El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “septiembre, 2014”

Hora y media en las profundidades del socialismo. ¡Llego leche!

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Mi cabeza parece una vasija llena de grillos, chicharras y sapos. Estoy aturdido como si estuviera en una discoteca con la música a todo volumen. Mi pecho da brincos como cuando el changa changa del DJ excede la capacidad de decibelios del equipo y uno está junto a una corneta que distorsiona el bom-bum de la música.

La tortura comenzó cuando me disponía a sentarme a seguir mi re-lectura de Trópico de cáncer -con el precio actual de los libros, toca recurrir a los ejemplares que uno guarda en la biblioteca-, y repicó el celular:

-¡Venite ya, que van a sacar leche en polvo de la que cuesta 40 bolívares!

Aparte del precio, lo que más me impulsa a cerrar el libro y correr al supermercado es que haya leche y poder olvidar por un tiempo la asquerosa leche líquida ecuatoriana que conseguí la última vez y que era un agua amarillenta e insípida.

Dejo el libro a un lado, tomo mi billetera con la cédula de identidad -requisito indispensable para poder comprar productos de primera necesidad- y me voy a paso rápido al supermercado.

La gente empieza a aglomerarse. El dato ha corrido por diferentes vías y el local se llena de compradores. Aún no sacan la leche.

-Mientras la sacan, pasa por la captahuellas. Me susurra mi amiga.

-Pero yo hace como dos horas que vine registré mi huella. Le advierto, pensando que no tendría que volverlo a hacer.

-Cada vez que vengas tienes que pasar por la captahuellas, Golcar. Eso se desactiva una vez que se registra tu compra en la caja. Así que anda antes de que se haga más larga la cola.

Le pregunto si los bachaqueros se han ahuyentado con las captahuellas y me dice que a ella le parece que ahora hay más bachaqueros que antes.

Me empieza a incomodar la situación pero ya estoy allí y me da vergüenza despreciar el gesto de la amiga que tan amablemente se toma la molestia de llamar y avisarme cuando llegan productos de los que escasean. Asumo una «actitud de sociólogo», repiro profundo y me resigno a pasar por la aventura cotidiana del socialismo del Siglo XXI legado por el insepulto Chávez.

Me meto en la fila de la captahuellas. Han habilitado tres aparatos para la ocasión. La gente sigue llegando al local.  La cola tras de mi se va haciendo aceleradamente más larga.

La gente se empieza a impacientar. Se miran unos a otros con desconfianza. Nadie dice con claridad a qué han venido pero todos sabemos que el dato de la leche en polvo se ha regado velozmente.

Al poco tiempo, la cola es una larga anaconda furibunda. Ya yo he pasado por la captahuellas y observo como la hilera crece, atraviesa el local, serpentea, se enrosca hasta llegar a la pared del fondo. Hay un murmullo general con una rabia contenida. La fila es una vibora enfurecida que parece estar dispuesta a atacar y soltar su veneno en cualquier momento. No veo por ningún lado la alegría con la que Méndez, encargado de los «precios justos» del gobierno, dice que el pueblo compra lo que necesita. En la fila lo que se respira es rabia, incomodidad,  desconfianza, ira.

Hay algunos amagos de pelea entre la gente que no piensa permitir que nadie se colee. En estos casos, no vale que seas mayor de 60 años, que andes con bastón o andarivel, que lleves tapaboca o estés embarazada. Nadie tiene preferencia y la mirada de furia de quienes están en los primeros puestos de la cola y de los empleados del supermercado encargados de resguardar el orden lo certifican.

En la captahuellas también hay los momentos de incomodidad y roce. El sistema está lento. A algunas personas la máquina no les reconoce la huella. Pasa mucho con la gente mayor.

Pruebe con el otro dedo.
Límpiese bien el dedo.
Pongamos gel en la captahuellas.

Algunos se van furiosos sin poder comprar porque su huella parece estar definitivamente borrada. Otros logran superar la prueba.

Le digo a mi amiga que ya registré la huella y le consulto qué debo hacer.

-Da unas vueltas por allí. Ya la van a sacar. Disfruta de la «patria» y del socialismo.  Me dice con sonrisa sarcástica.

Observo a la gente. Por ningún lado veo «la felicidad de comprar lo que se necesita al precio justo». Sin duda, Méndez no ha venido en momentos como estos cuando comprar es adentrarse en las profundidades del socialismo a la cubana.

