El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Lo extraordinario se hizo karmático

Mazeite

Tenía el régimen socialista de Venezuela, hace un tiempo, un eslogan publicitario que decía, «Lo extraordinario se hace cotidiano».

La frase la machacaban las 24 horas al día por radio, prensa y televisión como un motivo de orgullo, de alegría, de lo bueno que era vivir en un país donde «lo extraordinario se hacía cotidiano». Goeblelianamente, la propaganda parecía un sin fin.

El eslogan dejaron de aplicarlo, justo cuando cobró significado, pero en sentido negativo. Lo que se hizo cotidiano fue el abuso, la matraca, el contrabando, el bachaqueo, las colas, la escasez, el sicariato, la muerte… Y lo que pasó a ser extraordinario fue el sentirse respetado y tratado como ciudadano; como persona, para no exigir mucho.

Pues bien. En mi cotidianidad, todos los días, al salir del trabajo y para llegar a mi casa, recorro una ruta en la que debo pasar por las calles de urbanizaciones de estratos medio/medio, medio/alto. Sin apenas darnos cuenta, esas urbanizaciones se fueron llenando de ventas de cosas en las puertas de las casas.

Un día, aparecieron en la fachada de una quinta cartelitos hechos en cartulinas de colores y dibujos que anunciaban postres: «Torta Tres Leches», «Torta de Chocolate», «Cascos de Guayaba»… Otro día,  otra casa amaneció con una vitrina pequeña de vidrio vendiendo jugos, empanadas y pasteles. Luego, en el garaje de otra, una mesa, una balanza y una silla, con un cartel que promocionaba la venta de queso Palmita y queso de año.

Lo extraordinario, en efecto, se hacía cotidiano. Y apenas lo notábamos.

Hace pocos días, en ese mismo trayecto de todos los días, encontramos un pequeño perro poodle, marrón chocolate, dando tumbos por la calle, como asustado y extraviado. Temeroso. Husmeando en la basura que se acumula en las calles habitualmente. Cristian y yo, en el carro, nos compadecimos del pobre animal. Frenamos para tratar de agarrarlo, pero era desconfiado y huyó. Lo vimos atravesar una reja de esas que han instalado en algunas calles, cerrándolas y convirtiéndolas en espacios privados para tratar de protegerse un poco de la inseguridad, y comenzó a olisquear debajo de un portón, como si reconociera su casa.

«El pobre debe vivir allí y no halla cómo entrar», pensamos.

Entonces, al mirar la pared, vimos una pequeña ventana enrejada y abierta y el visaje de una persona que se movía adentro.

— ¡Para! Ahí hay gente. Esa debe ser la casa del perrito. Vamos a avisarles que se les escapó.

Al asomarme a través de la reja, descubrí que se trataba de una venta informal casera de productos alimenticios y de aseo. Una bodega, pero sin avisos ni letreros. Llamé a voces para que alguien saliera y, mientras esperaba, iba detallando los productos.

Jabón Palmolive, detergente en polvo Ariel que venden por medidas, aceite de soya, leche condensada…

Apareció una señora de mediana edad con pinta de ama de casa que estaba limpiando.

—Señora, ¿aquí vive un perrito poodle marrón?
—Sí,  es de aquí.
—Es que se le salió y está como perdido y queriendo entrar.
—No. Él no se pierde. Él sabe regresar y entra por debajo de la puerta.
—Hummmm… ¿En cuánto tiene la leche condensada?
—En ciento cincuenta. —El precio en el supermercado, si se consiguiera, es de 60 bs.
— ¿Y el Palmolive?
—A ochenta cada uno. —El empaque de tres cuesta en el supermercado, cuando hay, 25 bs.
— ¿Y arroz, tiene? ¿A cómo?
—Noventa el paquete. —El «precio justo» es de menos de 25 bs.
— ¿Leche en polvo?
—Sí, tengo, San Simón a seiscientos cincuenta. —No quiero ni pensar en el supuesto «precio justo» regulado.
— ¿Y papel tualé?
—Sí, a cien el rollo. Pero es del Rosal del grueso. —O como, o me limpio el culo, pienso. Y me olvido de los 20 bs. que se supone debería costar el paquete con cuatro rollos.
— ¿Y Tiene aceite de girasol o de maíz?
Los ojos de la señora se iluminan:
— ¡Tengo Mazeite! Pero, ese sí lo tengo caro. A cuatrocientos bolívares, porque ese lo traje de Maracay.
—Bueno, doñita, es bueno saber que tiene eso aquí por si necesito. Cuide al perro, que se lo pueden robar o atropellar. Hasta luego.

Golcar Rojas

Navajazos a la patria

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Cinco de la tarde. Sábado de quincena. En mi tienda ha habido tan poco movimiento que supongo que la gente está haciendo cola en los supermercados para hacer la compra. Para comprar lo que haya, no lo que en verdad necesitan.

Decidimos cerrar antes de tiempo e irnos a la zona del bachaqueo para ver si conseguimos algo de alimento para perros y, sobre todo, para gatos que hace tiempo se nos agotó y no nos ha llegado, porque el distribuidor no tiene. La idea es comprar algunos sacos grandes para detallarlos, más con la intención de poder cubrir la necesidad de los clientes que pasan roncha por toda la ciudad buscando el alimento de sus mascotas, que por lo que podría implicar como lucro. Vender dos sacos de Dog Chow de 22 kilos o uno de Gatsy de 15 kilos, «kileados«, no nos va a sacar de pobres, pero al menos le ofreceríamos el producto al cliente que lo necesita.

Al recorrer las calles de la ciudad vemos que, en efecto, los supermercados tienen las colas de gente afuera. Seguimos camino, rumbo a la aventura del bachaqueo.

Primer navajazo

Ya en la zona de nuestro destino. Al pasar frente a un comercio, paramos en seco. El local está atiborrado de alimento para perros y gatos. Si, justo el Dog Chow, el Gatsy y el Cat Chow que a mi negocio no llega, porque el distribuidor no tiene. Pregunto en cuanto me venden los sacos grandes:

-No tenemos sacos grandes para la venta. Esos los vendemos por kilo.

El kilo de Gatsy que yo vendí en mi tienda la última vez a 200 bolívares, allí está a 250. El Cat Chow de medio kilo que vino a mi negocio la última vez con el «precio justo» marcado de fábrica a 377 bolívares, allí lo tienen a 450.

Desilusionado, me monté en el carro dispuesto a irme a mi casa.

Segundo Navajazo

Ya que estamos por la zona y está más o menos tranquilo el lugar, decidimos averiguar si hay algunos productos que necesitamos y que ha sido imposible conseguir en los supermercados: arroz, harina de trigo, aceite de girasol, papel higiénico…

Paramos en un localcito donde quienes atenden están bebiéndose sus cervecitas del sábado. Una mujer sentada en su silla de plástico me pregunta qué busco:

-¿Tenéis arroz?
-Sí.
-¿A cómo?
– Cien bolívares.

