
Hay varias maneras de trasladarse desde Bogotá a Zipaquirá para ir a conocer la Catedral de Sal.
La que más me llamaba la atención y que quería tomar para ir, era en tren. Una antigua locomotora. Pero resulta que solo hace el recorrido los fines de semana y días feriados y es un paseo desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando regresa. Nuestro viaje lo haríamos un jueves así que tuvimos que buscar las otras alternativas.
Nos fuimos hasta el terminal de autobuses y allí tomamos un Alianza que por cuatro mil pesos nos llevó a nuestro destino. Es un poco fastidioso porque uno debe llenarse de paciencia. La unidad (nueva y en perfectas condiciones, todo hay que decirlo) arranca a 10 kilómetros por hora y va recogiendo pasajeros por la avenida, haciendo varias paradas lo cual hace que el viaje se alargue más tiempo del esperado hasta que por fin toma su velocidad de viaje. No obstante, a mí me sirvió el trayecto para escribir alguno de los artículos con mis impresiones sobre Bogotá.
La otra opción es tomar el transmilenio hasta Portal del Norte y allí tomar
un alimentador que lo llevará hasta Zipaquirá.
Lo lento del viaje en el autobús lo compensó la excelente atención del conductor. Cuando compramos los boletos y supo que éramos turistas, se mostró dispuesto a prestarnos toda su colaboración para orietarnos sobre cómo llegar al pueblo. Al punto que, cuando ya estábamos en Zipaquirá, le pidio a dos pasajeros que cambiaran de unidad para que fueran en otro autobús hasta el terminal, solo con el objetivo de dejarnos a nosotros lo más cerca posible del centro de Zipaquirá.
Caminamos unas dos cuadras desde donde nos dejó el autobús hasta la plaza del pueblo a cuyo alrededor se encuentran la antigua Catedral, hermosas casas coloniales perfectamente mantenidas y en contraste con las eificaciónes de estilo francés de la Alcaldía y la Gobernación.
La iglesia estaba cerrada. Me acerqué a un vendedor de helados que estaba en la plaza para preguntarle a qué hora la abrirían.
-Solo la abren cuando hay entierros -me respondió el hombre.
-O sea que, cuando uno venga, ¿tiene que ligarla que se haya muerto alguien en el pueblo? -Bromeé, yo.
Un hombre que acababa de comprar un helado me invitó a hacer una inversión en la explotación de sus minas de esmeraldas.
-Estoy buscando inversionistas extranjeros que quieran aportar capital en unas tierras que tengo y donde hay importantes minas.
-Bueno, vecino -le dije- si busca inversionistas que sean de Venezuela, tendrá que procurar que sean boliburgueses porque
el resto de los venezolanos estamos en el ladre.
Zipaquirá es un pueblo pequeño, bonito, limpio y bien cuidado. En una esquina me mató de la risa el siguiente diálogo entre unos zipaquirenses. Uno venía caminando, con sombrero en la cabeza, hacia los otros dos hombres que estaban en la esquina y, sin detener el paso les dijo;
-Voy al velorio del cuñado mío, que se murió anoche.
-¿Y eso? -preguntó su amigo desde la esquina- ¿Qué le dio?
-Pues le dio por morirse y así tenemos excusa para beber tinto gratis.
No aguanté y solté la carcajada que fue coreada por las risas de los hombres.
Después de pasear un rato por el pueblo y hacer unas cuantas fotos, emprendimos el ascenso hacia la Catedral de Sal. Hay un trencito que por mil pesos lo lleva a uno hasta la entrada del templo pero como la idea era pasear y disfrutar del lugar, Cristian y yo
decidimos subir caminando por las empinadas calles y luego los interminables escalones que culminan en un parquecito con restaurante, kioscos de dulces y helados, y artesanías. Una línea blanca, recordando el color de la sal, lo va guiando a uno en el trayecto. Compramos nuestras entradas y esperamos pocos minutos para entrar con un grupo de turistas a conocer el templo subterráneo contruido hace 15 años con sus paredes y pisos de sal, ubicado en los túneles y socavones de la vieja mina de sal, en sustitución de la catedral original que tuvieron que cerrarla por problemas estructurales.
Aunque uno se encuentra a 180 metros bajo tierra caminando a través de túneles oscuros, no llega a sentirse claustrofobia. Los túneles son amplios y frescos y la ventilación es excelente. Claro, nada qué temer, excepto si a uno le toca un guía como le tocó a mi sobrina Moreli unos días después, que no tuvo mejor idea que sacar a
colación, en pleno recorrrido, lo acontecido a los 33 mineros de Chile que permanecieron días atrapados en la mina. Una desafortunada anécdota para contarla en ese instante, sin duda.
El recorrido es verdaderamente interesante. El diseño de la iglesia con las estaciones del viacrucis puestas en los socavones es impresionante. El diseño de iluminación le da un dramatismo especial aunque no llegué a experimentar la sensación de asistir a un templo. Más parecía una visita a un parque temático que a un lugar de recogimiento espiritual.
La parte de las tiendas me recordó un poco los parques gringos. Hay una
parte que recrea un pueblo con su cárcel, presos, alcaldía, casas y plaza que me pareció bastante feo y fuera de lugar. Así como me pareció grotesca unas representaciones de figuras indígenas hechas en material dorado, supuestamente simbolizando la leyenda de El Dorado. Un horror.
El efecto óptico del área del espejo de agua es realmente asombroso. La densidad que le otorga la salinidad al agua, y la iluminación hacen que esta parezca un hueco cuando en realidad se trata del reflejo del techo en el espejo de agua que tiene apenas diez centímetros de profundidad. Y el show de luces y sonido es en verdad un goce para la vista y el oído.
Ya saliendo, vimos el cortometraje de animación 3D que cuenta la historia de Zipaquirá y la formación de su mina de sal. Me dejó gratamente impresionado la factura del audiovisual con una calidad digna de Hollywood y totalmente hecha en estudios de animación zipaquirenses con personal artístico y técnico de la localidad. Un verdadero logro.
Al terminar el recorrido por la iglesia, salimos para descender al pueblo y buscar un sitio donde almorzar. Lloviznaba y hacía frío al salir de la mina. Un robusto y juguetón perro blanco y negro nos acompañó en la bajada.
Al llegar al restaurán ya llovía con más fuerza. Cuando nos disponíamos a sentarnos, pregunté si aceptaban tarjeta de crédito y la respuesta negativa hizo que nos dispusiéramos a salir a dar tumbos por el pueblo bajo la lluvia para encontrar un lugar donde poder comer y pagar con plástico.

