El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Lo extraordinario se hizo karmático

Mazeite

Tenía el régimen socialista de Venezuela, hace un tiempo, un eslogan publicitario que decía, «Lo extraordinario se hace cotidiano».

La frase la machacaban las 24 horas al día por radio, prensa y televisión como un motivo de orgullo, de alegría, de lo bueno que era vivir en un país donde «lo extraordinario se hacía cotidiano». Goeblelianamente, la propaganda parecía un sin fin.

El eslogan dejaron de aplicarlo, justo cuando cobró significado, pero en sentido negativo. Lo que se hizo cotidiano fue el abuso, la matraca, el contrabando, el bachaqueo, las colas, la escasez, el sicariato, la muerte… Y lo que pasó a ser extraordinario fue el sentirse respetado y tratado como ciudadano; como persona, para no exigir mucho.

Pues bien. En mi cotidianidad, todos los días, al salir del trabajo y para llegar a mi casa, recorro una ruta en la que debo pasar por las calles de urbanizaciones de estratos medio/medio, medio/alto. Sin apenas darnos cuenta, esas urbanizaciones se fueron llenando de ventas de cosas en las puertas de las casas.

Un día, aparecieron en la fachada de una quinta cartelitos hechos en cartulinas de colores y dibujos que anunciaban postres: «Torta Tres Leches», «Torta de Chocolate», «Cascos de Guayaba»… Otro día,  otra casa amaneció con una vitrina pequeña de vidrio vendiendo jugos, empanadas y pasteles. Luego, en el garaje de otra, una mesa, una balanza y una silla, con un cartel que promocionaba la venta de queso Palmita y queso de año.

Lo extraordinario, en efecto, se hacía cotidiano. Y apenas lo notábamos.

Hace pocos días, en ese mismo trayecto de todos los días, encontramos un pequeño perro poodle, marrón chocolate, dando tumbos por la calle, como asustado y extraviado. Temeroso. Husmeando en la basura que se acumula en las calles habitualmente. Cristian y yo, en el carro, nos compadecimos del pobre animal. Frenamos para tratar de agarrarlo, pero era desconfiado y huyó. Lo vimos atravesar una reja de esas que han instalado en algunas calles, cerrándolas y convirtiéndolas en espacios privados para tratar de protegerse un poco de la inseguridad, y comenzó a olisquear debajo de un portón, como si reconociera su casa.

«El pobre debe vivir allí y no halla cómo entrar», pensamos.

Entonces, al mirar la pared, vimos una pequeña ventana enrejada y abierta y el visaje de una persona que se movía adentro.

— ¡Para! Ahí hay gente. Esa debe ser la casa del perrito. Vamos a avisarles que se les escapó.

Al asomarme a través de la reja, descubrí que se trataba de una venta informal casera de productos alimenticios y de aseo. Una bodega, pero sin avisos ni letreros. Llamé a voces para que alguien saliera y, mientras esperaba, iba detallando los productos.

Jabón Palmolive, detergente en polvo Ariel que venden por medidas, aceite de soya, leche condensada…

Apareció una señora de mediana edad con pinta de ama de casa que estaba limpiando.

—Señora, ¿aquí vive un perrito poodle marrón?
—Sí,  es de aquí.
—Es que se le salió y está como perdido y queriendo entrar.
—No. Él no se pierde. Él sabe regresar y entra por debajo de la puerta.
—Hummmm… ¿En cuánto tiene la leche condensada?
—En ciento cincuenta. —El precio en el supermercado, si se consiguiera, es de 60 bs.
— ¿Y el Palmolive?
—A ochenta cada uno. —El empaque de tres cuesta en el supermercado, cuando hay, 25 bs.
— ¿Y arroz, tiene? ¿A cómo?
—Noventa el paquete. —El «precio justo» es de menos de 25 bs.
— ¿Leche en polvo?
—Sí, tengo, San Simón a seiscientos cincuenta. —No quiero ni pensar en el supuesto «precio justo» regulado.
— ¿Y papel tualé?
—Sí, a cien el rollo. Pero es del Rosal del grueso. —O como, o me limpio el culo, pienso. Y me olvido de los 20 bs. que se supone debería costar el paquete con cuatro rollos.
— ¿Y Tiene aceite de girasol o de maíz?
Los ojos de la señora se iluminan:
— ¡Tengo Mazeite! Pero, ese sí lo tengo caro. A cuatrocientos bolívares, porque ese lo traje de Maracay.
—Bueno, doñita, es bueno saber que tiene eso aquí por si necesito. Cuide al perro, que se lo pueden robar o atropellar. Hasta luego.

Golcar Rojas

Navajazos a la patria

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Cinco de la tarde. Sábado de quincena. En mi tienda ha habido tan poco movimiento que supongo que la gente está haciendo cola en los supermercados para hacer la compra. Para comprar lo que haya, no lo que en verdad necesitan.

Decidimos cerrar antes de tiempo e irnos a la zona del bachaqueo para ver si conseguimos algo de alimento para perros y, sobre todo, para gatos que hace tiempo se nos agotó y no nos ha llegado, porque el distribuidor no tiene. La idea es comprar algunos sacos grandes para detallarlos, más con la intención de poder cubrir la necesidad de los clientes que pasan roncha por toda la ciudad buscando el alimento de sus mascotas, que por lo que podría implicar como lucro. Vender dos sacos de Dog Chow de 22 kilos o uno de Gatsy de 15 kilos, «kileados«, no nos va a sacar de pobres, pero al menos le ofreceríamos el producto al cliente que lo necesita.

Al recorrer las calles de la ciudad vemos que, en efecto, los supermercados tienen las colas de gente afuera. Seguimos camino, rumbo a la aventura del bachaqueo.

Primer navajazo

Ya en la zona de nuestro destino. Al pasar frente a un comercio, paramos en seco. El local está atiborrado de alimento para perros y gatos. Si, justo el Dog Chow, el Gatsy y el Cat Chow que a mi negocio no llega, porque el distribuidor no tiene. Pregunto en cuanto me venden los sacos grandes:

-No tenemos sacos grandes para la venta. Esos los vendemos por kilo.

El kilo de Gatsy que yo vendí en mi tienda la última vez a 200 bolívares, allí está a 250. El Cat Chow de medio kilo que vino a mi negocio la última vez con el «precio justo» marcado de fábrica a 377 bolívares, allí lo tienen a 450.

Desilusionado, me monté en el carro dispuesto a irme a mi casa.

Segundo Navajazo

Ya que estamos por la zona y está más o menos tranquilo el lugar, decidimos averiguar si hay algunos productos que necesitamos y que ha sido imposible conseguir en los supermercados: arroz, harina de trigo, aceite de girasol, papel higiénico…

Paramos en un localcito donde quienes atenden están bebiéndose sus cervecitas del sábado. Una mujer sentada en su silla de plástico me pregunta qué busco:

-¿Tenéis arroz?
-Sí.
-¿A cómo?
– Cien bolívares.

 El estómago me da un brinco. Según el gobierno, el arroz está regulado alrededor de los 20 bolívares el kilo. Disimulando mi molestia, le pregunto de cuál arroz tiene -pensé que podría tratarse de alguna de las variedades que no están reguladas y que llegan a costar poco más de 40 bolívares el kilo-. 

Me enseña el paquete. No solo es arroz del regulado, sino que el empaque ostenta unas letras rojas en las que leo «Venezuela socialista». El brinco del estómago se convierte en punzada.

Tercer navajazo

En un local próximo al anterior, entro a preguntar por el arroz. Cuesta los mismo que en el otro, pero es de otra marca. También del tipo regulado. Veo que tienen varios tipos de aceite y en el estante descubro algunos litros de aceite de girasol Vatel, de ese que hace más de un año vi por última vez en un supermercado y que desde entonces brilla por su ausencia.

-¿En cuánto tenéis el litro de girasol?
-Doscientos cincuenta bolitos. -Responde la chica gorda sin moverse de su puesto. El precio regulado es de 25 bolívares.

Echo una ojeada alrededor y veo jabón de baño Palmolive, Prótex y algún otro de marca desconocida, pero de los que no se consiguen en ningún supermercado regular desde hace tiempo y de los que solo te venden, cuando hay, un paquete de tres pastillas por persona a la semana. Como no necesito, decidí ahorrarme la arrechera y no pregunté el precio.

Descubro que tiene harina de trigo Robin Hood que según marcan los empaques tiene un «precio justo» de «Bs.F 50,00» y le pregunto en cuánto está.

La navaja centellea en mi mente: «200 bolívares el paquete».

Cuarto navajazo

En otro puesto de bachaqueros, pregunto por el precio del papel tualé. Tienen a 800 bolívares el paquete de doce rollos que está regulado, si mal no recuerdo, a menos de 50. Y el de cuatro rollos lo tienen a 400 bolívares. El marca Floral, porque el marca Scott de 12 rollos lo tienen en 1.200 bolívares.

Mientras trato de digerir los navajazos, desde su carro, pregunta un hombre:

-¿En cuánto me dejáis ese paquete de pañales?
-Dos mil quinientos. -Dice la mujer sin moverse de su asiento.

