
Nunca me gustó Kiko Mendive. Mejor dicho, nunca me gustaron los personajes que interpretaba en la Rochela. Me parecía deprimente la forma cómo terminaba siendo una caricatura de sí mismo. Un fracasado que terminó haciendo burla de su fracaso y desventura. Al menos, así me parecía en los años de adolescencia cuando los lunes, más por hábito que por gusto, terminaba sintonizando el programa cómico más viejo de la televisión venezolana. Por ese entonces no había cable ni mucho de dónde escoger, aunque ahora no es que la televisión ofrezca muchas opciones.
Con los personajes de Kiko, y de otros tantos actores de La Rochela, me pasaba lo que me pasa hoy día cuando por e-mail, Twitter o Facebook me encuentro con fotos de personas desdentadas, o exageradamente gordas o excesivamente feas, amaneradas, bizcas, con culos estrambóticos y celulíticos, viejas con hilos dentales… encuentro que son de un humor cruel, que se burla de los defectos físicos -o intelectuales- de las personas, una especie de bullying, y la repulsa ante eso es algo más fuerte en mí, que la hilaridad que en la mayoría de las personas pueden producir esas imágenes o esos sketches «cómicos».
En cuanto a Kiko Mendive, cuando veía sus interpretaciones de personajes que parecían ser la burla del actor, ataviado con esos leotardos ajustados que ponían en relieve sus escuálidas y enclenques piernas, recalcadas por chaquetones 4 tallas más grandes de lo que su esmirriado y flacuchento cuerpo debía usar, no podía evitar sentir cierta compasión y pena ajena. Se me hacía imposible creer que ese «fracaso» en la pantalla pudiera provocarle hilaridad a alguien y que el artista pudiese haber tenido una promisoria y exitosa carrera en México, en sus años mozos, como decían los entendidos en la materia y que para mí terminaba siendo nada más que una leyenda urbana más de la farándula criolla.
Así veía a Kiko y veía a muchos otros actores más del programa cómico de los lunes a las ocho de la noche. Para mí La Rochela era como el purgatorio de los actores. Siempre me dio la impresión de que allí iban a parar los actores de poco talento, resentidos, buscadores de fama y popularidad «cueste lo que cueste», o de talentosos pero desafortunados humoristas que se resignaban a hacer comicidad en el show a la espera de que les llegara su verdadera oportunidad de demostrar el talento y el valor de su arte.
Esta impresión adolescente pareció confirmarse cuando en unas jornadas de producción de una campaña de propaganda gubernamental, me tocó grabar por varios días en RCTV testimoniales de artistas de la planta y, en el corre-corre de las grabaciones, me pareció que, mientras actores dramáticos de trayectoria contaban con camerinos con sus nombres en las puertas en letras doradas, los actores de La Rochela compartían unos camerinos comunitarios distribuidos a lo largo de estrechos pasillos. Tuve entonces la sensación de que mientras la sección de «Arte Dramático» de RCTV era una especie de «el este», la de “Comicidad” se correspondía con «el oeste» de la ciudad.
A ese «oeste», especie de purgatorio -según mi prejuiciada visión-, iban a parar algunos actores a la espera de terminar con sus huesos en el cielo del estrellato o en el infierno del estrellado.
Hoy, muchos años después, cuando mucho tiempo ha pasado desde que La Rochela salió del aire, el destino de sus comediantes parece dar la razón a esa lejana impresión. Da la casualidad de que los actores cuyos
sketches me gustaron siempre, quienes creaban o para quienes los libretistas creaban personajes originales, siguen brillando en sus carreras aunque ya no estén en pantalla. Otros, pasaron al infierno de las sombras o al otro, tal vez peor, de ser bufones de corte de «poderosos» de medio pelo.
En todo esto pensaba echado en el colchón de mi cama, tirado en medio de la sala del apartamento, donde tuve que instalarme provisionalment – hasta que lograra desalojar a un indeseable y escurridizo roedor que se adueñó de mi cuarto-, mientras leía “Simpatía por King Kong” (Planeta, 2013), la más reciente novela que nos regalara la diestra y entretenida pluma de Ibsen Martínez.
Era tarde pelabolas de domingo. Esos domingos de tedio rutinario en los que la inseguridad y la carestía de la vida nos han obligado a sobrepasar en casa leyendo, viendo televisión o en internet. La quincena estaba a punto de terminar y lo que (no) me había sobrado de dinero lo había invertido en un par de libros entre los que se encontraba la novela de Ibsen.
Mientras el roedor hacía estragos en mi habitación, yo, echado entre almohadas y cojines en medio de la sala, empezaba a devorar “Simpatía por King Kong”, una historia circular que termina al tiempo que nos invita a volver a empezar. Mientras, nos lleva por La Habana de los cuarenta, por los inicios de la época de oro del cine mexicano con la película Distinto Amanecer (1943) como leiv motiv, y por la convulsa Venezuela contemporánea de los años de la segunda presidencia de Carlos Andrés.
Leí SPKK de un tirón. La historia del pobre músico cubano que llega a alcanzar la gloria en México y a ser el descubridor de Pérez Prado logra atraparlo a uno de tal manera desde el primer capítulo –el cual les dejo aquí desde El Malpensante, Simpatía por King Kong– que es difícil soltarla y, como es una novela corta, uno siente que no vale la pena parar hasta terminar de recorrer las trabajadas, entretenidas, ilustradas y amenas líneas de Ibsen.
