El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “julio, 2013”

Ser diferente. Ser especial

Miguel Andrés fotografiado por su tía Oraima Rojas

Nunca es fácil poner un adjetivo a la diferencia sin que a la larga contenga una carga -en unos casos mayor y en otros menor- de negatividad.

Al referirnos a las personas que se salen de los cánones de lo socialmente aceptado como «normal», «regular» o «común», subyace un riesgo de poner de manifiesto una no total aceptación del diferente. Incluso llegamos a no saber cómo nombrarlos, cómo referirnos a las personas distintas sin que parezca que en nuestra expresión, en el fondo, hay una cierta animadversión, incomodidad, compasión, lástima, vergüenza o rechazo por la diferencia.

Por eso las discusiones de cómo llamar a la gente diferente vienen de hace mucho tiempo. Siempre hay algún estudioso del lenguaje que termina descubriendo la carga negativa en las palabras empleadas o la imposibilidad que tiene el lenguaje para proporcionar un término que se ajuste a lo que en verdad se quiere expresar cuando nos referimos al diferente y a su diferencia.

De «Anormales» pasamos a «Minusválidos» «Discapacitados» a «Personas Excepcionales», a «Personas Especiales», a «Personas con Capacidades Especiales», a «Personas con Capacidades Diferentes»… No hay modo, seguimos sin encontrar el término para esas minorías diferentes, que no son enfermas, no padecen una enfermedad sino que tienen una condición diferente. Gente que no esta entre los márgenes de lo «normal» o «regular».

¡Es que hasta para nombrar a quienes no poseen una condición diferente o minoritaria se nos hace difícil!

Para efectos de este artículo, quiero ampliar el término «diferente» o «especial» para incluir también a otras minorías o grupos de personas que son o han sido discriminados y maltratados por la única razón de no ser como la mayoría.

A nadie le gusta escuchar que una persona diga «Yo soy normal» para referirse a que no es, por ejemplo, homosexual, transexual, con Síndrome de Down, con Sídrome Bipolar, o con cualquier otra condición diferente a lo que consideramos como regular o común, porque allí se ubica la mayoría de los seres humanos.

No es para nada fácil nombrar a las minorías, definitivamente, ni referirse a la mayoría al enfrentarla a esas minorías.

Entonces se llega a una tenue línea divisoria que muchas veces traspasamos sin darnos cuenta, en la que, al referirnos a las minorías, terminamos siendo discriminatorios, incluso, sin quererlo.

Aunque en otros casos, muchas personas lo hacen absolutamente a propósito, utilizan la diferencia para burlarse, insultar, discriminar o menospreciar.

A veces escuchamos cosas como: «Yo no soy racista, a mi me presentan un negro y hasta la mano le doy», o «No seas mongólico», «Tu eres un retrasado» o «pareces bipolar» «el es gay, pero es buena gente»… podría seguir con una larga lista en la que incluso llegamos a encontrar referencias a opciones religiosas o tendencias políticas. La capacidad del ser humano para insultar a partir de la diferencia no parece tener límites.

Es irónico y contradictorio porque la mayoría de la gente, si no se siente especial, diferente u original, quisiera serlo, pero utilizan a quienes sí lo son y no por propia decisión sino porque es su condición natural, para insultar y menospreciar.

Por todo eso, los países se ven en la necesidad de legislar para que las personas que pertenecen a minorías diferentes cuenten con un marco legal que las proteja, que las defienda de la discriminación, del abuso, del acoso, del bullying de la mayoría «normal».

Uno de los mayores avances en nuestro país en cuanto a lo que se refiere al trato y legislación sobre las personas diferentes, es la inclusión de artículos en la Ley del Trabajo en los que se busca garantizar el derecho al trabajo de las personas con capacidades diferentes. Un logro, sin duda, de quienes durante años han trabajado y luchado para obtener ese tipo de reivindicaciones.

Hoy, mi sobrino y ahijado, Miguel Andrés, empezó a trabajar en una farmacia en Mérida. Cuando vi en el grupo de Whatsapp de la familia su foto con con la franela del uniforme del trabajo, no pude evitar que se me aguaran los ojos -de hecho, escribo esto con los lagrimones asomándose- y el pecho se me hinchó de orgullo, al verlo feliz con su ajuar de trabajador.

Pero la alegría y la emoción no evitaron que me pusiera a reflexionar sobre estas cosas que escribo aquí.

Al mirarlo, junto con la alegría de verlo orgulloso exhibiendo su franela, pensé en que si bien es un gran logro exigir por ley que las empresas tengan plazas de trabajo para personas diferentes o especiales o con capacidades especiales o como más a gusto nos sintamos para referirnos a ellos, es absurdo que en nuestro país no exista la posibilidad de que esas personas puedan terminar, en la medida de sus posibilidades y capacidades, los estudios regulares.

Miguel estuvo en colegios hasta donde su capacidad de aprendizaje de acuerdo a la edad, se lo permitió. Aprendió a leer y escribir, un poco más tarde y con mayor dificultad que la mayoría, pero aprendió. Está en natación y en Kárate desde pequeño, aprende pirograbado en un taller y es percusionista de la Orquesta Sinfónica. Trabaja en la Biblioteca de la ULA y ahora en la farmacia.

Es un joven inquieto, le gusta aprender. Se mete en la computadora e investiga sobre las cosas que le interesan. Es un muchacho que a su edad debería estar estudiando. Formándose.

Pero no hubo manera de que se consiguiera una institución escolar donde lo pudieran seguir enseñando. Donde pudiera continuar sus estudios. Las fundaciones y organismos que en Mérida, como en el resto del país, con más amor que recursos económicos y apoyo gubernamental, se encargan de darles educación a las personas especiales, tienen capacidad hasta cierto punto, solamente. Llega un momento en que los padres tienen que, por su cuenta, ingeniárselas para que sus hijos tengan actividades que los enseñen al tiempo que los entretengan porque el Estado no se ha encargado, como lo ha hecho con el Derecho al Trabajo, de garantizar el Derecho que tienen a la educación.

No hay liceos, no hay escuelas técnicas, no hay institutos de educación superior que den acogida a jóvenes como Miguel Andrés, quienes quieren aprender y quienes, con la debida atención escolar, podrían llegar a tener una mejor formación y educación e, incluso títulos universitarios. Todo queda en lo que los padres puedan hacer por cuenta propia y de acuerdo a sus propias capacidades económicas e intelectuales.