 El estómago me da un brinco. Según el gobierno, el arroz está regulado alrededor de los 20 bolívares el kilo. Disimulando mi molestia, le pregunto de cuál arroz tiene -pensé que podría tratarse de alguna de las variedades que no están reguladas y que llegan a costar poco más de 40 bolívares el kilo-. 

Me enseña el paquete. No solo es arroz del regulado, sino que el empaque ostenta unas letras rojas en las que leo «Venezuela socialista». El brinco del estómago se convierte en punzada.

Tercer navajazo

En un local próximo al anterior, entro a preguntar por el arroz. Cuesta los mismo que en el otro, pero es de otra marca. También del tipo regulado. Veo que tienen varios tipos de aceite y en el estante descubro algunos litros de aceite de girasol Vatel, de ese que hace más de un año vi por última vez en un supermercado y que desde entonces brilla por su ausencia.

-¿En cuánto tenéis el litro de girasol?
-Doscientos cincuenta bolitos. -Responde la chica gorda sin moverse de su puesto. El precio regulado es de 25 bolívares.

Echo una ojeada alrededor y veo jabón de baño Palmolive, Prótex y algún otro de marca desconocida, pero de los que no se consiguen en ningún supermercado regular desde hace tiempo y de los que solo te venden, cuando hay, un paquete de tres pastillas por persona a la semana. Como no necesito, decidí ahorrarme la arrechera y no pregunté el precio.

Descubro que tiene harina de trigo Robin Hood que según marcan los empaques tiene un «precio justo» de «Bs.F 50,00» y le pregunto en cuánto está.

La navaja centellea en mi mente: «200 bolívares el paquete».

Cuarto navajazo

En otro puesto de bachaqueros, pregunto por el precio del papel tualé. Tienen a 800 bolívares el paquete de doce rollos que está regulado, si mal no recuerdo, a menos de 50. Y el de cuatro rollos lo tienen a 400 bolívares. El marca Floral, porque el marca Scott de 12 rollos lo tienen en 1.200 bolívares.

Mientras trato de digerir los navajazos, desde su carro, pregunta un hombre:

-¿En cuánto me dejáis ese paquete de pañales?
-Dos mil quinientos. -Dice la mujer sin moverse de su asiento.

Navajazo final

El hombre se baja del vehículo y se desarrolla el siguiente diálogo:

Hombre (Con voz tronante): Esos pañales son para el guardia que siempre te los compra a vos y que vos se los dais más baratos.
Bachaquera (Recelosa): ¿Guardia…? Aquí no compra ningún guardia.
Hombre: Sí. Valecillos, el Guardia Nacional. El siempre te compra a ti los pañales.
Bachaquera (Con risa irónica): Aquí no es, porque aquí los guardias no compran nada. Cuando vienen, se lo llevan gratis. Se lo roban.
-No. No. Este no roba. Él los compra y se los dan más baratos.
Bachaquera (Fastidiada): Pues aquí no es. Aquí cuando vienen los guardias se roban todo.

Hasta aquí puedo aguantar. Con los navajazos del socialismo de Chávez asestados en el gentilicio, me subo al carro para salir de allí. Siento que con cada insición de la navaja, la patria agoniza. Se desangra.

Un carro nos adelanta en la autopista y en su vidrio trasero leo en letras rojas:

Mi hermana es psicóloga.

El vehículo sigue y pienso:

«Posiblemente, dentro de unos meses, allí dirá: «Mi hermana, la psicóloga, es bachaquera«.

Golcar Rojas

«Vienen por mí y estoy solo»

verdes

En estos días tuve un deja vu cinematográfico.
Por un momento, me sentí en una película argentina que vi hace años en la que un librero escondía unos libros con mucho celo y cariño, envolviéndolos en bolsas plásticas y enterrándolos en el patio trasero de su librería en Buenos Aires, previendo que la dictadura en cualquier momento lo iría a buscar allí.

Me encontraba sentado en mi silla, leyendo ‘El psicoanalista’, cuando tocaron a la puerta de la tienda y ladraron los perros.

Al levantar la vista, vi a contraluz, a través del cristal de la puerta de entrada,a la figura de dos uniformados de verde.

«Vienen por mí y estoy solo», pensé.

Pulsé el timbre que desatranca la puerta y los dos verdeolivos entraron:

-¿Tiene peces?

Falsa alarma.
Sólo buscaban telescopios.

Esta vez no fue…

pez

El futuro nos alcanzó

compre

«#CompreTipoNormal» ponía el cartelito que sostenía una señora en una fotografía que circuló por las redes hace poco. La expresión de la doña, con sonrisa forzada y acompañada de una niña, menor de edad a despecho de la Lopna, y que mira de reojo a la cámara con expresión de incredulidad, denota cierta vergüenza en la pose. No es para nada natural la imagen. Es evidente que es una fotografía tendenciosa con la que el régimen pretende hacer creer que el desabastecimiento en Venezuela es falso, una mentira más de la cacareada «Guerra económica», con la que pretenden justificar el desastre.

«#CompreTipoNormal» tipo normal retumba en mi cerebro cuando a las 3:30 de la tarde del domingo 18 paso por la avenida y veo una larga hilera de varias cuadras de carros estacionados al borde para permanecer allí, hasta la mañana siguiente, para ver si logran comprar la batería para su vehículo. Todo dependerá de si llegan baterías, si llega la que necesita, si cumple con los requisitos para poder comprarla: llevar el carro que necesita la batería, llevar la batería vieja. Si no la tiene, porque fue robada, tiene que llevar la denuncia del robo con sello húmedo de la policía. Todo muy normal. Como en cualquier país del mundo, pues.

«#CompreTipoNormal» vuelve a retumbar en mi cabeza cuando, a las 6:30 de la tarde, de ese mismo domingo 18 de enero, con una hermosa luz de atardecer,  voy al supermercado De Cándido y me enfrento con lo que queda de lo que en su día fue un inmenso supermercado, dos pisos llenos de productos de diferentes marcas y tipos, con anaqueles hasta el tope de mercancía.

Lo que encuentro es un espacio semi vacío. Deteriorado. Dos pasillos con anaqueles llenos de pasta pero no una variedad de pastas. No. Tres pasillos en los que lo único que se ve en los estantes son paquetes de «coditos» y fetuccini de medio kilo. Todos de una misma marca. Eso es lo que hay.

La mitad de los anaqueles están vacíos. En los que hay productos, hay un solo tipo repetido hasta el de candidohartazgo. Como el jugo ese que se ve en la foto. Los tomates están a 200 bolívares el kilo. La cebolla a 140 y el pimentón a 120. Hay un solo tipo de arroz, uno condimentado con ajo y que cuesta más de 50 el kilo. Las neveras se encuentran tan vacías como la segunda planta del local donde en la antigüedad, en la Venezuela de la denostada cuarta, uno conseguía champú, pasta dental, desodorantes, cremas para el cuerpo… cosméticos y productos de limpieza de la marca, tipo, olor y presentación que uno necesitara o quisiera. Ahora es un espacio inutilizado.

