El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “febrero, 2013”

El cigarrillo y yo

Foto tomada de la web

Foto tomada de la web

Hace ya dos años que terminé, espero que de manera definitiva, mi relación de larga data con el cigarrillo. Algunas personas como mis hermanos Oraima y Golfredo han decidido dejar de fumar de manera drástica. De un día para otro. Yo lo hice con calma. Evitando en todo momento la angustia y la sensación de desespero que me produciría la abstinencia.

En el caso de Oraima, una de las tantas veces que ha parado el vicio del tabaco, la primera que yo recuerde, tomó la cajetilla de Belmont recién abierta y casi llena, la puso sobre la peinadora frente a su cama y se dijo: «este vicio no puede ser más fuerte que yo». Y empezó una dura batalla entre ella, su determinación y los Belmonts que la llamaban con insistencia. Venció la fuerza de voluntad de ella, al menos por unos cuantos años. Hasta que reincidió… Lo volvió a dejar… lo agarró de nuevo y, al sol de hoy, no sé si está fumando o está en su período de descanso.

Golfredo, por su parte, un día iba fumando por la calle, un extraño lo paró para pedirle un cigarrillo y, cuando se lo iba a dar, le dijo:

-Quédese con la caja. Tome el encendedor tambien. Yo no voy a fumar más.

Y hasta ahora, calculo que por mas de 25 años no ha vuelto a tomar un cigarrillo.

Se puede decir que la mia es una familia de fumadores. Mi padre fumaba. Mamá fumó hasta pocos días antes de morir de cáncer cuando aborreció el cigarrillo de tal forma que no soportaba que uno se acercara a su cama de enferma oliendo a tabaco.  Y de los 13 hermanos solo dos no cayeron nunca en el vicio del cigarrillo aunque, afortuandamente, en la actualidad casi todos lo hemos dejado.

Yo empecé a fumar a los 9 años de edad. Sí a tan temprana y aberrante edad.  Fue en un velorio de no recuerdo quien, en mi casa. En ese entonces a los difuntos se acostumbraba velarlos en las casas de la familia y, mientras en la sala de recibo la gente se reunía en torno al ferétro para rezar; en la azotea, un amigo unos 5 o 6 años mayor que yo, me iniciaba en el placentero mundo del cigarro. Es que para mí fumar fue un placer desde el comienzo. Recuerdo que me ahogué con el humo una o dos veces solamente cuando aprendía a aspirar el humo, luego de haber pasado por las lecciones básicas de cómo encender el cigarrillo y soltar el humo por la nariz, práctica que no me gustó mucho. La encontraba desagradable y me parecía poco elegante votar el chorro de humo por las fosas nasales como si de un toro de lidia enfurecido se tratase.

A los diez años, ya era un experto fumador. Aspirar y exhalar el humo me parecía elegante, me causaba placer y me hacia sentir adulto. Mamá era Síndico del Concejo Municipal de La Parroqua y sus oficinas quedaban en el mismo edificio que la Prefectura, donde trabajaba como secretaria del prefecto Olguita, una querida amiga, como una hermana, que a sus cerca de 25 años, aún no había aprendido a fumar. Acurrucado tras los paneles mitad madera y mitad vidrio para que si mamá pasaba no me viese, me dedicaba todas las tardes a darle lecciones a Olga, hasta que conseguí que aprendiera a fumar. Pero a ella nunca le término de gustar el cigarrillo y jamás se envició.

Yo, por el conrario, cada vez estaba más enganchado al cigarro y sentía verdadero placer al fumar. La afición por el cigarrillo fue in crescendo hasta convertirse en vicio. Una tarde,  a mis 12 años, aprovechando que toda la familia  de Teresa Montilla había salido y que la amiga se había quedado sola, mi hermana Yajaira y yo, nos fuimos, apertrechados de Belmonts, a fumar un cigarrillo tras otro con Teresa. Se acabó la cajetilla y compramos otra y luego otra hasta llegar a fumarnos  en poco más de dos horas las tres cajetillas. La trona que agarré no fue normal y casi de inmediato el terrible pasón y ratón hicieron presa de mí hasta el punto de tener que salir descalzo y con mis tirantes colgados a cada lado de mis caderas, para comprar en la bodega de Emeterito, que quedaba frente a la casa de las Montillas, un alka seltzer que me aliviara el malestar.

