El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

Archivar para el mes “julio, 2014”

Las horas claras de Jacqueline Goldberg

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Con algunos libros y autores me pasa que en oportunidades leo y al terminar, fascinado con la historia,  siento en el fondo que yo podría haberla escrito.

Con Jacqueline Goldberg me sucede todo lo contrario. Termino sus obras absolutamente convencido de que jamás yo podría haber escrito un texto como el que acabo de vivir. Siempre quedo con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Un desasosiego. Con un dolor revelado. Un vacío suspendido. Y con una indescriptible inseguridad al momento de querer referirme a lo que acabo de leer porque me da la impresión de que no hay manera de plasmar en una reseña ese mundo que se devela en cada texto de Jac.

“Las horas claras”* no ha sido la excepción. Lo leí a sorbos, despacio. Como quien degusta un fuerte y delicioso brandy que pega en el paladar pero cuyo fuerte sabor fascina, atrae e invita a un siguiente trago. Luego lo releí para descubrir nuevas fascinaciones. Nuevas lecturas. Nuevos sabores.

No es solo ese cabalgar entre la poesía y la prosa, entre la novela y el poema, que la hizo merecedora del premio XII del Concurso Anual Transgenérico, lo que fascina en “Las horas claras”. Es también la habilidad que tiene Jacqueline para encontrar la palabra exacta. Su precisa utilización del lenguaje,  que hace que en un párrafo o verso, con potentes imágenes nos cuente una historia completa para la que cualquier otro escritor precisaría de muchos párrafos.

Las pausas, la respiración que exige la lectura de “Las horas claras” la hacen parecer un poema casi épico. Pocas líneas con imágenes precisas le bastan para contar un capítulo completo. No hay reiteraciones, repeticiones o enumeraciones innecesarias. Cada línea está y cuenta lo que necesita contar.

Al leer y releer “Las horas claras”, me da la sensación de que en la historia se entremezclan las emociones de la protagonista con las de la propia Jacqueline Goldberg.  Parece narrar por momentos, más allá de la historia de la Villa Savoye y la angustia de Madame Eugénie Thellier  de la Neuville, sus vicisitudes con el arquitecto Le Corbusier y esa casa que no parece terminar de ser como la ha soñado, sus propias angustias y temores.

La novela pareciera entreverar magistralmente lo que es la vida de la Villa Savoye, la angustia de Eugénie y las emociones y obsesiones de la narradora. Con la constante, atrayente y atemorizante presencia de esas oronjas verdes que por momentos parecen querer y poder acabar con su atractiva morbidez, con la vida de la protagonista. ¿O son tal vez una amenaza para la casa… o para la narradora?

Es que “Las horas claras” es “… ese paraíso que seguía siendo retrato, autorretrato. Epitafio, vertedero.”. Es esa casa que gotea… gotea… se agrieta… se arruga. Pero ¿es la casa o es Madame Savoye la que se deteriora? ¿O es la propia narradora?

jac1¿Transfiere Jacqueline sus temores y angustias a la Villa Savoye y a la protagonista sus propios temores y angustias o se ha sentido identificada con ellas? Como cuando dice “Lo padeció antes de los cuarenta años, cuando una histerectomía le hizo sentir la proximidad de la muerte. Su cuerpo albergaba malignidades inaguantables. La vaciaron de cuajo. Aun siente mordimientos en el abdomen, cansancio al retroceder”. Y uno inmediatamente se remite a aquella última de las “Postales negras”** que empieza diciendo:

“Sobre el escritorio

reposa fotografiado mi útero descolgado,

amasijo que tan poco dice

de la tenencia y de sus fibras.”.

(…)

“Aún siento mordimientos en el abdomen

cansancio al retroceder.”.

¿Es Madame Savoye o es la Goldberg en ese instante?

Así como en el género, se mezclan, confunden e intercambian las historias. La casa, la protagonista y la narradora parecen ser cada una, metáforas o símiles de las otras.

“La casa ha comenzado a padecer. Aún sin columnas ni desagües. Posee la ignorancia de los muros nunca culminados, la soledad de los pasadizos obstruidos”. ¿La casa? Y otra vez:

“La villa comienza a emitir aullidos de cal. Se contorsiona, desobedece, lista para ser habitada”.

Ese posible reflejo entre el personaje y la autora queda plasmado desde el comienzo cuando dice:

“Hubiese querido ser cantante o bailarina o escritora o pintora. Ser alta, robusta, de cabello claro. Habría dado lo que fuese por lucir una voz ronca, mirada punzante, manos sutiles, menos sísmicas.”. ¿Es esta Eugénie o Jacqueline que aferra el lápiz entre sus dedos en su eterna batalla contra los incontrolables temblores?