En el estante de la pasta dental, veo un empaque azul y rojo con unos jeroglíficos que no logro descifrar. Le doy vuelta y es la crema «Colgate» de toda la vida sólo que ésta es Tailandesa y viene con caracteres chinos y árabes, creo. Permiten 3 por persona. No hay leche de ningún tipo, ni harina de trigo, ni harina de maíz, ni papel tualé, ni…
P
La depresión si no la racionan. Esa es libre y a borbotones.

Meto en el carro de la compra lo que voy consiguiendo tratando de obviar el deterioro y la escasez. En los anaqueles hay residuos de productos que la gente ha roto y riega por todos lados sin que nadie los limpie. Hay envases vacíos puestos en los estantes -muestra de que la gente consumió el producto allí y se fue sin pagarlo-. El piso es una guillotina porque los paquetes de arroz se rompieron y el grano rodó por todo el pasillo.

En la parte de alimentos para mascotas solo hay Dog Chow y Gatsy, de Purina, y, como una ironía, Dog Gourmet de Empresas Polar. Nada que ver con la variedad de productos que encontrábamos anteriormente. Lo que antaño era abundancia, hogaño es un peladero.

Al pasar por ese anaquel y ver que es uno de los pocos que está a medio llenar, recuerdo que los jerarcas del régimen, desde el difunto Chávez hasta Nicolás, siempre han manipulado a la gente recordándoles que en la cuarta «los pobres comían Perrarina«. Veo la escasez de comida y los precios del alimento para animales y pienso: «En la quinta los ricos comerán Perrarina; los pobres comerán mierda».

Ya en caja, una media hora para pagar a pesar de que no hay casi gente en cola. Unas 6 personas antes de mí pero igual la fila no se mueve y el sistema es lento. Una chica se asombra de la poca gente que hay en el supermercado y comenta:

-Qué raro que esto no está lleno de bachaqueros.

-Porque no hay nada. Le digo.

Un muchacho que va delante de mí en la cola, le pide a la cajera que le facture un paquete de azúcar.

-Para el azúcar tiene que pasar a registrar su huella por la fila de la captahuellas.

El joven, muy clase media él, mira a la cajera y le dice:

-Entonces no llevo el azúcar porque por principios me niego a pasar por la captahuellas.

Paga los productos que lleva y sigue. Se van sin su azúcar. Quien viene detrás de él en la cola es un chico más joven aún. Tiene en la mano un paquete de galletas María, una pasta dental -de la tailandesa- y un refresco. La cajera le factura las galletas y el refresco y le dice:

-Para poder llevar la pasta dental tiene que comprar más de 500 bolívares.

Le digo que yo la compro pero el chico me dice que no tiene efectivo para pagármela. Se va, luego de más de media hora de cola, sin su pasta dental.

Mi turno en la caja. La chica factura los productos que llevo en el carro y me pregunta si voy a llevar de los Colgateproductos que hay regulados: Aceite de soya, desodorante y azúcar. Estos hay que pagarlos primero y luego ir a retirarlos por otro lado. Un litro de aceite, un desodorante y un kilo de azúcar por persona. No más. Y la compra tiene que ser mayor a 500 bolívares.

-Póngame de todo lo que hay y todo lo que pueda -le digo con frustración-. Vamos a ayudar a que esa vaina se acabe rápido a ver si pasa algo de una buena vez.

La cajera sonríe con cierta frustración también y me da la razón. Por el pasillo se pasean varios Guardias Nacionales Bolivarianos. Ellos son los encargados de resguardar la seguridad en estas compras que ahora hacemos «TipoNormal».

Le comento a la cajera, que ya ha soltado varias risas con mis ocurrencias e ironías, que si la gente llega a saquear el supermercado sólo encontraran el hierro de las estructuras del local para venderlo al chatarrero porque comida qué saquear no hay. Ella ríe y me dice «Pa’que sepáis».

Pago. Me despido tratando de disimular la depresión y la pena que todo eso me ha producido, el bajón del «#CompreTipoNormal», la rabia devenida en tristeza, y me voy a casa con la sensación de que ya el futuro nos alcanzó. Soylent Green está aquí. Falta saber qué haremos ahora.

 

 

Cumplir 17 en el mundito de Nicolás

cumpleaños

El título podría prestarse para un tierno cuento infantil y el fuego de la foto podría confundirse con una de esas velas tipo fuegos artificiales que se usan ahora en las tortas de cumpleaños. Pero no, el cuento, si no fuera por lo hilarante de lo vivido, sería un cuento de terror y depresión, y el fuego de la imagen es el de una barricada.

Fuimos a llevarle su regalo de cumpleaños a mi sobrina Silvana. No había fiesta. Sólo queríamos llevarle un detallito y darle el beso y el abrazo que corresponde. Que, como dicen las viejas, ¡diecisiete no se cumplen todos los días! y cuando algún ser querido cumple esa edad, paso yo el día como Violeta Parra, queriendo «Volver a los 17».

Volver a los diecisiete después de vivir un siglo
es como descifrar signos sin ser sabio competente
volver a ser de repente tan frágil como un segundo
volver a sentir profundo como un nino frente a Dios,
eso es lo que siento yo en este instante fecundo

Pues bien. Llegamos pasadas las seis de la tarde. Nos sentamos a la mesa del comedor y Katyana, la mamá de la cumpleañera, saca focaccia, pan de avena y cremas de ricota con yogourt, de caraota y vegetales y de ajonjolí con parchita. Todo rico y hecho por ella, excepto las galletitas de cazabe, que aunque están ricas y tostaditas, no fueron hechas en casa.

Chismes van y chismes vienen. Cuando nos reunimos no queda títere con cabeza y no se nos salva ni la familia. A todos les hacemos traje.

A las 7 y 15 de la noche, de un solo golpe y sin previo aviso, se apagan las luces. No, no vamos a cantar el cumpleaños feliz. Es un apagón. Bueno, no un apagón. Simplemente, el momento en que se inicia el racionamiento eléctrico que al régimen venezolano no le gusta que llamemos racionamiento y por eso nunca se sabe en qué momento sucederá pero sí se sabe que durará dos horas.

Es la segunda vez que estando a más de 10 pisos de altura, de visita en esta casa, nos cortan la luz de golpe y porrazo. Menos mal que la compañía es amena y, al encender las linternas y habituarnos a la penumbra, la conversa continúa sin mayor trauma que el arrecherón del momento.

Se va enredando enredando, como en el muro la hiedra
y va brotando, brotando como el musguito en la piedra
como el musguito en la piedra, ay si, si, si

En medio de lo mejor de un chisme, se empiezan a oír gritos que vienen de abajo. De la calle.

Algunas detonaciones, y más gritos.

Nos asomamos al balcón y vemos en la oscuridad de la noche como una candelita empieza a arder en la esquina de la derecha. No se distingue lo que gritan pero a los pocos minutos ya se ven llamaradas y se empieza a levantar una espesa columna de humo negro. Están quemando cauchos. El olor se siente cuando sopla el viento.