Un empleado le da un golpe con su hombro por la cara a una señora. Esta grita y se soba la mejilla. Le digo sonriendo «Eso es el socialismo».

-No. Eso fue un coñazo. Y se sigue sobando.

Se hace difícil moverse. Sigue llegando gente y nadie se va porque todos esperan la aparición de la preciada leche. Registran sus huellas y permanecen en el local. Nadie dice con claridad a qué esperan pero todos lo sabemos. Algunos preguntan qué van a sacar y se les responde con dudas:

-Dicen que leche en polvo.

Ya ha pasado más de una hora y nada que sacan la leche. A mí la impaciencia ya me gana. La barriga me da brincos. Las sienes me palpitan. Hago chistes necios con la gente para distraerme. Le comento a mis amigos que trabajan en el sitio que no sé cómo no han enloquecido.

-Yo estoy que me subo las enaguas y me jalo los pelos del chocho, como diría mi madre. Les comento y ríen a carcajadas.

-Ya nos acostumbramos. Dicen, pero la tensión en sus rostros y la ira en la mirada los delata. Ellos también están al límite.

Un empleado habla con uno de los vigilantes:

-Anda a buscar a tus compañeros porque yo solo ni de verga saco eso. Si vengo con la carrucha y se me viene la gente encima, dejo esa vaina botada.

«Tienes culillo», le digo riendo y el hombre sonríe y asiente con su cabeza: «La pinga».

Custodiada por unos seis hombres sale rodando la carrucha con las cajas de leche. La gente se alborota. Los murmullos ya son gritos. Corren todos a las cajas a hacer la cola para pagar pues la leche la entregarán después de cancelada. Dos paquetes de 900 gramos por persona.

Quedo de cuarto en mi caja. En la mano llevo dos paquetes de medio kilo de caraotas, un kilo de sal y una mayonesa. La cajera es lenta y hay una compra grande de primero. Pasa gente que consulta si deben pasar por la captahuellas para comprar compotas. Sí y son solo cuatro por persona.

Veinte minutos más tarde, pago. 166 bolívares hace mi cuenta con los dos paquetes de leche. Un solo paquete de 900 gramos de la descremada en polvo que se consigue con más frecuencia y facilidad cuesta 250 bolívares. Casi cien más de lo que estoy pagando por un kilo de caraotas negras, uno de sal y la mayonesa de medio kilo. He ahí la razón de tanto barullo.

Pago. Una corta cola para que me entreguen la leche y me despido de mi amiga con un beso y el corazón en la boca de hora y media de angustia y rabia contenidas. Hora y media en las que, una vez más, la realidad desmiente la propaganda oficial. Falso que las captahuellas agilicen o disminuyan las colas y eviten el bachaqueo.

-Gracias, cariño. Me voy a hacer yoga para recuperar mi centro.

-Ja ja ja ja, ahora sí me habéis hecho reír. Ya sabes lo que es tener patria. Has vivido la experiencia del socialismo profundo.

Golcar Rojas

Mis 10 libros en Facebook

libros fb

Hay en el facebook una catajarria de jueguitos insoportables, de esos que hinchan las pelotas como dirían los perfectísimos argentinos, en los que lo etiquetan a uno para hacer unas especies de cadenas que terminan siendo un verdadero coñazo.

El tema es que te nombran y tienes que hacer lo que te invitan a hacer, por más ridículo que te parezca, y al mismo tiempo echarle la vaina a unos cuantos amigos más, quienes a su vez se supone que deben continuar el incordio hasta que, supongo, algún día, te vuelve a caer la plaga a ti. Tengo en mi bandeja de mensajes unos cuantos jueguitos que dejé guindando sin siquiera dar explicaciones. Que la vaina, en términos criollos, es una ladilla.

Pues bueno. En estos días, el amigo Juancé Gómez me convidó a hacer una lista de mis 10 libros preferidos. Luego de pensar en escurrir el bulto y hacerme el policía de Valera, me animé y escribí en mi muro la lista de mis libros.

