaron los primeros acordes del violín, volví a tener 10 años y las imágenes actuales se mezclaban con aquellas en mi cabeza de niño, cuando recorríamos las calles de La Parroquia tocando de puerta en puerta al ritmo del villancico:

“-Tuntún,
-¿quién es?
-Gente de paz. Ábranos la puerta
Queremos entrar”.

Es que algunas paraduras de niño eran una verdadera fiesta patronal y la procesión buscando al niño de casa en casa alcanzaba una gran multitud que caminaba con velas encendidas por las calles del pueblo hasta encontrar la imagen del Divino Niño en alguna vivienda y ponerla sobre un pañuelo de lino blanco que sería asido en cada una de sus puntas por los cuatro afortunados padrinos escogidos para la ocasión quienes, con una mano sostenían el pañuelo y, con la otra, un cirio grande encendido para encabezar el regreso del niño a su puesto en el pesebre.

A partir de ese día, la imagen del Niño Dios permanecería parada en su portal hasta el momento en que se levanta el pesebre que, en algunos hogares, no se quita hasta el 2 de febrero, día de La Candelaria y cuando, oficialmente, termina la época de navidad.

Ya la noche anterior, en mi casa de La Parroquia, en la intimidad de la familia

Buñuelos en miel, vino Pasita y bizcochuelo son platos típicos de la Paradura

(se pueden imaginar lo que significa “intimidad de la familia” en una casa de 13 hermanos y como setenta sobrinos y sobrinos-nietos con esposos, esposas y uno que otro primo o amigo invitado), habíamos realizado nuestra sencilla paradura que sólo consiste en rezar el rosario, pasear al niño por la casa, besar los pies de la imagen en señal de adoración, retornarla a su pesebre para que permanezca de pie y luego compartir un vaso de vino pasita -es el que se usa para la ocasión-, bizcochuelo y buñuelos de harina de trigo, de maíz, yuca, auyama y apio sumergidos en miel especiada con clavitos de olor.

Pero la paradura en casa de Elba es más grande. A su casa llega un gentío y para la celebración contratan músicos que se dedican especialmente a estas fiestas y que son contactados desde los primeros días de octubre si se quiere contar con ellos pues, de dejar la contratación para más tarde, se corre el riesgo de que no tengan fechas disponibles.

Elba Toro, orgullosa y cariñosa matrona.

Un beso al Niño Jesús en señal de adoración

Esta paradura la hacen en la mañana y mientras iba camino a la casa de Elba recordaba que, cuando yo era pequeño, ir de mi casa en La Parroquia a la de ella en Zumba, era toda una aventura. Era un paseo a través de monte y cañaverales, por caminos de tierra en los que nos podíamos extraviar, o ser sorprendidos por animales o fantasmas, o ser robados por brujas…

Hoy, se trata solo de atravesar unas cuantas calles asfaltadas pasando por urbanizaciones colmadas de casas a ambos lados de la vía. En cuestión de máximo cinco minutos uno se encuentra en aquella casa a la que hogaño organizábamos paseos para hacer sancochos y bajar a la orilla del río.

Con mis ojos llenos de niñez, llegué con mis familiares a casa de Elba, contemplé el bello pesebre de papeles de colores con tres nacimientos y luces intermitentes. Saludé a la bella, simpática y orgullosa dueña de casa quien logró con su trabajo y esfuerzo levantar un hermoso hogar en cuyos terrenos algunos de sus hijos construyeron sus casas.

Cariñosa, recordó viejos tiempos de cuando ayudaba a mi mamá. Me hizo el honor de nombrarme padrino de uno de los 3 niños del pesebre. Nos brindó de su vino y bizcochuelo. Nos deleitó con sus sabrosas hallacas. Y, sobre todo, con su fiesta y su música de violín, guitarra, cuatro y charrasca, me regaló, una vez más, mi infancia.