Uno de los chicos se ofreció amablementa a guiarnos unas cuadras más abajo hasta otro lugar donde sí aceptaban crédito. A medida que caminábamos, la lluvia se hacía más copiosa. Por fin llegamos al asadero La Catedral del Llano. Una comidería donde sirven carne en vara y deliciosas sopas.
Mojados llegamos al asadero y cuando el encargado nos dijo que no tenían punto de venta nos quisimos morir. El hambre y el frío apretaban.

-No se preocupen -dijo el hombre-. Coman tranquilos y cuando terminen, como van a bajar a tomar el autobús de regreso, pasan por un sitio donde nos prestan el punto y pagan. Siéntense y pidan.

Así lo hicimos. Pedimos el menú: ajiaco y mixto de carne llanera (en vara) de cerdo y de res, acompanadas con papas y yuca. Una delicia que nos devolvió el alma al cuerpo. Al terminar, un joven nos llevó al sitio donde pasaríamos la tarjeta, una feria de comida rápida dentro de un moderno centro comercial con esculturas de hierro reciclado en sus pasillos.

Luego, el chico nos indicó cómo ir hasta la parada del autobús. A los pocos minutos llegó una buseta y una joven en la parada nos dijo que si íbamos a Bogotá la podíamos tomar.
Alejandra Borrero, Pharmakon