Doy fe de que lo allí escrito y descrito es rigurosamente cierto y que cada libro mencionado tuvo los efectos descritos en mi alma, espíritu y mente y que tal vez de allí provenga este entuerto mental que intelectualmente me caracteriza. La lista, como toda lista, es arbitraria y está compuesta por los títulos que salieron espontáneamente de mi archivo mental, de primer golpe y sin escudriñar mucho. Si la hiciera con más detenimiento posiblemente terminaría siendo otra lista pero, al final, esto fue lo que dije en facebook y transcribo aquí con muy pocos retoques:

Ok. Juancé, aunque me ladillan un poco estas listas y hubiera debido mandarte a hacer puñetas como sabiamente lo hizo Milagros González, como me agarraste de buen humor –cosa rara en mí–,  voy a ponerme al descubierto.

No están en mi lista los grandes maestros de la literatura.  Esos, pocas emociones me han despertado. Me han enseñado muchas cosas pero muy pocas emociones, realmente.

Mi lista va de libros que por diferentes motivos y en diversas épocas de mi vida cayeron en mis manos,  los leí y me impresionaron independientemente de la calidad literaria y la originalidad o profundidad.

1º – A los 14 años cayó en mis manos «Motín en el reformatorio» de Jack Thomas, una historia perversa y negra no apta para un niño de 14 años de La Parroquia que me devoré impresionado con el relato. Por ese entonces, vivía mi hermano Toño detrás del reformatorio de Mérida y cuando escuchaba a las reclusas gritar obscenidades y cochinadas a los hombres a través de las ventanas, recordaba la cochambrosa novela de Thomas. Al día de hoy me eriza la piel la imagen de esas chicas, casi niñas, violando al vigilante del reformatorio en el baño.

2º – Al poco tiempo, paró en mis manos sin saber porqué pues no creo que ningún adulto me lo hubiera podido recomendar, un libro que,  por lo gordo y por las páginas de papel cebolla, parecía una biblia y que fue causa de mis desvelos adolescentes, pues me daban las cinco de la madrugada pegado a la historia de un grupo de jóvenes adolescentes que pasan un verano desenfrenado en un pueblo español, consumiendo cuanta droga se cruzaba en su camino, mucho sexo y licor y mucha diversión. «Los hijos de Torremolinos” de James A. Michener. Tampoco apto para la edad. O tal vez sí.

3º – «Por quién doblan las campanas”, de Hemminway, otro libro que me erizaba la piel y no me dejaba dormir. Eso de no preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti. Me retumbaba en la cabeza al cerrar el libro y apagar la luz.

4º «El pájaro espino», de Collen McCollough. Tenía como 17 y las hormonas alborotadas. La sórdida historia de amor entre el cura y la protagonista me dejaba siempre con una erección. Nunca superé que, al final, todo termina siendo para la protagonista como un castigo divino a tanta irreverencia y lascivia. «Hay un pájaro que desde que nace empieza a buscar la espina más grande y alta del bosque. Cuando la consigue, la clava en su corazón y canta por primera y única vez en la vida. Entre más se hunde la espina y se aproxima la muerte, más lindo es su canto». Versión mía del epígrafe de la novela. La versión seriada para la televisión, después, fue una decepción.

5º – «Shogún», de James Clavell. Otro mamarro de libro que leí en inglés en mis meses en Wilmington,  Carolina del Norte, y que me presentó el fascinante mundo japonés con todo su exotismo y enseñanza de vida y la impresionante costumbre del sepukku.

6º – «Peonía» y otros libros de Pearl Buck, novelas que me mostraban el contraste entre el mundo chino y americano y que me gustaban por lo fácil que era leerlas y disfrutarlas. Siempre recuerdo una escena en una de ellas en la que la protagonista comentaba como había resuelto el contraste entre el impoluto blanco de la ropa de bebés de los gringos y el poco higiénico colorinche de los vestidos chinos. Ella decidió vestir a su bebé con ropa interior asépticamente blanca y la ropa exterior con la alegría de los colores chinos. Era su forma de sacar lo mejor de los dos mundos.

7º – «Las sandalias del pescador», de Morris West, que puso en duda todo un sistema de creencias y enseñanzas, sobre la vida, la fe y la religión.

8º – «Entrevista con la historia» de Oriana Fallaci y otros libros de ella que me metieron el gusanito del periodismo en el cuerpo y me mostraron que los grandes personajes de la historia no son más que seres humanos con sus virtudes y muchos defectos.

9º – «El túnel» de Sábato que me mantuvo loco por casi un mes. Deambulando por las calles y haciendo cosas impensables a la gente que me quería. Hoy me juzgarían por violencia hacia la mujer y al prójimo.