Así la historia nos va seduciendo. La casa parece habitarnos. La sufrimos y padecemos. Cuando la casa está tomada por los soldados y llueve. Uno siente que sus defectos, esas fallas que enervaban a su dueña, ahora le sirven de defensa y de venganza:

“Llueve.

Seguramente también llueve dentro de la villa, sobre las cabezas desorbitadas de los soldados alemanes”.

Ese indefinible mundo entre lo que es, lo que fue y lo que imaginó la autora nos atrapa. Nos envuelve. Vivimos la historia narrada, la guerra que es textual y es metáfora de la guerra interna de personajes y narradora. Nos golpea con mano suave que acaricia.

Un cuerpo se arruga.

Un país se resquebraja.

Una guerra. Unas grietas. Unas gotas. Un temblor.

“Esta casa es más mía que ninguna. Vi crecer sus muros, le veré nacer arrugas. Pero seré yo quien muera.”…

“Las horas claras” es un dolor sin drama. Una tristeza sin llanto. Un sufrimiento sin quejas. Al final, la casa -¿como el cuerpo?-, comienza a ser un padecimiento,  un fantasma que se le viene encima.  Jamás volvería la protagonista a esa casa que recibiría la luz de las horas claras, que traería  la claridad. “El sueño se había hecho inhabitable”.

*Las horas claras, Jacqueline Goldberg. Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2013.

**Postales negras, Jacqueline Goldberg. Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2011.

«Pajaralandia», fábula de libertad

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Quiso la casualidad que al día siguiente de escribir «Pajaralandia» descubriese este grafitti en Maracaibo.

Pajaralandia se había vuelto triste y gris. Ya no se escuchaba el canto de las aves entre las ramas de los arboles ni entre las flores. Hacía tiempo que solo se oía el incesante parloteo del loro verde copete rojo y el graznido de su fiel asistente, el alcaraván gris.

Un día, atraída por el triste y melodioso canto de un canario en la copa de un árbol, la hermosa paraulata de plumas en tonos plata, cautelosamente, se fue acercando al lugar de donde provenía el melancólico sonido. Más que un canto, a ratos parecía un lamento y a ratos un furioso grito.

Escondida en el follaje, la paraulata llegó al punto desde dónde podía divisar, entre barrotes de madera, al hermoso canario gloster con cuerpo de plumaje blanco impoluto y copete entreverado de finas plumas negras, grises y blancas.

El cantor ya no tenía la vistosidad de cuando la paraulata lo conoció en libertad. Su cuerpo estaba un poco disminuido por el cautiverio, pero aún se podía adivinar en su enflaquecido semblante, el vigor de viejos tiempos, corroborados por su potente canto.

Un triste suspiro producido por las sentidas notas del canario, se escapó del pico de la paraulata, delatando su presencia. El canario la miró interrogativamente.

-¡Perdón! -Dijo la paraulata avergonzada- No pude evitar escuchar tu triste canto. ¿Por qué estás allí encerrado?

-Porque el envidioso loro verde copete rojo, me encerró aquí por cantar.

-¡Pero sigues cantando! –Replicó con temor la paraulata.

-Me encerró el cuerpo pero no pudo con mi voz.

La paraulata agachó la cabeza. Con pena y en un murmullo, dijo:

-A mí logró callarme. Tenía el canto más hermoso que la naturaleza haya podido producir. Silbaba las notas del himno de Pajaralandia como los  ángeles y, por eso, el loro copete rojo que solo puede parlotear sin emitir una sola nota musical, me tomó ojeriza y cada vez que yo empezaba a silbar las libertarias notas, me lanzaba con furia las piedras del camino o el alcaraván esbirro me amenazaba con su potente y puntiagudo pico. Hasta que, de tanto callar por miedo a sus pedruscos, terminé enmudeciendo para siempre.

Una lágrima saltó del ojo de la paraulata y en ella pudo distinguir el canario el reflejo de la figura de un ruiseñor que se acercaba dando saltitos entre las ramas del araguaney y que, ayudándose con su pico, se sostenía de las hojas y de las amarillas flores, para avanzar. El canario se puso en guardia y preguntó:

-¿Quién se acerca dando saltos y reptando? ¿Por qué no usas tus alas para volar?

El ruiseñor pechiazul de brillante plumaje, se apresuró a responder:

-¡No se asusten! Yo también soy víctima del odio del loro verde copete rojo y su alcaraván esbirro. Una mañana me encontraba feliz cantando mientras volaba entre las margaritas y, al descubrirme el alcaraván, comenzó a sonar su graznido de alarma y apareció furioso el loro verde oliva y de un picotazo me arrancó la mitad de mi ala derecha.