La atragantada de humo tuvo sus consecuencias. Emeterito se dio cuenta de lo sucedido y le fue con el chisme a mi mama. Cuando la vieja nos preguntó, no tuvimos más remedio que aceptar nuestra culpa y le prometí, más por las náuseas que me producía el solo hecho de pensar en el tabaco, que por la posible reprimenda, no volver a fumar. Fue así como a los 12 anos de edad dejé el cigarrillo y cuando sentía el humo de algún tabaco cerca me iba en vómito.  

Mi promesa y el asco que me producía el cigarro duró poco más de un año. A los 13 ya estaba otra vez abandonado en las manos del vicio. Fumar me gustaba. Nunca en realidad dejó de gustarme. Con un grupo de amigos y amigas fumábamos todos escondidos de nuestros padres y hermanos mayores. Un día, el grupo,en busca de un escondite donde sentirnos seguros para disfrutar del placer de fumar, subimos los 15 pisos de escaleras a medio terminar de un edificio en construcción para, en lo alto, compartir el vicio. Cosas de muchacho pues lo mismo hubiese dado subir al tercer piso. Una vez en la azotea, con los cigarrillos en las manos, nos percatamos que nadie tomó la previsión de llevar fósforos. Resignado y «nalgasprontas» desde muchacho, me ofrecí a desandar  los 15 pisos y regresar con fósforos.

Descendí los escalones de dos en dos a toda velocidad y al primer tipo que se cruzó en el camino, le pedí fuego. El hombre sacó dos cerillos de la caja, arrancó un pequeño pedazo de lija del costado y me entregó todo. Con los fósforos bien apretados en la palma de mi mano, subí a millón los 15 pisos. Restregué el primer cerillo contra la lija y el fósforo se consumió antes de siquiera acercarlo al cigarillo. Con toda la presión y ansiedad acumuladas en el pecho, intenté encender  el otro fósforo y sucedió lo mismo que con el primero. El sudor de la palma de mi mano, los dejó inservibles. 

Los años transcurrieron y yo seguía enganchado al vicio sin ningunas ganas de dejarlo. ¡Caray, cómo me gustaba fumar! A los dieciocho, en una fiesta familiar, mi hermana Moreida, la más alcahueta de todas las alcahuetas de mis hermanas, sometió a votación el permitir que yo fumase delante de todos pues, era público y notorio para todos que hacía muchos años que lo hacía supuestamente a escondidas, aunque todos lo sabían. Solo Toño se opuso. Así que por decisión casi unánime pasé a ser fumador a nivel público.

Cuando yo tenía 20 años murió mamá a muy temprana edad de cáncer. Esto, junto a las campañas publicitarias que arremetían contra los fumadores y propagaban hasta con fotografías asquerosas de órganos afectados por el vicio, comenzaron a hacer que mi placer al fumar, se mezclara con un incómodo y cada vez más persistente sentimiento de culpa. Comencé a plantearme, por lo general luego de apagar una colilla, la necesidad de dejar de fumar. Propósito que apenas duraba unos 40 o 50 minutos cuando mi organismo empezaba a acusar la falta de nicotina y, entregado, me rendía, sumiso, al cigarrillo.

Ya había pasado por diversas marcas, del Belmont suave, pasé al Parliament el año que viví en USA, al regresar a Venezuela , volví por un tiempo al Belmont para al poco tiempo engancharme al Marlboro 100, uno de esos cigarrillos larguísimos, de los que no crecen más. Cuando este desapareció, pasé al Marlboro Rojo, menos largo que el 100 pero un poco más que el Belmont y para el momento cuando la culpa empezó a empañar el placer de fumar, en un intento por fumar menos, volví al corto Belmont. 

En realidad, en los momentos de escasez de cigarrillos y ante el desespero por fumar, poco terminaba importando la marca. Una madrugada de trasnocho tertuliano con el amigo Luis Carbonell, pana de mis hermanos mayores pero con un especial afecto por mí que nos hacía amanecer conversando de cualquier cosa, mientras él bebía y fumaba y yo solo fumaba, nos quedamos sin cigarros. Eran las 4 de la mañana, Luis estaba borracho y no había ningún lugar en Mérida donde comprar vicio. En el bar de su casa había desde siempre, un ingenioso adorno que consistía en un cigarro metido en un tubo de vidrio. Luis lo tomó en sus manos, leyó la inscripción de letras rojas sobre el cristal en voz alta: “En caso de emergencia, rompa el vidrio».

