El cigarrillo y yo
Hace ya dos años que terminé, espero que de manera definitiva, mi relación de larga data con el cigarrillo. Algunas personas como mis hermanos Oraima y Golfredo han decidido dejar de fumar de manera drástica. De un día para otro. Yo lo hice con calma. Evitando en todo momento la angustia y la sensación de desespero que me produciría la abstinencia.
En el caso de Oraima, una de las tantas veces que ha parado el vicio del tabaco, la primera que yo recuerde, tomó la cajetilla de Belmont recién abierta y casi llena, la puso sobre la peinadora frente a su cama y se dijo: «este vicio no puede ser más fuerte que yo». Y empezó una dura batalla entre ella, su determinación y los Belmonts que la llamaban con insistencia. Venció la fuerza de voluntad de ella, al menos por unos cuantos años. Hasta que reincidió… Lo volvió a dejar… lo agarró de nuevo y, al sol de hoy, no sé si está fumando o está en su período de descanso.
Golfredo, por su parte, un día iba fumando por la calle, un extraño lo paró para pedirle un cigarrillo y, cuando se lo iba a dar, le dijo:
-Quédese con la caja. Tome el encendedor tambien. Yo no voy a fumar más.
Y hasta ahora, calculo que por mas de 25 años no ha vuelto a tomar un cigarrillo.
Se puede decir que la mia es una familia de fumadores. Mi padre fumaba. Mamá fumó hasta pocos días antes de morir de cáncer cuando aborreció el cigarrillo de tal forma que no soportaba que uno se acercara a su cama de enferma oliendo a tabaco. Y de los 13 hermanos solo dos no cayeron nunca en el vicio del cigarrillo aunque, afortuandamente, en la actualidad casi todos lo hemos dejado.
Yo empecé a fumar a los 9 años de edad. Sí a tan temprana y aberrante edad. Fue en un velorio de no recuerdo quien, en mi casa. En ese entonces a los difuntos se acostumbraba velarlos en las casas de la familia y, mientras en la sala de recibo la gente se reunía en torno al ferétro para rezar; en la azotea, un amigo unos 5 o 6 años mayor que yo, me iniciaba en el placentero mundo del cigarro. Es que para mí fumar fue un placer desde el comienzo. Recuerdo que me ahogué con el humo una o dos veces solamente cuando aprendía a aspirar el humo, luego de haber pasado por las lecciones básicas de cómo encender el cigarrillo y soltar el humo por la nariz, práctica que no me gustó mucho. La encontraba desagradable y me parecía poco elegante votar el chorro de humo por las fosas nasales como si de un toro de lidia enfurecido se tratase.
A los diez años, ya era un experto fumador. Aspirar y exhalar el humo me parecía elegante, me causaba placer y me hacia sentir adulto. Mamá era Síndico del Concejo Municipal de La Parroqua y sus oficinas quedaban en el mismo edificio que la Prefectura, donde trabajaba como secretaria del prefecto Olguita, una querida amiga, como una hermana, que a sus cerca de 25 años, aún no había aprendido a fumar. Acurrucado tras los paneles mitad madera y mitad vidrio para que si mamá pasaba no me viese, me dedicaba todas las tardes a darle lecciones a Olga, hasta que conseguí que aprendiera a fumar. Pero a ella nunca le término de gustar el cigarrillo y jamás se envició.
Yo, por el conrario, cada vez estaba más enganchado al cigarro y sentía verdadero placer al fumar. La afición por el cigarrillo fue in crescendo hasta convertirse en vicio. Una tarde, a mis 12 años, aprovechando que toda la familia de Teresa Montilla había salido y que la amiga se había quedado sola, mi hermana Yajaira y yo, nos fuimos, apertrechados de Belmonts, a fumar un cigarrillo tras otro con Teresa. Se acabó la cajetilla y compramos otra y luego otra hasta llegar a fumarnos en poco más de dos horas las tres cajetillas. La trona que agarré no fue normal y casi de inmediato el terrible pasón y ratón hicieron presa de mí hasta el punto de tener que salir descalzo y con mis tirantes colgados a cada lado de mis caderas, para comprar en la bodega de Emeterito, que quedaba frente a la casa de las Montillas, un alka seltzer que me aliviara el malestar.