Navajazo final

El hombre se baja del vehículo y se desarrolla el siguiente diálogo:

Hombre (Con voz tronante): Esos pañales son para el guardia que siempre te los compra a vos y que vos se los dais más baratos.
Bachaquera (Recelosa): ¿Guardia…? Aquí no compra ningún guardia.
Hombre: Sí. Valecillos, el Guardia Nacional. El siempre te compra a ti los pañales.
Bachaquera (Con risa irónica): Aquí no es, porque aquí los guardias no compran nada. Cuando vienen, se lo llevan gratis. Se lo roban.
-No. No. Este no roba. Él los compra y se los dan más baratos.
Bachaquera (Fastidiada): Pues aquí no es. Aquí cuando vienen los guardias se roban todo.

Hasta aquí puedo aguantar. Con los navajazos del socialismo de Chávez asestados en el gentilicio, me subo al carro para salir de allí. Siento que con cada insición de la navaja, la patria agoniza. Se desangra.

Un carro nos adelanta en la autopista y en su vidrio trasero leo en letras rojas:

Mi hermana es psicóloga.

El vehículo sigue y pienso:

«Posiblemente, dentro de unos meses, allí dirá: «Mi hermana, la psicóloga, es bachaquera«.

Golcar Rojas

La unión hace la fuerza o que me corten un brazo

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¿Será que de tanto manosear la frase, ésta ha perdido sentido?

¿Será que de tanto no ponerla en práctica perdimos el sentido de lo que significa?

¿Será que en un país tan dividido no tiene sentido intentar ponerla en práctica?

¿Será que en regímenes como el venezolano la frase es un sin sentido?

¿Será que en este socialismo la frase tiene un sentido que puede ser usado en tu contra?

En Venezuela está todo el mundo sobreviviendo por su lado. Tratando de salvar lo poco que nos queda a cada uno.

Vemos como vienen por el vecino. Y a pesar de sentir que cada vez están más cerca nuestro, parecemos impotentes ante lo que se avizora. Cada uno toma la medida individual que cree que lo salvará de las garras del lobo que se ceba con la carne de quien vive al lado.

Sentimos a través de los muros los dentellazos sobre el vecino y corremos a bajar la santamaría. «Cerramos por inventario». Cooperamos. Colaboramos.Bailamos al son que nos tocan a la espera de pasar desapercibidos, pero a sabiendas de que nada de eso nos salvará y un día, en cualquier momento, cuando menos lo esperemos o aún esperándolo, vendrán por nosotros.

Uno lee la desoladora crónica de Tamoa Calzadilla sobre la rueda de prensa de Bernardo  Zubillaga, vicepresidente comercial de Farmatodo, Vicepresidente de Farmatodo: “No tienen idea de lo que es ser empresario en Venezuela”y puede sentir la impotencia del empresario que trata a toda costa de proteger el centenario negocio familiar:

«No tienen idea de lo que es ser empresario en estos momentos en Venezuela. Deberían hacer algo sobre eso, las regulaciones, los dólares, las inspecciones. Debemos ser  de las empresas más inspeccionadas por las instituciones del gobierno. Yo diría que a Farmatodo la vigilan más que a ninguna otra (en el comunicado señalaron que solo en enero de 2015 recibieron más de 60 inspecciones en sus tiendas).»

Es entonces cuando uno piensa ¿Y los otros empresarios? ¿Y los sindicatos? ¿Y los gremios? ¿Y los colegios profesionales? ¿Y los líderes políticos?

Está cada uno tratando de sobrevivir. Tratando de pasar desapercibido. Invisibilizándose.Retrasando la embestida como puedan. Farmatodo no es más que un paradigma. Como lo es Día a Día. Como lo es ese carnicero en Mérida a quien le llegó el Indepabis y lo obligó a vender en 100 bolívares el pollo que compró a 154, mientras observaba cómo los funcionarios llamaban a sus amigos y familiares para que se aprovecharan de la rebatiña.

Dice Calzadilla en su texto sobre la rueda de prensa, que Zubillaga «explicó que fue a hacer inmersión en una de sus tiendas en San Cristóbal y lo que vio “da como para hacer un libro”.  Estaba convencido de que el mayor contingente era “bachaquero”, personas que se dedicaban a comprar a bajo precio y luego a revender, incluso más allá de la frontera. Mujeres con niños, “pacientes” en camillas y sillas de rueda que siempre estaban en cola y volvían a hacerla una y otra vez. Esa situación lo hacía pensar en que era cierto que más de 60% de quienes hacían colas era para revender, según les había revelado un estudio de una firma consultora que no mostraron».

Y uno vuelve a preguntarse entonces ¿Desde cuando revender es un delito? ¿Por qué revender se ha hecho un negocio rentable? ¿En qué país normal y con economía sana comprar en un supermercado para revender en la puerta de la casa es un negocio? ¿Quién en un país normal va a preferir ir al porche de una vivienda a comprar un paquete de pañales al 300 por ciento más de su precio pudiendo ir a adquirirlo en un comercio regular al momento que lo quiera y lo necesite sin el temor de no encontrarlo? ¿Por qué la gente le compra a los revendedores al precio que sea? ¿Por qué en muchos casos es más económico adquirir un producto en un supermercado que comprarlo a un distribuidor para vender en tu negocio? ¿A qué se debe la perversión actual del comercio en Venezuela?

Entonces los empresarios, en su afán de supervivencia y por las amenazas directas o veladas de expropiación, asumen funciones de control que no les corresponden. Se sienten obligados a convertirse en «policías», como dijo Zubillaga:

«…tomamos esa medida porque dijimos, mira, eso es como si te ocurre algo y el médico te pregunta: “te corto el brazo o pierdes la vida”. Nosotros nos estamos cortando el brazo. Entendemos que es una medida dolorosa, aunque no es el captahuellas exactamente, pero era eso o morir.»

Y los supermercados tratan de organizar el caos, también «se cortan el brazo» para sobrevivir. Ponen captahuellas, exigen documento de identidad, exigen colas, limitan la cantidad de productos que se pueden comprar, venden por terminal de número de cédula, marcan a la gente con números en el brazo, llaman a las fuerzas del orden público para que controlen a la gente en las colas…

Y uno vuelve y se pregunta ¿Por qué tiene un empresario que asumir esas funciones? ¿Por qué un comerciante tiene que limitar la cantidad de productos que puede comprar una persona? ¿Por qué son los comerciantes quienes tienen que ejercer las funciones de vigilancia y control que solo le competen al Estado?

Si una persona quiere comprar toda la existencia de un producto, no tendría por qué negarse el empresario a venderlo. En todo caso es el gobierno el que tiene que ver cómo hace para perseguir al que compró y ver con qué intenciones lo hace. En un país con economía sana, si alguien compra toda la existencia de pañales en un supermercado, la gente sabe que va al lado y conseguirá el que necesita. No hay temor de «desestabilización» por desabastecimiento. La abundancia de productos no hace de la reventa una opción rentable.

El problema no es el comercio. El problema está en que el régimen acabó con el aparato productivo y el excesivo control de la economía ha pervertido el mercado. Los revendedores -aunque los estigmaticemos- sólo son el resultado de una economía enferma. El comerciante que venda y el gobierno que vea a ver como resuelve el problema de producción y escasez que ha hecho que este país se llene de colas en todos lados.

Desde hace días uno no puede, en Maracaibo como en muchas otras ciudades del país, acceder a su supermercado habitual porque ya las colas de horas a pleno sol, todo el día, van por tres tipos simultáneos:

Una para quienes van a comprar solo productos regulados.

Otra para quienes van a comprar productos no regulados.

Y una tercera para las personas mayores o con discapacidades.

Eso si no hay pañales para niños o adultos. Entonces, la gente debe llevar la partida de nacimiento del recién nacido o el informe médico de la persona enferma que justifique que de verdad necesitan comprar los pañales.

Luego de acceder al supermercado vienen otras horas de cola para pagar. Y, como nunca hay de todo lo que uno necesita en un solo lugar, la gente pasa cuatro horas en una cola para comprar un champú y de ahí va a otro sitio por tres horas más para comprar dos kilos de Harina Pan.

Cierra Calzadilla la crónica sobre la rueda de prensa del vicepresidente de Farmatodo con este párrafo lapidario:

«Tres meses después están declarando en el Sebin, con amenazas del propio Nicolás Maduro de expropiación, condena pública  y “sugerencia” judicial de mano dura, durísima.»

Y es cuando uno recuerda la manida frase «La unión hace la fuerza».

¿Seguiremos así, cada uno sobreviviendo por su lado, cortándonos un brazo, hasta que vengan por nosotros?

Algún día no nos quedarán brazos ni piernas que ofrecer en sacrificio.

El futuro nos alcanzó

compre

«#CompreTipoNormal» ponía el cartelito que sostenía una señora en una fotografía que circuló por las redes hace poco. La expresión de la doña, con sonrisa forzada y acompañada de una niña, menor de edad a despecho de la Lopna, y que mira de reojo a la cámara con expresión de incredulidad, denota cierta vergüenza en la pose. No es para nada natural la imagen. Es evidente que es una fotografía tendenciosa con la que el régimen pretende hacer creer que el desabastecimiento en Venezuela es falso, una mentira más de la cacareada «Guerra económica», con la que pretenden justificar el desastre.