-¿Tampoco cantas ya? –Preguntó la paraulata.

-Cantó solo cuando cae la noche. Me escondo en los huecos de los troncos y canto sin parar protegido por la oscuridad. No me atrevo a hacerlo a plena luz del día.

-Yo aprendí a cantar solo las notas que al loro le gustan o, por lo menos, no le molestan –Terció un zorzal de plumaje marrón y rojizo-. Cada vez que cantaba una nota que le molestaba al loro copete rojo, él me lanzaba una semilla grande que me golpeaba en la cabeza. Cuando la nota le gustaba, me ofrecía un poco de alpiste. Así aprendí que no tengo que dejar de cantar, solo tengo que cantar las notas que al verde oliva copete rojo no le molesten.

Un búho de anteojos, con su máscara de plumas negras alrededor de los inmensos ojos y pecho de plumas amarillas, salió de su nido donde se encontraba cavilando sobre lo que oía.

-Esto no es vida para Pajaralandia. Nuestro territorio se ha ido tornando triste y silencioso. Los pájaros no cantan por temor al loro verde copete rojo. Otros cantan solo a escondidas o las notas que el loro les permite. La tensión entre nosotros se está volviendo inaguantable y esto solo puede terminar mal, muy mal. El canto y  el vuelo en libertad son nuestra vida y el loro nos los ha ido arrebatando. Mal, muy mal terminará…

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¿Por qué atar un país que nació para volar?

Todos callaron ante las palabras del maestro búho. La tristeza se apoderó del grupo. Sabían que el búho de anteojos tenía razón pero no sabían qué hacer para evitar lo que inminentemente veían venir con impotencia.

Un estruendoso aleteo hizo cimbrar las ramas del árbol.  Algunas hojas y flores amarillas cayeron por la fuerza del golpe de las alas en el aire. Un potente grito se sintió justo al momento cuando la guacamaya bandera, exhibiendo sus brillantes plumas rojas, amarillas y azules, se posó sobre la rama del árbol.

-Esta tierra no puede seguir sumida en la tristeza y en el llanto –Dijo la guacamaya con firmeza-. Pajaralandia es un territorio de canto y libertad y no puede ser que un loro verde oliva copete rojo nos tenga sometidos a su voluntad con la ayuda de un esmirriado alcaraván.

Voló hasta la copa del árbol y con dos potentes picotazos rompió los barrotes de madera de la jaula del canario copetón.

-La guacamaya tiene razón. Juntos somos más y más fuertes que un loro y un alcaraván. Dijo el canario volando para mirar a los ojos al zorzal, al ruiseñor, al búho, a la paraulata y a un pequeño gorrión que había permanecido indiferente hasta ese momento a lo que sucedía.

-Juntos algo podremos lograr, sin duda. Dijo el gorrión común con alas de plumaje en tonos marrón y pecho blanco.

Pasaron pocos días y la paraulata empezó a cantar las notas del himno guiada por el canario copetón. El ruiseñor se les unió a pesar de que en el cielo azul brillaba el sol en su esplendor, el gorrión hacía la segunda voz acompañado del zorzal y el búho marcaba el ritmo picoteando la madera hueca de un tronco.

El alcaraván comenzó su frenético graznido de alerta, pero cuando el loro escuchó la alarma y quiso reaccionar lanzando piedras y semillas, no lograba apuntar porque no sabía con exactitud a dónde tirar la munición. La guacamaya aprovechó el desconcierto del loro copete rojo y se abalanzó con furia sobre el plumífero que no cesaba de parlotear incoherencias.

Entre todos construyeron una jaula de barrotes de madera donde metieron al loro y a su esbirro, el alcaraván. La música volvió a Pajaralandia. Todas las aves entonaron su canto con alegría y gozo. El temor desapareció. Todo volvió a ser canto feliz y vuelo en libertad.

Fin

Maracibo, 27 de junio de 2014.

 

 

 

Fresa y Chocolate en el Baralt

ff

Recuerdo con claridad la sensación de nudo en la garganta y ojos aguados con que salí hace 20 años del cine luego de ver Fresa y Chocolate. Fue en el cine Viaducto en Mérida, creo que ya no existen esas salas de cine, al menos no como tales.

Había pasado tan poco tiempo de mi viaje al Festival de Cine de La Habana que la película pegó duro al recordar esos días de tristeza por las calles habaneras, las conversaciones con amigos tan parecidos en sus discursos a los personajes de la película, tan apesadumbrados y siempre pensando en la posibilidad de poder largarse de un país que no tenía más que miseria, represión y miedo para ofrecer.

