El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

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Fado, fe, robo y buena comida en Lisboa

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Poco más de seis horas duró el viaje de Madrid a Lisboa. Un trayecto tranquilo y con hermosos paisajes a ambos lados del camino. No hubo pérdida. Llegamos directo. Lo complicando fue encontrar el 112 de la Rua Vicente Borga, por la zona de Santos, cercana a Barrio Alto.
Lisboa es un laberinto de ruas, traversas y avenidas angostas que suben y bajan atiborradas de carros estacionados en la calzada a toda hora. Un seguro extravío para cualquiera, especialmente para un despistado como yo.
Por más que preguntamos, no era fácil, a pesar de la buena disposición de los portugueses para señalarnos el camino, comprender las indicaciones.
«De frente… A terceira vira a direita… segunda a izquerda… logo izquierda e uma volta mais a direita…».
No hubo caso. Dimos unas cuantas vueltas antes de dar con el edificio. José Navarro, el administrador de la propiedad, nos orientó por teléfono.
La zona no es bonita, pero por 225 euros por tres noches para cuatro personas no se puede pedir más. Nos sorprendió la brisa fría que recorría la ciudad a pesar de ser verano. Nada que ver con el calor que dejamos en Madrid.
El apartamento, una planta baja de un viejo edificio de tres pisos cuya ventana sin rejas ni protecciones da a la calle, estaba recién remodelado. Todo limpio y nuevo. Un solo ambiente con baño, kitchenette bien equipada y lavadora de ropa.
El barrio daba un poco de susto. Justo al lado del edificio hay una pequeña bodega de un paquistaní. En la estrecha calle cubierta con las típicas baldosas de piedra portuguesa que parecen brillar más con el tráfico y el uso, unos niños que sueñan con llegar a ser un Cristiano Ronaldo, jugaban fútbol con un balón que entró como un disparo por la ventana abierta y se estrelló contra un florero:
«Esto es lo más malo que les podrá pasar aquí si dejan la ventana abierta —dijo Navarro—, que entre un balón por la ventana. Los niños siempre están jugando fútbol. Entiendo que algunos latinoamericanos se asusten un poco al ver la zona porque les recuerda algunas áreas peligrosas de Brasil o Venezuela, pero aquí no pasa nada. Donde sí deben estar pendientes es en trenes y autobuses porque hay muchos carteristas».
Nos instalamos y salimos a caminar por la zona para encontrar un sitio donde comer. Lo encontramos en una esquina cercana donde comimos bacalao con garbanzos, salmón grillado y sardinas.
Luego paseamos por el Barrio Alto y en mi afán por escuchar fado y por el temor de irnos de Lisboa sin hacer realidad mi sueño, nos metimos en un sitio lujoso y caro, justo lo que yo no quería para satisfacer mi anhelo. Mi sueño era oír el fado en los bares a donde van los portugueses a oírlo y este no era el caso.
Decepcionados, salimos del sitio y nos zambullimos en las calles llenas de gente, principalmente jóvenes que ríen y beben. Muchachos de diferentes partes del mundo que convierten Barrio Alto en una inmensa fiesta callejera sin importar que es lunes. Estamos en verano.
El martes, a las 7:30 de la mañana me desperté sin más sueño. Cristian, Yofrank y José dormían sin compasión. Decidí salir a buscar un supermercado para comprar el desayuno.
Las ruas estaban desoladas. En el cielo azul brillaba una hermosa luna mañanera en cuarto menguante. A esa hora no estaban puestas ni las calles. Con el temor de extraviarme en ese laberinto luso, emprendí la aventura callejera. Navarro me había aconsejado no comprar en el paki de la esquina porque allí todo es más caro.
Los portugueses son tan amables que,  al contrario de lo que sucede en otras partes del mundo —incluso de habla hispana—, se esfuerzan en comprender lo que uno les dice y hasta nos hacen creer que «falamos portugueis». Preguntando a las pocas almas que a esa hora estaban despiertas, llegué al sitio a las ocho. Una señora que organizaba el movimiento del súper me miró como si viera a un loco y me indicó que la hora de abrir era a las nueve. Mucho tiempo para esperar.  Con el temor de no encontrar el camino de regreso, volví sobre mis pasos. Para mi sorpresa, llegué sin pérdidas.
Después de desayunar, nos fuimos hasta la estación de tren para ir a conocer Belém.
Haciendo números y sacando cuentas del tiempo y el dinero, decidimos que lo mejor era ir en bus.
Tomamos el 278. Al subir, le recordé a Cristian que debíamos estar atentos a los bolsillos porque la unidad iba llena y tendríamos que ir de pie.
Dos minutos, un frenazo hace que Cristian pierda el equilibrio y se agarre con las dos manos para no caer. Inmediatamente después, me dice: «¡Me sacaron la cartera! ¡Fue ese desgraciado!», y señala a un hombre que se está bajando del bus junto con otro tipo y dos mujeres.
En el piso del autobús estaban todos los euros en un rollo. Al carterista se le cayeron cuando los extrajo.
En la siguiente parada, nos bajamos los cuatro para ver en la zona donde bajaron los ladrones y tratar de encontrar la billetera. Habíamos recuperado el dinero, pero queríamos también los documentos.
Al aproximarnos al sitio, Cristian señala al frente, donde está un policía, y grita en castellano: «¡Ese hombre me robó!». Cruzamos la calle y tratamos de explicar a los oficiales lo sucedido. Allí están los cuatro carteristas muy tranquilos. Son rumanos y por su actitud se nota que están acostumbrados a la situación. No hablan ni protestan. Tampoco niegan la acusación. Ellas miran con cierta sorna a los agentes. Saben que las consecuencias no serán graves. Dos días detenidos. Nada más.
A los carteristas los esposan y los suben en una patrulla. A Cristian lo llevan a declarar en otro vehículo y el policía indica que yo debo ir también porque se supone que «hablo» y «entiendo» un poco más. Yofrank y José tomarán un autobús y nos alcanzarán en la «Esquadra de Polízia» de Belem.
Ya subidos en la patrulla policial, los testículos llegan al cuello. ¡Qué manera de conducir la de los carajos!
El trato de los oficiales fue siempre amable. Se notaban molestos por el mal rato y la mala imagen para Lisboa pero no hubo en ningún momento un gesto de desprecio para nosotros. Nos comentaron que son demasiados los carteristas en Lisboa. Los rumanos seguían de lo más tranquilos, para ellos no era mas que un trámite cotidiano.
En la comisaría, unos volantes hechos con la figura de una sardina, ícono de la ciudad, advertían en varios idiomas a los turistas del peligro de ser despojados del dinero y documentos por los carteristas.
Poco más de una hora estuvimos allí. La denuncia quedó hecha. Nosotros a seguir el paseo que todo fue «menos peor» de lo que podría ser. Nada que un arroz con pulpo, unos pinchos de cerdo y res, un vino verde y unos pastelitos de Belem y luego un recorrido por la hermosa zona de Belem, no puedan curar.
Descansamos un rato en la tarde y en la noche fuimos a caminar por los lados del Centro Histórico.
Al recorrer la imponente zona, uno llega a comprender en su totalidad el poder alcanzado por el imperio portugués. Todo en el Centro Histórico es majestuoso, impregnado de grandeza y riqueza.
De regreso al apartamento, paseamos por Barrio Alto. La fiesta seguía prendida. En un bar pequeño que decía algo de fado en la puerta, pregunté a la encargada y me dijo que no, que allí no presentaban fados. Pero me indicó cómo llegar al sitio donde podríamos disfrutar de buenos cantantes de fado.
En  el número 32 de la «Rua do Diarios do Noticias», un atlante rubio y de ojos azules, con cara de pocos amigos, me cierra el paso cuando intento abrir la puerta para entrar. Muy serio, me hace señas para que me haga a un lado y espere. Pega el oído a la puerta y, al poco rato, me indica que puedo pasar, pero rápido y en silencio.
La «Tasca do Chico» no es un bar; es un templo del fado. Un pequeño espacio de unos treinta metros cuadrados en cuyas paredes están las imágenes de los más significativos cantantes de fado de todos los tiempos. Es un sitio acogedor atendido por Joao Carlos, fadista, quien se encarga de presentar a los cantantes y como un perro guardian se ocupa de mandar a callar a quienes osen hacer ruido mientras los intérpretes cantan.
«La tasca de Chico» es mi sueño hecho realidad. Una jarra de sangría nos acompañó el rato. En una pared se leían avisos que decían «El fado es amarillo», «El fado es negro», «El fado es blanco».
Cuando uno escucha y ve a los intérpretes de fado, logra entender un poco más la forma de ser de los portugueses. Esa manera tímida de plantarse frente a la gente, con las manos entrelazadas o unidas por las yemas de los dedos o metidas en los bolsillos. Con los ojos cerrados. Casi sin expresión corporal, todo queda a cuenta de la voz y el sentimiento. Lo más expresivo que realizan con su cuerpo es despegar un poco los talones del suelo, apretando el culo para que la voz sea ese chorro de sentimiento que nace en las entrañas y explota en la garganta con las venas del cuello brotadas. Un volcán contenido, reprimido, que tiene como válvula de escape un torrente de sentimientos, de «saudade» que se libera con el canto.
A la noche siguiente volveríamos a «A tasca do Chico»