-!Esto es una emergencia! Dijo, y de un solo golpe con un adorno de piedra, lo rompió. Encendió el vetusto cigarrillo y lo compartimos. Sabía a mierda, pero logró calmar nuestra ansiedad. Acto seguido, nos fuimos a dormir antes de que el deseo atacara de nuevo.

Una noche, ya graduado y trabajando en la oficina de prensa de la Fiscalía General de la República, al fumarme el cigarro de antes de dormir, cuando lo apagué, dije: «No fumo más». A la mañana siguiente, al despertar, seguía con la decisión de parar el vicio, aunque un poco debilitada. Después de tomar el café de la mañana, ya mi deseo de dejar de fumar empezó a tornarse en un tormento. No había un minuto del día que no pensase en el cigarrillo. Era peor que un despecho amoroso. Lo único que quería era dormir y si alguien me hablaba, yo ladraba, mostraba el tramojo y sentía que podría morder de la ira.

A eso de las seis de la tarde, ya no me soportaba ni yo mismo del mal humor que tenía, así que decidí volver a fumar y, al dar la primera calada, sentí cómo me volvía el alma al cuerpo y mi organismo recuperaba su equilibrio. Pero la culpa nunca me abandonó a partir de entonces. Como el hombre maltratador  que se siente culpable después de pegar pero no está en capacidad de evitar el siguiente golpe, así me sentía yo después de fumar.

Opté por ponerle horario al cigarrillo. Fumaría un cigarro cada dos horas. Esa idea me pareció genial… hasta que pasó media hora de haber fumado y no pude apartar los ojos de la esfera del reloj, hasta que llegaba mi hora de fumar. La genial idea no estaba funcionando bien. Es ilógico pasar el día pendiente de que transcurra el tiempo para poder fumar. No pensaba en nada mas que no fuese querer acelerar las dos horas que me permitirían encender el cigarillo.

Entonces, decidí que no me daría más mala vida. Disminuiría la cantidad de cigarrillos consumidos al día, posponiendo el momento de fumar. «No voy a encender este cigarrillo ahora -me decía-. Me lo fumaré al terminar de escribir esta cuartilla“. De esa forma logré controlar la angustia, siempre buscando un pretexto para no prender el tabaco. Cuando me percaté, fumaba entre seis y ocho cigarrillos diarios. Nunca mas de diez. Así pasé unos cuantos años. Fumaba poco pero la culpa era muy grande y tendía a aumentar.

Alguien me recomendó, con muchas advertencias acerca de los efectos colaterales (hasta el suicidio podría provocar, según decía), el Champix, un tratamiento por  etapas con pastillas que haría que aborreciera el tabaco como cuando lo odié a los 12 años.

Empecé el tratamiento y, cómo exigía el protocolo del medicamento, me planteé dejar de fumar el jueves de la segunda semana. Pero cada vez que encendía un cigarro, luego de la tercera calada, tenía que botarlo porque me sabía a mierda. Cuando llegó el jueves, casi que agradecí no tener que prender un cigarrillo mas. Lo mejor fue que no tuve ansiedad ni síndrome de abstinencia. La angustia fue mínima y absolutamente controlable.

Dejé de fumar porque decidí hacerlo. Creo que ese es el pasó más importante. Nunca sentí que el cigarrillo me afectaba. Ahora que no fumo, tampoco siento que haya algún cambio. Hay amigos y familiares que dicen que después de dejar de fumar respiran mejor, que tienen mejor cutis, que se cansan menos y hasta que tienen erecciones más fuertes y duraderas. Yo, sinceramente, no he notado nada de esas cosas en los dos años que tengo sin fumar. Es más, ni siquiera me molesta que fumen a mi lado, por lo menos no más de lo que me molestaba cuando yo fumaba y el olor del cigarrillo recién encendido me sigue gustando.
 
Decidí escribir mi historia con el vicio del cigarrillo cuando Gaby Santander (gash276, en Twitter) manifestó su propósito  de dejar  fumar este año y le comenté mi método. Tal vez a más de un fumador ansioso por dejar el vicio le pueda ayudar conocer mi experiencia y saber que no está solo, que somos muchos los que hemos pasado por lo que está pasando y que sí se puede, es solo cuestión de decisión y de darle la vuelta para que la diligencia sea lo menos traumática posible.