10º – Los cuentos de «Autopista del Sur» y de «El perseguidor» de Cortázar que fueron mis noches de cielo estrellado en isla de Coche hace 30 años, tirado en el suelo de la plaza Bolívar del pueblo, a la luz de una farola y recostando la cabeza a un banco. Coche era dos calles de tierra entonces y oscuridad absoluta en la mayor parte del pueblo. Al día de hoy paso por esa plaza y me parece reconocer a «Circe» entre los arbustos de la plaza, o ser empujado por sombras invasoras en «Casa tomada», o el atasco de la autopista francesa, o la impresionante visión de «Continuidad de los parques»…

De ñapa, te dejo mi biblia: «Memorias de Adriano» de Marguerite Yourcenar, un libro que es enseñanza de vida. Que a mí me enseñó a vivir. Si los seguidores de Paulo Coelho y toda la paja loca de la autoayuda tomaran esa biografía del emperador romano, la leyeran, saborearan, deglutieran, asumieran y entendieran toda la enseñanza que encierra sobre la belleza, los placeres de la vida, el amor, la tolerancia y la estrategia, quemarían en una hoguera a Coelho con sus libros y aprenderían a vivir la vida a plenitud.

Eso es todo querido amigo. Largo porque no sé hacerlo corto.

P.S. No me etiqueten en jueguitos del facebook, plis.

Venezuela es una alimaña…

Ilustración realizada por Lerians Rojas

Venezuela es una alimaña.

Es el sueño de una hiena.

Víbora psicótica que frenéticamente devora su cola.

Zamuro que baila al momento de zamparse un pestilente pescado
mientras a su espalda se pudre el lomito de su próximo condumio.

Gato hidrofóbico que defeca en su alimento para que muera famélico el perro
aunque  él mismo sucumba luego por inanición.

Es un asno que persigue
una zanahoria envenenada
mientras cae por el despeñadero.

Delirio de una mantis religiosa estéril

Osa enfurecida
que engulle a su osezno

Araña histérica
que amordaza a una abeja

Pesadilla de un perro hambriento,
con torsión estomacal
que mira un suculento bistec.

¿Cuándo águila,
león,
delfín?

¡Ave fénix!

¿Cuándo?

La floja «Liz en septiembre»

Liz

Floja. Muy floja. Fue la frase que me vino a la mente al ver Liz en Septiembre de Fina Torres.

Tal vez iba un poco obsesionado con el eco de Oriana que al día de hoy aún retumba en mi mente como una de las grandes piezas de la cinematografía venezolana. Aquel uso magistral del flash back, el ritmo, las actuaciones. Esos silencios que lo decían todo. Aquella mujer que toma la camisa y se la lleva a la nariz y en el gesto evoca toda una historia. La sutileza en la manera de contar y de mostrar.

Liz en septiembre me resultó sosa. Bonita. Predecible desde la escena uno hasta los créditos finales. Pero lo predecible es lo de menos. Con esta pieza de Fina Torres, una vez más, tengo la sensación de que el gran problema del cine venezolano actual es de historias. De guionistas.

Es común tener un buen tema, como sin duda lo es el de “Liz en septiembre” y que se diluya en personajes superficiales, poco desarrollados e interpretados más por el oficio del actor que por un verdadero trabajo y esfuerzo interpretativo. ¿Mucho oficio y poco método? ¿O comodidad?

La película debió ser un canto coral de siete personajes femeninos que se enfrentan a dos temas muy fuertes como lo son el lesbianismo y la muerte. Pero la manera fácil de enfrentar los personajes en el guión hace que la película se quede a mitad de camino. Tanto el tema de la muerte como el de la diversidad sexual son abordados de manera fácil, superficial y complaciente.

Tenemos:

El personaje de Patricia Velásquez como columna vertebral, como mástil, como elemento que amalgama y da sentido a los otros personajes del film. Una lesbiana que sabe cuál es su orientación sexual desde muy niña y que la disfruta y asume a pesar de la culpa. Esta faceta del personaje se puede decir que está interpretado de manera óptima por la actriz. Pero donde se queda muy corta es en la faceta de enferma de un cáncer en etapa terminal. Lejos está de hacernos creer esto. Nada que ver con la brillante actuación de la española Carme Elias en “La distancia más larga” que desde la primera toma uno siente la presencia de la muerte, o aquella de Julia Roberts en “Steel magnolias”, otra película de personajes femeninos inolvidables.