Fátima

Después de tomar el desayuno en el mercado, en una zona donde hay sólo puestos de comida gourmet con los nombres de los chefs en cada estante, tomamos el carro y nos fuimos a visitar el Santuario de. Fátima. Un espacio para la devoción a la Virgen aparecida en una casita de la zona. Una inmensa área dedicada a la fe Mariana.
Prendimos una vela a Fátima para agradecer y pedir su protección y luego fuimos a conocer Obidos, una ciudad a medio camino entre Fátima y Lisboa.
Cometimos el error de dejarnos guiar por los avisos y en lugar de visitar la ciudad, fuimos a parar en la ciudad amurallada, que más parece un parque temático que un lugar histórico. No está mal para quienes disfrutan de ese tipo de turismo. Un poco aburrido, con muchos puestos repetidos vendiendo los mismos souvenirs y restaurantes caros y poco atractivos.
Lo más interesante fue conocer a una señora que hace «capinhas» un pan dulce y especiado que recuerda un poco el sabor de algunos panes de los andes venezolanos. La receta de la señora tiene en su familia mas de 100 años, ha pasado de generación en generación. Las bolas de coco también estaban riquísimas.
Lo otro que me gustó fue probar el licor de guindas servido en diminutas tazas de chocolate que uno se come con el último sorbo. Les advierto que si prueban el licor al llegar, más adelante se encontrarán con que adentro sale más económica la prueba.
A la salida, compramos unas pulseras a una divertida brasileña que viaja con su esposo gallego de feria en feria, vendiendo sus artesanías de cuero. Ella nos advirtió de que en la ciudad no conseguiríamos nada abierto donde comer, por la hora. Los lugares abrirían a eso de las siete de la tarde.
Con la «capinha» y las bolas de coco nos aguantamos hasta llegar a Lisboa y comer en un sitio menos costoso y menos turístico, pero más apetitoso.
Ya de vuelta en el apartamento, un baño y una siesta y de nuevo a Barrio Alto a la «Tasca do Chico» para tomar algo y escuchar fado.
La mañana del último día en Lisboa, nos fuimos a visitar de día el Centro Histórico que habíamos conocido de noche. Majestuoso también bajo la luz del sol. Y a pleno día como en la noche, nos sorprendieron los vendedores de drogas que se le aproximan a los turistas para ofrecer, en un murmullo pero sin mucho temor, «Coca, hachís, marihuana…».
Me descalcé y metí los pies en las gélidas aguas del Tejo, con el puente de Lisboa como telón de fondo.
Para despedirnos de la ciudad, comimos unos deliciosos pasteles de bacalao con queso fundido adentro. Algunas fotos a los hipsters que pululan por el centro histórico exhibiendo sus atuendos y estilismos, y de vuelta al carro para viajar hasta Oporto, Porto para los portugueses.

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Mucho «mariconeo» en Madrid

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Esto lo escribo mientras voy por la carretera rumbo a Lisboa desde Madrid. A los lados de la vía me rodea un paisaje reseco de tonos ocres y verdes. En algunos tramos la vista se llena del amarillo de los sembrados de girasoles o del oro del pasto seco. En otros el paisaje vira a unos tonos entre gris y verde, los característicos de las siembras de olivares, para de pronto tornarse verde intenso con los inmensos maizales. El cielo es de un tono azul brillante y plano, apenas surcado por una que otra nube. El sol resplandece en lo alto y mientras avanzamos, rememoro lo vivido estos últimos días.

wpid-img_20150707_000029.jpgLos días 3 y 4 de julio fueron jornadas de marcha y algarabía en Madrid. Caminar por los alrededores de Sol y Chueca era asistir a una exhibición de diversidad y de la variedad de la especie humana. Días de fiesta y mariconeo por todos lados. Las lenguas e idiomas se mezclaban cual torre de Babel. Los colores de la piel relucían en todas su manifestaciones bajo un cielo soleado y azul. La noche del 3 quedamos en encontrarnos con Jacqueline y Guillermo junto a «la osa» de Sol. Dos viejos amigos de Maracaibo que llevan unos años viviendo en Madrid. En un bar por Sol nos bebimos unos tragos, comimos un delicioso queso manchego, pan y aceitunas. La conversa, como es habitual, giró en torno a la política, la inseguridad, la inflación y la escasez de Venezuela. No podían faltar algunas comparaciones y referencias a la realidad española y al espanto con el que algunos venezolanos recibimos el discurso de Podemos.

Luego, nos reuniríamos con Yofrank y José para pasear un rato por la Madrid de trasnocho y botellón. Más tarde, se nos uniría Marco.

Difícil decidir hacia dónde apuntar la cámara entre tanta gente llamativa y edificios y monumentos. Gran Vía esa noche era un inmenso templete. El botellón más grande que esa vieja dama que es Madrid haya podido observar. Por los lados de Callao, frente al cine del mismo nombre, una tarima ofrecía un concierto de «Las amistades peligrosas». El lugar estaba atiborrado de gente, algo muy significativo pues, justo en esa parte de wpid-img_20150705_085355.jpgMadrid, antes exhibían pintas de «Bienvenidos a la zona libre de homosexuales», o algo parecido, según me contó Marco Tulio. Al día siguiente, fuimos a una terraza para reunirnos con un grupo de españoles para almorzar antes de ir al desfile del orgullo gay. La mesa parecía el set de una película de Almodóvar. Gente alegre y divertida con ese humor característico de los personajes almodovarianos. Una rica paella, patatas bravas y una refrescante y deliciosa sangría. Un agua de Valencia, para concluir.

De allí, nos fuimos rumbo al Café de la luz a encontrarnos con Elvia Sánchez, una vieja amistad virtual con vínculos fraternales en la vida real. El encuentro fue ameno y divertido. Un grupo de amigas con las que provoca pasar horas conversando, todas con vínculos especiales con Venezuela, así que se imaginan sobre qué versó la mayor parte de la conversación. Pero, antes de llegar al Café de la luz, pasamos por la Calle del Desengaño, un viejo anhelo por cumplir. La calle no cuenta con el portal número 21 de la serie «Aquí no hay quién viva», llega hasta el 20, pero sí conserva algo del ambiente mostrado en el seriado televisivo que tantas risas me ha regalado por años. Está llena de putas viejas y gorditas echadas en los portales que hablan con diferentes acentos; colombianas, rumanas, dominicanas…

wpid-img_20150705_091050.jpgDel Desengaño, fuimos directo a Cibeles para ver el desfile. Los alrededores del Ayuntamiento, ese imponente edificio que era el Palacio de Comunicaciones y la sede de Correos en mi viaje anterior, frente a la fuente de la Diosa, estaba a tope.

Mucha piel, mucho cuero, mucha pluma. Toda la diversidad imaginable se daba cita para festejar el orgullo de ser y dejar ser. Niños, jóvenes, ancianos. Blancos, negros, amarillos. Judíos, católicos, cristianos, musulmanes, agnósticos, ateos… Homosexuales, transexuales, bisexuales, travestis, intersexuales; la calle de Alcalá era una vitrina de las diferencias. Las banderas de arcoiris ondeaban por doquier y relucían bajo el cielo azul y el resplandeciente sol de Madrid. Los bomberos rociaban agua con las mangueras para aminorar el sofocón.

wpid-img_20150705_095744.jpgAl final, el desfile no fue lo esperado. Las carrozas nunca aparecieron. Pero fue divertido y una experiencia interesante para practicar la tolerancia y superar prejuicios. La galería humana daba todo de sí, como se aprecia en las fotos.  A eso de las 11 y media de la noche, llegábamos exhaustos a casa. Luego nos enteraríamos de que a esa hora comenzaron a desfilar las carrozas. ¡VayaPalaMierda!

El domingo, nos levantamos tarde. Comimos una deliciosa pasta con ibéricos y crema hecha por Yofrank y salimos a pasear por el parque público de Tres Cantos. Un espacio con cisnes, patos, tortugas y pájaros. Con hermosos jardines y perfumadas y coloridas rosas. Puro relax.

Luego, al teatro. A La Latina, junto Lavapiés para ver «ATCHÚUSSS!!!», un divertido montaje dirigido por Carles Alfaro, con textos cortos de Anton Chejov, firmados con el seudónimo de Antosha Chejonte utilizado por el ruso wpid-img_20150706_001422.jpgen su juventud. Cinco historias breves, cinco estornudos que garantizan montones de risa. El dispositivo escénico es lúdico e ingenioso. Con dos grandes espejos decorados que funcionan como parabán y en el que, por efecto de la iluminación, nos permite observar a través para ver en segundo plano como los artistas se cambian de vestuario para encarnar múltiples personajes cada uno. La escenografía está muy bien concebida y el vestuario tipo clown contribuye a la explosión de carcajadas inspiradas por unos personajes miserables, unos pobres diablos que desnudan ante el espectador sus mezquindades, avaricias y miserias. Personajes interpretados magistralmente por Malena Alterio y Fernando Tejero de «Aquí no hay quién viva», Adriana Ozores  y Enric Benavent, el alcalde de «El secreto de Puente viejo», con lo cual, el espectáculo da la impresión de ser un encuentro entre viejos y divertidos conocidos. La selección de los textos y la secuencia hecha le imprimen un ritmo que hace que las carcajadas vayan in crescendo, con un humor inteligente que no se conforma con la vulgaridad y el chiste fácil. Hacía mucho no me reía tanto con una obra de teatro.

Al salir de la sala, dimos un paseo por la zona de El Rastro, pero sin el mercadillo y allí mismo cenamos con los añorados huevos rotos con jamón y patatas. Otro deseo cumplido. De allí, a casa para preparar la maleta para el viaje a Portugal al día siguiente. La aventura apenas empieza.

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Madrid es una fiesta

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Debo confesar que la salida de Venezuela fue menos traumática de lo esperada. Cuando hace más de un año compramos los boletos por Conviasa, yo, como todo aquel a quien le comentaba, me hacía cruces pensando en lo que sería intentar volar con la línea aérea bandera de Venezuela. Ya me veía tres días sembrado en Maiquetía junto a 300 pasajeros más, con el calor sofocante sufrido la última vez que viajé, pues los aires no funcionaban…

Nada qué ver. La primera sorpresa fue sentir el friíto de los aires acondicionados del aeropuerto trabajando a tope. Y luego, al llegar al área de chequeo, la fila de pasajeros ya era larga y empezaba a moverse. Aparentemente, no nos quedaríamos varados como sucedió días antes con un grupo de 200 viajeros.