(Enero, 2012)

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El legado de mamá

Diez de los 13 hermanos del clan Rojas Marquina

El 03  de enero, cuando venía de regreso a Maracaibo desde Mérida a donde fui a recibir el año nuevo junto a mi familia, mientras recorría las sinuosas carreteras del páramo andino que me continúan produciendo, simultáneamente, una gran fascinación por la hermosura del paisaje y un profundo vértigo similar al experimentado al subir una montaña rusa, en la cabeza me daba vueltas una y otra vez la pregunta sobre ¿qué mecanismos se activan en los miembros de mi familia que nos hace funcionar como un clan hermético y al mismo tiempo tan permeable que hace que cualquier persona al llegar a la casa se sienta como un miembro más de ese clan?

Hacía más de 10 años que no pasaba un año viejo con mis hermanos, sobrinos y resobrinos, son las desventajas de poseer un negocio que funciona prácticamente los 365 días del año. Y fue a la par de hermoso, gratificante, poder constatar, al no más llegar, que la tradición familiar permanece intacta y no me deja de maravillar como en nuestra familia, a pesar de que los padres fundadores del apellido Rojas Marquina, Carmen y Golfredo, hace ya más de 25 años que no se encuentran entre nosotros, todavía disfrutamos un montón reuniéndonos y celebrando juntos en cada oportunidad que podemos.

Al llegar el 30 a La Parroquia y encontrarme al gentío que conforma el grupo familiar terminando los preparativos para la cena de noche vieja, me sorprendía disertando sobre ¿qué hace que los Rojas sintamos placer reuniéndonos para preparar más de 400 hallacas, por qué nos produce alegría concentrarnos alrededor de 10 kg de papas y 6 de zanahorias para pelarlas y cortarlas entre conversa y anécdotas para preparar una de las 3 ensaladas, cada una de unos 18 kilos, que se servirán en la cena del 31, por qué tanta algarabía mientras se rellenan las gallinas y se condimenta el pernil que saldrán doraditos del horno para el deleite de todos?

Pinchos hechos en «cayapa»

La preparación de las comidas familiares funciona como una perfecta cadena socialista de producción (con el perdón por la utilización de estos términos tan puteados en nuestro país en estos días). Por ejemplo, en la preparación de las hallacas a los más jóvenes les corresponde lavar las hojas mientras otros preparan el guiso y la masa para, finalmente, reunirse las mujeres alrededor de un mesón y proceder, entre chistes, chismes y anécdotas, con el armado de las “multisápidas”. Primero se untan todas las hojas con la masa de Harina Pan, se apilan a un lado y, cuando ya todas las hojas cuentan con su porción de masa, se le pone el guiso y los adornos, se cierran y, otro grupo de la familia se dedica al amarre de las mismas.

Así se hace con prácticamente todos los platos. Se realizan en “cayapa” lo cual hace de la preparación una especie de ritual en el que participa la mayoría de los miembros, desde el más viejo hasta los de menor edad.

El barullo de esos días, los hermanos y sobrinos que gritaban, hablaban, reían, cantaban, me hicieron recordar lo que dijo Lolita Aniyar cuando la conocí y la invité a mi casa en La Parroquia a comer unas arepas andinas de harina de trigo. Al ver que salía gente hasta de debajo de los muebles, Lolita dijo:

-¡Esto es como estar viviendo, en directo, una vieja película italiana! Me parece que en cualquier momento atravesará la escena una mujer con un salchichón gigante al hombro o un hombre con un inmenso escaparate en brazos!

Gasolina para el espíritu

Los últimos días del año viejo y los primeros del nuevo junto a mi familia me hicieron comprender que más de 10 años sin disfrutar de estas celebraciones es demasiado tiempo, que la energía con la que se me carga el espíritu cuando comparto con “el montón” me es tan imprescindible como la gasolina para un vehículo.

Precisamente, de esa energía me comentaba Cristian –quien por primera vez compartió las fiestas de año nuevo con mi familia- en el camino de regreso:

-Cuando dieron las doce de la noche –dijo- y comenzó el alboroto y la alegría de los abrazos, sentí una energía tan bonita y particular, que me entraron ganas de llorar.