En fin, a la edad de Miguel, sería impensable que una familia se alegrase porque un muchacho sin alguna condición diferente empiece a trabajar. Eso sería, incluso, un drama en muchos casos, porque a esa edad un joven la única responsabilidad que debería tener es la de estudiar y prepararse.

Pero quienes sabemos cómo ha sido la historia de Miguel Andrés, cómo han sido las historias de miles de Migueles en Venezuela y en el mundo, sabemos que llegar a obtener un trabajo es un gran triunfo. Como lo fue aprender a ir al baño, aprender a hablar, a nadar, aprender a leer y a escribir, a manejar la computadora y el Blackberry. Todo ha sido una batalla, una lucha, una guerra ganada, por él y por Moreida y Marcos, sus padres y Moreli, su hermana, quienes nunca se han dado por vencidos.

Por eso aplaudimos y nos ponemos felices al verlo con su uniforme de la farmacia.
Y lo dejo hasta aquí porque las lágrimas no me permiten continuar…

Simpatía por Kiko Mendive

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Nunca me gustó Kiko Mendive. Mejor dicho, nunca me gustaron los personajes que interpretaba en la Rochela. Me parecía deprimente la forma cómo terminaba siendo una caricatura de sí mismo. Un fracasado que terminó haciendo burla de su fracaso y desventura. Al menos, así me parecía en los años de adolescencia cuando los lunes, más por hábito que por gusto, terminaba sintonizando el programa cómico más viejo de la televisión venezolana. Por ese entonces no había cable ni mucho de dónde escoger, aunque ahora no es que la televisión ofrezca muchas opciones.

Con los personajes de Kiko, y de otros tantos actores de La Rochela, me pasaba lo que me pasa hoy día cuando por e-mail, Twitter o Facebook me encuentro con fotos de personas desdentadas, o exageradamente gordas o excesivamente feas, amaneradas, bizcas, con culos estrambóticos y celulíticos, viejas con hilos dentales… encuentro que son de un humor cruel, que se burla de los defectos físicos -o intelectuales- de las personas, una especie de bullying, y la repulsa ante eso es algo más fuerte en mí, que la hilaridad que en la mayoría de las personas pueden producir esas imágenes o esos sketches «cómicos».

En cuanto a Kiko Mendive, cuando veía sus interpretaciones de personajes que parecían ser la burla del actor, ataviado con esos leotardos ajustados que ponían en relieve sus escuálidas y enclenques piernas, recalcadas por chaquetones 4 tallas más grandes de lo que su esmirriado y flacuchento cuerpo debía usar, no podía evitar sentir cierta compasión y pena ajena. Se me hacía imposible creer que ese «fracaso» en la pantalla pudiera provocarle hilaridad a alguien y que el artista pudiese haber tenido una promisoria y exitosa carrera en México, en sus años mozos, como decían los entendidos en la materia y que para mí terminaba siendo nada más que una leyenda urbana más de la farándula criolla.

Así veía a Kiko y veía a muchos otros actores más del programa cómico de los lunes a las ocho de la noche. Para mí La Rochela era como el purgatorio de los actores. Siempre me dio la impresión de que allí iban a parar los actores de poco talento, resentidos, buscadores de fama y popularidad «cueste lo que cueste», o de talentosos pero desafortunados humoristas que se resignaban a hacer comicidad en el show a la espera de que les llegara su verdadera oportunidad de demostrar el talento y el valor de su arte.

Esta impresión adolescente pareció confirmarse cuando en unas jornadas de producción de una campaña de propaganda gubernamental, me tocó grabar por varios días en RCTV testimoniales de artistas de la planta y, en el corre-corre de las grabaciones, me pareció que, mientras actores dramáticos de trayectoria contaban con camerinos con sus nombres en las puertas en letras doradas, los actores de La Rochela compartían unos camerinos comunitarios distribuidos a lo largo de estrechos pasillos. Tuve entonces la sensación de que mientras la sección de «Arte Dramático» de RCTV era una especie de «el este», la de “Comicidad” se correspondía con «el oeste» de la ciudad.

A ese «oeste», especie de purgatorio -según mi prejuiciada visión-, iban a parar algunos actores a la espera de terminar con sus huesos en el cielo del estrellato o en el infierno del estrellado.

Hoy, muchos años después, cuando mucho tiempo ha pasado desde que La Rochela salió del aire, el destino de sus comediantes parece dar la razón a esa lejana impresión. Da la casualidad de que los actores cuyos spkk2sketches me gustaron siempre, quienes creaban o para quienes los libretistas creaban personajes originales,  siguen brillando en sus carreras aunque ya no estén en pantalla. Otros, pasaron al infierno de las sombras o al otro, tal vez peor, de ser bufones de corte de «poderosos» de medio pelo.

En todo esto pensaba echado en el colchón de mi cama, tirado en medio de la sala del apartamento,  donde tuve que instalarme provisionalment – hasta que lograra desalojar a un indeseable y escurridizo roedor que se adueñó de mi cuarto-, mientras leía “Simpatía por King Kong” (Planeta, 2013), la más reciente novela que nos regalara la diestra y entretenida pluma de Ibsen Martínez.

Era tarde pelabolas de domingo. Esos domingos de tedio rutinario en los que la inseguridad y la carestía de la vida nos han obligado a sobrepasar en casa leyendo, viendo televisión o en internet.  La quincena estaba a punto de terminar y lo que (no) me había sobrado de dinero lo había invertido en un par de libros entre los que se encontraba la novela de Ibsen.

Mientras el roedor hacía estragos en mi habitación, yo, echado entre almohadas y cojines en medio de la sala, empezaba a devorar “Simpatía por King Kong”, una historia circular que termina al tiempo que nos invita a volver a empezar. Mientras,  nos lleva por La Habana de los cuarenta, por los inicios de la época de oro del cine mexicano con la película Distinto Amanecer (1943) como leiv motiv,  y por la convulsa Venezuela contemporánea de los años de la segunda presidencia de Carlos Andrés.