Un tipo, «amablemente», se ofreció a ayudarnos a saltar la larga hilera de gente. Luego de varios ofrecimientos rechazados, terminó pidiendo «algo pa’los refrescos«. Conmigo que no cuente.
La fila se movió bastante rápido y a pesar de la cantidad de gente en pocos minutos, estábamos chequeados. Luego, vino la cola para migración. Larga y lenta, pero se movió sin contratiempos. Descalzarnos, sacar cinturones, vaciar bolsillos, una manoseada del guardia que cachea y, al poco rato, ya estábamos dentro. Todo sucedía con inesperada fluidez.

Otra sorpresa fue conseguir las tiendas de Duty Free más surtidas que la última vez. Comimos una pasta rápida. Compramos ron Carúpano para llevar a los amigos y mientras esperábamos el abordaje, el tiempo pasó veloz entregado a la lectura de la obra de teatro «Polvo de hormiga hembra» (Editorial Eclepsidra), que me regalara autografiado, el día anterior, su autora, Yoyiana Ahumada Licea. Un drama hecho poesía o como dice la propia Yoyiana, un poedrama. Una dramática historia con una importante carga poética que nos deja conmovidos y con unas inmensas ganas de poder ver puesta en escena la historia de Maya, esa decadente, frágil, moribunda, adicta a la morfina y maltratada bailarina de ballet clásico cuya acción se mueve -nunca mejor dicho- entre la danza, el ballet y el teatro.

Con la historia de Maya, la espera fue un poema y sin apenas darnos cuenta, ya nos encontrábamos en la fila para abordar. Una fila más rápida para los hombres y la insufrible fila de las mujeres, pués en Venezuela, como contará en una crónica Jacqueline Goldberg, ser mujer y viajar sola, son motivos suficientes para ser sospechosa. ¿De qué? De lo que sea y, posible carne de matraca, también. Una vez en el gusano para acceder al avión, la última revisión absurda, en pleno túnel de abordaje con un vapor concentrado que hace que los Guardias Nacionales tengan caras transidas. Le regalo un ibuprofeno al que me manosea para ver si llevo armas y que se queja de un dolor de cabeza que lo tortura desde la mañana y, al entrar al avión, me llevo la sorpresa de que la tripulación me recibe en inglés con acento asiático y que no entienden ni papa de español. Ya una chica de migración, al preguntar si sabía si el vuelo estaría a tiempo, me había advertido:  «Debe estar puntual, porque Conviasa lo está sirviendo una línea de Malasia y ellos sí son puntuales».

En el avión, haciendo un poco de intérprete para que los pasajeros comprendieran lo que aeromozas y sobrecargos intentaban comunicar o lo que el pasaje les intentaba decir, me distraigo con las fotografías de promoción del turismo por Malasia, que cunden por toda al nave. No hay muestras por ningún lado de que esté viajando con la línea aérea de Venezuela.

La vecina de asiento es una señora de San Cristóbal, con el cansancio de un viaje en autobús de casi 24 horas reflejado en sus enrojecidos ojos y el susto de estar realizando su primer viaje en avión para ir a Santiago de Compostela a visitar a su hija a quien tiene cuatro años de no ver, y a conocer a su primer nieto que acaba de nacer con cuatro kilos y 51 centímetros. Otra familia a la que la inseguridad del país desmembró cuando un secuestro en casa de cuatro horas para robarlos, los dejó amordazados y aterrados, con la decisión de la hija mayor de abandonar su país a la primera oportunidad. La emoción de la señora es tal, que pronto olvida la humillación sufrida minutos antes cuando la interrogaron por ser mujer y viajar sola.

Ocho horas de calor e insomnio después, aterrizábamos en Barajas. Un breve chequeo del pasaporte y en minutos nos encontramos con el abrazo de Yofrank y José que fueron a recogernos a la T1.
Ya en Tres Cantos, José nos preparó un delicioso arroz asopado con mariscos, comimos cerezas de temporada, tomamos sangría y a dormir el jets lag, por poco más de una hora.

A las nueve de la noche (de la tarde, para los españoles), arrancamos rumbo a Sol.

Algunos cambios nos encontramos en la plaza del kilómetro cero. Una ampliación de la estación del metro. El oso resultó ser osa (tal vez para estar acorde con los tiempos de diversidad que vivimos) y ya su escultura no está emplazada en la misma esquina. La corrieron algunos metros. El legendario aviso del Tío Pepe también fue mudado de sitio.

Por las calles del centro de Madrid, el ambiente es de fiesta. Ríos de gente multicolor deambulan por doquier. Algunos exhiben con orgullo sus esculpidos músculos, extravagantes atuendos y peinados. La bandera del arcoiris ondea por doquier y en cada esquina se ubican policías que parecen sacados de un número de Men’s Health, atléticos y apuestos.
Recorrimos Chueca, entramos a un restaurante mexicano y cenamos con un rico y picante picoteo de platos típicos de México. Allí, llamamos a Marco Tulio Socorro para ponerle piel a ese largamente esperado abrazo, luego de años de amistad virtual y amigos en común. Grata conversa y luego a otro sitio «a por un trago».

Chueca es una incesante algarabía y el bullicio es alegre e indiferente a las indiscretas miradas de admiración y asombro que no puedo ni quiero controlar. Los cuerpos esculturales de hombres y mujeres forman parte del paisaje urbano alegre y festivo. En el cielo, la hermosa luna llena madrileña encandila la noche. El edifico del Ayuntamineto, antiguo de Correos, se ilumina con los colores del arcoiris y ondea en su fachada una larga bandera multicolor. Madrid es un orgullo. Madrid es una fiesta.

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Golcar Rojas

¡26 horas de San Cristóbal a Maracaibo!

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Como es habitual luego del cambio de huso horario inventado por el difunto, en Venezuela,  por estas épocas de fin de año, a las seis y media de la tarde ya es noche y, a las siete el cielo está negro como boca de lobo.

Para quien no está acostumbrado a circular por las carreteras en horas nocturnas, no es fácil esquivar los huecos y los policías acostados que no cuentan con la más mínima señalización y que proliferan sin necesidad de riego.

Esa noche, el cielo estaba nublado y la luna en cuarto creciente no se veía. Esto, sumado a la total ausencia de iluminación en las vías y falta de un efectivo pintado de la carretera, hacían de la vía una segura guillotina. Y si, a todo esto, le sumamos el cansancio producido por la angustia y tensión de no saber si conseguiríamos donde poner gasolina, la hora y pico que estuvimos sofocados en una cola para repostar el combustible y una pequeña falla que estaba presentando nuestro carro que hacía que por momentos se ahogara y corcoveara, pues todo nos aconsejaba que buscásemos un sitio donde pasar la noche, reposar el estrés, descansar y continuar el viaje al día siguiente.

Afortunadamente, nos detuvimos en esa estación de gasolina de La Morita y colocamos los 30 litros que nos permitieron. Después de esa, pasamos unas cuantas que estaban cerradas y, de no haber colocado allí, habríamos tenido que hacer como vimos en una gasolinera: aunque el lugar estaba fuera de servicio, a sus puertas ya había una fila de autos que se quedaron sin combustible en el camino al no encontrar gasolineras abiertas y no tenían más remedio que pernoctar allí a esperar que en algún momento de la noche o a la mañana siguiente, abrieran el sitió y pudieran repostar.

paisajeFuimos afortunados y, por eso mismo, decidimos  no tentar más la suerte. Debíamos encontrar un lugar para dormir y descansar.

Entramos a un extraño, lúgubre y solitario hotel de carretera que parecía no haber sido terminado de construir. Subimos unas amplias escaleras estilo italiano, de madera, hasta la recepción y consultamos con un señor moreno, el único ser vivo que se apreciaba en metros a la redonda, si disponía de habitación.

Luego de su afirmativa respuesta, solicitamos verla. Era una pieza en la que no coincidía una funda de almohada con la otra ni la sábana y el forro de la cama. Mucho menos tenían parecido éstas con las de la cama vecina y las cobijas se notaban viejas, con flores desteñidas. Las paredes desconchadas y el piso manchado. El baño con baldosas manchadas de moho.

Me senté en una de las camas para probar el colchón. Total, lo que queríamos era dormir.

–¡No la arrugue!  –Gritó nervioso el moreno–. Si ven la cama arrugada piensan que alquilé la habitación y me la cobran.

Me paré de un brinco. Y traté de alisar la sábana pasando la mano por encima.

Pero lo que hizo  finalmente que desistiéramos de rentar la covacha, fue cuando vi el diminuto aire acondicionado que tenía. No pasaba los 12 mil btu y en Caja Seca, tierra de calor húmedo y sofocante, eso erapaisaje6 indicio de pasar una noche de acalorado insomnio y amanecer más cansados de lo que ya estábamos.

El moreno nos dijo que más adelante había un hotel más familiar y con piscina,  que fuéramos a ese que estaba a unos 15 minutos. Dimos las gracias y marchamos.

Previendo que el lugar no contase con un restaurante donde tomar algo, paramos y en Fito’s Burguer, –un carrito de arepas, perros calientes y hamburguesas, a orillas de la carretera–. Nos comimos una hamburguesa mixta de pollo y carne, con todo, incluyendo parásitos y amebas porque ¡hay que ver el tobo de pintura en el que lavaban las verduras!