Y es que cada año es así. De hecho, más de uno no puede contenerse y deja correr sus lagrimones mientras, a moco tendido, va pasando de unos brazos a otros en ese ritual familiar que lo deja a uno con los brazos felizmente agotados de tanto apretar a los seres queridos para desearles lo mejor en el año que comienza. Nunca he logrado comprender cómo hacemos para, entre tanta gente, llevar la cuenta de a quiénes se les ha dado el abrazo o no, pero lo que sí es cierto, es que nunca se nos queda ninguno sin su respectivo apretujón.

Mientras escribo estas líneas y revivo esos momentos, me vuelve a asaltar la pregunta de ¿a qué se debe que en mi familia se siga manteniendo esa unión a pesar de que Carmen y Golfredo partieron hace tanto tiempo? Recuerdo cómo los sobrinos, a la hora del brindis -otra especie de ritual en el que todos bebemos champán de la misma copa gigante, desde el mayor de los adultos presentes hasta el menor de los niños., pedían porque la unión del “montón” se mantuviera por muchas generaciones más y que los hijos de los hijos de los hijos pudieran experimentar lo que ellos, desde siempre han vivido en las fiestas decembrinas.

   

La respuesta a mis interrogantes vino en una nota que le enviara Néstor, un primo, a Lala en facebook y que decía:

«Hola, prima Lala. ¡cuánto me alegra saber de ustedes! Tengo muy bellos recuerdos de ese solaz ángel, mi bella Tía Carmen, de su carácter tan afable, risueño como los colibrís en busca de miel, de su mirada celestial, de esa mujer bregadora que siempre tenía un sabroso chiste a flor de labios con desayuno y café incluidos, de esa gran casa, de ese bello hogar que ella enseñó a construir con un buen humor fuera de lo común capaz de domar situaciones volviéndolas insólitamente enanas y estériles como por arte de magia. Tía Carmen, la del poder invisiblemente persuasivo poco común para hacer olvidar cualquier tormenta gracias a su sabia dulzura y noble ponderación. ¡¡¡Ay, Lala!!! cuánta felicidad le darían al mundo los gobernantes si hubiesen más “Tías Cármenes” como Tía. ¡¡¡Paradojas de la vida… De lo bueno poco!!! Tía Carmen, la Heroica Madre, la Eterna Amiga, sin mácula y sin malicia que esconder, la mujer niña de humildad contagiante, con su espíritu de bondad y servicio hacia los demás tan difícil de encontrar en estos tiempos. Remembranzas de frailejón y sonrisas andinas que en mi quedaron como un sello, esos instantes que aún viven y están retratados en 3D HD. Sueños vividos de esa Grandísima Mujer que nos hace recordar todos los días que, a pesar de los pesares, <La Vita E Bela>. Tia Carmen que con seguridad Dios la tiene en la Gloria, toda una Utopía del Siglo 20 y 21 y próximas generaciones, esa Titánica Súper Señora que Dios les y nos regaló tanto aquí en la tierra. Qué más puedo decir Prima Lala, si cada pedacito de todo lo anterior resume lo que en cada uno de ustedes esta legado, y eso es lo que ustedes significan para mí. Recuerdos anhelantes de esa linda Parroquia… de Mérida (uno de los lugares más mágicos de Venezuela). Bien Primita Hermosa, salúdame a Primos, Tíos, Sobrinos que deben ser hiperbellos, inteligentísimos y prolíficos. Me retiro por ahora, por supuesto, “sin tocherías de peluquín”, y recordando que cuando la luna está llena, “está como para enamorar Bobos”, como usted y como yo, como todos los que aspiramos a ser un poquito más seres humanos!!! Ja, ja, ja. Dios los Bendiga. Los Quiero Muchote. Abrabesos!!! Su Primo Néstor.»

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro…

José Martí dijo: «Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro«. Mamá no escribió el libro, pero compensó esta carencia sembrando de

Mámá

araguaneyes la plaza Bolívar de La Parroquia que, cuando florean, engalanan con sus flores amarillas ese hermoso parque que, para mi familia pasó a ser más que una plaza pública, el solar de juegos para varias generaciones de Rojas. Y, por último, Carmen no tuvo un hijo, ¡tuvo 13! Ocho hembras y cinco varones que a su vez tuvieron hijos que han tenido hijos y que continúan teniendo los hijos que llevarán por generaciones esos genes de bondad, generosidad, comprensión y cariño que Carmen Marquina de Rojas sembró y abonó por años en cada uno de nosotros.