Leí SPKK de un tirón. La historia del pobre músico cubano que llega a alcanzar la gloria en México y a ser el descubridor de Pérez Prado logra atraparlo a uno de tal manera desde el primer capítulo –el cual les dejo aquí desde El Malpensante, Simpatía por King Kong– que es difícil soltarla y, como es una novela corta, uno siente que no vale la pena parar hasta terminar de recorrer las trabajadas, entretenidas, ilustradas y amenas líneas de Ibsen.

En esa cíclica historia, Ibsen Martínez lo lleva a uno a través de los diferentes períodos históricos y diversos países narrados sin apenas notar los cambios de tiempo y escenario. Solo lo saca a uno de la trama cuando en cierta especie de distanciamiento,  el escritor nos recuerda que la historia está siendo escrita por el narrador que pasa a ser el personaje conductor de la historia, quien nos echa todos los cuentos involucrados en la novela.

Confieso que esas acotaciones, “distanciamientos”, llegaron a molestarme porque me devolvían de un jalón a la realidad, justo en los instantes cuando estaba más ensimismado con la historia de la novela. Pero esa “molestia” en ningún momento llegó a ser tal que me impidiese volver inmediatamente a mi historia o provocase dejar de leer. Ibsen Martínez parece ingeniárselas para hacernos ir y venir a su antojo de la trama, manteniéndonos pegados a las hojas del libro.

No sé qué tanta parte de ficción y realidad haya en las anécdotas que de Kiko Mendive cuenta SPKK. En principio, el autor se encarga de dejar claro que lo narrado es producto de su imaginación desde el mismo instante en que sitúa la muerte del cómico, actor, cantante, bailarín y coreógrafo cubano en el marco y como consecuencia de heridas de bala sufridas durante los terribles saqueos acontecidos en 1999, a los pocos días de la coronación de CAP, cuando en realidad Mendive murió de una enfermedad, si mal no recuerdo, respiratoria, en el 2000.

La licencia que se toma el autor con el acontecimiento de la muerte del artista, le permite, a la vez de darle un giro interesante a  una muerte anodina, ubicarlo en esa etapa política venezolana que nos impactará a todos hasta el sol de hoy. A partir de allí, nos lleva por los entresijos y recovecos de la historia de un ser perseguido por el fracaso y el infortunio. Un personaje al que, luego de la historia de Ibsen, lo veo con cierta simpatía y nostalgia. Viene a ser Kiko como un precursor de los frikis que en la actualidad pululan por las pantallas de los medios televisivos. Tal vez con los años, el temor al fracaso pierde fuerza pues se llega a comprender que hay diferentes formas de triunfar y de fracasar en la vida y que todo tiene mucho que ver con las decisiones que en determinados momentos se tomen.

Simpatía por el “gorila”

Cuando empecé a leer la descripción de lo sucedido en Caracas durante los saqueos, no pude evitar relacionar el título “Simpatía por King Kong”, que en principio parece una paráfrasis de la canción de Losspkk1 Rolling Stones “Simpatía por el diablo”, con aquellos discursos de la época que hablaban como con cierta admiración y un halo de premonición del “ruido de sables”, de la supuesta  inconformidad existente para entonces en los cuarteles de la que hablaban algunos políticos, periodistas y articulistas, no sin cierta actitud de quien predice al tiempo que, con temor, desea que pasen las cosas. Una cierta simpatía de la época por un tipo de autoritarismo gorila, kingkongniano, que posiblemente hayan sido las aguas que trajeron estos lodos. No sé si mi sensación es personal o si la utilización del gorila cinematográfico en el título de la novela haya sido un recurso adrede de Ibsen para ilustrar  esa especie de simpatía de la época  por algún tipo de gorilismo político.

Lo cierto es que, al filo de la media noche de ese domingo que, de rutinario, viró a absolutamente entretenido con la versátil y profusa prosa de Ibsen, cerré, una vez terminada, la novela.

El sueño no lo logré conciliar hasta muy tarde, ya casi al amanecer. Las imágenes de SPKK daban vueltas en mi cabeza y se mezclaban con mis impresiones adolescentes sobre los artistas de la rochela. Los saqueos acudían en lote. Kiko Mendive se me aparecía con sus leotardos y chaquetones con un inmenso radio portátil al hombro. Lo veía herido, aunque sabía que eso era producto de la imaginación del autor.

El ruido de la rata en mi habitación masticando las rejillas del aire acondicionado donde había anidado, me hacía pensar que no era casual esa invasión.  La alimaña se volvió una metáfora hecha carne que habla de un país tomado, sitiado por alimañas que desde los tiempos de los saqueos, esos hechos contados por Ibsen, esperaban, en las sombras, la oportunidad para hacerse con el preciado botín que es Venezuela. El traqueteo del plástico entre los dientes de la rata me hizo pensar en el disfrute que esta plaga siente al devorarse las riquezas nacionales a sus anchas.

Como en “Casa tomada” de Cortázar, entre sueños,  me sentí arrinconado en mi propio apartamento, expulsado por la peste del roedor. Kiko se me aparecía con sus crías de canarios, queriendo tomar clases de música después de viejo para tratar de superar su sino. La animadversión que sentía por el personaje rochelero mutó en compasión y simpatía gracias al rescate que de él hace Ibsen Martínez en su novela.

Exhausto, más mental que físicamente, escuché una vez más el ruido de los dientes de la rata devorando el plástico del aire acondicionado y encajando sus dientes en los cebos envenenados que le había servido con miel y tomate como escuché que les gusta.  Pensé: “Esa alimaña tiene sus días contados. Los otros, los que se apoderaron del país, espero que también”. Y caí vencido por el sueño…

Doble moral, «humanitarismo», Snowden, Bocaranda, León y Yendri

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Varios presidentes latinoamericanos se han pronunciado con respecto al caso de Edward Snowden, el ex agente informático de la CIA y de la Agencia de Seguridad Nacional. Cristina Kirchner, Felipe Mujica, Rafael Correa y Evo Morales han mostrado su consternación por la persecución de la que el gringo está siendo objeto por parte del malvado imperio y, en este coro de plañideras, no ha faltado el solo de Nicolás Maduro quien, en ocasiones, parece elevar su voz de tenor una octava más para sobresalir del grupo y desafiar al «opresor gringo».