“Cenamos” por doscientos bolívares y seguimos rodando por la oscura carretera. Por fin, después de pasar unas cuantas fuera de servicio, vimos una gasolinera abierta. Rellenamos el tanque para no tener que hacerlo en la mañana en una larga cola y seguimos.

Una alcabala, casi a la salida de la gasolinera:

–¿De dónde vienen los señores? Sonó la voz del Guardia Nacional en la penumbra a través de la ventanilla.

–De San Cristóbal.

–Aquí huele a gasolina –dijo en un tono como insinuando que podíamos andar cargando combustible ilegalmente. Parece que nos vio cara de “bachaqueros”.

–Claro, acabamos de llenar el tanque allí.

Abrió la puerta trasera del carro, iluminó el interior con su linterna y nos permitió seguir sin más preguntas ni insinuaciones.

hotelPor fin encontramos el “Hotel familiar” del que nos habló el moreno. Un sitio pequeño con entrada de tierra y granzón. Rodeado por una reja y coronado por cerca de alambre electrificado.

Un señor con camisa desabotonada y panza al aire, con mirada un podo perdida apareció del fondo.

–¿Tendrá habitación disponible?

El hombre balbuceaba sin saber si decir que sí o que no. Me miraba a mí que me había bajado del carro para hablarle y miraba hacía el vehículo con desconfianza. Finalmente dijo algo que asumí como un “sí”.

–¿Podemos verla?

Quitó el candado de la reja corrediza y empujó para dar paso al auto. Yo seguía parado mientras Cristian metía el carro en el terreno pedregoso que fungía de estacionamiento. Mientras lo hacía, el hombre con la mirada cada vez más de loco y tono de voz que demostraba que estaba tan asustado de recibirnos como nosotros de estar allí, me dijo:

–Entren rápido para cerrar porque hace ratico vino un loco a pedir habitación –hablaba mirando a los lados para asegurarse de que el hombre no estaba por allí–. Estaba todo sudado y dijo que era un estudiante. Pa’mí que era uno de los presos esos que se fugaron.

–¿De los 43 de Santa Teresa del Tuy?

–Ajá. Cuando le dije que no tenía habitación me dijo que le diera un sitio con techo donde pasar la noche. Le dije que no podía porque el dueño estaba aquí.

paisaje11La habitación estaba limpia y el baño impecable. El aire acondicionado funcionaba a perfección. Ya eran las once de la noche. Teníamos 12 horas de viaje y no podíamos más con nuestras almas. Pagamos los 400 bolívares que costaba el cuarto y el hombre agarró de una estantería dos cobijas enrolladas. Las miró dudoso. No parecía estar muy convencido de darnos esas. Tomó las que estaban desordenadas sobre la que, evidentemente, era su cama. Las levantó en el aire y las olió y dijo:

–Estas están mejor.

–No se preocupe –dije tomando las enrolladas con rapidez–, Con estas nos apañamos. ¿Estará seguro el carro allí?

–A menos que aparezca el loco y le tire piedras… era muy raro ese tipo. Menos mal que allí tengo a dos que llegaron hoy…

Caminamos a la habitación y decidimos pegar la pesada litera de madera de pino contra la puerta. Si alguien –el tipo que no se sabía si era un loco sudado o un preso fugado– quería entrar, con esa tranca no podría.

cielo2Tomamos una ducha con agua helada. Las cobijas de la duda tenían un tamaño como para Barbie, al igual que las sábanas. Encendimos el televisor para distraernos un rato y dormir relajados. El sitio es tan “Familiar” que al hacer zapping, aparecieron desbloqueados los canales pornográficos de Direct TV.  “Me tiré a mi padrastro blanco” ponía en inglés el título de una de las películas. Apagamos el aparato y agotados nos dormimos.

Al día siguiente nos paramos. Salimos apurados y tomamos de nuevo la carretera. En un mercado de “microempresarios” socialistas desayunamos cuatro empanadas chiclosas y dos jugos rancios por el “precio justo” de 160 bolívares, todo. En el pueblo de El Venado nos detuvimos a tomarle fotos a los bustos de Bolívar y Chávez que parecen tratarse de tú a tú en el pedestal del centro de la plaza.

Un lugareño, tirando verdes para recoger maduras, al vernos haciendo fotos a los bustos nos espetó:

–Yo estoy cobrando por eso.

–¿Cobrando por qué? Dije.

–Por las fotos. Yo soy el que cuida la plaza.

–Estás clarito. Dije. El tipo sonrió y siguió su camino.

Unos motorizados con cara de pocos amigos hicieron que apurásemos la labor y pusiéramos pies en polvorosas.

A eso de la una de la tarde, cruzábamos el Puente sobre el Lago que, a esa hora, tenía encendido su alumbrado eléctrico en un país donde el gobierno nos culpa a los ciudadanos de no ahorrar energía.

Hicimos en 26 horas el viaje de San Cristóbal a Maracaibo que en condiciones normales no debería durar más de cinco o seis horas.

Un paseo para celebrar la unión y el reencuentro familiar termina convertido en una crónica del miedo. La fiesta deviene en el horror de no saber nunca quién es quién. Todos tememos de todos porque todos sabemos que de cualquier pretina de pantalón puede saltar el arma que nos apuntará. Cosas y formas de vivir que nos ha legado al morir ese hombre que en un pedestal de plaza pretende tutearse con El Libertador.

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Un paseo por las entrañas de la Venezuela «chévere»

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Son las 4 y 45 de la tarde. Estoy en La Morita,  un punto que no debe aparecer en los mapas de Venezuela porque es un lugar en el medio de la nada. En la carretera que une los estados Mérida y Táchira.

Es un pueblo tan insignificante para el común de los venezolanos que de no ser porque me encuentro en una larguísima cola para poner combustible,  ni siquiera me habría detenido a mirar el.aviso verde con letras blancas a la orilla de la vía que indica que estoy en «La Morita».

Esta historia comenzó hace un par de días cuando decidimos asistir a la celebración de 15 años de mi sobrina Karen para aprovechar la fiesta y saludar a mis sobrinos que viven fuera de Venezuela y que vinieron exclusivamente para la celebración en San Cristóbal.

No es fácil celebrar la unión familiar y hacer turismo interno en esta Venezuela

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que nos legó Chávez.  Por mucho que uno se ufane de ser precavido y haber aprendido a sobrevivir en este caos del socialismo del Siglo XXI, las sorpresas y los imponderables siempre terminan por imponerse

Yo pensaba que al contar mi vehículo con el chip de racionamiento de combustible me ahorraría la incomodidad de hacer las largas colas para repostar combustible que se aprecian por todas las estaciones de servicio de la ciudad a cualquier hora del día que la gasolinera esté de servicio. ¡Qué iluso!

Las colas son justamente de los que cuentan con el famoso chip. Sí. Una vez más la propaganda oficialista nos engañó.  El chip del racionamiento no aminoró las colas de las gasolinares como cacareó el régimen para instalarlo. Y como en este país lo anormal, por frecuente,  termina pareciéndonos «normal», cuando comenté acerca de esas largas filas de autos, alguien me dijo:

-Sí. Son largas. Pero pasan rápido. Uno tarda sólo como media hora para poner gasolina.

A eso sólo pude responder que rápido es llegar y en tres minutos estar servido con la cantidad de combustible que necesite y pueda pagar. Y no perder media hora para que surtan máximo 30 litros. Ni un cc más. 

En fin, que al segundo día vimos una cola que «solo» media una cuadra de carros y nos metimos a repostar.  Unos 20 minutos más tarde, salimos con nuestros 30 litros en el tanque.

Esa noche, pretendí compartir con mis sobrinos de Estados Unidos un helado y fuimos a una famosa heladería. 

Todo normal. Como en cualquier país del mundo llegamos a la caja para hacer el pedido, pagar, recibir los helados y sentarnos a disfrutar del fresco de la noche en las mesas de la terraza.

¡Oh, sorpresa!  La heladería no tenía o no le funcionaba el punto de venta. Solamente aceptaban efectivo.

Con el dinero que teníamos,  compramos algunos helados y mientras los comían fuimos, allí mismito, a un cajero automático para sacar el efectivo que faltaba para los otros. 

Para hacer un largo viacrucis corto, sólo diré que tuvimos que ir a cuatro o cinco sitios porque unos cajeros no funcionaban y otros no tenían efectivo disponible. Cuando llegué,  ya mis invitados se habían comido sus helados. Pedí el mío. Y de esa manera se desarrolló nuestro compartir familiar,

¡Qué linda y chévere se nos ha vuelto Venezuela!

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Llegó el momento del regreso.  Como teníamos aún medio tanque de gasolina, decidimos no hacer las interminables colas de tres cuadras y agarrar carretera, una vez más confiados en que con el famoso chip no tendríamos inconvenientes en rellenar el tanque en cualquier estación del camino.

¡Qué ilusos!

Íbamos a tomar el camino más corto. Por la vía de Machiques. La mala señalización de la vía nos hizo dar un largo rodeo y extraviarnos.

Preguntamos y retomamos la vía. Al llegar a cierto punto, un piquete de la Guardia Nacional tenía trancada la carretera. Un efectivo con más fusil que edad nos informó que no había paso porque en Orope estaban protestando.

«¿Tardarán mucho en reabrir el paso?» Preguntamos ingenuamente.

«Están quemando dos gandolas»,  fue la respuesta recibida.

Deshicimos el trayecto.

Pasamos una estación de gasolina. Cerrada. «A diez minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. «A 15 minutos hay otra».  Llegamos a esa otra. Cerrada. Nos quedaba memos de un cuarto de tanque y más de la mitad del camino por recorrer.

Comemzábamos a ser presas del pánico y la angustia. 

Un hombre al que preguntamos nos dijo:

«En esa casita de las matas de coco, venden gasolina».