Mi paso retrocedido, cuando el de ustedes avanza
el arco de las alianzas ha penetrado en mi nido
con todo su colorido se ha paseado por mis venas
y hasta la dura cadena con que nos ata el destino
es como un día bendecido que alumbra mi alma serena

Las llamaradas permiten distinguir algunas personas que se mueven alrededor del fuego como en un baile tribal, al tiempo que gritan ininteligibles consignas y le arriman al fuego bolsas de basura y escombros.

Llegan unos efectivos policiales a poner orden. En pocos minutos hay cinco patrullas con luces encendidas y un grupo de efectivos policiales caminan erráticamente por la calle. Se acercan a la esquina donde arde el fuego. Se repliegan. Vuelven a avanzar. Las llamaradas han crecido pero no se ven señas de los muchachos por ningún lado.

Cuando los policías han bajado la guardia. Los revoltosos le echan más combustible y basura al fuego. Los efectivos -palabra irónica para referirse a estos que vemos- desenfundan sus armas y empiezan a avanzar hacia donde se encuentran quienes protestan, disparando de frente. No disparan al aire. Los degenerados, a dos cauchos quemados, responden con balas. «¡Desgraciados!», grito desde mis entrañas. No me pude contener. Es que lo tenía atragantado en el güergüero desde el mismo momento en que vi llegar a los uniformados.

Los alborotados lanzan piedras a los policías y los hacen retroceder. No sé con qué lanzan las piedras pero cubren hasta una cuadra de distancia. Los policías atraviesan una patrulla para trancar el paso de los carros. La vuelven a quitar. La vuelven a atravesar. Caminan unos pasos hacia adelante con los revólveres en mano. Echan de nuevo hacia atrás. Parecen un regimiento de Sargentos García. Dan risa. Desde la altura donde me encuentro veo que se iluminan las pantallas de sus teléfonos que usan para comunicarse entre ellos y con el comando, supongo.

Lo que puede el sentimiento no lo ha podido el saber,
ni el mas claro proceder ni el mas ancho pensamiento
todo lo cambia el momento colmado condescendiente,
nos aleja dulcemente de rencores y violencias
solo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes

Los chicos lanzan una piedra que llega desde su esquina a la esquina donde está atravesada la patrulla y golpea al vehículo policial en un costado.

«¡Vayan a buscar malandros!». Grito. Es que no me puedo contener.

Un camión de la basura aparece en escena. ¡Caramba, cuánta basura que hay por toda la ciudad sin que se dignen a recogerla y para esto sí hay camiones y personal!

El camión se acerca a la fogata escoltado por algunos policías. Avanza. Retrocede. Vuelve hacia adelante. Recogen algunos escombros pero no tienen ni una botellita de agua mineral para echarle a los cauchos que arden. No hallan como enfrentar las llamaradas. Desisten y se van. Los muchachos no se ven por todo eso.

El amor es torbellino de pureza original
hasta el feroz animal susurra su dulce trino,
retiene a los peregrinos, libera a los prisioneros,
el amor con sus esmeros, al viejo lo vuelve niño
y al malo solo el canino lo vuelve puro y sincero

El fuego comienza a extinguirse. La oscuridad se hace más espesa. Suenan de nuevo piedras hacia los policías y estos corren a esconderse. «¡Cuidado con los tacones!», grito desde las alturas.

-¡Mal culeaos!

-¡Paridos por el culo!

-¡Sapolicías!

-¡Vayan a hacer cola!

Se oyen los gritos de los alborotados en la oscuridad. Escucho el ruido del camión de la basura que vuelve a hacer acto de presencia. «Pásale por encima», le dice al conductor un policía. El camión obedece y pasa por encima de las pocas llamas que quedan.

De par en par la ventana se abrió como por encanto
entró el amor con su manto como una tibia mañana
y al son de su bella diana hizo brotar el jazmín,
volando cual serafín al cielo le puso aretes
y mis años en diecisiete los convirtió el querubín

El camión pasa, apaga el fuego al pisarlo y sigue de largo. En la penumbra vemos como los muchachos aparecen como por arte de magia y en cuestión de segundos, ya el fuego arde de nuevo con mayor intensidad que antes.

Los policías, como en un gag de película muda, avanzan, retroceden, disparan hacia donde suponen que están los muchachos, se esconden, tratan de dirigir el tráfico pero ni para eso sirven. Baten los brazos al aire como Locomía con sus abanicos para indicarles a los conductores que retrocedan pero nadie entiende las señas. No se atreven a atravesar de nuevo la patrulla para trancar el paso por miedo a las piedras…

A las 9:15 PM. dos horas después de que se fueron las luces. Vuelve a reinar la claridad. En la esquina, el fuego arde. En la otra esquina siguen los desorientados policías del comando del Zorro.

-¡Ya se pueden ir, malparíos, que ya nos vamos nosotros! Gritan los muchachos y no se ven más. Los policías siguen allí. Medio perdidos.

Se va enredando, enredando, como en el muro la hiedra
y va brotando, brotando como el mus guito en la piedra
como el mus guito en la piedra, ay si, si, si...

Velando a Chávez

image A efectos de actividad normal en el país, hoy, 12 de enero, viene a ser como el primer día del año. Los comercios empiezan a laborar de manera general, las escuelas, liceos y universidades inician su actividad escolar. Se supone que los motores que mueven un país,aceitados con el descanso de las vacaciones de navidad y año nuevo, deben arrancar a funcionar con potencia.

Es lunes y, como cualquier lunes, el cuerpo acusa recibo del día como si fuera un karma. Peor aún este lunes «inicio de año». Abro la ojos y, bostezo, estiro los músculos para desentumencerlos y, pereceando en la cama, enciendo el celular. El primer mensaje que leo en el whats app, termina de despabilarme el sueño:

«Buenos días…  Saqueado Farmatodo de Bella Vista (Frente a ENNE) a las 2 am. luego de fuerte mollejero».

Al mensaje lo acompaña una tenebrosa fotografía de una interminable fila de gente, que en la oscuridad de las dos de la madrugada, rodea el establecimiento. Ese Farmatodo queda cerca de donde vivo. Una cola más que no por frecuente deja de sorprender y entristecer. Pero, para completar de deprimir el amanecer del lunes, otra foto de brazos marcados con números, pone:

«Asi marcaron a los clientes en Farmatodo. Hasta que empezó el saqueo 2am». image Después me entero de que, si bien no hubo saqueo como tal, sí se llevaron algunas medicinas, papel tualé y computadoras y de que el sitio permanece resguardado por militares. Con el corazón resquebrajado, me voy a trabajar. No es fácil sacar ánimo de hacer patria luego de esas imágenes y noticias y de saber que los militares y policías se encuentran desplegados por la ciudad. A la depresión se le añade el temor.