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Panamá, un país sorprendente y en construcción

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Vamos en el taxi, camino a encontrarnos con el fotógrafo venezolano Rafael Guillén, amigo de redes sociales que, gracias a la magia del facebook se enteró que estábamos de paso por Panamá y tuvo la amabilidad y el buen gesto de invitarnos a conocer el taller del maestro Carlos Cruz Diez, ubicado en Tocumen, a escasos 5 minutos en auto del aeropuerto.

Mientras el conductor recorre las bulliciosas y transitadas calles de Calidonia, donde está ubicado  el hotelito (mas un lugar de aquí te pillo, aquí te mato, que un hotel; pero con todo lo necesario para dormir bien a bajo costo) en el cual nos hospedamos las dos noches que pasamos en Panamá, voy recapitulando nuestra estada en este país inicio de Centro América, y constato, una vez más, que la ciudad no dejó de sorprenderme ni por un instante.

El auto pasa frente al negocio de Elena, la más panameña de todas las chinas que uno pueda encontrar, una simpática oriental con quien resultó 11una delicia regatear la compra de baterías y accesorios para celulares. Entre risas, logramos que nos obsequiara un cargador de automóvil y nos diera un pequeño descuento, aparte de contactarnos con su taxista de confianza con quien vamos rumbo a las galeras (galpones) del maestro venezolano del cinetismo.

Poco más adelante del puesto de Elena, diagonalmente, está la Iglesia Don Bosco, una cálida basílica menor enclavada en medio del hiperactivo comercio de la zona a la que entramos a conocer y donde, entre el encandilamiento del sol callejero, el claroscuro del recinto y mi despiste, casi tropiezo con el ataúd de una persona a la que le estaban celebrando su funeral. Apresurado e impresionado, salí de allí para buscar “El machetazo” una gran tienda donde nos recomendaron buscar las tarjetas para el sistema de metro bus, casi imposibles de conseguir en ese momento.

Un poco más allá de la Iglesia, probamos los ricos y exóticos mamones chinos, una extraña fruta con 20apariencia de animal marino, con una carnosa y dulce semilla. En esa misma cuadra, nos matamos de la risa al ver a las mujeres en plena acera haciéndose la manicura y pedicura en los puestos callejeros.

Recordé que una de las cosas por las que Panamá no me llamaba la atención era porque algunos amigos decían que no valía la pena para hacer turismo, que era como Maracaibo y, efectivamente, en Calidonia uno llega a sentirse como en el centro de la capital zuliana, es igual de desordenada y caótica, se parece mucho en su bulliciosa actividad comercial, tanto formal como informal, y en su arbitrario tráfico automotor. La diferencia es que las calles de Calidonia son limpias dentro del caos reinante.

El taxista toma vía a la autopista y, a los lejos, distingo el alto edificio de cristales verdes y forma de tirabuzón que se visualiza desde múltiples zonas de la ciudad llamando la atención por su arriesgada arquitectura. Es la torre F&F, originalmente llamada “Torre de la Revolución”, según sostienen las malas lenguas panameñas por pertenecer, supuestamente al acaudalado y multimillonario político socialista venezolano, Diosdado Cabello. Nunca pudimos encontrar quien nos confirmara la especie pero por las calles panameñas algunas personas insisten en la historia que ya cobra visos de mito urbano.

La torre F&F junto con el amplio conjunto de modernos y lujosos edificios que se erigen a lo largo del paseo de la Cinta Costera y los que conforma la Punta Pacífico, donde se ubica la famosa torre del hotel de Donald Thrump, con su forma de quilla de barco, vienen a ser el lado13 opuesto de Calidonia.

Es que Panamá es una ciudad llena de contrastes y contradicciones. El centro es el más vívido ejemplo de un país del tercer mundo, con sus buhoneros y calles imposibles de caminar por el descontrolado tráfico, mientras que el lujo y el glamour que se respira en Punta Pacífico y otras pujantes y modernas zonas de la ciudad, son equiparables a los encontrados en Chicago, Florida o la zona de La Defense en París.

En Punta Pacífico nos llama la atención una larga y hermosa cerca perimetral de un lujoso edificio, con especies de estantillos de metal en tonos verde y azul que nos parecen obra de Cruz Diez y que le dan a la construcción un sello de modernidad y arte. Más tarde podríamos certificar que, efectivamente, el cinético y colorido enrejado es obra del maestro venezolano.