Desde un punto de vista objetivo, uno podría decir que Snowden, con su filtración de información de Estado, traicionó a su país. Visto sin apasionamiento y fríamente, un hombre que se formó para ser informático de la CIA, que su país le pagaba una cuantiosa cantidad de dólares por sus servicios, que sabía dónde se estaba metiendo y en qué consistía el trabajo,  se puede concluir que el nortemeriano terminó traicionando su país al destapar la olla del espionaje pues su país le había confiado unas funciones y labores a las que debería respetar y cumplir.

La arbitraria grabación por parte del estado, de las personas, de sus llamadas, el espionaje de sus correos electrónicos, de su correspondencia personal, el seguimiento de los sitios que la gente visita en internet, sin órdenes judiciales ni autorización alguna, es una aberración que desde ningún punto de vista se puede justificar, lo haga el gobierno que lo haga y con la excusa que sea, por muy santos y bien intencionados que sean sus objetivos. Como tampoco es injustificable y pone los pelos de punta enterarse de que a una persona la graben en su casa, en una conversación privada y personal, como sucedió en nuestro país con la visita que le hiciera María Corina Machado a Carrera Damas.

Ese tipo de espionaje para los pelos. Es como para vivir absolutamente paranoico. No puede ser que uno no tenga privacidad ni intimidad ni siquiera en la sala de su casa, en su computador personal. ¿Acaso tiene uno que acostumbrarse a vivir como en un película de acción hollywoodense, hablando en clave, abriendo duchas, poniendo radios a todo volumen para que no se puedan filtrar a los espías de los gobiernos hasta nuestras conversaciones amorosas? ¿Está presa la persona que supuestamente le dio la grabación de Machado y Damas a Jorge Rodríguez y Villegas? ¿Se está averiguando cómo intervinieron ilegalmente esa conversación?

Es aquí donde  entra en juego la doble moral. Nicolás dice que le piensa dar asilo a Snowden –quien como dije, traicionó a su país, aunque se lo agradezcamos porque puso en evidencia semejante intromisión del Estado en la vida íntima de los ciudadanos- por” razones humanitarias”.

Sin embargo, en Venezuela el régimen de Nicolás está persiguiendo y acosando al periodista Nelson Bocaranda por el simple hecho de haber dado a conocer con pelos y señales, información sobre el estado de salud del difunto presidente Chávez. Información que los oficialistas consideraron «top secret» y que pretendieron esconder a los venezolanos.

Habría que aclarar que a Nelson Bocaranda no le paga el estado por sus servicios, en ningún momento cometió una infidencia ni traicionó a su labor. Por el contrario, el periodista contra viento y marea cumplió lo que es su deber como profesional de la comunicación, dar a conocer la información que el régimen pretendía ocultar a la ciudadanía. Es decir, lo mismo que hizo Edward Snowden pero sin traicionar a su juramento y a su trabajo. Lo mismo que ha hecho en Mérida el periodista Leo León y por lo que también está siendo perseguido y acosado judicialmente: INFORMAR.

Uno no puede dejar de preguntarse ¿Qué le harían en Venezuela a la persona o las personas que le daban los reportes médicos a Bocaranda si el régimen lo llegara a saber con certeza? Seguramente, los perseguirían igual o más violentamente que lo que persigue el gobierno norteamericano al ex agente de la CIA.

Ante estas persecuciones a los comunicadores sociales, no hay “razones humanitarias” que valgan. A los periodistas venezolanos los persiguen por las mismas razones que persigue Estados Unidos a Snowden, pero para el régimen criollo parece haber diferencias que los ciudadanos de a pie no podemos descifrar. Hay un doble rasero para medir lo que hacen otros y lo que hacen ellos. Parece que no siempre la salsa que es buena para el pavo, sirve para la pava. Y ninguno de los gobiernos latinoamericanos que se rasgan las vestiduras con las “razones humanitarias” a favor de Snowden esgrimen esas misma razones para Bocaranda o para León.

Tampoco esos sensibles mandatarios han mostrado la más mínima solidaridad con los casos de Simonovis que muere de mengua en una prisión sin tener un juicio justo, o de Yendri Sánchez, el joven que en la toma de posesión saltó al podio  -haciendo que el mismísimo Pepe Mujica se espabilara del plácido sueño en el que lo había sumido la perorata del Nicolás-,  para pedir ayuda para su familia. Meses detenido en una cárcel de Falcón lleva Yendri sin que esos “humanitarios” presidentes que estuvieron presentes en el acto y vieron que se trata de una persona inofensiva muevan un dedo a su favor. Tal vez, Yendri está solo un poco desequilibrado u obsesionado con la fama, pero no ha cometido ningún crimen que amerite que lo encierren como un peligroso delincuente. Mutis por el foro ha sido la reacción de los mandatarios. Tal vez ya ni siquiera recuerdan el incidente pero el joven sigue sufriendo la crueldad y violencia que implica estar en una cárcel venezolana.

¿Cómo se puede ser tan sensible con Snowden y tan indiferente e indolente con Simonovis y Yendri?

Nunca, en ningún momento, hemos visto que los presidentes latinoamericanos salieran tampoco a pedir que el régimen venezolano parara con las intervenciones de teléfonos y con la grabación de escuchas telefónicas. Muchas han sido las víctimas de esas prácticas, entre las que recuerdo ahora las mostradas por el caído en desgracia hojillero, quien ilegal, abusiva  y descaradamente, presentaba en su cloaca de media noche las escuchas de opositores sin que hubiera ley ni fiscalía que lo detuviera. Maruja Tarre y su hija Isabel Lara pueden dar fe de esos hechos.

Era cotidiana la presentación de grabaciones por ese estilo y hemos llegado al colmo en este país de que el Ministro de Información del régimen, acompañado del Jefe de Campaña del partido de gobierno, dan una impúdica rueda de prensa para presentar ante los medios de comunicación del país la grabación de la conversación privada de María Corina Machado en casa de Carrera Damas.

¿Salieron Correa, Morales, la Kirchner o Mujica a censurar esas grabaciones ilegales? No, tampoco en estos casos los mandatarios mostraron su «sensibilidad» y su «humanitarismo». Queda claro que para los mandatarios en cuestión las escuchas ilegales son reprochables solo si provienen del gobierno de Estados Unidos. Cuando se trata de casos como los sucedidos en Venezuela, o no se enteran o les parecen bien. Ese doble rasero con que los gobiernos miden los hechos, la doble moral, el doble discurso son los que nos mantendrán sumidos en la barbarie, el abuso de poder y la corrupción pues todo es juzgable dependiendo de quién lo haga y no de qué sea lo que hace, venga de quien venga. Mientras los políticos del mundo sigan teniendo para todo una doble moral y un doble discurso, seguirán estando cada vez más distante la verdadera justicia y la verdadera igualdad ante la ley.