Una vivienda humilde con encharcada entrada de tierra y.cortinas en lugar de puertas. Junto a la estación de servicio. Nos atendió un chico:

-¿Cuánta gasolina quieren?
-¿Cuánto cuesta?
-¿Cuánta quieren?
-Unos veinte,  veinticinco litros.
-Salen en 800 bolívares, los 20 litros.

Para quienes leen esto y no saben, el tanque del carro de 40 litros se llena con unos cuatro bolívares.  Echen numeros.

Dijimos no.

Decidimos correr el riesgo y continuar andando hasta una próxima gasolinera.
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Es así como llegamos a La Morita a las 4 y 45 de la tarde. El calor y la humedad son sofocantes. Mientras escribo,  miro el reloj del panel frontal del carro. Han pasado 40 minutos desde que empezamos a hacer la cola en plena carretera. La fila avanza lentamente.

Sediento,  me bajo a comprar un agua energizanfe. Un par de loros con su alegre graznido surcan el cielo en vuelo sobre mi cabeza.

Retomo mi puesto en la cola. Al lado, el bombero levanta una vara con el chip de los motorizados para que el scanner pueda leerlo y despacharles su combustible.

Una hora y diez minutos después,  con los 30 litros de gasolina que nos correspondían por el día en el tanque y 2 bolívares menos en el bolsillo. Salimos de la gasolinera para retomar el camino de regreso a casa.

Empieza a oscurecer. Tenemos seis horas rodando en un viaje que se suponía haríamos en cinco, y aún nos falta más de la mitad del trayecto.

Estamos agotados. Tal vez sea tiempo de parar

Golcar Rojas

Memorias de un viaje a Cuba

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I – Diciembre, 1990

Yo estaba recién graduado en Comunicación Social, trabajaba en la Universidad de Los Andes y tenía frescas las ideas del socialismo que nos emocionaban cuando éramos universitarios. Me sentía ansioso por conocer la patria de Fidel y  ver de cerca la maravilla que podía ser el sistema socialista. La oportunidad me llegó con el Festival de Cine de La Habana. Una semana en la isla a un precio que mi escaso sueldo de recién graduado podría afrontar.

Así que, preñado de ilusiones, me enrumbé por ocho días al Festival de Cine, en un viaje financiado a pagar en dos años, con más intenciones de conocer de cerca La Habana que de encerrarme en los cines a ver películas.

Lo primero que me asombró al bajar del avión y subir al autobús que nos llevaría al hotel Vedado, fue la obscuridad en la que estaba sumida la ciudad. Eran cerca de las once de la noche, y  no podía creer que estuviera llegando a la capital de un país, con esas calles en tinieblas y solitarias.

El autobús hizo una primera parada en el hotel Deauvill para dejar al lote de venezolanos que se hospedaría allí. Entonces, recibí la segunda sorpresa del viaje: en una edificación en frente del hotel, amparadas por la obscuridad de la calle y tras unas columnas, se encontraban dos mujeres. Una era mayor, según pude distinguir y la otra bastante joven, vestida con una minifalda roja con lunares blancos, una blusa descotada y una cartera terciada al brazo.

No me pude contener y le comenté al amigo que iba en el asiento a mi lado:

-¿No que en Cuba no hay, prostitución? ¡Pues, esas son putas, aquí y en cualquier país del mundo!

En ese momento comencé a sentir que algo no encajaba con la visión que yo llevaba de La Habana y la realidad que se me estaba mostrando.

Al día siguiente, me levanté, me bañé con agua bien caliente y agarré calle sin ningunas ganas de ir al cine. Bajé a desayunar y me pareció que la comida tipo buffet estaba bastante aceptable y abundante. La servía una señora de unos cuarenta y  tantos años. Cuando me sirvió mi ración le dije “oye, pero que pichirre. ¿por qué me pone tan poquito?”

-¡Ay, mimí! -forma cariñosa que tienen los cubanos para llamar a la gente- si tú supieras lo que tengo que comer yo-. Dijo la señora y me pareció que se le aguaron los ojos. Ante lo cual, sonreí apenado, di media vuelta y me fui a la mesa. Ya empezaba a notar como una opresión extraña en el pecho.

Tomé mi desayuno y empecé a caminar por esas calles de La Habana, rumbo hacia el Malecón.

Las avenidas, aunque en buen estado, tenían muy poca circulación de carros y me llamaba la atención lo viejo de los modelos, los más nuevos eran los rusos, Lada. Entonces, me percaté que la ciudad toda era como si se hubiera detenido en el tiempo.

Las edificaciones más nuevas eran de los años sesenta, una arquitectura hermosa, pero bastante deteriorada.

De repente, tuve la sensación de que estaba realizando un viaje al pasado…

II – Cuando la realidad te golpea en la cara

La Habana, a pesar de la falta de mantenimiento que se podía apreciar en sus edificios y casas, tenía algo que me fascinaba. Una energía particular que me recargaba las baterías y me permitía, con apenas dos o tres horas de sueño por noche, recuperarme y salir a buscar cubanos que me mostraran una imagen más agradable de la ciudad que la que dan los marginales que pululan alrededor de los hoteles y lugares turísticos, y a impregnarme de ese mundo que me resultaba extraño y atrayente.

Al segundo día, caminando por Coppelia, el parque donde se encuentra la famosa heladería, donde los cubanos podían ir consumir con sus pesos solo el helado “Varadero”, ya que los demás estaban destinados para las divisas de los turistas, me encontré a unos amigos venezolanos que no daban crédito a la especie de hamburguesa que habían comprado y que no pudieron comerse. Era una cosa seca como paja y sin sabor. Días después, algunos cubanos me comentarían que la carne la rendían con cartón. La verdad no sé si es un mito urbano, pues no me interesó comprobarlo.

Dejé a mis amigos en el cine y seguí escudriñando la ciudad. Iba distraído, admirando la arquitectura que no me dejó de impactar durante los ocho días que estuve en la isla. Realmente, La Habana es hermosa.

Andaba deambulando por las calles de la capital cubana sin rumbo fijo cuando, de pronto, veo una hilera interminable de gente. Era la hora del almuerzo y, por curioso, comencé a recorrer la fila de atrás hacia adelante para averiguar qué me esperaría al inicio de esa cola. Luego de pasar unas cuantas caras lánguidas siguiendo el rastro de la fila, noté  que el río de gente se adentraba en un almacén que, en alguna época, debió ser una tienda por departamentos o algo así. La hilera continuaba a lo largo del establecimiento y yo no sabía si mirar a los que estaban en ella o la ropa y los zapatos mal hechos que vendían en el establecimiento.

Al llegar al comienzo de la cola los ojos se me iban a salir de las órbitas. Esa gente estaba allí para recibir, la verdad no llegué a preguntar si tenían que pagarlo, un plato mazacotudo de pasta que de sólo verlo revolvía el estómago.

Recordé a la señora del restaurante del hotel y, con unas terribles ganas de llorar, salí del sitio sin poder dejar de mirar los artículos que allí vendían. En viejos maniquíes y mesones se observaban pantalones con una bota más ancha que otra y de tallas inverosímiles, descomunales pantaletas, camisas mal cortadas con una manga más larga que la otra…

Días después, Fidel, un poeta a quien conocí en el teatro Mella, me indicaría que en las fábricas donde hacían la ropa, lo que importaba era la producción y no la calidad. Esto explicaba porqué, cuando un turista quería meter a un cubano al hotel (donde tenían prohibida la entrada, como en muchos otros sitios), generalmente, le buscaban ropa prestada. Una de las formas de reconocerlos era por la indumentaria y, la otra, por el acento.

Según me contó el poeta, los cubanos sólo podían disfrutar de los hoteles para turistas, cuando se casaban. Entonces les permitían pasar tres días de luna de miel allí. Eso sí, siempre y cuando no llegaran clientes del exterior y necesitaran las habitaciones. Si esto sucedía, tenían que abandonar el hotel, pues el turista tiene preferencia porque deja divisas.

A partir del tercer día, ya los recuerdos se me agolpan y no puedo distinguir exactamente que pasó primero y que después. Todo lo que iba viviendo era muy intenso y desconocido para mí. Sentía que las injusticias que estaba viendo me cargaban cada vez más y me indignaba que los cubanos fueran ciudadanos de quinta categoría en su propia tierra. Lo que sí tengo muy claro es que esos recuerdos más que en la memoria los llevo guardados en el alma…

III – Mi encuentro con la ley

A los pocos días de estar en La Habana, pude conocer de cerca lo que es la inteligencia del régimen al tener un desagradable encuentro con la ley.

Corría el tercer o cuarto día de estar en el Hotel Vedado, ya estaba harto de la comida. Todos los días lo mismo: cochino frito, pollo frito, no sé cuántas fritangas más y esas ensaladas a las que no les cabía más mayonesa. Pero, como los viajes a la isla sólo se pueden hacer con hotel y alimentación pre pagada, no tenía más alternativa. Además, el presupuesto para el viaje era corto, con un sueldo de recién graduado.

Uno de esos días me agarró la hora del almuerzo en el hotel Capri y me dije: “Pues yo me voy a arriesgar y voy a tratar de comer aquí para variar la comida”.

Así lo hice y !oh sorpresa! el menú era exactamente igual que el del Hotel Vedado. El mismo que en el Habana Libre y el mismo que en todos los hoteles. Decepcionado, me senté y almorcé.

No recuerdo bien si ese mismo día o el siguiente, en la noche, cuando  me encontraba en el bar del Habana Libre con unos amigos venezolanos, apareció un muchacho cubano que había conocido a uno de los participantes del festival que estaba conmigo y lo fue a buscar al bar, con la mala suerte para mí que, al momento de ir a agarrar a su amigo para sacarlo del bar, se arrepintió y halándome por un brazo me llevó al lobby del hotel donde lo aguardaban una chica -su supuesta novia-, junto a otro amigo.