«#CompreTipoNormal» tipo normal retumba en mi cerebro cuando a las 3:30 de la tarde del domingo 18 paso por la avenida y veo una larga hilera de varias cuadras de carros estacionados al borde para permanecer allí, hasta la mañana siguiente, para ver si logran comprar la batería para su vehículo. Todo dependerá de si llegan baterías, si llega la que necesita, si cumple con los requisitos para poder comprarla: llevar el carro que necesita la batería, llevar la batería vieja. Si no la tiene, porque fue robada, tiene que llevar la denuncia del robo con sello húmedo de la policía. Todo muy normal. Como en cualquier país del mundo, pues.

«#CompreTipoNormal» vuelve a retumbar en mi cabeza cuando, a las 6:30 de la tarde, de ese mismo domingo 18 de enero, con una hermosa luz de atardecer,  voy al supermercado De Cándido y me enfrento con lo que queda de lo que en su día fue un inmenso supermercado, dos pisos llenos de productos de diferentes marcas y tipos, con anaqueles hasta el tope de mercancía.

Lo que encuentro es un espacio semi vacío. Deteriorado. Dos pasillos con anaqueles llenos de pasta pero no una variedad de pastas. No. Tres pasillos en los que lo único que se ve en los estantes son paquetes de «coditos» y fetuccini de medio kilo. Todos de una misma marca. Eso es lo que hay.

La mitad de los anaqueles están vacíos. En los que hay productos, hay un solo tipo repetido hasta el de candidohartazgo. Como el jugo ese que se ve en la foto. Los tomates están a 200 bolívares el kilo. La cebolla a 140 y el pimentón a 120. Hay un solo tipo de arroz, uno condimentado con ajo y que cuesta más de 50 el kilo. Las neveras se encuentran tan vacías como la segunda planta del local donde en la antigüedad, en la Venezuela de la denostada cuarta, uno conseguía champú, pasta dental, desodorantes, cremas para el cuerpo… cosméticos y productos de limpieza de la marca, tipo, olor y presentación que uno necesitara o quisiera. Ahora es un espacio inutilizado.

En el estante de la pasta dental, veo un empaque azul y rojo con unos jeroglíficos que no logro descifrar. Le doy vuelta y es la crema «Colgate» de toda la vida sólo que ésta es Tailandesa y viene con caracteres chinos y árabes, creo. Permiten 3 por persona. No hay leche de ningún tipo, ni harina de trigo, ni harina de maíz, ni papel tualé, ni…
P
La depresión si no la racionan. Esa es libre y a borbotones.

Meto en el carro de la compra lo que voy consiguiendo tratando de obviar el deterioro y la escasez. En los anaqueles hay residuos de productos que la gente ha roto y riega por todos lados sin que nadie los limpie. Hay envases vacíos puestos en los estantes -muestra de que la gente consumió el producto allí y se fue sin pagarlo-. El piso es una guillotina porque los paquetes de arroz se rompieron y el grano rodó por todo el pasillo.

En la parte de alimentos para mascotas solo hay Dog Chow y Gatsy, de Purina, y, como una ironía, Dog Gourmet de Empresas Polar. Nada que ver con la variedad de productos que encontrábamos anteriormente. Lo que antaño era abundancia, hogaño es un peladero.

Al pasar por ese anaquel y ver que es uno de los pocos que está a medio llenar, recuerdo que los jerarcas del régimen, desde el difunto Chávez hasta Nicolás, siempre han manipulado a la gente recordándoles que en la cuarta «los pobres comían Perrarina«. Veo la escasez de comida y los precios del alimento para animales y pienso: «En la quinta los ricos comerán Perrarina; los pobres comerán mierda».

Ya en caja, una media hora para pagar a pesar de que no hay casi gente en cola. Unas 6 personas antes de mí pero igual la fila no se mueve y el sistema es lento. Una chica se asombra de la poca gente que hay en el supermercado y comenta:

-Qué raro que esto no está lleno de bachaqueros.

-Porque no hay nada. Le digo.

Un muchacho que va delante de mí en la cola, le pide a la cajera que le facture un paquete de azúcar.

-Para el azúcar tiene que pasar a registrar su huella por la fila de la captahuellas.

El joven, muy clase media él, mira a la cajera y le dice:

-Entonces no llevo el azúcar porque por principios me niego a pasar por la captahuellas.

Paga los productos que lleva y sigue. Se van sin su azúcar. Quien viene detrás de él en la cola es un chico más joven aún. Tiene en la mano un paquete de galletas María, una pasta dental -de la tailandesa- y un refresco. La cajera le factura las galletas y el refresco y le dice:

-Para poder llevar la pasta dental tiene que comprar más de 500 bolívares.

Le digo que yo la compro pero el chico me dice que no tiene efectivo para pagármela. Se va, luego de más de media hora de cola, sin su pasta dental.

Mi turno en la caja. La chica factura los productos que llevo en el carro y me pregunta si voy a llevar de los Colgateproductos que hay regulados: Aceite de soya, desodorante y azúcar. Estos hay que pagarlos primero y luego ir a retirarlos por otro lado. Un litro de aceite, un desodorante y un kilo de azúcar por persona. No más. Y la compra tiene que ser mayor a 500 bolívares.

-Póngame de todo lo que hay y todo lo que pueda -le digo con frustración-. Vamos a ayudar a que esa vaina se acabe rápido a ver si pasa algo de una buena vez.

La cajera sonríe con cierta frustración también y me da la razón. Por el pasillo se pasean varios Guardias Nacionales Bolivarianos. Ellos son los encargados de resguardar la seguridad en estas compras que ahora hacemos «TipoNormal».

Le comento a la cajera, que ya ha soltado varias risas con mis ocurrencias e ironías, que si la gente llega a saquear el supermercado sólo encontraran el hierro de las estructuras del local para venderlo al chatarrero porque comida qué saquear no hay. Ella ríe y me dice «Pa’que sepáis».

Pago. Me despido tratando de disimular la depresión y la pena que todo eso me ha producido, el bajón del «#CompreTipoNormal», la rabia devenida en tristeza, y me voy a casa con la sensación de que ya el futuro nos alcanzó. Soylent Green está aquí. Falta saber qué haremos ahora.

 

 

El delito de pretender comprar una batería

Cadena por el pin. Cadena de Wap. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería! (Foto tomada de la web).

Cadena por el pin. Cadena de Wap. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería! (Foto tomada de la web).

Al girar la llave del encendido del carro, el ruido extraño del motor, como de agotamiento por tanto esfuerzo, nos dio la inconfundible señal de que la batería estaba llegando a su final. Nos estaba anunciando que nos preparáramos psicológicamente porque estaba dando sus últimos estertores.

Cristian y yo nos miramos con cara de terror. Buscamos la factura de la batería y, según la fecha de compra, acababa de cumplir 14 meses funcionando. O sea, el agónico ruido era la despedida de la fuente de energía y el inicio del cuento de terror que significa en Venezuela pretender comprar una batería de automóvil.

En cualquier país normal y decente, por muy pobre que sea, lo común en estos casos es dirigirse a cualquier negocio de ventas de baterías, comprar una y cambiarla. Hasta no hace mucho tiempo, incluso en tiendas por departamentos como Makro o Epa, uno conseguía la batería necesitada sin mayor problema que escoger la marca, amperaje y procedencia -nacional o importada-.

Pero eso era sencillo como en cualquier parte del mundo (excepto en Cuba, supongo), cuando esto era Venezuela. En la república bolivariana de venezuela legada por Chávez, las cosas han cambiado y lo que en cualquier parte del orbe no es más que un simple trámite, una negociación entre alguien que necesita algo y tiene el dinero para comprarlo y un proveedor que tiene el producto y lo quiere vender. -Sencillito, ¿no?-. Pues aquí eso implica un titánico esfuerzo y una interminable pesadilla. Hasta título de propiedad del vehículo hay que presentar y no permiten comprar más de una batería por auto cada 6 meses. No tardarán en imponer allí también las captahuellas con cuya venta alguien debe estarse haciendo multimillonario pues las terminarán poniendo hasta en los baños de carreteras.

Cristian y yo nos persignamos y encomendamos a todos los santos y arrancamos a hacer las diligencias que teníamos pendientes. No queríamos apagar el motor para evitar malos ratos, pero uno de los trámites que debíamos realizar precisaba de la firma de ambos, por lo que tuvimos que estacionar, apagar el carro con el miedo en el alma y dirigirnos con optimismo, con fe, a las oficinas donde debíamos firmar.

Al volver al carro, la pesadilla cobró carne. La fe no nos funcionó. ¡El carro no quiso prender! Ni siquiera hizo un pequeño intento. Sonó «clic» y de allí no hubo quien lo sacara.

Me bajé y empecé a empujar. Por suerte, es sincrónico. Pero, el piso era de una fina arena y los zapatos se me resbalaban. A cada intento por mover el carro, me deslizaba hacia atrás y el remardito vehículo ni se inmutaba. En cualquier momento terminaría de jeta en el piso.

Un alma caritativa que estacionó su carro junto al nuestro, se compadeció de mi sufrimiento y, sin siquiera solicitárselo, se puso a mi lado y me ayudó a empujar. Al instante, el motor rugió y arrancó. A nadie le falta Dios, diría mi madre.

Cadena por el pin. Cadena de Whatsapp. Llamadas a amigos. Grito al cielo. ¡Alguien que nos ayude a conseguir una batería!

Las colas en los establecimientos de venta de baterías son de dos y tres días. A las dos de la madrugada ya hay gente en las afueras de los negocios para hacer su fila. Con Griffith blanco marcan el número de llegada en los parabrisas. Los vendedores de café y guarapos aprovechan. También los de empanadas. Los malandros también. Ya ha habido casos de atracos en esas colas.