Una Mimí Lazo  cuyo personaje al principio parece ser una vez más su sempiterna interpretación de la diva decadente y cómica y que termina siendo una doctora, escritora. Con una primera línea tan absurda y fuera de lugar como esta: “Yo soy una mujer famosa en este país”. Y se lo dice a cinco amigas que se conocen de hace muchos años. Un poco de esfuerzo en los diálogos podría haberles dado una línea más creíble como: “Allá ustedes que no les importa que la gente sepa que son cachaperas pero a mí me conoce todo el mundo en este país…” Tal vez lo mismo, pero más creíble. Ella fue pareja de Liz (Patricia) y ahora mantiene una relación con una cubana.

Una Elba Escobar de cuyo personaje lo único que se sabe es que es una lesbiana alcohólica a quien su pareja la abandonó y administra una posada turística. No hay más.

Una cubana (no recuerdo el nombre de la actriz) que se casó para huir de la isla y que terminó en una relación amorosa  con Mimí. Un personaje bien interpretado con picardía y gracia y que es el único que tiene un cierto conflicto en la trama al sentir que la moribunda aún duerme entre ella y su pareja.

Una chica que al final descubrimos que estudiará canto y que más pasa por relleno dentro de la trama que por un personaje relevante  y su pareja que es una mujer que siempre está en competencia con Liz, sin que en verdad quede muy justificada esa relación y la competitividad entre ambas.

Y por último, la sifrina heterosexual que llega a la posada por accidente y que se convierte en objetivo erótico de Liz, luego de una apuesta con su amiga. Una mujer que no se despeina ni cuando está recién levantada, ni cuando anda en moto o por carretera con los vidrios abajo o en la orilla del mar. Una chica que perdió un hijo que murió por cáncer, luego de sufrir una larga agonía. Su esposo aparentemente tiene otro hijo fuera del matrimonio, esa parte no me quedó muy clara y no parece ser muy importante para la trama. Aunque sí debería serlo.

Eso es todo. Lo demás son hermosas tomas del paisaje costero de Venezuela. Muy “a lo Valentina Quintero” según un comentario escuchado a la salida del teatro. Buena fotografía. Una linda canción “Si no te vas mañana…”. Escenas con todo muy puesto oportunamente. Todo está al alcance de la mano. Diálogos fáciles y superficiales.

La escena cuando la sifrina y Liz se conocen es absolutamente sosa y desaprovechada. Es poco creíble que una lesbiana fuerte como se supone que es el personaje de Patricia no se abalance sobre la desconocida que lanza de nuevo al mar el pez que con esfuerzo acaba de pescar. Allí debió quedar planteada con claridad la historia:

La mujer cuyo hijo tuvo una larga agonía ve un pez en un canasto con estertores de muerte e instintivamente corre a liberar al animal del sufrimiento. Uno se espera que la aguerrida lesbiana se le vaya hecha una fiera a golpearla ¿no? No. Se pierde la oportunidad de un conflicto que lleve a las disculpas de la mujer explicando que no soporta ver a un ser vivo agonizar y de que la víctima del cáncer le diga que lo entiende y que, llegado el momento, ella esperaría que alguien le evitara una larga agonía y la pusiera a dormir. Para una nueva versión tal vez.

También es poco creíble que una relación de apenas 3 días y una acostada haga que la chica se ofrezca a poner a dormir a la mujer que acaba de conocer. Hay todo un trabajo sicológico y de relación. Un conflicto que enfrentar para que alguien pueda llegar a esa determinación. Primero insistir en la lucha. Empujarla a luchar por su vida. Hasta llegar al convencimiento de que la eutanasia o el suicidio asistido es lo mejor para evitarle sufrimiento.

Y por último, como crítica ociosa. Nadie se cree que una mujer sifrina y que no ha tenido experiencias lésbicas anteriores se dé su primer morreo con otra mujer con el aliento pestífero que debe tener al despertarse con la resaca de una botella de Ron Superior el día anterior entre pecho y espalda. Por muy Patricia Velásquez que sea.

El bachaqueo de cada día

bici

Ya no sé si es resistencia al cambio. Miedo a lo desconocido. Temor a enfrentar una nueva vida.  Una especie de resignación.