Yo no entendía muy bien de qué iba la cosa, hasta que el cubano me dijo:

-Asere, yo conozco al amigo que está contigo en la mesa y lo que queremos es entrar a compartir con ustedes.

Hasta allí, aunque extraño, no me pareció nada fuera de lo normal y pensé que tal vez esos muchachos me podrían dar una visión diferente de la isla. Les dije que bueno, que vinieran conmigo al bar. Para entonces, yo no tenía ni idea que los cubanos no podían entrar a los hoteles de turistas, esa información la obtuve después, esa misma noche, de una manera poco amigable, al tener mi encuentro con agentes de la ley.

No habíamos dado más de cuatro pasos, cuando aparecieron, como por arte de magia, cerca de cinco policías vestidos de paisano. De verdad que en los días que tenía en la ciudad no me había percatado que los hoteles eran estrictamente vigilados por estos agentes.

Se me acercó un negro tan grande como King Kong, con ojos enrojecidos y con la actitud de un verdadero gorila. Tenía cara de pocos amigos. Me preguntó que quienes éramos y hacia dónde nos dirigíamos.

Le expliqué que íbamos a tomarnos unos tragos al bar y, entonces, nos solicitó las identificaciones.

Mostré mi credencial como participante del Festival de Cine, que resultó una especie de salvoconducto y me dijo que todo estaba bien, que yo podía ir de nuevo al bar, pero que los cubanos tenían que irse con él.

No sé de donde saqué coraje y le respondí que no, que ellos estaban conmigo y que yo iría a donde los llevaran a ellos. Me contestó que no había problema y nos llevó a una oficina del hotel. Más tarde me enteré que esas son las oficinas que la inteligencia cubana tiene sembradas en todos los hoteles de turistas.

El gorila brió la puerta y dejó que entraran los cubanos. Cuando fui a entrar yo, otro agente me detuvo y me dijo:

-Tú no. Tú si quieres los esperas aquí.

Me imagino que ellos pensaban que no los esperaría pero, para mi propio asombro, me quedé plantado allí, frente a la puerta cerrada como por quince o veinte minutos, tratando de percibir algo a través de la gruesa madera oscura.

De repente, se abrió la puerta y salieron todos, policías y retenidos de lo más sonreídos. El cubano que parecía ser el líder de los tres, me pasó un brazo por el cuello y, sonriendo, me pidió que fuéramos al bar.

Yo no podía creer lo que estaba viviendo. Entonces, el muchacho se me acercó y me dijo entre dientes para que los agentes no lo oyesen:

-Todo bien, el policía me recordó que tenemos prohibido entrar a los hoteles y me advirtió que me tengo que ir del bar cuando se vayan ustedes.

-Ok. Pero me tienes que contar lo que pasó allí adentro –dije también entre dientes.

Cuando ya estábamos solos les pedí que me contaran con detalle lo que había pasado en la oficina y me dijeron que todo estaba bien, que los habían hecho firmar una caución y que les habían ordenado que dejaran el hotel al salir nosotros y que si los volvían a ver por allí, se los llevarían presos.

-¿Y que decía la caución que firmaron? –Dije, sin salir de mi asombro.

“No sabemos” fue la respuesta. “No nos permitieron leerla”.

Sólo después del incidente, el amigo venezolano que conocía a los cubanos me contó que eran dos jineteros y una jinetera que había conocido la noche anterior en la calle, al salir de su hotel. Se le habían acercado para preguntarle qué le gustaba a él, los hombres o las mujeres, porque les llamaba la atención su correa y le conseguirían lo que él quisiera, a cambio de ella, incluso mariguana.

Este es el tipo de gente con la que uno tiene contacto primeramente al llegar a Cuba, jineteras, traficantes, personas que están a la espera de cualquiera que les pueda ofrecer una posibilidad de acceder a las cosas que no tienen acceso debido a las restricciones que les impone el régimen. Gente malviviente que se sostiene de la prostitución y el tráfico de drogas.

Yo no me resignaba a pensar y aceptar que todos los cubanos fueran así, que todos se presentaran simpáticos y amables para esperar la menor oportunidad para tratar de sacar provecho de uno, al punto de llegar a ofrecerle matrimonio a cualquiera que los ayudara a salir de la Isla.

¡Qué difícil es establecer contacto con el pueblo cubano!

Yo seguía, cual Diógenes, buscando al hombre. En pos de conocer al cubano trabajador y honesto, a ese ser humano desinteresado que estaba seguro iba a encontrar. No me resignaba a irme de La Habana con la imagen del cubano que busca aprovecharse de la buena voluntad de los turistas desprevenidos…

IV – “Aquí tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor”

A medida que transcurrían mis días en La Habana, la opresión que sentía en el pecho se iba haciendo más fuerte.

No podía comprender cómo los ciudadanos de un país podían ser tratados como seres de tercera categoría, mientras veían en sus narices el trato que les daban a los turistas. No me parecía justo y esto no se compadecía con la imagen de igualdad y equidad que me habían vendido. Nade de lo que veía tenía relación ni parecido con mi idea del socialismo y del pensamiento de izquierda.

Allí pude comprobar que en la Cuba de la igualdad, algunos son “más iguales que otros” y que a los cubanos les queda solo conformarse con las migajas que el régimen les quiera dar.

No podía creer que al entrar a las tiendas de turistas de los hoteles, podía encontrar cualquier cantidad de productos importados a los que los cubanos no tenían acceso, pues eran almacenes para turistas en los que solo se podía comprar con dólares y a donde los nacionales tenían prohibida la entrada. La divisa estadounidense estaba prohibida para los cubanos y su tenencia constituía un delito.

La única manera en que un cubano podía adquirir productos de los establecimientos de Intur era si, de forma ilegal, conseguía dólares y algún turista le hacia el favor de comprarlos para ellos. Fue así como un actor, protagonista de telenovelas de la televisión cubana, pudo cambiar los zapatos rotos con los que andaba desde hacía 2 años: pidiéndole a un amigo venezolano que se los comprara.

Sobrecogido por tanta injusticia decidí entrar a ver una película del festival para tratar de distraerme y olvidarme, aunque fuera por 2 horas,  de la dramática situación del pueblo cubano. Con esa intención, me metí en una larga cola para entrar al cine.

Mientras esperaba que la fila avanzara se me ocurrió comentar en voz alta que “hasta cuándo tendría que hacer colas en La Habana” y escuché una voz detrás de mí que me decía:

-Oye cariño, ¡aquí en Cuba tenemos que hacer cola hasta para hacer el amor! -La voz era de una hermosa trigueña que, como tantos otros cubanos, no perdían oportunidad para expresar su descontento.

Entonces recordé que, días antes, una amiga venezolana me había contado su experiencia al ir con su novio cubano a una de esas habitaciones que les alquilan por horas a los residentes de la isla para hacer el amor.

-Son sitios horribles -comentaba mi amiga-. Después de hacer la cola para poder entrar, resulta que los cuartos son una pocilga. ¡No pudimos hacer nada! Al rato de estar adentro, comenzaron a tocarnos la puerta para que nos apuráramos porque había más parejas en la cola esperando para entrar a utilizar “la habitación”.

Con esas palabras y recuerdos agolpados en mi cabeza, me dispuse a entrar a ver la película “Hello Hemingway”, inspirada en la obra “El viejo y el mar” del autor estadounidense Ernest Hemingway.

Casi no recuerdo nada del film de Fernando Pérez pues, al encenderse la pantalla, comenzaron a presentar el corto documental “El Fanguito”, una película dirigida por Jorge Luis Sánchez, en la que se muestra desde dentro la indignante cotidianidad de un barrio marginal en Cuba, con su pobreza y  el drama de la escasez de alimentos y la falta de servicios públicos.

Como si no bastase con lo que veía a cada paso en la ciudad, me encuentré con ese documental en el que se me ratifican de una manera cruda las impresiones que había acumulado durante mi estancia en la caribeña isla.

Ahí si no pude más. Arranqué a llorar desde que vi las primeras imágenes y no pude parar hasta que se encendieron las luces de la sala. Me sentía un poco avergonzado con el amigo que estaba sentado a mi lado pero no tenía forma de controlar el llanto.

Con una cierta sensación de liberación después de tanto moquear, me fui al hotel a descansar un rato para ir en la noche al teatro Mella a un recital de boleros, donde, por fin, me esperaría una agradable sorpresa.

V – ¡Por fin, Cuba, más allá de traficantes y jineteras!

Después de la catarsis realizada por la función del melodrama de Fernando Pérez, ”Hello Hemingway” y, sobre todo, por  las crudas imágenes de “El Fanguito”, el corto documental de Jorge Luis Sánchez en el que, por primera vez, un creador se atrevía a mostrar la cruel realidad que viven las barriadas más pobres de Cuba, me fui al hotel a dormir un rato. Necesitaba cargar baterías para la noche que prometía ser larga.

Así lo hice. Dormí poco más de una hora, me levanté y me fui al teatro Mella a un recital de boleros con una cantante que me habían recomendado mucho, aunque ahora no recuerdo su nombre. Mis amigos me habían dicho que después del concierto nos reuniríamos en el café del teatro para conversar un rato.

Llegué y me encontré con la puerta del teatro cerrada y el café vacío por completo. Me quedé un rato parado mirando hacia adentro, pensando que tal vez estaban ya en la función y que alguien me abriría para poder entrar.

Pero nada. No se oía el más mínimo ruido. Convencido de que me había equivocado de teatro, ya estaba listo para regresar al hotel, cuando vi que una pareja se acercaba a la puerta y venía hacia donde yo estaba.

-¿Qué pasó asere? – me dijo el muchacho.