Las lágrimas de entonces eran por una realidad lejana y ajena, que nos golpeaba en cuanto a seres humanos que sentíamos que no había derecho a que por el gusto al poder de unos pocos se sometiera a todo un pueblo. Era algo que veíamos en una pantalla de cine, leíamos en un libro o, como mucho, vivíamos por ocho o quince días de un viaje turístico a la Cuba.

La noche del 9 de julio, en el Teatro Baralt, una vez más la historia de David y Diego me removió el alma. El nudo en la garganta y los lagrimones tomaron cuerpo nuevamente al pasear por la relación de esos dos amigos, y una punzada en la boca del estómago me impidió más tarde conciliar el sueño.

Solo que la tristeza de hoy no fue como la de hace 20, por una realidad lejana. Los lagrimones en el Baralt eran por mí y no por unos amigos dejados en una miserable isla caribeña. Lo que veía en escena gracias al Grupo Actora 80 no era la realidad cubana, era mi cotidianidad.

Héctor Manrique nos ofreció una puesta en escena limpia, sencilla y correcta. No sé si fue su intención pero la puesta logró trasladarme al teatro cubano. El estilo de la propuesta de Manrique con su versión de “Fresa y chocolate” se me pareció mucho al de obras teatrales que en varias oportunidades pude apreciar de agrupaciones de la isla. La música en la versión teatral de Manrique es realmente buena y apoya atinadamente los momentos claves de la pieza, acentuando la emotividad y la acción. El vestuario está a la altura y ayuda a configurar muy bien la personalidad de cada uno de los personajes. La iluminación está bien diseñada para contribuir con el clima de las diferentes escenas de la obra.

El texto, por supuesto, no tiene desperdicio y en escena logra llevar al espectador de la mano por las diversas emociones y momentos de los personajes consiguiendo dibujar ese complejo mundo de sentimientos y emociones que configuran los dos personajes principales tan opuestos entre ellos.

Molesta un poco en la propuesta de Manrique lo estereotipado de los tres personajes en escena. Por momentos parecen demasiado caricaturizados, los actores no parecen calzar para los matices y posibilidades que ofrecen los personajes imaginados por Senel Paz. Especialmente el personaje de Diego tiende a ser un «maricon» demasiado cliché, más cerca de la loca de programas cómicos que del sutil personaje creado por Senel Paz en su cuento «El lobo, el bosque y el hombre nuevo». Y la interpretación del comisario policial peca de sobreactuación a la vez de estereotipado.

Las actuaciones de los tres intérpretes tienden al estereotipo sin llegar a aprovechar los matices que como personajes tiene cada uno. Diego logra parecerse al personaje creado por Paz cuando arranca la escena de la despedida, ya casi al final de la pieza, cuando el personaje parece dar un vuelco y ser más el intelectual culto y gay que dibujara el autor del cuento que la loca suelta plumas que hemos visto a lo largo de la pieza.

Afortunadamente, el texto de la obra es tan bueno -por momentos un poco atropellado por los actores- y la puesta en escena y dirección están tan bien concebidas que las deficiencias actorales uno llega a obviarlas para disfrutar de una excelente pieza teatral.

El dolor de hace 20 años pensando en lo mal que lo pasaban los cubanos, recordando los amigos del teatro Mella al ver su realidad reflejada en la pantalla, hoy se volvió dolor en carne propia, gracias a la puesta en escena del Grupo Actoral 80 en el Teatro Baralt. Aquella historia de Diego que tiene que irse de la isla porque allí ya no tiene futuro, ahora, es la nuestra, la de nuestros jóvenes, la de un país en donde quienes no se han ido están planeando o anhelando irse. La historia de quienes piensan que más que partir por propia voluntad lo hacen porque sienten que el país los está echando. Que la patria se les agotó en una cola y en un futuro inseguro e incierto

Por último, por favor, señores productores, aunque sea una función a beneficio, como en el caso de esta representación de “Fresa y chocolate” en Maracaibo traída para recaudar fondos para el Cine Club Universitario, entreguen a la entrada un programa de mano, aunque sea en fotocopias. Mas cuando se trata de una entrada costosa que se paga con gusto para colaborar, pero que lo deja a uno con la sensación de que algo no está bien en una obra cuando ni programa de mano dan. Por eso, esta reseña queda sin los nombres de quienes intervinieron en la ficha artística y técnica y va solo con la foto del ticket de la entrada, como protesta porque me niego a tener que recurrir a Google para obtener la información que me debió ser dada en el programa de mano.

Por lo demás, una vez más hay que decirlo, ¡que viva el teatro!

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