No sé si es por el correcorre de cada día tratando de obtener lo básico para subsistir. La pelea cotidiana por un kilo de leche, el litro de aceite, el paquete de pañales,  el medicamento que hay que tomar de por vida…

No sé si es que a pesar del pesimismo característico y del convencimiento de que esto no tiene pronta salida, uno guarda en el fondo una pequeña esperanza de que esto tiene que cambiar. Que, como dicen muchos, esto no hay quien lo aguante.

No sé si es que nos han puesto en el agua psicotrópicos, nos atapuzan de Haldol. Si es que hay una especie de Lexotanil en aerosol que nos rocían en las interminables colas sin que nos percatemos.

Tal vez es solo tozudez de uno. Terquedad. Obstinación.

Un poco de todo esto
tal vez, es lo que impide que uno agarre sus cuatro trapos y se largue a otro país sin importarle si va a barrer calles o a limpiar baños, pero correr a un sitio donde uno sienta que aún limpiando baños es más gente, más ciudadano que siendo un pequeño empresario en este país

Mantener un pequeño negocio en esta Venezuela “revolucionaria” es una proeza que cada vez se hace más cuesta arriba. Es una lucha constante contra todo y contra todos. Incluso a veces contra uno mismo o contra los que están en la misma situación que uno.

Cada día es una batalla a vencer. Se cierra a las seis de la tarde y no es para irse a su casa a descansar, al gimnasio, al Festival de Poesía para conocer a Rojas Guardia o a un cine. Uno cierra su negocio y sale a seguir batallando. El trabajo no se acaba con la bajada de la santamaría si uno quiere tener al día siguiente algo qué ofrecer a sus clientes. Ser comerciante aquí no es contar con una lista de proveedores y distribuidores a los que llamas o te visitan una vez a la semana o al mes. No.

El “bachaqueo” cotidiano se impone. La escasez y altos precios obligan a los comerciantes a salir a buscar alternativas que les permitan seguir funcionando e incluso tener ventajas comparativas para competir en el mercado. Mientras un distribuidor ofrece un producto a 150 bolívares más IVA, más pago de flete, uno puede conseguir el mismo producto con un precio final de 120 bolívares en un supermercado, o en un chino. Entonces hay que buscar el «resuelve», aunque el trabajo se multiplique.

Hacen 43 grados centígrados de temperatura a las 10 y media de la mañana cuando decidimos enfrentar el infernal tráfico de Maracaibo para atravesar la ciudad y llegar a Ferreagro mascotas, un negocio de venta al mayor de productos de ferretería, agropecuaria y pequeños animales a donde se llega luego de media hora o cuarenta minutos, si no hay trancón.

¡Gracias a Dios, el aire del carro está funcionando bien y los 43 grados de afuera son solo 36 adentro, según marca el termómetro en la consola!

Total que poco después de las once de la mañana, estamos en el mostrador del negocio. Queremos apertrecharnos de algunos medicamentos que no tienen los otros distribuidores y, especialmente, unos collares garrapaticidas que, como tantísimos otros productos, están desaparecidos desde hace meses del mercado y que nos llegó el pitazo de que aquí tienen.

Una ojeada rápida a los estantes y ¡la decepción! No hay collares. Con cara transida le comento a la vendedora del mostrador mi pena.

–Si tenemos. Es solo que no los tenemos exhibidos.

Entiendo. Esa es otra práctica que se ha hecho cotidiana en este país del “no hay”. Uno va a comprar un litro de leche y se siente como un delincuente. Como si estuviera comprando cocaína. Como si estuviera cometiendo un delito muy grave. Hay que pedirlo guillado. Susurrado. En el momento oportuno. Cuando no hay ojos y oídos de intrusos…

–Ok. Póngame cuatro cajas, por favor.

–No se venden más de dos cajas por persona.

Trago grueso. Pienso “No tardarán en poner aquí también captahuellas”.

–Bueno, ya estoy aquí. Póngame las dos cajas que me tocan.

–Pero se venden en conjunto con tres champús garrapaticidas Scooby cada caja.

La sangre empieza a hervir en mis sienes.

– ¿Scooby? ¡Pero si eso es un hueso! Yo los tuve en la tienda y prácticamente los tuve que regalar.

La ira me va ganando. Tengo que forzar una sonrisa para saludar a un vendedor que se acerca y a quien conozco de no sé dónde. Después del saludo sigo con mi descarga, esta vez alternando la mirada entre la chica que me atiende desde el principio y el “amigo” que se acercó.