Su principal legado ha sido justamente el de mantener los lazos filiales inalterables aún años después de su partida. Ella no fue una mujer culta, apenas alcanzó el cuarto grado, pero fue una mujer sabia, una mujer que se adaptó a los tiempos que le tocó vivir, que conoció la abundancia y la escasez y que siempre tuvo una actitud optimista y humilde para enfrentar tanto las alegrías como las tristezas que se le presentaron.Carmen nos  enseñó que en la casa siempre había un plato de comida para quien tuviera hambre y un lugar para dormir para quien tuviera sueño. En su casa de La Parroquia fueron muchos los primos, primas, tíos, ancianos allegados a la familia y amigos de mis hermanos que consiguieron calor de hogar y una familia, en algunos casos por unos días, en otros por meses o años. Ella nunca le cerró las puertas a nadie ni le negó, aún en sus épocas de mayores limitaciones económicas, un plato de caraotas a quien llegara con hambre. Una de las tantas anécdotas que se podrían retratar la capacidad de mamá para ayudar a todo el que lo necesitara y que a muchos les causa tanto asombro como risa e incredulidad, fue cuando, a pocos años de haber muerto papá, con escasos recursos económicos para criar los hijos aún pequeños, se presentó en la casa una trabajadora social del reclusorio para enfermos mentales de Bárbula a solicitar ayuda para unos pacientes:

-Señora, nosotros estamos desarrollando en Bárbula un programa para los pacientes enfermos mentales –empezó a contar la trabajadora social-. El programa consiste en ubicar temporalmente a los pacientes con familias para ver si, de esta forma, logran recuperarse de sus trastornos. Queríamos saber si usted estaría dispuesta a recibir aquí en su casa a algún paciente por una temporada.

-Pero, ¿los pacientes son agresivos?- Preguntó mamá

-No, para nada. Son muy pacíficos.

-¡Ah, bueno! Entonces tráigame dos –puntualizó mamá.

Así fue como llegaron a la casa Bertha y Lucía, dos “locas” de Bárbula para quedarse por un tiempo. Bertha vivió con nosotros como por seis meses. Ella, en las madrugadas se despertaba y

Mamá y yo el día de mi grado de bachiller

empezaba a hablar incoherencias y groserías a gritos y mamá la escuchaba con atención. Así, fue hilando un dato con otro entre las cosas que decía, y llegó a comprender de dónde era Bertha. Con los datos que logró reunir comenzó la búsqueda de la familia de la “loca” hasta que la consiguió en Barinas y Bertha regresó a su casa, de dónde un día salió y, sin saber por qué, la locura se apoderó de ella y no supo cómo regresar.

Lucía permaneció en la casa por poco más de un año. Recuerdo que ella sentía fascinación por el chorro del agua del lavaplatos y por la llama de la estufa de la cocina. Podía pasar horas contemplando el agua caer por sus manos o mirando el fuego del fogón. Mamá sólo se decidió a devolverla a la trabajadora social  cuando comprendió que las salidas de Lucía para ir a recoger “aguas de colores” en las fuentes de las avenidas de Mérida podían constituir un verdadero peligro para la joven.

Creo que está anécdota ilustra bastante bien de qué material estaba hecha mamá. Ella, más que sembrar un árbol sembró muchas semillas en los seres que la conocieron y dejó en sus hijos y nietos un legado de bondad y amor que sigue transmitiéndose a sus descendientes quienes, aún sin haber llegado a conocerla han aprendido a quererla y a extrañarla. Mamá no escribió el libro, fue una tarea que le quedó pendiente, pero escribió miles de páginas de vida y sabiduría que permanecen en nuestras almas y en el corazón de todos los que la queremos.

( Enero, 2011).

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