En esa cíclica historia, Ibsen Martínez lo lleva a uno a través de los diferentes períodos históricos y diversos países narrados sin apenas notar los cambios de tiempo y escenario. Solo lo saca a uno de la trama cuando en cierta especie de distanciamiento, el escritor nos recuerda que la historia está siendo escrita por el narrador que pasa a ser el personaje conductor de la historia, quien nos echa todos los cuentos involucrados en la novela.
Confieso que esas acotaciones, “distanciamientos”, llegaron a molestarme porque me devolvían de un jalón a la realidad, justo en los instantes cuando estaba más ensimismado con la historia de la novela. Pero esa “molestia” en ningún momento llegó a ser tal que me impidiese volver inmediatamente a mi historia o provocase dejar de leer. Ibsen Martínez parece ingeniárselas para hacernos ir y venir a su antojo de la trama, manteniéndonos pegados a las hojas del libro.
No sé qué tanta parte de ficción y realidad haya en las anécdotas que de Kiko Mendive cuenta SPKK. En principio, el autor se encarga de dejar claro que lo narrado es producto de su imaginación desde el mismo instante en que sitúa la muerte del cómico, actor, cantante, bailarín y coreógrafo cubano en el marco y como consecuencia de heridas de bala sufridas durante los terribles saqueos acontecidos en 1999, a los pocos días de la coronación de CAP, cuando en realidad Mendive murió de una enfermedad, si mal no recuerdo, respiratoria, en el 2000.
La licencia que se toma el autor con el acontecimiento de la muerte del artista, le permite, a la vez de darle un giro interesante a una muerte anodina, ubicarlo en esa etapa política venezolana que nos impactará a todos hasta el sol de hoy. A partir de allí, nos lleva por los entresijos y recovecos de la historia de un ser perseguido por el fracaso y el infortunio. Un personaje al que, luego de la historia de Ibsen, lo veo con cierta simpatía y nostalgia. Viene a ser Kiko como un precursor de los frikis que en la actualidad pululan por las pantallas de los medios televisivos. Tal vez con los años, el temor al fracaso pierde fuerza pues se llega a comprender que hay diferentes formas de triunfar y de fracasar en la vida y que todo tiene mucho que ver con las decisiones que en determinados momentos se tomen.
Simpatía por el “gorila”
Cuando empecé a leer la descripción de lo sucedido en Caracas durante los saqueos, no pude evitar relacionar el título “Simpatía por King Kong”, que en principio parece una paráfrasis de la canción de Los
Rolling Stones “Simpatía por el diablo”, con aquellos discursos de la época que hablaban como con cierta admiración y un halo de premonición del “ruido de sables”, de la supuesta inconformidad existente para entonces en los cuarteles de la que hablaban algunos políticos, periodistas y articulistas, no sin cierta actitud de quien predice al tiempo que, con temor, desea que pasen las cosas. Una cierta simpatía de la época por un tipo de autoritarismo gorila, kingkongniano, que posiblemente hayan sido las aguas que trajeron estos lodos. No sé si mi sensación es personal o si la utilización del gorila cinematográfico en el título de la novela haya sido un recurso adrede de Ibsen para ilustrar esa especie de simpatía de la época por algún tipo de gorilismo político.
Lo cierto es que, al filo de la media noche de ese domingo que, de rutinario, viró a absolutamente entretenido con la versátil y profusa prosa de Ibsen, cerré, una vez terminada, la novela.
El sueño no lo logré conciliar hasta muy tarde, ya casi al amanecer. Las imágenes de SPKK daban vueltas en mi cabeza y se mezclaban con mis impresiones adolescentes sobre los artistas de la rochela. Los saqueos acudían en lote. Kiko Mendive se me aparecía con sus leotardos y chaquetones con un inmenso radio portátil al hombro. Lo veía herido, aunque sabía que eso era producto de la imaginación del autor.
El ruido de la rata en mi habitación masticando las rejillas del aire acondicionado donde había anidado, me hacía pensar que no era casual esa invasión. La alimaña se volvió una metáfora hecha carne que habla de un país tomado, sitiado por alimañas que desde los tiempos de los saqueos, esos hechos contados por Ibsen, esperaban, en las sombras, la oportunidad para hacerse con el preciado botín que es Venezuela. El traqueteo del plástico entre los dientes de la rata me hizo pensar en el disfrute que esta plaga siente al devorarse las riquezas nacionales a sus anchas.
Como en “Casa tomada” de Cortázar, entre sueños, me sentí arrinconado en mi propio apartamento, expulsado por la peste del roedor. Kiko se me aparecía con sus crías de canarios, queriendo tomar clases de música después de viejo para tratar de superar su sino. La animadversión que sentía por el personaje rochelero mutó en compasión y simpatía gracias al rescate que de él hace Ibsen Martínez en su novela.
Exhausto, más mental que físicamente, escuché una vez más el ruido de los dientes de la rata devorando el plástico del aire acondicionado y encajando sus dientes en los cebos envenenados que le había servido con miel y tomate como escuché que les gusta. Pensé: “Esa alimaña tiene sus días contados. Los otros, los que se apoderaron del país, espero que también”. Y caí vencido por el sueño…
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