Pocos minutos antes de las doce del día, con una «pepa de sol» de más de 40 ° C., antes de que me cierren la joyería, salgo a pie a mandar a hacer un trabajo. El aviso de la casa de empeños que marca el precio de compra del oro y me sirve para darme una idea de cómo aumenta el valor del dólar paralelo ha dado un salto de 3650 que lo dejé el sábado, a 3900, hoy.

image Sigo mi camino.

A lo lejos, distingo una multitud. Hacia ella me voy acercando. Recostada a una reja, una larga hilera de personas se achicharra los sesos a pleno sol. Hay hombres, mujeres jóvenes, embarazadas, mayores, mujeres con bebés en brazos. Es la cola para el Centro 99, porque a ese supermercado llegaron pañales. Parece que pollo y papel tualé también.

Mientras espero que me hagan mi trabajo en la joyería, salgo a dar una vuelta. De regreso, unos 5 minutos después, escucho que alguien dice que se acabaron los pañales. La gente de la cola, dando voces,  empieza a correr hacia la puerta del supermercado.

«¡Ahí hay. Ahí hay!», gritan algunos. Otros vociferan: «¡Patria, patria!». El supermercado baja sus santamarías. La joyería en la que estoy también lo hace. Yo grabo unos cortos vídeos de la marabunta. image Me entregan mi trabajo y, agachado para no tropezar con el borde de la santamaría, salgo y regreso a mi tienda. La cola sigue al sol. A la espera, a ver si vuelven a sacar pañales o cualquier otro producto escaso y «bachaqueable».

Ya en mi trabajo, veo un titular en Noticiero Digital con una foto de Nicolás sentado frente a un hombre con túnica y turbante que dice:

«Maduro: Venezuela exportará alimentos a países árabes».

Sólo atino a decir:

«Debe ser un buen negocio bachaquear a Arabia«.

image Quisiera empezar el día, la semana, el año, con el espíritu de los artículos de Carlos Lavado y Sumito Estévez que leí el fin de semana, pero no es fácil. Veo las colas y oigo los gritos de la gente en ellas. Veo sus caras de frustración tostada por el sol, mustias, y pienso:

Aquí yacen los restos de Chávez y su «revolución bonita. Este gentío lo está velando» .

Golcar Rojas

Crónica de inicio de año o lo peor está por venir

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Son las seis de la tarde de un siete de enero. En los alrededores del centro comercial donde tengo mi negocio, por la zona norte de Maracaibo, ha habido poco movimiento comercial estos primeros días del año. Muchos comercios no han abierto sus puertas al público.  Unos, porque no tienen mercancía que vender. Otros, porque prefieren no vender hasta saber qué sucederá con el precio del dólar y poder ajustar sus precios de manera de no perder el valor de reposición de inventario.

A las puertas de una farmacia se aglomera la gente. Hay desodorante y champú y lo venden en combo con un frasco de salsa de ajo. Supongo que a la farmacia se lo vendieron así también. Es la modalidad que se ha impuesto en el país:  te vendo un producto escaso pero te obligo a llevar uno de poca salida -el hueso, que llamamos- también.

El supermercado tiene dos días dedicado única y exclusivamente a vender dos paquetes de 900 gramos leche en polvo por persona y un paquete de detergente en polvo para ropa y cuatro rollos de papel tualé, mientras hubo papel tualé. Todos los pasillos del local se encuentran trancados con carritos de compra para que la gente no pase. Se vende sólo lo dicho y las colas afuera del establecimiento, por momentos pasan de 200 personas. Al local acceden de 20 en 20.

Yo aproveché el día anterior un bajón en la cola y compré los dos paquetes de leche y el detergente. Ya papel sanitario no había.

En la fila para pagar, una chica delante de mí no pudo comprar porque la captahuellas no hubo manera ni forma de que le reconociera su huella.

Límpiese el dedo.
Limpie la captahuellas.
Ponga otro dedo.
Incline el dedo.
Mueva el dedo hacia los lados.
Limpie la captahuella.
Ponga el dedo de la otra mano…
Nada.
La chica tiene el dedo muy pequeño y muy finito y el remardito aparato no lee la huella.
Se fue a probar suerte en otra caja, con otra captahuellas.

Una señora angustiada detrás de mí miraba su reloj:
-Me van a botar. Tengo 10 minutos para volver al trabajo. Ni siquiera pude almorzar por venir a comprar la leche para los muchachos. Aquí en la cartera tengo el almuerzo.

-Pase usted, señora -le dije-. Yo no tengo apuro. Y usted también pase, amiga, que está embarazada y en otras condiciones y en otro país, tendría preferencia. -Le dije sonriendo a una barrigona de unos seis meses de embarazo. 

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Media hora después, deprimido, salí con la leche y el jabón. Afuera, la cola había crecido como un rumor. La gente se impacientaba. Algunos trataban de colearse. Ya había presencia policial.

Seguí mi camino.

Pues, bien. Hoy, después de un cansado día de trabajo. A las seis de la tarde. Voy a llevar la leche comprada a los viejos. Al llegar, me espera la noticia de que a mi pariente epiléptica le queda menos de un mes del Valprón de su tratamiento. Eso, que en cualquier parte del mundo no debería ser motivo de alarma, en este país, es estar en la reserva y correr el riesgo de quedarse sin medicamento y convulsionar.

Empezamos a mover los hilos anti-escasez.

Una llamada y la amiga nos dice que llamemos a la farmacia que era de sus padres a ver si hay:

-Buenas, estoy llamando de parte de Carolina. ¿Tendrán Valprón de 500?
-Sí. ¿Cuántos necesita?

¡No podemos creerlo!

-¿Cuánto nos pueden vender?

-Diez o doce cajas.

Felices e ilusionados emprendemos un largo viaje. Eso son unos cinco meses de tratamiento asegurados. Sólo nos quedaría conseguir un poco más de Tegretol para estar tranquilos.

La farmacia queda en el barrio Cuatricentenario. Una zona de estratos D y E que uno poco frecuenta. Para llegar a ella, atravesamos el sector de Los Plataneros. Nos sorprende la actividad comercial que a esa hora de la noche y con tanta oscuridad, se palpa en la avenida principal. Parece otro mundo.

Es otro mundo. Los comercios están abiertos. Los chiringuitos de productos «bachaqueados» tienen mucho movimiento de clientes. Pasamos dos farmacias hasta llegar a la que buscamos.

El local se ve como nuevo. Bien iluminado. Un vidrio del mostrador al techo separa a los clientes de los dependientes. Seguridad como la de los bancos. 

-Buenas noches. Yo soy el amigo de Carolina. Vengo por el Valprón.

-Ah, usted fue el que llamó por el Bactrón…

-¡NO! Por el Valprón. No por el Bactrón.

-Ay, yo le entendí Bactrón. Valprón no hay.

Tampoco hay Trittico, que nos encargó una amiga desesperada porque no consigue en ningún lado. Ni Teocolfene, que nos encargó otra.