–Pero bueno. Esto parece una empresa socialista. Un ministerio del gobierno. Cómo es posible que ustedes me racionen los productos y además me condicionen la compra a llevar los productos que tienen aquí abollados. O sea, este país definitivamente nos volvió locos a todos, no es solo la pelea contra las arbitrariedades del gobierno sino que cada uno de nosotros aprovecha para cometer sus propias arbitrariedades…

Tomo una bocanada de aire que me infla el diafragma para tratar de no levantar más la voz porque siento que ya estoy gritando. Llega un amigo de hace tiempo. Con una mueca que imita una sonrisa le doy la mano y lo saludo. Resulta que también trabaja en el sitio.

Retomo mi discurso. La chica tiene los dedos en el teclado a la espera.

–Deme las dos cajas y los seis champuses –Le digo y sigo con mi retahíla–. Yo entiendo que por la escasez ustedes limiten las cantidades que venden porque tienen que tratar de cubrir un poco las necesidades de todos sus clientes, pero si me limitan la cantidad, no me condicionen también a que me tengo que llevar los huesos. O una cosa o la otra, si llevo el hueso de ustedes pues entonces véndanme todos los que yo quiera.

Todos miran hacia otro lado. Yo hablo como el loco de la plaza a una audiencia que me ignora por completo. La chica me mira como diciendo “¿Qué más va a llevar?”

–Eso es todo. Yo pensaba hacer una compra más grande pero ante este maltrato no les compro más nada. Deme los collares y los champuses. Y eso por no perder el viaje hasta aquí.

Me dan el monto, voy a caja a pagar y luego a “Despacho” con la factura para que me entreguen los productos.

Mientras empaquetan mi pedido, tratan de justificar el atropello. La excusa es peor que el hecho. En un país regido por delincuentes, todos somos sospechosos. Limitan la cantidad porque «no saben para qué los quiere uno comprar».

Me limito a decirles que ellos saben muy bien que maltratando a quienes trabajamos honestamente no se solucionará el problema del contrabando. Quien va a contrabandear sorteará esas trabas y conseguirá adquirir los productos para seguirlo haciendo.

Encogida de hombros. Silencio.

En una bolsa me entregan los seis champuses. No veo los collares.

– ¿Y los collares?

–Esos los busca al salir, por almacén.

Me olvidaba de que lo que estoy es «cometiendo un delito» y no comprando. Debo ser discreto. Tomo mi bolsa y salgo a buscar los collares en “Almacén” para terminar de largarme.

Como estamos cerca del mercado de mayoristas, decidimos acercarnos hasta allí para ver si conseguimos alpiste y semillas de girasol que hace tiempo se acabaron y no hemos conseguido más.

En una época, le compraba esas semillas a una agropecuaria que me las llevaba hasta mi tienda. Pero una vez me despacharon un bulto que me costaba 3 mil 500 bolívares y la factura era por mil 500. Sí. Ellos que se ufanaban de ser socialistas, se cubrían las espaldas con lo del “precio justo”, cobrando un monto y facturando otro mucho más bajo. Al final, la culpa de la “especulación” sería del detallista. Devolví el saco y se acabó nuestra relación comercial.

Entonces, decidí comprar por otra vía. Conseguí una empresa que me las despachaba pero la última vez me dijeron que tenía que tener un guía del “Sada” para poderme seguir vendiendo. Tendría que ir al Minpopó no sé cuánto, pedir una cita que la darán para no sé cuando, casi un año después de pedida, llevar un montón de requisitos, hasta el certificado de defunción de mis tatarabuelos y…

Pues entonces no les compro más y sanseacabó. Uno tiene Rif, tiene registro de comercio, paga retención de impuestos, paga impuestos a la alcaldía, paga impuesto sobre la renta. Toda la parafernalia burocrática y cada vez que a un funcionario le pica el fondillo inventa un papel nuevo a solicitar y una vía más para el matraqueo y la extorsión. Pues no vendo más esas cosas y ya.

Pero los clientes buscan el producto. Hay una necesidad que es imperioso cubrir. Ya son tantas las cosas que no se consiguen, que es difícil dejar de vender lo poco que hay y que necesitan los clientes. ¡Vamos a intentarlo!

Están tan caras las semillas que apenas compro 10 kilos de alpiste y 4 de semillas de girasol para empaquetarlos de cuarto de kilo y ver cómo se mueve. Veo unos bultos de azúcar morena y quiero comprar uno. Son doce paquetes de 900 gramos.