Todo un negocio paralelo e ilegal ha ido prosperando alrededor de la necesidad de baterías. Desde el empleado que se rebusca una ganancia vendiendo a sus clientes por la izquierda, hasta el revendedor que las vende a más del doble de su precio. Desde el que hace la cola y vende el puesto, hasta el vecino del establecimiento que por mil bolívares se queda esa noche con el vehículo y a la mañana siguiente te lo entrega con su batería nueva.

¡Hasta 10 mil bolívares nos han pedido por una batería que en el mercado formal no debería pasar de 3 mil! Algunos se han dedicado a importarlas de Ecuador a dolar paralelo y las venden al precio equivalente, mas de 7 mil una que normalmente costaría 3 mil o 3 mil 500. Garantía de 6 meses nada más pues aunque el fabricante ofrece 2 años, en Venezuela se evitan problemas y lo dejan en 6 meses. Porque aquí no solo es complicado comprarlas y venderlas, también lo es el sistema de garantía, entonces se evitan problemas y solo responden por cambios, por otra batería, si presenta desperfectos durante esos 6 meses. Después, a llorar al Valle.

Otra modalidad es comprar por 500 o mil bolívares menos que el precio de revendedores, una batería usada, sin garantía y, muy probablemente, robada porque el robo de baterías es un «negocio» que ha florecido con la revolución. Tan frecuente, que hay compañías de seguros que basan sus publicidad en un seguro especial para las baterías.

Para comprar la batería nueva, uno debe llevar la batería vieja. Pero no es tan fácil, también se debe llevar el carro al que le va a poner la batería nueva. ¿Que el carro no prende porque no tiene batería? ¿Porque te robaron la batería? No es mi problema. Si no está el auto y no hay batería vieja, no puedes comprar una nueva. Son las normas.

¿Drogas? Ah, no, tranquilos. Eso sí se compra con facilidad. En cualquier casa de vecino te dan las señas de quién y dónde las venden. ¿Qué quieres? ¿Marihuana? ¿Coca? ¿Crakc? Cualquiera te indica dónde y en tres minutos cumples tu deseo. Para comprar alimentos, medicinas, productos de limpieza o de aseo personal y baterías sí es más complicado porque son actividades que han llegado a ser delito que se paga con cárcel en la tierra bolivariana de Chávez y Nicolás.

Golcar Rojas

El bachaqueo de cada día

bici

Ya no sé si es resistencia al cambio. Miedo a lo desconocido. Temor a enfrentar una nueva vida.  Una especie de resignación.

No sé si es por el correcorre de cada día tratando de obtener lo básico para subsistir. La pelea cotidiana por un kilo de leche, el litro de aceite, el paquete de pañales,  el medicamento que hay que tomar de por vida…

No sé si es que a pesar del pesimismo característico y del convencimiento de que esto no tiene pronta salida, uno guarda en el fondo una pequeña esperanza de que esto tiene que cambiar. Que, como dicen muchos, esto no hay quien lo aguante.

No sé si es que nos han puesto en el agua psicotrópicos, nos atapuzan de Haldol. Si es que hay una especie de Lexotanil en aerosol que nos rocían en las interminables colas sin que nos percatemos.

Tal vez es solo tozudez de uno. Terquedad. Obstinación.

Un poco de todo esto
tal vez, es lo que impide que uno agarre sus cuatro trapos y se largue a otro país sin importarle si va a barrer calles o a limpiar baños, pero correr a un sitio donde uno sienta que aún limpiando baños es más gente, más ciudadano que siendo un pequeño empresario en este país

Mantener un pequeño negocio en esta Venezuela “revolucionaria” es una proeza que cada vez se hace más cuesta arriba. Es una lucha constante contra todo y contra todos. Incluso a veces contra uno mismo o contra los que están en la misma situación que uno.

Cada día es una batalla a vencer. Se cierra a las seis de la tarde y no es para irse a su casa a descansar, al gimnasio, al Festival de Poesía para conocer a Rojas Guardia o a un cine. Uno cierra su negocio y sale a seguir batallando. El trabajo no se acaba con la bajada de la santamaría si uno quiere tener al día siguiente algo qué ofrecer a sus clientes. Ser comerciante aquí no es contar con una lista de proveedores y distribuidores a los que llamas o te visitan una vez a la semana o al mes. No.

El “bachaqueo” cotidiano se impone. La escasez y altos precios obligan a los comerciantes a salir a buscar alternativas que les permitan seguir funcionando e incluso tener ventajas comparativas para competir en el mercado. Mientras un distribuidor ofrece un producto a 150 bolívares más IVA, más pago de flete, uno puede conseguir el mismo producto con un precio final de 120 bolívares en un supermercado, o en un chino. Entonces hay que buscar el «resuelve», aunque el trabajo se multiplique.

Hacen 43 grados centígrados de temperatura a las 10 y media de la mañana cuando decidimos enfrentar el infernal tráfico de Maracaibo para atravesar la ciudad y llegar a Ferreagro mascotas, un negocio de venta al mayor de productos de ferretería, agropecuaria y pequeños animales a donde se llega luego de media hora o cuarenta minutos, si no hay trancón.

¡Gracias a Dios, el aire del carro está funcionando bien y los 43 grados de afuera son solo 36 adentro, según marca el termómetro en la consola!

Total que poco después de las once de la mañana, estamos en el mostrador del negocio. Queremos apertrecharnos de algunos medicamentos que no tienen los otros distribuidores y, especialmente, unos collares garrapaticidas que, como tantísimos otros productos, están desaparecidos desde hace meses del mercado y que nos llegó el pitazo de que aquí tienen.

Una ojeada rápida a los estantes y ¡la decepción! No hay collares. Con cara transida le comento a la vendedora del mostrador mi pena.

–Si tenemos. Es solo que no los tenemos exhibidos.

Entiendo. Esa es otra práctica que se ha hecho cotidiana en este país del “no hay”. Uno va a comprar un litro de leche y se siente como un delincuente. Como si estuviera comprando cocaína. Como si estuviera cometiendo un delito muy grave. Hay que pedirlo guillado. Susurrado. En el momento oportuno. Cuando no hay ojos y oídos de intrusos…

–Ok. Póngame cuatro cajas, por favor.

–No se venden más de dos cajas por persona.

Trago grueso. Pienso “No tardarán en poner aquí también captahuellas”.

–Bueno, ya estoy aquí. Póngame las dos cajas que me tocan.

–Pero se venden en conjunto con tres champús garrapaticidas Scooby cada caja.

La sangre empieza a hervir en mis sienes.

– ¿Scooby? ¡Pero si eso es un hueso! Yo los tuve en la tienda y prácticamente los tuve que regalar.

La ira me va ganando. Tengo que forzar una sonrisa para saludar a un vendedor que se acerca y a quien conozco de no sé dónde. Después del saludo sigo con mi descarga, esta vez alternando la mirada entre la chica que me atiende desde el principio y el “amigo” que se acercó.

–Pero bueno. Esto parece una empresa socialista. Un ministerio del gobierno. Cómo es posible que ustedes me racionen los productos y además me condicionen la compra a llevar los productos que tienen aquí abollados. O sea, este país definitivamente nos volvió locos a todos, no es solo la pelea contra las arbitrariedades del gobierno sino que cada uno de nosotros aprovecha para cometer sus propias arbitrariedades…

Tomo una bocanada de aire que me infla el diafragma para tratar de no levantar más la voz porque siento que ya estoy gritando. Llega un amigo de hace tiempo. Con una mueca que imita una sonrisa le doy la mano y lo saludo. Resulta que también trabaja en el sitio.

Retomo mi discurso. La chica tiene los dedos en el teclado a la espera.

–Deme las dos cajas y los seis champuses –Le digo y sigo con mi retahíla–. Yo entiendo que por la escasez ustedes limiten las cantidades que venden porque tienen que tratar de cubrir un poco las necesidades de todos sus clientes, pero si me limitan la cantidad, no me condicionen también a que me tengo que llevar los huesos. O una cosa o la otra, si llevo el hueso de ustedes pues entonces véndanme todos los que yo quiera.

Todos miran hacia otro lado. Yo hablo como el loco de la plaza a una audiencia que me ignora por completo. La chica me mira como diciendo “¿Qué más va a llevar?”

–Eso es todo. Yo pensaba hacer una compra más grande pero ante este maltrato no les compro más nada. Deme los collares y los champuses. Y eso por no perder el viaje hasta aquí.

Me dan el monto, voy a caja a pagar y luego a “Despacho” con la factura para que me entreguen los productos.

Mientras empaquetan mi pedido, tratan de justificar el atropello. La excusa es peor que el hecho. En un país regido por delincuentes, todos somos sospechosos. Limitan la cantidad porque «no saben para qué los quiere uno comprar».

Me limito a decirles que ellos saben muy bien que maltratando a quienes trabajamos honestamente no se solucionará el problema del contrabando. Quien va a contrabandear sorteará esas trabas y conseguirá adquirir los productos para seguirlo haciendo.

Encogida de hombros. Silencio.

En una bolsa me entregan los seis champuses. No veo los collares.

– ¿Y los collares?

–Esos los busca al salir, por almacén.