«Tengo un sueño»… (Que alguien, por favor, me despierte ¡YA!)

sueño

Como buen hijo de bodeguero de pueblo, uno de los juegos favoritos de mi infancia consistía en jugar a «la tiendita». Bastaban unas latas vacías de diablitos y sardinas para hacer con barro unas tortas para vender. Una tapa de lata de leche colgando de pabilos, servía de peso, la mesa de planchar de mi madre fungía de mostrador y cuanto envase de cartón, lata o papel usado nos tropezáramos en la vía, valían para pasar tardes enteras divertidas de juegos infantiles. Después, vinieron los estudios y los primeros trabajos, pero parece que el espíritu de pequeño comerciante seguía rondando en el subconsciente, corría por los genes.

Lo cierto es que la cosa terminó siendo así: el pequeño hijo menor del bodeguero de La Parroquia, de joven, mientras estudiaba, y después de graduado, soñaba con llegar a ser un profesional, montar su propio negocio, tener un pequeña empresa que le permitiera vivir bien, desarrollar su carrera sin depender de nadie. No tener jefes, ni horarios, ser independiente, La aspiración era que uno fuese su propio jefe para hacer lo que se le viniera en gana,sin tener que cumplir horarios, ni rendirle cuentas a nadie. Uno sueña en sus primeros trabajos con que los tiempos de empleado quince y último, de asalariado, terminen al montar su propia empresa. Pero, como pasa con muchos sueños, en algún momento se tornan en pesadillas.

Un buen día, después de años de ser empleado, cobrando un sueldo mensual, más vacaciones y utilidades, decides dar el paso. Renuncias a tu empleo e inviertes lo ahorrado en esos años de asalariado, en un pequeño negocio con la esperanza de que sea próspero, crezca y poder, con el tiempo, dedicarte a disfrutar de las rentas que el negocio rinda.

El inicio es duro. Tratas de cubrir los gastos operativos. Las cuentas por pagar terminan siendo una tortura china cada vez que llega la hora del cierre del día y ves que lo vendido no da pero cubrir los gastos. Pero al día siguiente, la venta mejora y se equilibran las cuentas. Respiras aliviado. Parece que vas a lograr superar la prueba. El pequeño negocio comienza a coger forma y a despegar.

En mala época, el país entra en crisis en el preciso momento cuando piensas que la pequeña empresa comenzará a dar dividendos. Las ventas descienden a la mitad justo un año después de que has contratado a un buen empleado fijo y a uno que viene dos veces por semana porque ya la empresa se mueve tan bien que necesitas ayuda.

Los ingresos disminuyen de tal manera con la crisis que apenas logras cubrir los gastos del sueldo del fiel empleado fijo, del alquiler, del local, de los servicios… Prescindes del del trabajador a destajo para bajar los gastos, ya te apañarás sin él,  y tu sueldo lo cobras cuando hay. Dejas de comprar jamón y pescado para empezar a consumir mortadela y sardinas enlatadas. ¡Ni pensar en tomar vacaciones!

Al fin de año, contra viento y marea, logras cumplir con los compromisos patronales y mientras en la cuenta de tu empleado se depositan las utilidades y prestaciones, las tuyas están vacías. Eres un empresario responsable y orgulloso pero no tienes ni para comprarte una camisa para estrenar el 31 y recibir el año como Dios manda.

No importa. Parece que lo peor está pasando y para el próximo año las cosas mejorarán. ¡El negocito al que nadie le arrendaba las ganancias, venció la crisis! Pero sigues sin un centavo en el banco. Lo que entra sale. No desistes. Con la frente erguida, citas al negrito Martin Luther King: «Tengo un sueño».

Todo empieza a remontar. Las ventas mejoran un poco cada día y las deudas empiezan a ser saldadas. Cuando estás convencido de que será un buen año, vence el contrato de alquiler y te sorprenden los dueños del local con un 120 por ciento de aumento en el canon. ¡Justo cuando ya el punto está hecho!

Hablas con el dueño. Berreas, pataleas, explicas y suplicas. Lo máximo que consigues es que el aumento sea de 100 por ciento. Ni modo, a tratar de mejorar las ventas para poder cubrir semejante aumento -ni pensar en mudar el negocio, habría que dar 4 meses de depósito más un mes adelantado y no tienes ese dinero. Además, ya has hecho una clientela fija donde estás-. Ni modo, habrá que esforzarse no solo pare cubrir ese aumento, sino para cumplir con los pagos de impuestos, de permisos, de patentes… y los benditos recibos de servicios que no parecen dejar de aumentar.

Otro año más en que no podrás tomar vacaciones. ¡Ya pierdes la cuenta de cuántos llevas sin tomarte aunque sea un fin de semana largo! Pero tu sueño de infancia merece el sacrificio -tratas de convencerte-.

El sueño sigue en pie. Ahí vas con la mejor energía y disposición. Si pasaste semejante crisis, lo que viene tiene que ser coser y cantar. ¡Qué bien le está yendo al negocio! Parece que por fin va a despegar y, de repente, ¡una devaluación! Una nueva crisis. Otra vez la reducción de gastos y sentir que por tercera vez se empieza de cero. Miras al buhonero que vende en el semáforo frente a tu negocio y piensas en lo bien que le debe ir sin tener que pagar impuestos, alquiler, empleados, permisos, patentes, servicios. ¡El hombre en la calle vende los productos al mismo precio o más caro que tú!