40La ciudad de Panamá se podría decir que está en plena construcción. Es impresionante la cantidad de obras que se encuentran en plena ejecución por todos lados. Desde la ampliación del aeropuerto y del Canal de Panamá, hasta la construcción de nuevos edificios y obras de restauración de edificaciones antiguas, que pretenden estar listas para la celebración, en el 2014, de los cien años del Canal.

No hay un sitio por donde uno pase que no esté en obras. Esto muestra, por un lado,  la cantidad importante de inversión extranjera que está llegando al país, inversión que en muchos casos estaría originalmente destinada a Venezuela y que por el sistema político imperante y por la inseguridad política de nuestro país ha decido establecerse en Panamá, así como en Colombia.

Pero esa ingente inversión en construcción y restauración, por otro lado, es evidencia del paraíso fiscal en el que se ha convertido el país centroamericano a donde, obviamente, parecen estar llegando grandes cantidades de dinero producto del narcotráfico y de la corrupción de otros países y que han encontrado en la laxitud de las leyes panameñas un buen lugar para blanquear el dinero. Según se rumora por las calles de la ciudad, son muchos los representantes del socialismo del siglo XXI 15venezolanos, “socialistas” con altos cargos en el gobierno, los que han establecido sus comandos comerciales en Panamá, enviando miles de millones de dólares para invertir.

A lo lejos, desde el carro en lenta marcha por el congestionado tráfico de la autopista, veo un grupo de trabajadores con chalecos anaranjados de seguridad y recuerdo a la hermosa morena con su diente de oro en forma de estrella que nos tropezamos en algún punto de la Cinta Costera supervisando trabajos. Nunca, en ningún lado había visto tanta gente, especialmente jóvenes, con dientes de oro como en Panamá. Pareciera una moda y, tal vez un símbolo de estatus como lo era antiguamente en nuestro país.

Luego de hacer bromas con la chica del diente de oro, continuamos caminando a lo largo de ese rico boulevard a la orilla del mar donde los panameños van a caminar, a hacer deportes, a patinar o simplemente a vivir un momento romántico en pareja contemplando el atardecer. Al 50final, llegamos al Mercado de Pescado un pintoresco lugar con penetrante olor donde uno ve a los pescadores limpiando sus pescados y a los pelícanos, zamuros y gatos disputándose los restos de la labor del pescador.

Más allá, caminando a la izquierda, se entra a la hermosa ciudad antigua donde uno más puede apreciar la inversión que vive Panamá pues todas sus calles y casas están siendo reconstruidas y restauradas al mismo tiempo. Casas que estaban prácticamente en el suelo y que luego de los meses de obras están resplandecientes como en sus mejores tiempos.

En una esquina, un policía nos indica cómo llegar a la iglesia de San José, famosa por la leyenda de su altar de oro protegido del pirata Morgan por los sacerdotes, cuando el asaltante atacó y destruyó la Ciudad Vieja.

-Los curas pintaron el altar con pintura negra para ocultar el brillo dorado –dice el moreno y robusto agente-  y cuando Morgan les preguntó por el famoso altar, uno de los sacerdotes le dijo que allí lo que había era hambre y pobreza, nada de oro.

Entre risas el policía comentaba que el religioso engatusó de tal manera al pirata que este terminó dándole unas monedas de oro para los pobres. 116Tiempo después, reconstruyeron la iglesia y toda la Ciudad Vieja en el actual casco antiguo y transportaron el altar de oro a su nueva sede en la réplica de la iglesia.

-Al final, resultó que no era en verdad de oro, sino de madera cubierta con “pan de oro”. Y allí está aún, en la iglesia para el disfrute de los visitantes.

La historia nos la repetió tal cual, por unas cuantas monedas, Mabel, una guía que conseguimos al entrar al templo.

Un poco más allá esta la vieja Catedral y luego la zona de las Bóvedas con su obelisco, los bustos de personajes históricos, el mercado de artesanías donde encontrar las conocidas “molas” -especie de tapices de tela realizados por los Cuna y Emberá, etnias indígenas ancestrales de la zona-, y donde, a  horas del mediodía uno puede ver a los artesanos guarecerse del candente sol debajo de las mesas de exhibición, mientras trabajan o reposan el almuerzo. Es que el sol y calor de Panamá es sofocante. La humedad lo hace aún más inclemente, tan es así que uno gasta más dinero en agua y refrescos que en comida.

En Las Bóvedas está la embajada de Francia y algunas sedes de gobierno como el ministerio de Cultura, así como algunas galerías de arte.