Me olvidaba de que lo que estoy es «cometiendo un delito» y no comprando. Debo ser discreto. Tomo mi bolsa y salgo a buscar los collares en “Almacén” para terminar de largarme.

Como estamos cerca del mercado de mayoristas, decidimos acercarnos hasta allí para ver si conseguimos alpiste y semillas de girasol que hace tiempo se acabaron y no hemos conseguido más.

En una época, le compraba esas semillas a una agropecuaria que me las llevaba hasta mi tienda. Pero una vez me despacharon un bulto que me costaba 3 mil 500 bolívares y la factura era por mil 500. Sí. Ellos que se ufanaban de ser socialistas, se cubrían las espaldas con lo del “precio justo”, cobrando un monto y facturando otro mucho más bajo. Al final, la culpa de la “especulación” sería del detallista. Devolví el saco y se acabó nuestra relación comercial.

Entonces, decidí comprar por otra vía. Conseguí una empresa que me las despachaba pero la última vez me dijeron que tenía que tener un guía del “Sada” para poderme seguir vendiendo. Tendría que ir al Minpopó no sé cuánto, pedir una cita que la darán para no sé cuando, casi un año después de pedida, llevar un montón de requisitos, hasta el certificado de defunción de mis tatarabuelos y…

Pues entonces no les compro más y sanseacabó. Uno tiene Rif, tiene registro de comercio, paga retención de impuestos, paga impuestos a la alcaldía, paga impuesto sobre la renta. Toda la parafernalia burocrática y cada vez que a un funcionario le pica el fondillo inventa un papel nuevo a solicitar y una vía más para el matraqueo y la extorsión. Pues no vendo más esas cosas y ya.

Pero los clientes buscan el producto. Hay una necesidad que es imperioso cubrir. Ya son tantas las cosas que no se consiguen, que es difícil dejar de vender lo poco que hay y que necesitan los clientes. ¡Vamos a intentarlo!

Están tan caras las semillas que apenas compro 10 kilos de alpiste y 4 de semillas de girasol para empaquetarlos de cuarto de kilo y ver cómo se mueve. Veo unos bultos de azúcar morena y quiero comprar uno. Son doce paquetes de 900 gramos.

–Para venderle el azúcar necesita tener la guía del “Sada”. Si le.vendo sin guía y lo para la Guardia, se.lo llevan preso por bachaquero. Hace un tiempo que está un muchacho preso porque llevaba un bulto de azúcar para un velorio guajiro.

De historias como esas vienen los titulares de «Detenidos 30 bachaqueros con productos de la canasta básica».

«Vuelta la burra al trigo con la malparía guía del Sada”, pienso. Me quedo sin el azúcar morena. La cuenta hace 2 mil 500 bolívares. No aceptan tarjetas:

–Tenemos problemas con la línea de teléfonos desde hace tiempo –Me explica el señor–. Hemos llamado desde hace meses a Cantv y nada que lo arreglan y no hay líneas nuevas. Yo no sé qué tanta propaganda hace la Cantv en televisión si no hay nada.

Le digo que este régimen es todo pura propaganda y le pido que me haga la factura jurídica, que le pagaré en efectivo.

– ¿Factura? No, eso se vende sin factura. Le voy a decir la verdad, eso es de contrabando.

De regreso a mi negocio, conseguimos un hombre que va en una motocicleta transformada por la avenida. Le quitó la rueda delantera, le instaló una especie de plataforma y allí montó una pequeña vitrina donde lleva sus panes y una cava para mantener frío el jugo. Es un emprendedor que busca sobrevivir al socialismo. Ese es su negocio. Sin permisos. Sin impuestos. Sin pagos de alquiler. Rellenar los panes y preparar el jugo. Eso es.

Maracaibo-Mérida, Crónica de carretera

atardecer

Poco más de tres horas rodando. El viaje ha sido tranquilo. Hay tráfico pero se avanza con constancia y sin atascos. La carretera en grandes tramos está en mejores condiciones que la última vez que transité por ella. La han repavimentado y quitado cerca de la mitad de los absurdos reductores de velocidad que tenían. Todavía quedan demasiados en los que se siguen apostando vendedores de café, jugos, tortas, conservas, ponqués y toda clase de avíos, pero hay que reconocer que está un poco más despejada. Todavía hay largos tramos llenos de cráteres pero ya uno hasta agradece que hayan tapado algunos.

La batería de mi celular indica que ya está a punto de apagarse. Una rayita roja en el ícono de la batería es la señal de que gracias a tanta foto subida a Instagram, Facebook y Twitter y al intercambio de mensajes con la familia en el whats app, la batería se ha consumido con mayor rapidez.

Una especie de nerviosismo se empieza a apoderar de mí. Como un síndrome de “pre abstinencia”. Temo quedarme sin teléfono en mitad del viaje. Un temor que se fundamenta, por un lado, en el “pánico a la desconexión”, a pasar horas fuera de las redes sociales, sin acceso a información inmediata y sin posibilidad de comunicar cuanta pendejada pasa por mi mente. Y, por otro lado, en el miedo real de que suceda algo en mitad de la carretera y no tener cómo comunicarme para pedir auxilio. A pesar de mis temores, no  puedo parar de tomar fotos y postearlas. ¡Qué vicio!

Nos detenemos en una estación de servicio donde normalmente paramos para repostar combustible y tomar un café y aprovechamos para ver si tienen el químico limpiador de inyectores de vehículos que no conseguimos por ningún lado en Maracaibo, con excepción de uno carísimo en Ferre Total que costaba casi 400 bolívares.

Estamos de suerte. La bomba no solo cuenta con gasolina de 95 octanos, sino que tiene dos potes de limpia inyectores a 65 bolívares cada uno. Llenamos el tanque y compramos los dos potes de limpiador. Satisfechos, subimos los peldaños que nos llevarán al restauran de carretera donde podremos liberar la vejiga y tomar un café que nos espante la modorra vespertina.

Antes que nada, le pido al muchacho que, por favor, me ponga a cargar el teléfono mientras compramos el café y vamos al baño. Amablemente conecta el aparato a la corriente y mientras me prepara el café, observo el amplio lugar que he visitado incontables veces. Contemplo pensativo las vitrinas casi vacías. En unas apenas quedan unos cuatro paquetes grandes de Pepitos. Otras están desoladas. En un aparador hexagonal de vidrio, hay, tratando de llenar el espacio, unos cuantos potes de talco Borocanfor para los pies y unos dos corta uñas.

–¡Esto está pelado! –Comento; más triste que extrañado, pues es el lugar común en todos los establecimientos del país. La respuesta detrás de la máquina Gaggia en la que que empieza a borbotear el café que sale por el tubo, también es el lugar común en estos casos:

– No nos llega nada. No conseguimos mercancía. Los distribuidores vienen y no traen nada. Aquí tenía yo un estante lleno de chiclets y caramelos –dice señalando un espacio vacío sobre el tope de la barra–, tuve que eliminarlo porque ya no llega nada de eso. En este lado ­–dice apuntando en el aire a su derecha–, tenía un exhibidor grande lleno de Pepitos, papitas fritas, tostones, Cheese Trees... Nada de eso está llegando.

La letanía de la escasez y la dificultad para trabajar continúa. Veo el inmenso espacio y pienso en lo que debe costar en alquiler, impuestos, servicios y empleados mantener ese lugar, en el esfuerzo que ese muchacho está haciendo para defender con las uñas su medio de vida.

–Aquí es muy difícil trabajar –se lamenta-. Lo peor es que todavía hay mucha gente que no termina de ver hacia donde nos están llevando…

Al rato, pido mi celular y nos despedimos para continuar nuestro viaje. Miro el icono de la batería y sigue con la misma rayita roja. Los minutos conectado al enchufe no parecen haber servido de nada. El muchacho me da la solución:

–Unos 200 metros más adelante, en la orilla de la carretera, venden cargadores para carros. Compre uno ahí para que no se quede sin pila.

Efectivamente, a mano izquierda de la vía, hay dos puestos de ventas. Uno vende frutas y verduras. El otro, tiene forros y cargadores de celulares. Están casi sobre el pavimento, en un espacio de tierra en la que clavaron cuatro estacas de madera y le pusieron un escueto techo de paja. De unos alambres colgados entre dos de las estacas, guindan los accesorios para celulares. Todos genéricos. Todos chinos.

El hombre amablemente me interroga sobre lo que busco e, inmediatamente detecto por su acento al hablar, que es colombiano. Se lo digo y se asombra de que lo descubriera “Todo el mundo me pregunta de una vez si soy colombiano. ¿Tanto se me nota?”. Obviamente, se le nota al parcero que viene de la hermana república.

–¿Para dónde van?

–A Mérida.

–¿Y cómo está la cosa en Mérida, ya se ha calmado?

–Se calma a ratos pero no del todo. Es que mientras sigan todos los problemas no se va a calmar del todo.

Al hombre le brillan los ojos. Me mira y me dice:

­–Tiene que calmarse porque al gobierno lo elegimos nosotros. Hace cuatro meses votamos y todos votamos por Nicolás.

El hombre junta los dedos como quien agarra una tiza y en un cartón que guinda de los palos del chiringuito, hace amago como de profesor que se presta a explicar en la pizarra algo a los alumnos:

-Lo que tienen que entender es que esto es una “Democracia” –dice al tiempo que mueve las manos como si escribiera la palabra–. Nosotros votamos y estamos felices con esto. Nosotros, como dicen, estamos felices comiendo mierda y eso tienen que entenderlo.