No te gusta mucho el matiz que está adquiriendo tu sueño. Siguen pasando los años. Cada nuevo vencimiento del contrato de alquiler, el dueño del local que piensa que tienes que trabajar solo para pagarle a él, te duplica el canon, cuando no pretende triplicarlo. El tiempo transcurre y ya has perdido la cuenta de cuántas crisis has superado y cuántos atracos has sufrido, porque la inseguridad es otro karma al que como emprendedor has tenido que enfrentarte. El sueño de ser empresario para hacer lo que querías es una pesadilla de facturas y recibos. El pequeño que hacía tortas de barro en las latas vacías es una quimera. Miras con cierta envidia a esos amigos que piensan que escrúpulos es el apellido de un jugador de la selección de fútbol griega,  a esos que descaradamente emprendieron negocios corruptos con el gobierno. Esos sí, en dos años, se hicieron tan millonarios que, si quieren, no trabajan el resto de sus vidas.

Pero Murphy no se equivoca y lo que puede ser peor, será obstinadamente peor. «Tengo un sueño» -piensas en el negrito- pero que por favor alguien me despierte». Un buen día aprueban una ley del trabajo que establece que los empleados trabajan solo 40 horas a la semana y que deben gozar de dos días libres continuos a la semana. Mientras tanto, tu debes trabajar de lunes a lunes, si quieres que el negocio siga funcionando y producir los suficientes ingresos para vivir tú y pagarle a fin de año prestaciones y utilidades a ese bendito empleado.

Entonces, un día, el empleado de marras, pide sus vacaciones. Al sacar las cuentas de los días que por Ley le corresponden, da un total de 35 (se lee ¡treinta y cinco!) días continuos. ¡Mas de un mes! Un largo mes durante el cual tendrás que seguir haciendo tus labores y suplir las de él.

Como buen masoquista empiezas a sacar cuentas, rumiando tu desgracia: El malparido empleado labora 5 días a la semana gracias a la «revolucionaria» Ley. Lo multiplicas por 4 para obtener un total de 20 días al mes. Este resultado lo multiplicas por 12 para saber cuántos días son al año: un total de 240 días. Lo divides entre 30 para saber a cuántos meses de trabajo al año corresponden esos 240 días: 8 meses. Interesante ¿No? De los 12 meses que le pagas al «mardito» empleado al año, resulta que sólo trabaja ocho. Cuando estás enardecido por semejante desafuero, caes en cuenta que aún es peor. A esos ocho meses de labor, hay que restarle poco más de un mes de vacaciones. Lo que indica que tu malnacido empleado ¡trabaja solo 7 meses, de los doce que le pagas!

¡Ah, pero, un momento! Esa cuenta no es exactamente así. A esos menos de siete meses tendríamos que quitarles dos días de carnaval y dos de Semana Santa y unos 10 días de fiestas nacionales, lo cual daría un promedio de unos 15 días libres adicionales.  Es decir que ese desgraciado termina trabajando, con suerte, 6 meses y medio al año. Eso, si no se enferma ningún día, si no te pide medio día para ir a hacer la cola para comprar leche o papel tualé y otro medio día porque llegó azúcar y pasta dental al supermercado. Si no se casa o se le muere un familiar. Si no se le enferma un hijo, si no le da la H1N1…

¡Máximo tu empleado trabaja séis meses y medio al año! Mientras tú, con mucha suerte, podrás tomarte libre 20 días, un mes a lo sumo, de vacaciones, tiempo durante el cual las ventas bajarán a la mitad, tu trabajo se irá acumulando y, al regresar, tendrás que ponerlo al día con un doble de esfuerzo.

Recuerdas con nostalgia los tiempos cuando jugabas a la tiendita, o cuando de recién graduado, soñabas con emprender un negocio. «Tengo un sueño» -Me cago en Luther King-. Miras con impotencia la pesadilla en la que se convirtieron juegos y sueños. Despertaste y lo que quisieras es correr a buscar un empleo. El sueño ahora es ser un quince y último, con tus vacaciones, utilidades, prestaciones, días libres, inamovilidad laboral y, además, el derecho a pataleo que te da la Ley, que siempre le termina dando la razón al trabajador, ¡incluso cuando este falta!

En tu fuero íntimo quisieras salir a gritar por la calle «¡quiero ser empleado!». Es más, en esas condiciones, hasta esclavo quisieras ser. Ya no sueñas con ser un emprendedor independiente. ¿Para qué? si al final tendrás un negocio y trabajarás muy duro para poder tener un empleado que trabajará, a final del año, máximo 6 meses y medio mientras tú te partes el lomo de lunes a lunes, ganándole de velocidad a la crisis, a la escasez y a la inflación, enfrentando multas arbitrarias y matraqueo gubernamental cada vez que algún funcionario se antoje de tu negocio. Todo, para poder mantener la santamaría arriba y obtener las suficientes entradas para pagar el lujo que significa tener un hijodelagrandísima empleado en esta pesadilla de país.

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Mirna Chacín, el hedonismo hecho fotografía

"Exuberance" se llama la muestra que la fotógrafa venezolana Mirna Chacín exhibirá en Toronto, Canadá.

«Exuberance» se llama la muestra fotográfica que la venezolana Mirna Chacín exhibirá en Toronto, Canadá.

Un banco dibujado con delicadas líneas negras en medio del plano parece invitar a  sentarse y disfrutar del exuberante espectáculo de la primavera canadiense. Los robustos y floridos árboles regalan su delicada sombra y todo su esplendor. El parque parece haberse quedado vacío solo para uno y, en la esquina inferior derecha de la imagen, una pareja alista a un niño pequeño para regresar a casa luego de un día de sol primaveral y relax.

Esta imagen es la fotografía inicial que constituye un anticipo del placer que se irá descubriendo a medida que se contemple el sublime conjunto de fotografías de la primavera en Canadá, realizadas por la fotógrafa venezolana Mirna Chacín.

Imaginariamente, me arrellano cómodamente en el banco y así comienza el recorrido por ese mundo cargado de naturaleza, disfrute, armonía, belleza y placer que se desprende de cada una de las imágenes captadas por el ojo especial de Mirna.

Si me piden que en una palabra describa lo que es para mí la fotografía de Mirna Chacín, la primera que se me viene a la mente es “hedonismo”.  Placer. Cada imagen es un derroche de placer. Es contemplar una escena de goce, participar de un cuento, de una historia preñada de belleza para el disfrute de quien observa.  Sí, hedonismo en toda la extensión de la palabra, porque al mirar una fotografía hecha por Mirna, uno intuye el regodeo que la fotógrafa siente al momento de hacer el click en la cámara, siente que quienes participan de la escena están teniendo un momento también placentero y todo esto se convierte en un instante de gozo y disfrute para quien contempla, extasiado, la imagen.