De regreso, paramos en las otras dos farmacias para probar suerte.  En esas, la seguridad, más que de banco, parecía de cárcel.  En ninguna había Valprón pero conseguimos en una el Trittico, y uno que no es el Teocolfene pero es igual. Es lo que hay.

Paramos en un puesto a comprar huevos aprovechando que los vimos al pasar. 240 el cartón. Creo que está caro porque hace menos de un mes lo compré a 170. Pero, como los memes de la rana René, me acuerdo que en Venezuela la inflación es descontrolada y se me pasa.

Mientras me despachan y cobran los huevos, un comprador pregunta por el precio de un paquete papel higiénico Scott de 12 rollos: «¡800 bolívares!».

-Y pañales, ¿tiene?
-Sí. A 900 bolívares.

Por cusriosidad, pregunto por el precio de una lata de leche condensada Nestlé de 300 cc.

-220 bolívares
-¡VayaPalaMierda!

Entro a un supermercado de la zona y me encuentro que un litro de aceite se oliva El Gallo está en 2300 bolívares. Un Nescafé de 200 gramos, 1780. Y el cartón de huevos que compré «caro» dos cuadras antes a 240, en el súper está a 278 bolívares.

Al llegar a casa con la depresión vivita, leo en los portales web de noticias este ramillete de declaraciones de los voceros del régimen:

Yván José Bello Rojas dice que se exagera con la crisis y que él también hace colas, por ejemplo, para ir a un juego de béisbol.

Dante Rivas dice que mejor que no haya papas importadas para las  papas fritas de Mc Donalds y que hagan yuca frita que es criolla.

Osorio dice que el desabastecimiento es «normal» para la fecha.

Y Eljuri dice que las colas se deben a que el venezolano come demasiado.

Al terminar el día, el consuelo que me queda es que estamos muy mal, pero lo peor está por venir.

Golcar Rojas

¡26 horas de San Cristóbal a Maracaibo!

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Como es habitual luego del cambio de huso horario inventado por el difunto, en Venezuela,  por estas épocas de fin de año, a las seis y media de la tarde ya es noche y, a las siete el cielo está negro como boca de lobo.

Para quien no está acostumbrado a circular por las carreteras en horas nocturnas, no es fácil esquivar los huecos y los policías acostados que no cuentan con la más mínima señalización y que proliferan sin necesidad de riego.

Esa noche, el cielo estaba nublado y la luna en cuarto creciente no se veía. Esto, sumado a la total ausencia de iluminación en las vías y falta de un efectivo pintado de la carretera, hacían de la vía una segura guillotina. Y si, a todo esto, le sumamos el cansancio producido por la angustia y tensión de no saber si conseguiríamos donde poner gasolina, la hora y pico que estuvimos sofocados en una cola para repostar el combustible y una pequeña falla que estaba presentando nuestro carro que hacía que por momentos se ahogara y corcoveara, pues todo nos aconsejaba que buscásemos un sitio donde pasar la noche, reposar el estrés, descansar y continuar el viaje al día siguiente.

Afortunadamente, nos detuvimos en esa estación de gasolina de La Morita y colocamos los 30 litros que nos permitieron. Después de esa, pasamos unas cuantas que estaban cerradas y, de no haber colocado allí, habríamos tenido que hacer como vimos en una gasolinera: aunque el lugar estaba fuera de servicio, a sus puertas ya había una fila de autos que se quedaron sin combustible en el camino al no encontrar gasolineras abiertas y no tenían más remedio que pernoctar allí a esperar que en algún momento de la noche o a la mañana siguiente, abrieran el sitió y pudieran repostar.

paisajeFuimos afortunados y, por eso mismo, decidimos  no tentar más la suerte. Debíamos encontrar un lugar para dormir y descansar.

Entramos a un extraño, lúgubre y solitario hotel de carretera que parecía no haber sido terminado de construir. Subimos unas amplias escaleras estilo italiano, de madera, hasta la recepción y consultamos con un señor moreno, el único ser vivo que se apreciaba en metros a la redonda, si disponía de habitación.

Luego de su afirmativa respuesta, solicitamos verla. Era una pieza en la que no coincidía una funda de almohada con la otra ni la sábana y el forro de la cama. Mucho menos tenían parecido éstas con las de la cama vecina y las cobijas se notaban viejas, con flores desteñidas. Las paredes desconchadas y el piso manchado. El baño con baldosas manchadas de moho.

Me senté en una de las camas para probar el colchón. Total, lo que queríamos era dormir.

–¡No la arrugue!  –Gritó nervioso el moreno–. Si ven la cama arrugada piensan que alquilé la habitación y me la cobran.

Me paré de un brinco. Y traté de alisar la sábana pasando la mano por encima.

Pero lo que hizo  finalmente que desistiéramos de rentar la covacha, fue cuando vi el diminuto aire acondicionado que tenía. No pasaba los 12 mil btu y en Caja Seca, tierra de calor húmedo y sofocante, eso erapaisaje6 indicio de pasar una noche de acalorado insomnio y amanecer más cansados de lo que ya estábamos.

El moreno nos dijo que más adelante había un hotel más familiar y con piscina,  que fuéramos a ese que estaba a unos 15 minutos. Dimos las gracias y marchamos.

Previendo que el lugar no contase con un restaurante donde tomar algo, paramos y en Fito’s Burguer, –un carrito de arepas, perros calientes y hamburguesas, a orillas de la carretera–. Nos comimos una hamburguesa mixta de pollo y carne, con todo, incluyendo parásitos y amebas porque ¡hay que ver el tobo de pintura en el que lavaban las verduras!

“Cenamos” por doscientos bolívares y seguimos rodando por la oscura carretera. Por fin, después de pasar unas cuantas fuera de servicio, vimos una gasolinera abierta. Rellenamos el tanque para no tener que hacerlo en la mañana en una larga cola y seguimos.

Una alcabala, casi a la salida de la gasolinera:

–¿De dónde vienen los señores? Sonó la voz del Guardia Nacional en la penumbra a través de la ventanilla.

–De San Cristóbal.

–Aquí huele a gasolina –dijo en un tono como insinuando que podíamos andar cargando combustible ilegalmente. Parece que nos vio cara de “bachaqueros”.

–Claro, acabamos de llenar el tanque allí.

Abrió la puerta trasera del carro, iluminó el interior con su linterna y nos permitió seguir sin más preguntas ni insinuaciones.

hotelPor fin encontramos el “Hotel familiar” del que nos habló el moreno. Un sitio pequeño con entrada de tierra y granzón. Rodeado por una reja y coronado por cerca de alambre electrificado.

Un señor con camisa desabotonada y panza al aire, con mirada un podo perdida apareció del fondo.

–¿Tendrá habitación disponible?

El hombre balbuceaba sin saber si decir que sí o que no. Me miraba a mí que me había bajado del carro para hablarle y miraba hacía el vehículo con desconfianza. Finalmente dijo algo que asumí como un “sí”.

–¿Podemos verla?