Le digo que una democracia no es solo eso y que en Venezuela somos dos mitades que tienen que convivir y respetarse mutuamente.

–No somos dos mitades. Somos un 51 por ciento y un 49 por ciento. Eso es lo que tienen que entender que somos un 51 por ciento que estamos felices comiendo mierda.

–O sea, que por ese uno por ciento de diferencia, ¿tiene que comer mierda el cien por ciento? –Le digo ya cabreado.

–Bueno esa es la democracia. Yo estoy feliz porque yo esto que hago aquí no lo podría hacer en otro país. Yo no podría vender esto porque me perseguirían y no me dejarían trabajar. Por eso yo voté por el socialismo.

–En otro país podrías hacerlo, pero tendrías que pagar impuestos y solicitar permisos para poder hacerlo. No como lo haces aquí. Y con esos impuestos que pagarías no tendrías esas troneras en la carretera que tienes en frente. Lo que no podrías hacer en otro país es vender una cosa que cuesta centavos de dólar como este cargador en 160 bolívares y no pagar impuestos ni servicios. Yo creeré que a ti te gusta el socialismo por el que votaste cuando esto que te cuesta 50 bolívares los vendas a 60 y no  a 160 como lo vendes. O sea, tú estás feliz aquí porque aquí haces lo que te da la gana y te vives el país sin importarte esos huecos que tienes en la carretera.

–¿Acaso la carretera lo es todo? Mi esposa dio a luz hace un año y vino la ambulancia, la buscó, la llevó al hospital y la atendieron y solo tuvimos que pagar lo mínimo, casi nada pagamos. Por eso es que estamos felices comiendo mierda.

–Eso no es nuevo. Cuando yo tenía 14 años, en la Venezuela democrática, me fracturé la pierna y en el hospital me atendieron, me pusieron un yeso y me corrigieron la fractura sin pagar ni medio. Anda hoy a un hospital a ver si pasa lo mismo. Ni yeso tienen.

–Bueno, pero nosotros votamos por eso y tienen que respetarlo. Es más, yo sé que algún día la revolución no va a tener para seguirnos dando todo, por eso yo ahorro, para que, cuando el gobierno no pueda darme, yo tener con qué…

–Claro, tu ahorras porque le ganas más a lo que vendes que lo que le pueden ganar los comerciantes que pagan impuestos, servicios y generan empleos. Este cargador que me vendes en 160 bolívares lo consigo en eso o menos en un centro comercial, en cualquier negocio de esos que el régimen acosa por los “precios justos”. Esa es toda la felicidad de ustedes, hacer lo que les da la gana y vivirse al país.

La taquicardia retumba en mis oídos. Me monto de nuevo en el carro, respiro profundo varias veces y retomo la lectura de “Los incurables” para terminar de calmarme. Mientras el libro me ayuda a recobrar el equilibrio y estabilizar el ritmo cardíaco, el celular se carga con el aparato comprado al colombiano.

Esto no es la depresión de un lunes

duele

Quisiera creer que todo está bien. Me gustaría pensar que la opresión en el pecho no es más que la depresión del lunes. Me gustaría poder decir que la sensación en el vientre no es más que el resultado de una pesada comida.

¡Cómo quisiera poder vivir en la ignorancia! Como aquella doctora que llega a comprar el alimento para su gato sin enterarse que en las tiendas de electrodomésticos el día anterior se empezó a aglutinar la gente para comprar «a precios justos».

Como la chica que llega a buscar el Cat Chow para su mascota, coqueta y sudorosa luego de recorrer media ciudad infructuosamente y me dice:

-¿Qué está pasando con la comida de gatos que no se consigue en ninguna parte? He ido a tiendas de mascotas y supermercados y nada.

Yo, con esta amargura que se me está instalando en el alma, respondo con otra pregunta:

-¿Qué está pasando con la leche, con la azúcar? ¿Qué está pasando con el país?

Ella me mira con una mueca de sonrisa y yo sigo destilando mi hiel:

-Que estamos en un país socialista. En el país que nos heredó Chávez. En el país de Nicolás. Eso es lo que está pasando.

-¡Ay, ese hombre! Ojalá, se vaya ese Nicolás.

Cuando la oigo no puedo evitar terminar de espetarle mi vinagre:

-Por eso yo, antes de venirme a trabajar, pasé un buen rato a protestar.

-¿Protesta? ¿Cuál protesta?

No. Sé que esta no es la depresión del lunes. Es la depresión de pasar un domingo a las 11 de la mañana por Ferre Total para buscar unas piezas que le faltaron a mis persianas y conseguir que a pleno sol rechinante de Maracaibo, pegadas a la pared para agarrar un poquito de sombra del muro, había una fila de personas esperando turno para comprar a «precio justo» y, en la calle, la respectiva cola de autos. Todos de manera incosciente o conscientemente terminamos contribuyendo a la destrucción del país.

Es la depresión de ver el cansancio y la tristeza en los ojos de los empleados de Ferre Total que se esfuerzan por seguir dando una buena atención pero que no pueden disimular su depresión e incertidumbre.

Mientras espero que me busquen las dos piezas que le faltaron a mis persianas, leo el aviso puesto en la pared de entrada con la lista del límite de productos que cada cliente puede comprar, el racionamiento, pues. Sale un señor que hizo la insoportable cola para comprar 2 metros de cable «debe ser una emergencia», pienso, y veo que sale una señora con un galón de pintura y 6 ganchos para colgar ropa. Otra con un archivador de plástico y una más con una carretilla vacía… En fin, no quiero pensar que la gente pierda 3 horas de su vida a pleno sol, con 40 grados centígrados a la sombra, para comprar esas cosas.

Un chico se me acerca y comenta:

-Se me dañó una llave paso y tengo que cambiarla urgentemente y no tengo otro sitio dónde conseguirla hoy. En Epa no quedó nada. ¡Coño, yo no tengo tiempo para estas colas! Yo, para comprar, tengo que trabajar y si hago la cola no trabajo y, por lo tanto, no tendré con qué comprar. ¿Esta gente tiene plata y tiempo para hacer estas colas? ¿No trabajan?

Quiero pensar que ya el martes habrá pasado esta sensación de lunes, pero sé que al día siguiente volverá la depresión cuando salga a comprar, en la panadería de la que soy cliente desde hace 20 años, dos litros de leche y me digan que solo puedo llevar uno. O cuando me avisen llegó una extraña leche condensada al supermercado y me digan las dependientes que si quiero comprar 3 potecitos (se lee TRES unidades) de esa leche tengo que hacer una compra, de más de 300 bolívares. De lo contrario, solo me permiten comprar 1 pote (se lee UN pote de 350 ml.)

Me deprimiré una vez más al contemplar el kiosco de periódico del chavista Francisco que está por mi cuadra y se ha convertido en una especie de alegoría de lo que es el país.

Un Kiosco que hace 15 años estaba lleno de periódicos, revistas, juegos, chucherías. Donde compraba cigarrillos cuando fumaba, donde hasta hilo, agujas y pega loca podía conseguir. Es un remedo de kiosco.

Como Venezuela, ese kiosco ahora está vacío y oscuro. Dos periódicos y unos cuantos frascos vacíos es los único que se ve al pasar frente a él. Ya ni siquiera me detengo. Hago una mueca de saludo y solo le digo a Francisco:

-¡Coño, esa vaina está cada vez más pelada!

El me responde que «ahora no se puede tener lo que no se vende».

Lo sé muy bien. Tengo 15 años adaptando mi negocio a las circunstancias del país. Eliminar rubros, perseguir otros. Disminuir costos. Rebuscar por todos lados.

La nueva modalidad es «bachaquear». Buscar en cualquier rincón del país la mercancía que los clientes necesitan para poder continuar ofreciendo el servicio. Bajamos cada vez más el margen de ganancia pero al cliente le sigue costando cada vez más el producto. Mi familia recorre los negocios de Mérida persiguiendo alimentos para gatos para comprarlos a precios más elevados de lo que yo los vendía y enviármelos con exorbitantes fletes. Todo contribuye a encarecer el producto pero la gente agradece y paga porque su mascota es uno más de la familia.

Así vamos. Uno quisiera no tener que salir a la calle para no tropezarse con la escasez, con las colas por comida, por electrodomésticos, por productos ferreteros, para conseguir un taxi… Colas por todos lados y para todo. Uno quiere evadir la realidad para evitar la depresión, pero la realidad se mete por los intersticios de la cotidianidad para golpearte moral y anímicamente.

No hay modo de evadirse. La depresión reincide. Salgo a perseguir un pote de leche condensada y un paquete de papel tualé, y una vez más, tropiezo con Francisco, el chavista del kiosco de periódico, sentado en su silla de metal frente a lo que queda de lo que en un tiempo parecía ser un próspero negocio. Lo veo encanecido, en silencio, venido a menos como su tarantín y no puedo evitar sentir que la depresión me cae de sopetón. Es miércoles y reincido en mi depresión. Confirmo que lo de dos días antes no era la depresión del lunes.

Efectivamente, la pancarta de la chica en la protesta del 23N tiene toda la razón: Venezuela duele. Miro al disminuido Francisco y solo puedo pensar si ese hombre se ha dado cuenta de su deterioro y del de su negocio. ¿Seguirá pensando que todo eso vale la pena porque «tiene patria?