La atragantada de humo tuvo sus consecuencias. Emeterito se dio cuenta de lo sucedido y le fue con el chisme a mi mama. Cuando la vieja nos preguntó, no tuvimos más remedio que aceptar nuestra culpa y le prometí, más por las náuseas que me producía el solo hecho de pensar en el tabaco, que por la posible reprimenda, no volver a fumar. Fue así como a los 12 anos de edad dejé el cigarrillo y cuando sentía el humo de algún tabaco cerca me iba en vómito.
Mi promesa y el asco que me producía el cigarro duró poco más de un año. A los 13 ya estaba otra vez abandonado en las manos del vicio. Fumar me gustaba. Nunca en realidad dejó de gustarme. Con un grupo de amigos y amigas fumábamos todos escondidos de nuestros padres y hermanos mayores. Un día, el grupo,en busca de un escondite donde sentirnos seguros para disfrutar del placer de fumar, subimos los 15 pisos de escaleras a medio terminar de un edificio en construcción para, en lo alto, compartir el vicio. Cosas de muchacho pues lo mismo hubiese dado subir al tercer piso. Una vez en la azotea, con los cigarrillos en las manos, nos percatamos que nadie tomó la previsión de llevar fósforos. Resignado y «nalgasprontas» desde muchacho, me ofrecí a desandar los 15 pisos y regresar con fósforos.
Descendí los escalones de dos en dos a toda velocidad y al primer tipo que se cruzó en el camino, le pedí fuego. El hombre sacó dos cerillos de la caja, arrancó un pequeño pedazo de lija del costado y me entregó todo. Con los fósforos bien apretados en la palma de mi mano, subí a millón los 15 pisos. Restregué el primer cerillo contra la lija y el fósforo se consumió antes de siquiera acercarlo al cigarillo. Con toda la presión y ansiedad acumuladas en el pecho, intenté encender el otro fósforo y sucedió lo mismo que con el primero. El sudor de la palma de mi mano, los dejó inservibles.
Los años transcurrieron y yo seguía enganchado al vicio sin ningunas ganas de dejarlo. ¡Caray, cómo me gustaba fumar! A los dieciocho, en una fiesta familiar, mi hermana Moreida, la más alcahueta de todas las alcahuetas de mis hermanas, sometió a votación el permitir que yo fumase delante de todos pues, era público y notorio para todos que hacía muchos años que lo hacía supuestamente a escondidas, aunque todos lo sabían. Solo Toño se opuso. Así que por decisión casi unánime pasé a ser fumador a nivel público.
Cuando yo tenía 20 años murió mamá a muy temprana edad de cáncer. Esto, junto a las campañas publicitarias que arremetían contra los fumadores y propagaban hasta con fotografías asquerosas de órganos afectados por el vicio, comenzaron a hacer que mi placer al fumar, se mezclara con un incómodo y cada vez más persistente sentimiento de culpa. Comencé a plantearme, por lo general luego de apagar una colilla, la necesidad de dejar de fumar. Propósito que apenas duraba unos 40 o 50 minutos cuando mi organismo empezaba a acusar la falta de nicotina y, entregado, me rendía, sumiso, al cigarrillo.
Ya había pasado por diversas marcas, del Belmont suave, pasé al Parliament el año que viví en USA, al regresar a Venezuela , volví por un tiempo al Belmont para al poco tiempo engancharme al Marlboro 100, uno de esos cigarrillos larguísimos, de los que no crecen más. Cuando este desapareció, pasé al Marlboro Rojo, menos largo que el 100 pero un poco más que el Belmont y para el momento cuando la culpa empezó a empañar el placer de fumar, en un intento por fumar menos, volví al corto Belmont.
En realidad, en los momentos de escasez de cigarrillos y ante el desespero por fumar, poco terminaba importando la marca. Una madrugada de trasnocho tertuliano con el amigo Luis Carbonell, pana de mis hermanos mayores pero con un especial afecto por mí que nos hacía amanecer conversando de cualquier cosa, mientras él bebía y fumaba y yo solo fumaba, nos quedamos sin cigarros. Eran las 4 de la mañana, Luis estaba borracho y no había ningún lugar en Mérida donde comprar vicio. En el bar de su casa había desde siempre, un ingenioso adorno que consistía en un cigarro metido en un tubo de vidrio. Luis lo tomó en sus manos, leyó la inscripción de letras rojas sobre el cristal en voz alta: “En caso de emergencia, rompa el vidrio».