Quitó el candado de la reja corrediza y empujó para dar paso al auto. Yo seguía parado mientras Cristian metía el carro en el terreno pedregoso que fungía de estacionamiento. Mientras lo hacía, el hombre con la mirada cada vez más de loco y tono de voz que demostraba que estaba tan asustado de recibirnos como nosotros de estar allí, me dijo:

–Entren rápido para cerrar porque hace ratico vino un loco a pedir habitación –hablaba mirando a los lados para asegurarse de que el hombre no estaba por allí–. Estaba todo sudado y dijo que era un estudiante. Pa’mí que era uno de los presos esos que se fugaron.

–¿De los 43 de Santa Teresa del Tuy?

–Ajá. Cuando le dije que no tenía habitación me dijo que le diera un sitio con techo donde pasar la noche. Le dije que no podía porque el dueño estaba aquí.

paisaje11La habitación estaba limpia y el baño impecable. El aire acondicionado funcionaba a perfección. Ya eran las once de la noche. Teníamos 12 horas de viaje y no podíamos más con nuestras almas. Pagamos los 400 bolívares que costaba el cuarto y el hombre agarró de una estantería dos cobijas enrolladas. Las miró dudoso. No parecía estar muy convencido de darnos esas. Tomó las que estaban desordenadas sobre la que, evidentemente, era su cama. Las levantó en el aire y las olió y dijo:

–Estas están mejor.

–No se preocupe –dije tomando las enrolladas con rapidez–, Con estas nos apañamos. ¿Estará seguro el carro allí?

–A menos que aparezca el loco y le tire piedras… era muy raro ese tipo. Menos mal que allí tengo a dos que llegaron hoy…

Caminamos a la habitación y decidimos pegar la pesada litera de madera de pino contra la puerta. Si alguien –el tipo que no se sabía si era un loco sudado o un preso fugado– quería entrar, con esa tranca no podría.

cielo2Tomamos una ducha con agua helada. Las cobijas de la duda tenían un tamaño como para Barbie, al igual que las sábanas. Encendimos el televisor para distraernos un rato y dormir relajados. El sitio es tan “Familiar” que al hacer zapping, aparecieron desbloqueados los canales pornográficos de Direct TV.  “Me tiré a mi padrastro blanco” ponía en inglés el título de una de las películas. Apagamos el aparato y agotados nos dormimos.

Al día siguiente nos paramos. Salimos apurados y tomamos de nuevo la carretera. En un mercado de “microempresarios” socialistas desayunamos cuatro empanadas chiclosas y dos jugos rancios por el “precio justo” de 160 bolívares, todo. En el pueblo de El Venado nos detuvimos a tomarle fotos a los bustos de Bolívar y Chávez que parecen tratarse de tú a tú en el pedestal del centro de la plaza.

Un lugareño, tirando verdes para recoger maduras, al vernos haciendo fotos a los bustos nos espetó:

–Yo estoy cobrando por eso.

–¿Cobrando por qué? Dije.

–Por las fotos. Yo soy el que cuida la plaza.

–Estás clarito. Dije. El tipo sonrió y siguió su camino.

Unos motorizados con cara de pocos amigos hicieron que apurásemos la labor y pusiéramos pies en polvorosas.

A eso de la una de la tarde, cruzábamos el Puente sobre el Lago que, a esa hora, tenía encendido su alumbrado eléctrico en un país donde el gobierno nos culpa a los ciudadanos de no ahorrar energía.

Hicimos en 26 horas el viaje de San Cristóbal a Maracaibo que en condiciones normales no debería durar más de cinco o seis horas.

Un paseo para celebrar la unión y el reencuentro familiar termina convertido en una crónica del miedo. La fiesta deviene en el horror de no saber nunca quién es quién. Todos tememos de todos porque todos sabemos que de cualquier pretina de pantalón puede saltar el arma que nos apuntará. Cosas y formas de vivir que nos ha legado al morir ese hombre que en un pedestal de plaza pretende tutearse con El Libertador.

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Un paseo por las entrañas de la Venezuela «chévere»

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Son las 4 y 45 de la tarde. Estoy en La Morita,  un punto que no debe aparecer en los mapas de Venezuela porque es un lugar en el medio de la nada. En la carretera que une los estados Mérida y Táchira.

Es un pueblo tan insignificante para el común de los venezolanos que de no ser porque me encuentro en una larguísima cola para poner combustible,  ni siquiera me habría detenido a mirar el.aviso verde con letras blancas a la orilla de la vía que indica que estoy en «La Morita».

Esta historia comenzó hace un par de días cuando decidimos asistir a la celebración de 15 años de mi sobrina Karen para aprovechar la fiesta y saludar a mis sobrinos que viven fuera de Venezuela y que vinieron exclusivamente para la celebración en San Cristóbal.

No es fácil celebrar la unión familiar y hacer turismo interno en esta Venezuela

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que nos legó Chávez.  Por mucho que uno se ufane de ser precavido y haber aprendido a sobrevivir en este caos del socialismo del Siglo XXI, las sorpresas y los imponderables siempre terminan por imponerse

Yo pensaba que al contar mi vehículo con el chip de racionamiento de combustible me ahorraría la incomodidad de hacer las largas colas para repostar combustible que se aprecian por todas las estaciones de servicio de la ciudad a cualquier hora del día que la gasolinera esté de servicio. ¡Qué iluso!

Las colas son justamente de los que cuentan con el famoso chip. Sí. Una vez más la propaganda oficialista nos engañó.  El chip del racionamiento no aminoró las colas de las gasolinares como cacareó el régimen para instalarlo. Y como en este país lo anormal, por frecuente,  termina pareciéndonos «normal», cuando comenté acerca de esas largas filas de autos, alguien me dijo:

-Sí. Son largas. Pero pasan rápido. Uno tarda sólo como media hora para poner gasolina.

A eso sólo pude responder que rápido es llegar y en tres minutos estar servido con la cantidad de combustible que necesite y pueda pagar. Y no perder media hora para que surtan máximo 30 litros. Ni un cc más. 

En fin, que al segundo día vimos una cola que «solo» media una cuadra de carros y nos metimos a repostar.  Unos 20 minutos más tarde, salimos con nuestros 30 litros en el tanque.

Esa noche, pretendí compartir con mis sobrinos de Estados Unidos un helado y fuimos a una famosa heladería. 

Todo normal. Como en cualquier país del mundo llegamos a la caja para hacer el pedido, pagar, recibir los helados y sentarnos a disfrutar del fresco de la noche en las mesas de la terraza.

¡Oh, sorpresa!  La heladería no tenía o no le funcionaba el punto de venta. Solamente aceptaban efectivo.

Con el dinero que teníamos,  compramos algunos helados y mientras los comían fuimos, allí mismito, a un cajero automático para sacar el efectivo que faltaba para los otros. 

Para hacer un largo viacrucis corto, sólo diré que tuvimos que ir a cuatro o cinco sitios porque unos cajeros no funcionaban y otros no tenían efectivo disponible. Cuando llegué,  ya mis invitados se habían comido sus helados. Pedí el mío. Y de esa manera se desarrolló nuestro compartir familiar,

¡Qué linda y chévere se nos ha vuelto Venezuela!