«A esto se llama justicia» ¿Justicia?

justicia

“A esto le llamo justicia”, decía la leyenda tallada en el tronco al pie de una pieza de Alberto Manzanilla, hecha en madera tallada y policromada y que se exhibía en la sala alta del Centro de Arte de Maracaibo, Lía Bermúdez.

En el rótulo, al lado, una pequeña variación del este texto tallado le daba título a la obra: “A esto se llama justicia”. Un pequeño cambio de palabras pero que sirve para significar que tanto el artista, como muchas otras personas, llaman, a lo representado en esa pieza de arte popular, “justicia”.

La obra muestra a un buey que, parado en dos patas, lleva frente a sí a un par de humanos uncidos al yugo del arado y los pica con la lanza ante la mirada triste y rencorosa de quienes voltean a observar a su victimario. Es una pieza que forma parte de la colección del Museo de Arte Popular Salvador Valera, que se exhibió en el CAMLB.

El explotado pasa a ser el explotador, el victimario pasa a ser la víctima, los papeles se invierten y, para muchos, eso es “la justicia”.

La imagen me chocó y me quedó rondando en la cabeza. Esa pieza constituye una de esas cuestiones que en mis noches de insomnio me taladran la cabeza: la justicia. ¿Qué es la justicia? ¿Qué entiende la gente por justicia? ¿Qué es lo justo para la mayoría? ¿Somos capaces los seres humanos de distinguir lo que es justicia de lo que es revancha, de lo que es resentimiento, de lo que es venganza?

Todos en un momento u otro hemos sido víctimas de actos injustos o, al menos, nos hemos sentido víctimas de injusticias. Pero ¿esto nos daría derecho a hacerles a los otros lo mismo que nos hicieron y considerarlo un acto de justicia? ¿Es justo el ojo por ojo y el diente por diente o eso es revancha y solo generará resentimiento y más injusticia?

Cuando estaba en los últimos años de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de Los Andes, por allá por el año 1988 u 89, y perdonen la distancia, alguien me contactó con los dueños de una emisora de radio en San Cristóbal para hacer como una especie de pasantía en el noticiero de la emisora. Mi trabajo consistía en redactar  el noticiero del mediodía, con muy escasos recursos, apenas la prensa del día –para entonces no teníamos el recurso de la Internet para acceder de manera rápida a la información–.

Cuando me enteré, luego de tres o cuatro días en la emisora, por boca de la directora e hija del dueño de la estación, que no me pagarían por mi trabajo y, encima de eso, tendría que calarme como corrector y censor al locutor del noticiero quien no era periodista, no me pareció para nada justa la situación. Incluso me ofendió que la directora me tomara por idiota y con tono de magnánima madre me dijera:

–Toma tu paso por la emisora como una experiencia. Esto te servirá para hacer currículo. Si tú lo haces bien aquí, Golcar, posiblemente alguien de otro medio te vea y te contrate y puedas entonces tener un sueldo como periodista y llegar a ser un Nelson Bocaranda.

Suerte la de la caraja que entonces yo era un muchachito andino muy bien educadito, muy comme il faut. Muy de La Parroquia. Sin armar el escándalo se merecía, y que armaría hoy, y sin tirar puertas, le di la mano y me despedí para no volver a pisar la emisora.

Cerca de año y medio después, una situación similar me aconteció cuando, ya graduado, en Mérida, me ofrecieron un trabajo medio tiempo en un diario local. Emocionado por lo que sería mi primer trabajo como periodista en un periódico, me fui al encuentro del director. Un hombre muy simpático que me informó que mi trabajo consistiría en sentarme con una radio cassettera y una vieja máquina de escribir, grabar los noticieros de radio y luego transcribirlos en la destartalada máquina de escribir a la que incluso le faltaban teclas, con lo que la yema de los dedos se herían al teclear el desnudo metal, y convertir esas noticias en informaciones para rellenar páginas de la edición del día siguiente del periódico.

Ni qué decir que la historia del pago fue más o menos similar a la de la emisora de radio, creo que si acaso me darían algo para el transporte o alguna miseria así. Una vez más, salí de allí para no volver.

Ya más recientemente, tanto con mi casa como con el local donde tengo mi negocio, me he sentido víctima de la viveza y de la falta de consideración de quienes me arriendan ambos espacios. Exagerados cánones de arrendamientos y prácticamente nada de servicios en contraprestación. Irrespeto a la antigüedad, aumentos desproporcionados del alquiler anualmente, con el conocido “si no te sirve, desocupa”. Y una larga letanía de atropellos que no voy a detallar para no aburrir.

A lo que voy. Estas historias personales las recreo aquí porque, cuando el régimen venezolano cerró arbitrariamente varias docenas de emisoras de radio, recordé mi fallida experiencia en San Cristóbal y a pesar de eso, no me alegré. Cuando el periódico de Mérida tuvo que cerrar sus puertas, me acordé de mi frustración de joven recién graduado en ese medio y no me sentí feliz. Cuando he escuchado que la gente no paga los alquileres porque se sienten protegidos por la ley, cuando veo que algunos invaden viviendas, cuando amenazan a los dueños de locales comerciales con que pronto la ley de arrendamientos irá por ellos también, no me siento reivindicado. No espero que la ley en algún momento diga que el local o la casa que ocupo por más de 20 años, pagando anualmente los aumentos de los cánones de arrendamiento, son míos. Nunca, por muy injusto que crea que ha sido el trato de los arrendatarios, he pretendido quedarme con lo que no es mío.

epa

Para mí, la venganza y la revancha propiciadas por el resentimiento no constituyen justicia. Como no lo es tampoco que con la excusa de proteger mi dinero y combatir la usura y la especulación, el régimen atropelle los derechos de los comerciantes sin un debido proceso y sin garantizar la presunción de inocencia. Haciendo que paguen justos por pecadores. No creo en una justicia que, por satisfacer el resentimiento y afán de venganza de algunos, ponga en riesgo los derechos de otros, como pasa con todos esos trabajadores que viven momentos de incertidumbre y angustia porque no saben si con todos estos atropellos contarán con un empleo a final de año o para comenzar el otro.

¡Tristes fiestas navideñas tendrán muchos este año! La angustia y la incertidumbre que viven los trabajadores de Epa, de Traki, de Dorsay, de Daka… de todos esos comercios que han sido violentados por un régimen que no respeta el estado de derecho, no se la deseo a nadie. Eisquel, de Epa, Luz de Ferre Total, todos esos empleados con los que he podido conversar en estos días tendrán las peores navidades de sus vidas. ¿Cómo sentirme reivindicado y protegido contra la supuesta especulación mientras atropellan a tanta gente trabajadora?

Si hay –como estoy convencido que en efecto hay– especulación de algunos, una especulación y usura propiciadas por las absurdas medidas y controles económicos excesivos y que han crecido bajo la mirada complaciente del régimen, no puede ser este atropello la manera de hacer justicia. Esto es revancha, desquite, retaliación. Es el imperio del resentimiento. En este festín de consumismo desatado por los autodenominados comunistas no veo justicia por ningún lado.

Yo entiendo por justicia que la ley me proteja a mí de los abusos de los otros pero que también protejan a los demás de mis posibles abusos. No quiero venganza ni revancha.

No quiero que al dueño de la emisora de radio le expropien su estación, quiero que la ley garantice que al trabajador se le pague lo justo por su trabajo. No quiero que el periódico que me atropelló como profesional, cierre. Quiero que haya una ley que obligue a los propietarios a brindar a sus trabajadores condiciones dignas de trabajo y salarios justos. No quiero que un juez determine que la casa o el local que me alquilan desde hace 20 años, es mía sin pagar. Quiero una ley que me proteja como inquilino y que obligue al propietario a satisfacer las necesidades y requerimientos de sus inquilinos en justicia y de acuerdo a lo legal, y dado el caso, que me venda a justo precio la propiedad.

En pocas y simples palabras, no quiero que los bueyes vayan detrás.

Venezuela entre los síndromes de Munchausen y de Estocolmo

El régimen le ha venido progresivamente inoculando al país el virus letal de un socialismo trasnochado, que ellos llaman del Siglo XXI, hasta producirle la grave patología que presenta en la actualidad. (Ilustración tomada de Twitter Venezuela)

Cuando escuché que Nicolás Maduro y su combo en cadena nacional hablaban de que todo lo que están haciendo con los comercios del país es «Para defender al pueblo. Para proteger el dinero de los pobres. Para defender a la población de la burguesía usurera y apátrida que ha vendido la patria con su avaricia desmedida. Esos pelucones que ponen los precios basándose en ese dolar fantasma y ficticio que manejan los gusanos desde Miami… bla bla bla…» Palabras más palabras menos, recordé este texto que escribí en el 2010 cuando el difunto aún estaba vivo y ya tenía una larga y fructífera acción encaminada a destruir el aparato productivo y caotizar la economía del país.

Una vez más, el Síndrome Munchausen vino a mi mente, esa extraña distorsión de la psique de algunas madres que hace que enfermen a sus hijos para luego acudir presurosas a «salvarlos» de la enfermedad. Es justo lo que el régimen lleva 15 años haciendo con la economía del país. Propició con su ineptitud y corrupción un estado tal de caos que hizo que el mercado sufriera de las peores perversiones económicas como la especulación, la usura, el afán por el enriquecimiento súbito… Todo un conjunto de cuestiones que han sido propiciadas por el caos actual al que llevaron al país.