117Como el trayecto por la autopista se torna lento y pesado, aprovecho para tomar notas mentales de lo recorrido en la ciudad esos días.

El primer día, en la mañana, luego de comprar la tarjeta de metro bus  decidimos ir al centro comercial Allbrooks donde tomaríamos transporte hacia el Canal de Panamá. Comimos en el mall y paseamos un rato viendo tiendas. En un local comercial, vimos una larga cola y al acercarnos nos sorprendió que todos en la fila tuvieran acento venezolano. No aguantamos la curiosidad y nos contaron que estaban allí para “raspar las tarjetas” una de esas ingeniosas soluciones que los venezolanos hemos encontrado para sortear las dificultades de cadivi y poder contar con divisas norteamericanas para diversos fines.

-Aquí en Panamá, por cualquier lado te consigues sitios donde “raspar” –nos dice una chica caraqueña en la fila-. Ahora hay menos, pero siguen habiendo por montones.

“Lástima que a mí no me queda cupo disponible ya –pienso- habría sido una buena oportunidad para llevar unos dolaritos y venderlos a 18”.127cristian

Salimos al área de autobuses y, luego de que un señor amablemente nos facilitó su tarjeta de pase para poder acceder a la terminal, esperamos el siguiente “diablo rojo” con destino al Canal de Panamá. A los 15 minutos ya nos encontrábamos ubicados en nuestros asientos del viejo autobús “Blue Bird” como de los años 50, que en Panamá los pintan de colorinches con imágenes de santos, artistas y hasta de familiares del dueño y a los que llaman “Diablos Rojos” por la cantidad de accidentes fatales en los que se han visto involucrados.

A mi lado, iba Henry, un hombre con pinta de obrero de construcción, que al sonreír dejaba ver su canino de reluciente oro amarillo y quien me fue comentando a lo largo del trayecto acerca de la política panameña y de la historia de algunos lugares por donde pasamos.

Henry trabaja en el Canal y me contó, cuando pasamos por una gran urbanización, que esta ahora se llama “La ciudad del saber”, un complejo para la educación que en los tiempos cuando la Administración del Canal estaba en manos de los norteamericanos, era el lugar de residencia de los gringos y que ahora está en manos de los panameños y dedicada a ser un gran sector para la enseñanza, formación, educación y aprendizaje de diversas carreras.

Bajamos en la entrada al Canal y Henry nos guió conversando hasta la zona donde está el Museo del Canal y el mirador desde donde uno observa el paso de los barcos de carga a través de los canales fluviales que se llenan y vacían de agua a medida que la embarcación avanza y se abren sus compuertas. Es realmente una visita interesante y obligada.

En la tarde, tomamos un taxi y nos llevó, por 8 dólares a la zona de Amador, un lugar robado al mar y construido con los escombros resultantes 77de la construcción del Canal de Panamá. Desde allí zarpan embarcaciones hacia las islas como Taboga.

El Causeway de Amador o la Calzada de Amador como también se le llama es un área de clubes y restaurantes a los que se llega luego de pasar una larga carretera levantada en medio del mar. Allí comimos una suculenta bandeja paisa en un restaurant colombiano. La gastronomía de Panamá no es precisamente uno de sus encantos. La comida es excesivamente condimentada y los platos típicos son el arroz con pollo y el sancocho. Puedo decir que donde mejor comimos fue en un restaurante de unos venezolanos en el casco antiguo. Donde cuando ya nos disponíamos a ordenar un arroz a la marinera y una pasta con mariscos, la pareja de españoles que estaba en la mesa de al lado, a tiempo, nos advirtió:

-Pidan el menú ejecutivo. Es la misma comida y mucho más económica. Incluye sopa y refresco88 y es el menú destinado para quienes trabajan por acá y comen todos los días.

Agradecidos por la sugerencia le pedimos al mesonero el mencionado menú y, frunciendo el ceño, no tuvo más remedio que traerlo. Efectivamente, comimos los dos por el precio que habría comido uno solo con el otro menú.

En Causeway, la chica que nos atendió en el restaurante nos enseñó cómo ahorrar con los taxis.

-Cuando se acerque el taxi, levanten el dedo índice, mostrándoselo al chófer. Así él sabrá que le ofrecen un dólar por la carrera y podrá, más adelante subir otros clientes por ese mismo precio.