Al llegar a Bogotá eran cerca de las 7 de la noche. Debíamos correr para llegar a Chapinero a la sede del Teatro Libre para ver la obra «Las flores del mal y otras hierbas», un teatro cabaret con poemas de los poetas malditos, musicalizado por Víctor Hernández y dirigido por Ricardo Camacho.
A paso apurado comenzamos a buscar, medio perdidos, el teatro. De nada sirvieron las vueltas y el apuro. Llegamos a eso de las siete y media a la taquilla y resultó que la boletería se había agotado. No había poder humano ni divino que nos consiguiera dos asientos en el teatro. Decepcionado y con muchas ganas de ir al teatro, pregunté a la chica de la taquilla por alguna puesta en escena cercana que nos permitiera llegar a tiempo. Comenzaba a lloviznar.
La diligente muchacha se fajó a conseguirnos algo por internet. Nos propuso un espectáculo de magia que no me llamó la atención. Su siguiente propuesta fue «Pharmakon», en la Casa Ensamble de La Soledad, a las ocho.
No tenía ni idea de qué se trataba la obra, pero cuando me leyó la sinopsis y escuché que se trataba de un unipersonal de la actriz colombiana Alejandra Borrero, inmediatamente, me interesó. Faltaban 20 minutos para las ocho, la hora de la función. Allí mismo, la chica nos vendió las entradas. Debíamos correr para llegar a tiempo. Lo mejor era tomar un taxi en la avenida. Diez minutos y siete mil pesos más tarde, el taxista nos estaba dejando frente a la sede del Teatro Ensamble, una hermosa casa en la carrera 24 adaptada para un proyecto de espectáculos teatrales con múltiples salas que permiten montar simultáneamente varias piezas, cuenta con un divertido café-bar y es, a la vez, academia para la formación de talentos teatrales. Más adelante me enteraría que Casa Ensamble es una corporación sin fines de lucro de la cual es propietaria Alejandra Borrero.
A la actriz la recordaba muy bien de la telenovela «La otra mitad del sol», en la que interpretaba tres personajes diferentes en distintas épocas y en la que se lucía con su carisma y capacidad actoral. Con ese antecedente, decidí que deseaba ver Pharmakon, con cierto temor a decepcionarme de la Borrero pues, muchas veces, los actores que deslumbran en la pantalla chica, son un desastre en teatro o cine.
Me pasó en Buenos Aires con Cecilia Roth, una excelente actriz de cine a la que admiro profundamente pero que en teatro de dejó un mal sabor al ver en el complejo «La plaza» -un proyecto similar a «Casa Ensamble», por cierto-, la obra «Una relación pornográfica», junto a Darío Grandinetti, con versión y dirección de Javier Daulte. No es que estuviera mal la
actuación de la Roth, es que me molestó mucho la utilización de micrófonos de balita para proyectar la voz, muestra de que algo falla en los actores, especialmente tratándose de un espectáculo en una sala pequeña en la que con un mínimo de técnica vocal podrían proyectar sin problemas. En el teatro me gusta escuchar la voz de los actores sin filtros ni distorsiones técnológicas. La voz en escena es primordial para saber de la técnica y del método actoral y al filtrarla a través de parlantes me produce ruido, me saca de la pieza y se me hace extraño. Es como mirar una película con un mal doblaje, no me atrapa.
Pero, volviendo a «Pharmakon» y a Alejandra Borrero. La pieza, escrita por Carlos Mayolo y dirigida por Sandro Romero, es una obra intensa, con textos poéticos y densos que a ratos parecen delirios pero que cobran un sentido y profundidad especial gracias a la puesta en escena y a la conmovedora actuación de Borrero.
A pesar de que Alejandra se define como una actriz de carrera televisiva, especialmente de telenovelas, en teatro tiene un asombroso y profundo dominio de la técnica y el método, lo cual hace de su actuación un momento imborrable para el espectador.
En «Pharmakon, la actriz interpreta a un hombre mayor, adicto como condición intrínseca a su personalidad, hospitalizado y en pleno desarrollo de un proceso de delirium trémens. Es un unipersonal multimedia apoyado con videos que dan las claves para comprender el delirio del hombre en su lucha con las drogas, su adicción, su relación amor-odio con todo lo que lo hace dependiente. La actriz no hace uso de clichés como bigotes o cortes de pelo a rape para interpretar su personaje. Un poco de dramatismo en el maquillaje para disimular un poco la belleza natural que la caracteriza, un pijama y un saco
viejo, son suficientes para hacernos ver a ese hombre mayor que entre delirios poéticos nos cuenta su historia. Es pura fuerza y energía actoral lo que se siente en escena. La voz, los gestos, los tics característicos de quienes presentan síndrome de abstinencia parecen fluir de una manera espontánea y natural. Sin duda un gran esfuerzo interpretativo de Alejandra Borrero que debe implicarle un gran desgaste físico y emocional al final de cada función.
Pharmakon es tan profunda e intensa, con una sencilla e ingeniosa puesta en escena, que habría que verla varias veces para captar todas las lecturas que ofrece. Es un texto cargado de poesía, magistralmente interpretado que no ofrece concesiones. Es una pieza que golpea fuerte al espectador mostrando un lado de la adicción del que por lo general preferimos huir. Al final uno queda con la sensación de haber asistido a un gran espectáculo teatral pero con una sensación de parálisis que no le permite aplaudir con la fuerza deseada. Solo durante el segundo saludo de Alejandra Borrero mi voz pudo articular, entre los aplausos, una sola palabra que salió de mis entrañas: ¡Brava!
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