Lo que vivimos hoy en Venezuela, no es más que el resultado de las mal intencionadamente erróneas políticas económicas y de la falta, a su vez, de verdaderas políticas económicas. El exceso de controles ha propiciado todo este caos y descontrol. Caos y descontrol del que todos sabemos han sabido sacar provecho políticamente los adalides del régimen y también ha favorecido el enriquecimiento en pocos años de quienes tienen acceso a  los dólares controlados. Esos que han podido obtener hoy un dolar a 6,30, que al día siguiente lo venden a 60 bolívares para comprarse 9 dolares que se convertirán al día siguiente en  540 bolívares con los que comprarán 90 dolares a 6,30 y venderlos nuevamente a 60 cada uno… Siga usted la secuencia y llegará al momento en que en poco tiempo amasaron ingentes fortunas, poniendo la mitad en dólares en paraísos fiscales mientras con la otra mitad continuaban especulando con la divisa.

De allí vino todo el desastre de hoy y esos, quienes tienen las riendas del control de cambio, lo sabían, lo propiciaron, lo aprovecharon y lo permitieron. Se enriquecieron mientras quebraban el país y ahora salen como buenas madres «a proteger al pueblo», a ese pueblo que timaron.

A mucha gente la han convencido de que la están protegiendo. Al punto de que muchos que se creen opositores aplauden lo que han hecho contra los comerciantes violando todos sus derechos y el principio de presunción de inocencia que debería prevalecer. La gente ha salido a la calle a comprar electrodomésticos y ropas Zara sin percatarse que lo que se están comprando es un boleto sin retorno a ese mar de la «suprema felicidad» que es Cuba. Seguramente, el 8 de diciembre muchos acudirán con su franela Zara rojita a votar por ese régimen que «lo protege» sin darse cuenta del país que están adquiriendo al pagar esa franela a precios «baratos».

Les dejo, una vez más, por su vigencia, ese texto de 2010.

Venezuela entre Munchausen y Estocolmo

Hace algunos años, me comentaba una amiga que una mujer cercana a alias “Esteban”, le había dicho que el hombre, cuando aún le quedaba un ápice de conciencia y cordura, sufría muchísimo por lo que consideraba era como una maldición que lo perseguía. Decía esta mujer que llegaba hasta a llorar al preguntarse por qué siempre le hacía daño a quienes tenía cerca, por qué hacía sufrir y dañaba a quienes quería y lo querían.

Esta confesión, sea cierta o falsa, nunca la he olvidado y al ver la situación a la que ha llevado alias “Esteban» al país en la actualidad y a riesgo de parecer simplista y que este escrito está basado en un manual de sicología en 25 mil palabras -como esos que aparentemente se han  “medio leído” las eminencias del régimen sobre el socialismo y el marxismo-, me voy a permitir hacer una extrapolación hacia la situación de Venezuela, del trastorno psicológico que sufren algunas madres denominado «síndrome de Munchausen” y que consiste en que las madres perturbadas mentalmente inducen en sus hijos síntomas de enfermedades que pueden ser reales o aparentes.

Es decir, la mamá –perturbada- enferma o hace que su hijo se enferme o parezca enfermo. “La madre puede simular síntomas de enfermedad en su hijo añadiendo sangre a su orina o heces, dejando de alimentarlo, falsificando fiebres, administrándole secretamente fármacos que le produzcan vómito o diarrea o empleando otros trucos como infectar las vías intravenosas (a través de una vena) para que el niño aparente o en realidad resulte enfermo”.

Así, indudablemente, ha venido actuando el régimen venezolano desde hace casi doce años ya. Ha sido más de una década en la que el chavismo se ha empeñado en enfermar al país hasta llevarlo al borde del colapso en que nos encontramos. El régimen le ha venido progresivamente inoculando al país el virus letal de un socialismo trasnochado, que ellos llaman del Siglo XXI, hasta producirle la grave patología que presenta en la actualidad, ha procedido de la misma manera como lo hace la desequilibrada madre víctima del síndrome de Munchausen que le inyecta fármacos al niño para que se le manifiesten los síntomas de la enfermedad.

Como la madre perturbada, el gobierno dice que sus acciones están hechas desde el amor y buscando el bienestar del “pueblo” –generalmente, Chávez, al pronunciar la palabra “pueblo”, como cuando dice “Estado”, se golpea el pecho con la palma de la mano en un gesto que evidentemente deja entrever que él es el “pueblo” y él es el “Estado”-.

Con las excusas del amor, la soberanía y la independencia el régimen ha llevado el país al colapso, como la madre mentalmente enferma y víctima del Munchausen, ha enfermado a Venezuela política, económica, social, ética y moralmente. No voy a enumerar todos los graves problemas que padecemos los venezolanos porque creo que son ampliamente conocidos y sufridos por todos, pero es evidente que el causante “amoroso”, el culpable “libertario” no es otro más que el gobierno.

El  régimen nos ha ido cerrando todas las puertas y bloqueando las salidas. Como en el cuento de los cerdos salvajes, nos ha ido poniendo cercas y secuestrándonos, ha enfermado de manera deliberada al país sin encontrar una cura para esta grave enfermedad que sufrimos y que pareciera estar llegando a su estadio terminal.

SINDROME DE ESTOCOLMO

Pero Venezuela no sufre en la actualidad solamente del síndrome de Munchausen, de otra parte están quienes parecieran a su vez padecer de otro síndrome: el de Estocolmo.

Es impresionante ver cómo muchos venezolanos están conscientes de los problemas que enfrenta el país en seguridad, escasez de alimentos, corrupción, desempleo, pérdida vertiginosa de la calidad de vida, violencia, etc. Y, como los secuestrados que padecen del síndrome de Estocolmo, justifican a sus captores, los entienden, y aceptan resignados los maltratos que les propinan sus secuestradores.

Si uno se acerca a Twitter, por ejemplo, y revisa las peticiones que le hacen a @Chavezcandanga -la cuenta que hace unos meses abriera el presidente para tener un contacto más “directo” con los ciudadanos y que días más tarde terminara siendo atendida por una guerrilla de 200 personas contratadas para tal fin-, se encontrará con que la gran mayoría de los mensajes que recibe la cuenta son solicitudes de personas que tienen problemas de vivienda, de empleo, de seguridad, que presentan denuncias de corrupción o atropellos y abusos de poder, pero todos comienzan agradeciendo al comandante por su gobierno, por su “patria socialismo o muerte”. Saben que sus carencias no han sido satisfechas en estos 12 años, pero siguen seducidos por Chávez, como «la víctima de un secuestro, o persona retenida contra su propia voluntad, (que) desarrolla una relación de complicidad con quien la ha secuestrado. En ocasiones, dichas personas secuestradas pueden acabar ayudando a sus captores a alcanzar sus fines…”.

Una muestra de estas manifestaciones de la gente se puede apreciar al leer algunos de los comentarios hechos en el artículo «Chavezcandanga, Esteban llegó a twitter«, que escribí en abril de 2010.

Dice Wikipedia que “Los delincuentes se presentan como benefactores ante los rehenes para evitar una escalada de los hechos. De aquí puede nacer una relación emocional de las víctimas por agradecimiento con los autores del delito”. Creo que esto explica perfectamente a lo que me refiero cuando sostengo que quienes aún continúan creyendo y esperanzados en el  gobierno les proporcionará la satisfacción de sus necesidades y les mejorará la calidad de vida, parecieran estar absolutamente afectados por el síndrome de Estocolmo. Son estos quienes comienzan su rosario de quejas y solicitudes manifestando su profundo amor y admiración hacia el comandante y su revolución.

Pero, lamentablemente, en Venezuela, junto con los dos síndromes anteriores, convive un problema que puede ser aún más grave de solucionar, y aquí vuelvo a hacer otra extrapolación: un elevado número de venezolanos pareciera sufrir de “trastorno o desorden de deficiencia de atención”. Estos son los que ven la situación que atraviesa el país con total apatía, indiferencia y desinterés. A estos no les importa que se vaya la luz, que cierren emisoras de radio y TV, que haya escasez de alimentos, que no se pueda tener acceso a los dólares, que hayan intervenido y cerrado bancos y que el resto del sistema bancario se encuentre bajo permanente amenaza, que se pudran toneladas de alimentos en contenedores, que se consigan medicamentos e insumos médicos vencidos almacenados en depósitos del gobierno, que sus vecinos hayan sido robados o asesinados, que sus primos estén desempleados, que sus mejores amigos se hayan visto obligados a emigrar para buscar una oportunidad laboral que le fue vetada en el país por haber trabajado en la antigua Pdvsa o, simplemente, para obtener  mejor calidad de vida para ellos y sus hijos. El trastorno de déficit de atención sólo les permite estar pendientes del fin de semana, de la playa y el cine, del álbum de Panini, del juego de su equipo deportivo favorito y si, por casualidad, se les toca el tema de la situación de crisis del país, sencillamente voltean a mirar la luna o zanjan el tema con un “qué fastidio a mí la política no me interesa”.

NOTA: Si alguien conoce un tratamiento o una terapia que puedan ser efectivos para enfrentar estos trastornos que presenta Venezuela en la actualidad, por favor deje su receta en un comentario al terminar de leer el texto.

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