–Para venderle el azúcar necesita tener la guía del “Sada”. Si le.vendo sin guía y lo para la Guardia, se.lo llevan preso por bachaquero. Hace un tiempo que está un muchacho preso porque llevaba un bulto de azúcar para un velorio guajiro.

De historias como esas vienen los titulares de «Detenidos 30 bachaqueros con productos de la canasta básica».

«Vuelta la burra al trigo con la malparía guía del Sada”, pienso. Me quedo sin el azúcar morena. La cuenta hace 2 mil 500 bolívares. No aceptan tarjetas:

–Tenemos problemas con la línea de teléfonos desde hace tiempo –Me explica el señor–. Hemos llamado desde hace meses a Cantv y nada que lo arreglan y no hay líneas nuevas. Yo no sé qué tanta propaganda hace la Cantv en televisión si no hay nada.

Le digo que este régimen es todo pura propaganda y le pido que me haga la factura jurídica, que le pagaré en efectivo.

– ¿Factura? No, eso se vende sin factura. Le voy a decir la verdad, eso es de contrabando.

De regreso a mi negocio, conseguimos un hombre que va en una motocicleta transformada por la avenida. Le quitó la rueda delantera, le instaló una especie de plataforma y allí montó una pequeña vitrina donde lleva sus panes y una cava para mantener frío el jugo. Es un emprendedor que busca sobrevivir al socialismo. Ese es su negocio. Sin permisos. Sin impuestos. Sin pagos de alquiler. Rellenar los panes y preparar el jugo. Eso es.

Maracaibo cumple años

image Hace 21 años llegué a Maracaibo.

Tuve la suerte de venir a trabajar en una campaña política, lo cual me permitió recorrer cada rincón de la geografía zuliana. Anduve el estado por tierra, aire y agua.

Su inmensidad me deslumbraba. Esa apariencia de infinidad que se me descubría en cada travesía. Acostumbrado al paisaje cercado por montañas de Mérida y de Caracas con el Avila y los edificios, cada día mi retina se sorprendía con el horizonte lejano y cercano a la vez.

Las islas del Lago me asombraban en cada visita. Isla de Toas y San Carlos eran mundos paralelos para mí. Y Sinamaica era un sueño.

A Maracaibo la recorrí a lo largo y ancho. Paseé por toda la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Conocí las urbanizaciones de ricos y los barrios de calles de barro y ranchos de zinc en paredes y techos.

Fui a centros comerciales de lujo y a Las Pulgas y Las Playitas. El día empezaba al salir el sol y terminaba después de la medianoche. 

Así empezó esta relación de amor odio con una ciudad que me deslumbraba y acongojaba al mismo tiempo. Que me seducía y repelía a la vez.

Cada salida era descubrir un mundo de potencialidades desaprovechadas. Era un lugar mágico virado en brujeria de pesadilla.

El calor sofocaba y al mismo tiempo me energizaba. Sudar era a ratos un asco y a ratos un placer erótico y sensual.

De esa época recuerdo cuando Fernando Perdomo un día me dijo, parados frente a la corroída fachada del Hospital Central:

«Maracaibo es maravillosa. Tu vas por la calle sudando a pleno sol, con 40 grados a la sombra y ves a un carajo que te gusta y lo invitas a culear sin rollos y si le gustas se va contigo. Todo el mundo anda como ardiendo».

A medida que descubría la ciudad me enamoraba de todo eso que soñaba que podía dar y destestaba los despojos que encontraba en el tiempo de vigilia.

Un día le dije a Lolita Aniyar que Maracaibo por su clima y geografia, con tanto calor y tanto lago, debería tener un horario de trabajo de 7 a 10 de la mañana y después de las 4 y media de la tarde para que la gente tuviera la posibilidad de pasar las horas de más calor a la orilla del lago.

Reposando.

Leyendo.

Retozando.

-Tú como que crees que estás en Suiza, me dijo.

Y sí.  Ese era mi sueño.  Es mi delirio aún.

Maracaibo podría, porque tiene con qué, ser una Suiza.

Podría ser un paraíso y no este infierno en el que está sumida. Infierno que, como todo el país,  se ha vuelto más feroz en estos tiempos de revolución.

¡Feliz cumpleaños, Maracaibo!

Yo te sigo soñando Suiza.

Tú me despiertas en el averno.

Golcar Rojas

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