Ya ubicado en ese privilegiado lugar, se descubre a una pareja de mujeres que, distraídas, conversan a la orilla de un reservorio de agua, ajenas a esas ramas del sauce llorón que caen como lluvia de estrellas sobre sus cabezas  y alejadas del ajetreo citadino. Dos amigas que parecen haber hecho un alto en el camino para compartir a la orilla del espejo de agua.

Más adelante, un hombre y una mujer disfrutan de un apasionado beso, recostados al tronco de un florido árbol, sin importarles las miradas de quienes contemplan la escena, sentados en sus bancos de reposo, ni el ir y venir de gente que a sus espaldas recorre el boulevard, a la ribera del lago, con alborozo. Absortos en su cariño, están ajenos por completo al grupo de ciclistas que en otra fotografía  se aprestan para arrancar su paseo dominical por el parque, desafiando el fuerte viento que sacude las ramas del sauce llorón bajo el cual se han reunido.

Todo en estas imágenes es placer, es ocio, disfrute del tiempo de esparcimiento, jolgorio. La pupila se regocija con la fotografía de la niña ataviada con su impecable vestido, gorrito de muñeca de porcelana y el pequeño balde de juegos playeros que mira paralizada a los estilizados cisnes en el agua, sin atreverse a importunar a las imponentes aves blancas con sus juegos acuáticos y con el niño que se entretiene lanzando piedras al agua, mientras en el fondo se divisa un velero, tras el amasijo de rocas que parecen hacer una pileta natural para que los más pequeños armen su juerga dentro de las llanas y seguras aguas.

En algunas de las fotografías de Mirna, parece develarse su primera vocación por la arquitectura ,por su manera de componer el cuadro y jugar con las líneas, como en esa imagen playera que resalta en el conjunto por su constante y reiterartiva horizontalidad. En un primer plano se observa una pareja acostada boca abajo con sus cabezas enfrentadas formando una línea horizontal que se repite en la orilla del agua y se reitera más atrás con la hilera de rocas, la línea final del horizonte y las nubes que en formación también horizontal participan en el plano. Una absoluta horizontalidad que se remarca con los pequeños puntos verticales de los veleros al fondo y de algunos bañistas de pie. Una deliciosa imagen de juegos de líneas y contrastes.

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Pica en la foto para ir al sitio web de Mirna Chacín y conocer más de su trabajo.

La utilización que hace Mirna del efecto infrarrojo es original y fascinante. Mientras otros fotógrafos como Simon Marsden,  han utilizado la técnica para dar sensación espectral y de  fantasmagoría, o para producir imágenes oníricas, en el caso de la fotógrafa maracucha, el infrarrojo le otorga a la imagen un matiz romántico, bucólico, hace que la composición se torne en una visión sublime de la naturaleza con unos cielos y nubes indescriptibles, realzando las texturas, como en la fotografía en la que el robusto tronco rugoso de un frondoso árbol enmarca el divertido juego de pelota de unos jóvenes. Las blanquísimas nubes al fondo y un velero que navega sobre las tranquilas aguas del lago, completan la armónica composición.

La profundidad de campo en las fotografías de Mirna nunca deja de sorprender. Se distingue con perfección hasta el más pequeño detalle en la distancia, en perfecto balance dentro de la composición. Así mismo, sorprende también la amplitud de sus encuadres que parecieran captar más allá de los márgenes que la visión humana natural pueden permitir. Como en esa deliciosa imagen de parejas que se solazan frente al lago, con el puente a un lado  y el hombre tumbado en la orilla que parece dormitar al calor del sol.

La imagen de un par de cisnes blancos que en la orilla del lago parecen contemplar, extrañados, a una pareja que boga en un bote en medio del lago, hace sonreír. Es hilarante el momento captado. Como si los papeles se hubiesen invertido y quienes, de forma natural debieran ser observados nadando en el agua, pasan a ser los observadores de quienes se supone deberían observar. Es un guiño, un toque de humor, porque reír también es un placer.

Cada imagen de Mirna es una historia para contar. Sus fotografías son crónicas del regocijo cotidiano. En alguna oportunidad leí que si la fotografía logra conmover, producir alguna emoción, es arte. Sin duda, lo que se desprende de cada fotografía de Mirna es arte puro. Uno no puede permanecer impávido ante sus imágenes, pues cada una despierta una emoción en el espectador.

Por momentos, uno no puede dejar de imaginar las poses de la fotógrafa al instante de pulsar el obturador para poder captar esas imágenes casi rasantes. Es una búsqueda incansable por captar la belleza en cada click, llegando a niveles absolutamente poéticos como en «El cometa»,  la imagen de la chica con su bicicleta, sentada en un banco a la orilla del lago, con un único y florido árbol en frente y el cielo con un racimo de nubes blancas al fondo, de las que se desgarra una, como un trazo de pintor. O la del chico solitario, con pinta de cowboy,  sentado bajo la sombra de un robusto árbol, rodeado solo por luces, sombras y primaveral vegetación.

Las dos imágenes que siguen parecen resumir en ellas todo el hedonismo de la fotografía de Mirna Chacín. Son dos escenas absolutamente domingueras, de domingos de primavera o verano al aire libre. Día de picnic, de andar en bici, de pasear con los niños por el parque, de disfrutar del sol tumbados en la playa, de sentir la arena en la piel, de jugar sobre el césped. Días de reunirse en una rueda los amigos, sobre la grama recién crecida, para hacer ejercicios. Un poco de yoga, tal vez…

Y una última fotografía en la que dos botes de remos, uno con una pareja y, el otro más grande,  con todo un equipo de remeros a bordo y su líder de pie, en la embarcación, surcan el agua oscura bajo un imponente cielo con nubes desgarradas como ovillos de algodón en manos de expertas hilanderas. Una imponente imagen en la que se contrasta la serenidad del agua con la fuerza de los hombres y el majestuoso cielo que parece ir contra la dirección de las naves.

Después del exquisito y sublime recorrido visual, me quedo imaginariamente sentado en el banco, con las pupilas cargadas de primavera. Lleno de un exquisito deleite y regocijo en el alma. Agradeciendo tanto disfrute visual y gratificado por la suerte de contar con ese particular ojo de Mirna para mostrarnos, en sus fotografías,  el placer de vivir.