-!Esto es una emergencia! Dijo, y de un solo golpe con un adorno de piedra, lo rompió. Encendió el vetusto cigarrillo y lo compartimos. Sabía a mierda, pero logró calmar nuestra ansiedad. Acto seguido, nos fuimos a dormir antes de que el deseo atacara de nuevo.
Una noche, ya graduado y trabajando en la oficina de prensa de la Fiscalía General de la República, al fumarme el cigarro de antes de dormir, cuando lo apagué, dije: «No fumo más». A la mañana siguiente, al despertar, seguía con la decisión de parar el vicio, aunque un poco debilitada. Después de tomar el café de la mañana, ya mi deseo de dejar de fumar empezó a tornarse en un tormento. No había un minuto del día que no pensase en el cigarrillo. Era peor que un despecho amoroso. Lo único que quería era dormir y si alguien me hablaba, yo ladraba, mostraba el tramojo y sentía que podría morder de la ira.
A eso de las seis de la tarde, ya no me soportaba ni yo mismo del mal humor que tenía, así que decidí volver a fumar y, al dar la primera calada, sentí cómo me volvía el alma al cuerpo y mi organismo recuperaba su equilibrio. Pero la culpa nunca me abandonó a partir de entonces. Como el hombre maltratador que se siente culpable después de pegar pero no está en capacidad de evitar el siguiente golpe, así me sentía yo después de fumar.
Opté por ponerle horario al cigarrillo. Fumaría un cigarro cada dos horas. Esa idea me pareció genial… hasta que pasó media hora de haber fumado y no pude apartar los ojos de la esfera del reloj, hasta que llegaba mi hora de fumar. La genial idea no estaba funcionando bien. Es ilógico pasar el día pendiente de que transcurra el tiempo para poder fumar. No pensaba en nada mas que no fuese querer acelerar las dos horas que me permitirían encender el cigarillo.
Entonces, decidí que no me daría más mala vida. Disminuiría la cantidad de cigarrillos consumidos al día, posponiendo el momento de fumar. «No voy a encender este cigarrillo ahora -me decía-. Me lo fumaré al terminar de escribir esta cuartilla“. De esa forma logré controlar la angustia, siempre buscando un pretexto para no prender el tabaco. Cuando me percaté, fumaba entre seis y ocho cigarrillos diarios. Nunca mas de diez. Así pasé unos cuantos años. Fumaba poco pero la culpa era muy grande y tendía a aumentar.
Alguien me recomendó, con muchas advertencias acerca de los efectos colaterales (hasta el suicidio podría provocar, según decía), el Champix, un tratamiento por etapas con pastillas que haría que aborreciera el tabaco como cuando lo odié a los 12 años.
Empecé el tratamiento y, cómo exigía el protocolo del medicamento, me planteé dejar de fumar el jueves de la segunda semana. Pero cada vez que encendía un cigarro, luego de la tercera calada, tenía que botarlo porque me sabía a mierda. Cuando llegó el jueves, casi que agradecí no tener que prender un cigarrillo mas. Lo mejor fue que no tuve ansiedad ni síndrome de abstinencia. La angustia fue mínima y absolutamente controlable.
Dejé de fumar porque decidí hacerlo. Creo que ese es el pasó más importante. Nunca sentí que el cigarrillo me afectaba. Ahora que no fumo, tampoco siento que haya algún cambio. Hay amigos y familiares que dicen que después de dejar de fumar respiran mejor, que tienen mejor cutis, que se cansan menos y hasta que tienen erecciones más fuertes y duraderas. Yo, sinceramente, no he notado nada de esas cosas en los dos años que tengo sin fumar. Es más, ni siquiera me molesta que fumen a mi lado, por lo menos no más de lo que me molestaba cuando yo fumaba y el olor del cigarrillo recién encendido me sigue gustando.
Decidí escribir mi historia con el vicio del cigarrillo cuando Gaby Santander (gash276, en Twitter) manifestó su propósito de dejar fumar este año y le comenté mi método. Tal vez a más de un fumador ansioso por dejar el vicio le pueda ayudar conocer mi experiencia y saber que no está solo, que somos muchos los que hemos pasado por lo que está pasando y que sí se puede, es solo cuestión de decisión y de darle la vuelta para que la diligencia sea lo menos traumática posible.