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Llegó el momento del regreso.  Como teníamos aún medio tanque de gasolina, decidimos no hacer las interminables colas de tres cuadras y agarrar carretera, una vez más confiados en que con el famoso chip no tendríamos inconvenientes en rellenar el tanque en cualquier estación del camino.

¡Qué ilusos!

Íbamos a tomar el camino más corto. Por la vía de Machiques. La mala señalización de la vía nos hizo dar un largo rodeo y extraviarnos.

Preguntamos y retomamos la vía. Al llegar a cierto punto, un piquete de la Guardia Nacional tenía trancada la carretera. Un efectivo con más fusil que edad nos informó que no había paso porque en Orope estaban protestando.

«¿Tardarán mucho en reabrir el paso?» Preguntamos ingenuamente.

«Están quemando dos gandolas»,  fue la respuesta recibida.

Deshicimos el trayecto.

Pasamos una estación de gasolina. Cerrada. «A diez minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. «A 15 minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. Nos quedaba memos de un cuarto de tanque y más de la mitad del camino por recorrer.

Comemzábamos a ser presas del pánico y la angustia. 

Un hombre al que preguntamos nos dijo:

«En esa casita de las matas de coco, venden gasolina».

Una vivienda humilde con encharcada entrada de tierra y.cortinas en lugar de puertas. Junto a la estación de servicio. Nos atendió un chico:

-¿Cuánta gasolina quieren?
-¿Cuánto cuesta?
-¿Cuánta quieren?
-Unos veinte,  veinticinco litros.
-Salen en 800 bolívares, los 20 litros.

Para quienes leen esto y no saben, el tanque del carro de 40 litros se llena con unos cuatro bolívares.  Echen numeros.

Dijimos no.

Decidimos correr el riesgo y continuar andando hasta una próxima gasolinera.
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Es así como llegamos a La Morita a las 4 y 45 de la tarde. El calor y la humedad son sofocantes. Mientras escribo,  miro el reloj del panel frontal del carro. Han pasado 40 minutos desde que empezamos a hacer la cola en plena carretera. La fila avanza lentamente.

Sediento,  me bajo a comprar un agua energizanfe. Un par de loros con su alegre graznido surcan el cielo en vuelo sobre mi cabeza.

Retomo mi puesto en la cola. Al lado, el bombero levanta una vara con el chip de los motorizados para que el scanner pueda leerlo y despacharles su combustible.

Una hora y diez minutos después,  con los 30 litros de gasolina que nos correspondían por el día en el tanque y 2 bolívares menos en el bolsillo. Salimos de la gasolinera para retomar el camino de regreso a casa.

Empieza a oscurecer. Tenemos seis horas rodando en un viaje que se suponía haríamos en cinco, y aún nos falta más de la mitad del trayecto.

Estamos agotados. Tal vez sea tiempo de parar

Golcar Rojas

Mea culpa

Foto tomada del Facebook

Foto tomada del Facebook

Yo es que tiendo a ser muy judeocristiano en eso del manejo de la culpa. Hay días, especialmente noches, en los que siento que todo lo que pasa en el mundo es culpa mía. Entonces, el dolor en los hombros y la mente que no para y da vueltas sobre el mismo tema una y otra vez no me dejan dormir.

Dos, tres, cuatro de la mañana y el cuerpo agotado pide un reposo pero la mente sigue agitada, sin lograr desconectar. En eso tengo varios días. Pensando en la culpa que tenemos los “buenos” de que los “malos” hayan podido hacer en el mundo todo lo que hacen. Siento el peso de Venezuela en mis espaldas y, como si fuera poco, ahora el de los 43 estudiantes mexicanos asesinados también.

¿Qué dejamos de hacer los buenos del mundo para que Venezuela haya llegado a la situación que ha llegado y para que alguien se sienta con el derecho de desaparecer a 43 estudiantes en México?

Pienso, pienso, pienso… busco el sueño y la paz entre oraciones inconclusas, interrumpidas por nuevos pensamientos…

Tal vez si yo no hubiera abandonado cuando sentí que ya no podía más. Si hubiera insistido… Por qué dejar el campo libre a quienes sabemos que son corruptos y no luchar…

Diostesalvemaría llena eres de gracia…

Si el vecino honesto hubiera denunciado a ese otro vecino que sabía que vendía drogas en la cuadra…

Padrenuestro que estás en los cielos santificado sea tu nombre…

A lo mejor si el estudiante aquel que sabía que los líderes estudiantiles estaban negociando con los tickets del comedor… o el profesor que también lo sabía… si hubieran hecho algo para parar eso a tiempo.

Santamaríamadre de Dios…

Si se hubiera protestado cuando el rector de aquella universidad decidió poner en el cargo de director a su hijo por el solo hecho de ser su hijo aunque no hiciera su trabajo… Si hubiéramos protestado cuando el gobernador puso a su hija de secretaria de Cultura por el simple hecho de ser su hija…

Diostesalve reina y madre madredemisericordia…

Si no nos hubiésemos hecho de la vista gorda porque el que estaba cometiendo actos de corrupción es amigo, o hijo del amigo, o hermano del amigo…

CreoenDiospadretodopoderoso creador del cielo y de la tierra…

¿Y si no nos hubiéramos quedado callados cuando supimos que aquel periodista amigo cobraba por publicar una información, si hubiéramos denunciado la palangre…?

Oh, María es madre de gracia y madre de misericordia…

No debimos callar cuando descubrimos que el esposo de aquel paladín de la justicia y luchadora contra la corrupción estaba en nóminas de la gobernación cobrando como asesor unas asesoría que nunca daba…

Gloriaalpadre, gloriaalhijo y gloriaalespíritusanto…

Pero no hicimos nada de lo que como buenos que somos debimos hacer. Nos apartamos. Decidimos que no podíamos perder la vida luchando contracorriente. Asumimos que los malos son más y pueden más. Nos hicimos a un lado y empezamos a vivir nuestras vidas dejando que ellos se apoderaran de todo. Porque parece ser que la constancia en los malos es mucho más fuerte que en los buenos. Su perseverancia no parece tener límite, como su maldad y ambición.

De esa forma, el vecino que vendía drogas llegó a diputado. El estudiante mafioso terminó de ministro de Educación. La hija del rector terminó siendo ministra de educación y el hijo del gobernador ministro de cultura. Los corruptos que lograron que yo abandonara la vida de servidor público continuaron arrasando con los dineros del país. Se hicieron multimillonarios, banqueros, empresarios, dueños de medios. El amigo, el hijo del amigo, el hermano del amigo terminaron dirigiendo la vida de todos.

Y llegamos al punto en que en un lugar del mundo, que puede ser cualquier lugar del mundo cercano a cualquiera de nosotros, unos de ellos se sienten con el derecho de matar y desaparecen a 43 estudiantes.

Y la culpa no me deja dormir…

Ruega por nosotros.

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