Un placer del que se podrá disfrutar en Toronto, Canadá, del 6 al 31 de julio,  cuando en los muros de la Mimico Centenial Library, se exhiban las imágenes de «Exuberance», fotografías cargadas de floridos paisajes y colmadas del hedonismo, ocio, esparcimiento y contemplación, que la venezolana captó en la primavera de ese país del norte que desde el 2011 la recibió como inmigrante.

¡Ay, Carmela!

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Al final, mis ojos acuosos y un involuntario e incontrolable temblor del labio superior delatan que acabo de asistir a un evento que logró conmover todas mis fibras sensibles. No miro a mis acompañantes para no pasar por la vergüenza de romper en llanto y me concentro en aplaudir a Tania Sarabia y a Basilio Alvarez quienes, emocionados, reciben el aplauso del público que llenó el aforo del Teatro Baralt en la celebración del Día Nacional del Teatro.

Quienes conocen “¡Ay, Carmela!”, la obra de teatro escrita en 1986 por el español José Sanchis Sinisterra, quienes la han leído o visto y conocen de qué va, deben imaginar que es una pieza que puede resultar emocionante y conmovedora para cualquier ser humano y, especialmente, para cualquier venezolano que esté viviendo la realidad política que estamos viviendo en el país actualmente.

No podemos, por muy distraídos que seamos, evitar vernos reflejados en la persecución política, en la absurda y anacrónica ideologización que vivimos, en la aplastante injusticia de un sistema que persigue, estigmatiza y castiga la disidencia. La pieza nos recuerda lo bizantino de las discusiones sobre la izquierda y la derecha en tiempos cuando ha pasado la URSS, ha pasado Polonia, ha pasado Franco, ha pasado Mussolini y el Muro de Berlín es un mal recuerdo.

Cuando se imponen el oprobio y la injusticia, la ideología pasa a ser accesoria y el compromiso se hace imprescindible, so pena de acabar como los comediantes, sometidos por esa bota a la que, por temor o por instinto de  supervivencia, quisieron, inútilmente, complacer. Al final, cualquier resbalón, cualquier desacuerdo, hará que la bota se afinque sobre sus aduladores.

La historia que escrita en el 86 relata los hechos desarrollados en el marco de la Guerra Civil Española, termina siendo tan actual que uno no puede evitar concluir que los colores no importan cuando lo que reina son la injusticia, la opresión, la persecución y el oprobio. No hay nada que se parezca más a una dictadura de derecha que una dictadura de izquierda. La negra bota militar no distingue de ideologías rojas o azules, cuando su afán es pisotear a los ciudadanos y aferrarse al poder a como dé lugar.

Tal vez por eso, el teatro cimbró con una intensa pita y abucheo cuando, justo antes del inicio de la obra y luego de que la directora del Teatro Baralt precisamente pronunciara un emotivo discurso acerca de lo que veríamos en “¡Ay, Carmela!” y sobre la polarización y las injusticias, a una de las personas del público se le ocurrió gritar: “¡Viva el gobierno socialista de Chávez!”.

El abucheo fue tal que solo cesó por completo cuando alguien más, desde una butaca, tuvo el tino de gritar: “¡Viva el teatro!”. Este grito acalló la rechifla que dio paso a un fuerte aplauso con el que las luces del escenario se encendieron para dar inicio a la representación teatral.

Basilio y Tania en sus papeles de Paulino y Carmela, logran atrapar y conmover al espectador en una pieza teatral donde cada palabra está donde debe estar y que en esta oportunidad, con un mínimo de recursos escénicos –la escenografía de Carlos Agell apenas consta de un banco de madera y un telón de fondo que sirve para ubicarnos en el abandonado y deteriorado Teatro Goya de Belchite–, con el apoyo de la excelente iluminación de Víctor Villavicencio y el vestuario de Eva Ivanyi, logran hacer reír a carcajada batiente y llorar a moco tendido con la tragicomedia de este par de cómicos de revista que recorren los pueblos españoles llevando su espectáculo de comedia “facilona”.

Al principio de la representación, confieso que me molestó un poco el pésimo acento español de los actores que parece una mezcla de gallego con cantaíto gocho merideño, pero esta pequeña pifia, ante tanto talento y arte, termina pasando desapercibida, e incluso, llega a gustar como característica cómica de los personajes que vemos en escena. Tania está insuperable en su personaje de Carmela. Nos hace reír, llorar, pensar y reflexionar. Mi temor inicial de que la “alocada” actriz terminara por olvidar las líneas de una obra larga y con solo dos personajes, fue disipada por una bofetada con guante de seda de la Sarabia que, en escena, demuestra porqué es una Primera Actriz. Y el Paulino de Basilio Álvarez, es gracioso, convincente, tierno  e interpretado con la maestría de un Primer Actor. Juntos se compenetran y complementan de tal manera que llegan a hacer que no se note en escena el excelente trabajo de dirección de Armando Álvarez.

¡Vaya manera de celebrar el Día Nacional del Teatro! Cuando Tania grita en sus últimas líneas “España. España. España”. A algunos de los presentes, nos parece escuchar que dice “Venezuela. Venezuela. Venezuela”. La puesta en escena de Álvarez de “¡Ay, Carmela!” demuestra que cuando un buen texto es interpretado por buenos actores, bastan pocos elementos para obtener los mejores resultados sobres las tablas. El aplauso final es intenso. Corto, pero no porque a la gente no le hubiese gustado la obra que acaba de ver; al contrario, estamos todos tan conmovidos con lo sucedido que la emoción nos obliga a callar y a enjugar las lágrimas en silencio. La opresión en el pecho y la sensación de vacío en la boca del estomago nos hace salir, de prisa,  a buscar aire fresco.

En la cabeza siguen retumbando algunas frases de la obra:

“Hay muchas formas de estar vivos y hay muchas formas de estar muertos”.

“Los vivos en cuanto tenéis la panza llena y os ponéis corbata, os olvidáis de todo”.

“Los vivos no escarmentáis ni a tiros…”.

“Una cosa es pensar diferente y que te maten. Y, otra, que encima te humillen por eso”.

Y estas se mezclan en la cabeza con el grito de ““Venezuela. Venezuela. Venezuela”.

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