Le conté lo sucedido y él me informó que el recital lo habían hecho a las cinco de la tarde y que ya todo el mundo se había retirado.

Lamentando la confusión me disponía a irme cuando la muchacha me dijo que entrara  para que, por lo menos, conociera el teatro.

Pensé: “total, si ya los planes de la noche se me habían arruinado, pues conocería el Mella y luego me iría al malecón, donde indefectiblemente terminaban las jornadas y siempre se conseguía diversión durante las noches del festival.

Abrieron la puerta y se presentaron: Alejandro, se llamaba el muchacho y era el encargado del teatro. Ella se llamaba Verónica y lo estaba acompañando en su guardia.

Al entrar me sorprendió conseguir un grupo de cubanos adentro conversando. Hasta ese momento, había pensado que sólo estarían Alejandro y Verónica.

Los otros, al verme se miraron entre sí. Extrañados, inquirieron con la mirada a la pareja. Estos les explicaron mi situación y poco a poco todos nos fuimos relajando y dejando a un lado la mutua desconfianza que sentíamos inicialmente.

Así fue como conocí al escritor Ernesto Fidel, tal y como suena, nombre más revolucionario no podía tener. Al poeta Julio Vicioso, a Eugenio, que era administrador de algún teatro, si mal no recuerdo, a la actriz de teatro Verónica y a Alejandro, descendiente de familia acomodada, a la que la revolución le expropió sus propiedades y quien, en ese momento, era el encargado de cuidar el teatro Mella.

Esa fue una de las mejores noches que pasé en La Habana. El teatro, que cuenta con un aforo de cerca de 1500 butacas, era espectacular, con su gran escenario a la italiana y su moderno estilo arquitectónico.

Lo mejor de la noche fue que, por fin, pude tener contacto con el cubano llano, el ciudadano que vive su vida sin pretender que un turista le proporcione las cosas de las que se ve privado en su cotidianidad. El cubano que trabaja para su sustento sin estar esperando la oportunidad de aprovecharse del prójimo. Nada de jineteras y traficantes.

A medida que se fue rompiendo el hielo del primer contacto, comencé a relatarles a los muchachos mis vivencias en su ciudad. Mis decepciones con respecto al régimen y a la calidad de vida del pueblo cubano y la tristeza que me producía cada vez que yo tenía privilegios o preferencias como turista y era mejor tratado que los nacidos en esa tierra.

Pasamos la noche cantando, sacamos máscaras y vestuarios de los espectáculos que allí se habían producido y jugamos como niños. Ellos bebían del ron cubano, no del Havana Club, por supuesto. Ese está destinado a los turistas. Ellos tomaban del ron de menor calidad al que el gobierno les permitía acceder.

Cuando ya había descargado con ellos mi rabia y frustración, me dijeron:

-Es impresionante como en tan pocos días has podido captar lo esencial de la vida del pueblo cubano. Pero, aunque todo eso es así, también hay otra parte de la isla que nosotros te quisiéramos mostrar para que puedas completar tu visión de Cuba.

Fidel y Julio me comentaron que eran muy pocos los turistas que veían lo que realmente es La Habana pues el sistema no les permite que tengan contacto con la realidad más allá de lo que el régimen le quiere mostrar. “Tropi collage”, comentaron a coro y me prometieron que después me explicarían a qué se referían con esa expresión.

Todos tenían sus fuertes críticas al régimen e incluso llegaban a tener agrias discusiones cuando se enfrentaban quienes, dentro del grupo buscaban la forma de salir de la isla y los que sostenían que debían quedarse, dar la pelea y tratar de mejorar la situación. Por supuesto, también estaban quienes se ubicaban en un punto intermedio y trataban de conciliar las dos posiciones.

Con la finalidad de mostrarme un rostro más amable de la Cuba revolucionaria, Eugenio se ofreció a llevarme al día siguiente a conocer otras cosas de la ciudad y Fidel me invitó a cenar a su casa.

Salimos del teatro como a las 2 de la mañana, felices. No podíamos parar de hablar y comentar mi experiencia en Cuba. Nos fuimos caminando, cantando y conversando hasta el malecón donde, sentados a la orilla del mar, esperamos el espectáculo del hermoso amanecer habanero. Nos despedimos y Eugenio se comprometió a buscarme a las 10 de la mañana en el hotel para ir a visitar La Habana Vieja, declarada por la Unesco como Patrimonio Histórico de la Humanidad.

VI – La hermosa Habana Vieja

A la mañana siguiente de haber conocido a los muchachos del teatro Mella, mientras me bañaba, tomé la decisión de que no permitiría que las injusticias que veía por doquier en La Habana, me afectaran hasta el punto de casi amargarme el viaje. Total, nada podía yo hacer para remediar la situación y conocerlos a ellos me sembró una esperanza de que ese pueblo, algún día, conseguiría superar sus problemas y vivir en una mejor sociedad.

Estaba terminando de vestirme, cuando sonó el teléfono de la habitación para informarme que Eugenio me esperaba abajo. Tomé unos pesos cubanos que tenía en la habitación y no había utilizado pues todo había que pagarlo en divisas y fui a su encuentro para visitar La Habana Vieja y comprar algunos libros, que era el único artículo que un turista podía comprar con los pesos.

Cuando entré al lobby, me extrañó no encontrar a Eugenio en el salón, miré alrededor y lo conseguí afuera del hotel. Le molestaba bastante la incomodidad que significaba estar esperando dentro de un sitio donde sabía que no era bien visto. Así me lo hizo saber.

Recorrimos las hermosas calles de La Habana Vieja, con su arquitectura barroca y neoclásica. Visitamos la barroca Catedral de San Cristóbal que necesitaba una urgente restauración pero, según me dijo Eugenio, era muy costosa pues tenía serías fallas estructurales que se debían reparar y el gobierno no contaba con el dinero precisado para eso.

Fuimos al Capitolio que, irónicamente, recuerda al de Estados Unidos, la Plaza de Armas, contemplamos el faro de El Morro y visitamos la Bodeguita del Medio, donde entramos sólo para ver uno de los lugares preferidos de Hemingway, con sus paredes tapizadas de fotos autografiadas de personajes famosos de todo el mundo, que han tertuliado en el sitio. La visita fue sólo para curiosear y conocer, pues los precios eran prohibitivos para un joven turista con corto presupuesto para viajar.

Los pies me ardían de tanto andar, pero lo que estaba viendo bien valía el cansancio. Tenía la mirada llena con esa arquitectura colonial que lo devolvía a uno a siglos anteriores.

Comenzamos a visitar librerías y me puse frenético comprando libros. Los pesos que tenía se me agotaron y no me alcanzaron para todos los libros que tenía seleccionados. Comencé a apartar algunos para llevarme sólo los que más me interesaban. Eugenio me preguntó que por qué no los llevaba todos.

Le expliqué que los pesos no me alcanzaban y él, amablemente, se ofreció a dármelos. Pensé “primera vez que en este país, en lugar de pedirme, me ofrecen algo”. Apenado, le dije que bueno, que sería un préstamo y que al llegar al hotel, cambiaría dinero y le devolvería sus pesos, sesenta en total que me faltaban.

-No te preocupes, asere -me dijo-, esos te los regalo yo.

Por supuesto, no podía aceptarlo y así se lo hice saber. Le dije que si no me los cobraba no podía recibirlos pues, yo sabía que eso era cerca de la mitad de lo que él ganaba al mes.

-Para lo que me sirve el dinero -fue su respuesta-. Yo, dinero tengo; lo que no tengo es qué comprar con él. De lo que gano al mes, generalmente, me sobran pesos, pues las cosas que necesito no las puedo comprar con ellos.

Recordé haberme prometido a mi mismo que no me afectarían ese tipo de comentarios y llegamos al acuerdo de que le compraría en la tienda de Intur alguna cosa que necesitara y así le pagaría sus sesenta pesos.

Me pidió cassettes vírgenes para grabar música, una de las pasiones que tenía y que le costaba satisfacer pues los cassettes sólo los vendían en divisas, monedas que él no poseía.

Así quedamos y ya casi al final de la tarde, a eso de las cinco, me acompañó al hotel y nos despedimos hasta la noche, cuando nos veríamos en casa de Fidel Ernesto, donde nos reuniríamos para cenar junto con Julio, Alejandro y Verónica.

VII – Tropi collage

Lo primero que hice al llegar al hotel, después del recorrido por La Habana Vieja, fue entrar a la tienda de Intur a comprar los cassettes para los muchachos y el pote de mantequilla de maní más grande que encontré, pues uno de ellos me había dicho que siempre la había querido probar y me pareció una buena idea que la compartiéramos después de cenar.

Eugenio me buscó en el hotel y llegamos a casa de Fidel como a las ocho y media de la noche. Allí estaban ya Verónica, Julio y el anfitrión.

La casa era de los años 50, deteriorada por falta de mantenimiento, humilde pero limpia. Tenía unos muebles viejos con tapicería descolorida y un equipo de sonido portátil en la sala que le permitía a Fidel satisfacer su pasión por la música.

Minutos después de llegar,  los muchachos pusieron un cassette con música de Carlos Varela, explicándome que era un cantautor de la nueva trova que se estaba atreviendo a hacer música de protesta, con una profunda crítica al sistema cubano.

-¿Te acuerdas del “tropi collage” que te hablamos en el Mella?, me preguntó Fidel, y se dispuso a poner una canción con este título en la que se cuenta la historia de un turista que llega a La Habana, va a Varadero, al Tropicana, se hospeda en el Habana Libre y  se marcha de Cuba, creyendo que con ese recorrido ya conoció el país.

SE FUE EN HABANA AUTOS,

RUMBO HASTA VARADERO/ APANADO EN ARENA.