Esos pequeños tips que nos ayudan tanto a rendir el dinero en nuestros viajes. Especialmente útiles para los venezolanos que tenemos tan restringido el acceso a las divisas. En un viaje de esos económicos en taxi, un conductor nos llevó al pie del Puente de Las Américas para conocerlo y disfrutar del atardecer viendo pasar los inmensos barcos cargueros que se dirigen hacia el Canal y maravillados con las aves marinas que pululan buscando qué pescar.

Por fin, cargados con las maletas, llegamos a Las Galeras para conocer el taller de Cruz Diez. Allí nos recibió Rafael, ese amigo virtual que cobró cuerpo y quien amablemente se ofreció a llevarnos, luego de la visita a los galpones, hasta el aeropuerto para regresar a Venezuela.

141crisLa entrada a los talleres es de un gusto exquisito, pocos muebles de excelente y moderno diseño. Allí amontonamos el equipaje en un ladito del escritorio de la simpática recepcionista y empezamos el recorrido.

Rafael nos comenta que en un principio se pensó en montar el taller en España, o en Florida pero que luego de barajar varias opciones y ante la receptividad de Panamá, optaron por  instalarlo aquí, en la zona de Tocumen, próxima al aeropuerto.

El taller recibe el nombre de Articruz Panamá y la idea es, además de servir de espacio para la creación del maestro Carlos Cruz Diez, servir de plataforma para otros artistas y para la difusión del arte. Cualquier artista puede hacer uso de los servicios de corte, ensamblaje, soldadura e impresión de sus obras. Para ello cuentan con una inmensa máquina automatizada de impresión MIMAKI, especialmente adaptada, bajo las indicaciones de Cruz Diez, para que funcione a la perfección en la creación y producción de obras de arte.

Así como se adaptó la Mimaki, también se le hicieron ajustes al corte láser, instrumento con el que se facilita el trabajo del artista, se reduce el tiempo de producción y facilita la producción de piezas en serie.

-El maestro Cruz Diez es muy ingenioso –dice Rafael-, siempre está creando e inventando. A lo largo de su carrera se las ha arreglado para producir e inventar máquinas o adaptar algunas existentes para que le sirvan en su creación artística.135cris

En el centro de documentación está la biblioteca del maestro Cruz Diez con toda la historia del artista y con documentos que datan incluso de cuando el niño Carlos Cruz Diez apenas contaba siete años de edad. Allí compartimos con la arquitecto Norah Obadia y con Maria Elena Sucre, encargada de la documentación.

Cuando pasamos al área de ensamblaje, nos encontramos al artista Héctor Ramírez ensamblando con sus asistentes sus vibrantes piezas de líneas negras en movimiento dentro de los paneles de acrílico transparente y en otra sección se ven los cortes de algunas obras del maestro Rafael Barrios que se encuentran en pleno proceso de producción.

Cuando ya estamos a punto de terminar nuestro recorrido, se aparece Gabriel Cruz con un grupo de artistas para una visita guiada por el taller y, como aún tenemos tiempo de sobra, nos pegamos al grupo.

Escuchar  a Gabriel contar la historia de su abuelo, hablar de su arte con tanta pasión, amor y admiración lo llena a uno de regocijo. Gabriel nos muestra las áreas del taller, la de impresión, la de corte, la de restauración, la de documentación. En cada una nos narra anécdotas del maestro, nos muestra las diferentes etapas creativas por las que ha pasado, explica acerca de las conocidas fisicromías, creación de su abuelo, nos habla acerca de las obras diseñadas para intervenir el paisaje urbano como el piso del aeropuerto de Maiquetía o los pasos de peatones realizados como 142crisobras efímeras que se van consumiendo con el tiempo, de las espectaculares cajas de luz en las que uno se adentra para vivir una experiencia única de color y juego óptico.

Es un nieto absolutamente orgulloso de su abuelo, como orgullosos estamos todos los venezolanos de ese creador universal salido de esta tierra y que ha llevado el nombre del país a los principales centros de creación y exhibición de arte del mundo.

La visita a Articruz Panamá constituyó el broche de oro de unas deliciosas vacaciones y todos los venezolanos que se acerquen a Panamá, así sea solo para “raspar tarjetas”, no debería perder la oportunidad de recorrer los cuatro galpones del taller para reconciliarse con nuestro gentilicio y sentir el orgullo de ser de la misma tierra del insigne maestro Carlos Cruz Diez.

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Fotos: Cristian Espinosa y Golcar Rojas

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