FUMÁNDOSE UN HABANO,

SE TIRÓ ALGUNAS FOTOS

RECOSTADO A UNA PALMA.

VOLVIÓ AL HABANA LIBRE

ALQUILÓ UN TOURIST TAXI/ PARA IR AL TROPICANA

DESPUÉS AL AEROPUERTO

Y ASÍ SE FUE CREYENDO

QUE CONOCIÓ LA HABANA.

ESE TIPO PAGÓ LA CUENTA

QUE LE ESTABAN SACANDO.

PERO EN LA POLAROID DE SU CABEZA LLEVA

TROPICOLLAGE, COLLAGE COLLAGE, TROPICOLLAGE…

Varela había comenzado a componer en 1978 y grabó su primer álbum “Jalisco Park”, en 1989. Sólo dos años antes de mi viaje a Cuba y, justamente, en el 90, el año en que visité la isla, se realizó la grabación de “Carlos Varela en Vivo”. Es ese el disco que me mostraron en casa de Fidel y que ya se estaba convirtiendo en objeto de culto para los cubanos que tenían serias diferencias con el régimen político de la Isla.

Escuchamos toda la grabación mientras ellos me explicaban cómo, por ejemplo, Guillermo Tell es una canción en la que se critica, con metáforas, la larga permanencia de una persona en el poder, haciendo alusión directa a Fidel.

En este tema, el hijo de Guillermo Tell ya ha crecido y  le dice a su padre que ya está cansado de ponerse la manzana en la cabeza para que demuestre su puntería. Ya llegó la hora de que el padre le ceda la ballesta a su descendiente y que le permita probar su valor, apuntando a la manzana que su progenitor deberá sostener en la cabeza.

Esa canción es un grito lanzado al gobierno para que dé paso a nuevas generaciones y les permita tomar las riendas de la vida del país.

“Memorias” es el título de una de las canciones del disco de Varela en la que un hombre rememora su vida en el régimen cubano, comparando como creció con Elpidio Valdez en lugar de Supeman y con un televisor ruso. Así dice:

”No tengo mucho más de lo que puedo hacer

y a pesar de todo lucho.

No tuve Santi Claus ni árbol de navidad,

pero nada me hizo extraño.

Y así pude vivir, teniendo que inventar

los juguetes una vez al año”.

Cuando escuché esta canción me percaté que era diciembre y por ningún lado de La Habana había algo que le recordara a uno que era época de navidad. Lo más aproximado a un adorno navideño que vi, fue un florerito de vidrio en el centro de una mesa en el restaurante del hotel con una flor plástica y un pequeño lazo hecho con cintas rojas y verdes, y atado con un cascabel dorado.

La velada en casa de Fidel fue muy tranquila y agradable. Comimos una ensalada de lechugas y huevos rellenos que era, sin duda, lo mejor que nos podía ofrecer el anfitrión, haciendo un hueco en su libreta de racionamiento.

Después de tantos días comiendo la misma comida en el hotel, de verdad que la cena en casa de Fidel me supo a gloria. Tal vez no fue la comida en sí, sino la compañía y la alegría que me producía estar con esta gente sencilla que estaba buscando cómo superar todos los obstáculos que la vida y el régimen socialista de Castro les presentaba.

Les robé un cassette de los que les llevaba de regalo y le pedí a Fidel que me grabara el disco de Carlos Varela. Esas canciones junto con el film El Fanguito, me permitían predecir que, mientras hubiera creadores que se atrevieran y gente como con la que compartí esa noche, no todo estaba perdido para los cubanos y que algún día su pesadilla terminaría.

Nos despedimos como a las tres y media de la madrugada. Yo debía descansar un rato pues ya estaban corriendo mis últimas horas en Cuba y al día siguiente iba para Varadero en la mañana temprano. En la tarde pasaría por la casa de Hemingway que la habían convertido en museo y permanecía exactamente igual a como estaba al momento de morir el escritor y, en la noche, al Tropicana. O sea que mi último  día en la isla prometía ser movido y emocionante.

VIII – Varadero, La Vigía, el Tropicana

Fin de viaje

En mi último día en Cuba tenía programado un viaje a las famosas playas de Varadero. Me paré tempranito y subí al autobús que nos habían asignado para que nos llevara al sitio.

El transporte era un pullman full equipo, con aire acondicionado y asientos reclinables. Nada que ver con las destartaladas “guaguas”, atestadas de gente que había visto transitar por La Habana y que constituían el medio de transporte público de los cubanos.

Junto a mí se sentó una chica de Caracas que iba comiendo un Tobblerone de los que no crecen más. Me impresionó ver la cara del moreno que fungía como guía turístico en el bus. Sus ojos parecían salirse de las órbitas viendo el chocolate de la chica. Esta se dio cuenta y, muy amablemente, le ofreció un trozo al muchacho.

En un principio, el guía intentó decirle que no, que a él no le gustaba el chocolate porque era muy dañino para la dentadura y producía caries, pero su salivación pudo más que su convicción y le aceptó un pedacito, comiéndolo con tanta ansiedad que de verdad no supe si lo disfrutó.

Ese era uno de los logros de la revolución: convencer a los cubanos de que sus carencias eran más bien beneficios, al punto de decir que el chocolate no lo consumían, no porque no tuvieran acceso a él, sino porque era perjudicial.

El paisaje del trayecto hacia Varadero era realmente hermoso pero nada comparado con la arena blanca y ese mar azul que nos recibió en el lugar. Verdaderamente, es una playa espectacular y entre palmeras pasamos el día tranquilo y con unos cuantos chapuzones en esas cálidas aguas.

Cerca de la hora del almuerzo, llegaron Fidel y Julio. Ellos me habían advertido que si podían se acercarían hasta Varadero, pero yo pensé que no lo harían.

Como a la una de la tarde, decidimos almorzar en el restaurante del complejo turístico. Un amigo venezolano y yo invitamos a Julio y a Fidel para que comieran con nosotros.

Al sentarnos a la mesa, se nos acercó el mesonero y mirando con cierto desdén a los cubanos nos preguntó qué deseábamos. Le explicamos que queríamos almorzar y, despectivamente, preguntó que si “ellos” también comerían. Yo notaba la incomodidad de los muchachos pero evité hacer ningún comentario.

-¿Ellos son cubanos? -preguntó, siempre dirigiéndose a mí, como si “ellos” no estuvieran allí. Le dije que sí, que si había algún problema.

-No, no hay ningún problema -comentó con una mueca que pretendía ser una sonrisa- Sólo que lo que ellos consuman tienen que pagarlo con divisas como lo de ustedes y no con pesos cubanos.

Me mordí la lengua para no explotar y le expliqué que ellos eran invitados nuestros y que pagaríamos nosotros.

Los cuatro pedimos lo mismo, pescado frito con ensalada y arroz. El mesonero se fue a hacer el pedido y nosotros buscamos, inmediatamente, un tema de qué conversar para no referirnos al mal rato que acabábamos de pasar.

Yo no podía creer lo que vi cuando llegaron con la comida. Traían los cuatro platos servidos y, cuando los distribuyeron, noté que el mesonero nos ponía los dos platos más abundantes al amigo venezolano y a mí. Mientras que los destinados a los cubanos eran casi la mitad de la ración. A ellos les pesaron el servicio, según supe después.

Otra vez me mordí la lengua, tomé mi plato y lo cambié por el de Fidel y el amigo cambió el suyo por el de Julio.

Miré al mesonero y con el tono más irónico que conseguí le dije: “No tenemos mucha hambre. Esta mañana comimos demasiado en el desayuno”. El tipo torció los ojos, les lanzó una mirada fulminante a los muchachos y torciendo la boca se retiró.

Una de las cosas que más rabia me daban en Cuba, además de las injusticias y limitaciones impuestas por el régimen, era la prepotencia y patanería de algunos empleados de menor rango en hoteles y restaurantes para con sus conciudadanos.

Se me parecían a esos policías rasos de barrio que se las tiran de guapos y apoyados y disfrutan haciendo sentir a sus semejantes como seres inferiores, presumiendo de un poder que en realidad no tienen.

Comimos y disfrutamos y ya pasadas las dos de la tarde me despedí de Fidel y Julio. Comenzamos el trayecto para ir al poblado de San Francisco de Paula, donde visitaríamos la finca La Vigía, el lugar de residencia en Cuba del escritor Ernest Hemingway y que había sido convertida en museo.

La casa, donde el escritor norteamericano escribió “El viejo y el mar” y donde terminó de escribir  “¿Por quién doblan las campanas?” era conservada tal y como la dejo el premio Nobel en su último viaje.

Curioseamos lo que permitían, pues sólo se podía observar desde afuera a través de puertas y ventanas, y regresamos a La Habana, a prepararnos para el Tropicana en la noche.

El cabaret resultó bastante decepcionante. Como todo en la isla, el espectáculo también estaba detenido en el tiempo. Buenos bailarines, con buena técnica y excelentes cantantes. Pero el vestuario, la escenografía, la iluminación y efectos eran bastante mediocres. Todo muy deteriorado, al punto de verse los rotos de las medias de malla de las bailarinas y los descocidos de los trajes. Todos parecían ser los utilizados 40 años antes.

El Tropicana no fue el mejor cierre para el viaje, con el agravante de que cuando intenté invitar a los amigos cubanos para que me acompañaran, me informaron que ellos no podían asistir al cabaret sino en los días en que estipulaba el gobierno. Los nacionales tenían días destinados para ir al espectáculo. De otra forma, se les hacía cuesta arriba disfrutar del show y, en caso de que los dejaran entrar conmigo, pues tendrían que cancelar la entrada en dólares.

Esa noche me fui a dormir con un amargo sabor en la boca. No podía conciliar el sueño. Repasaba una y otra vez todo lo que había vivido en esos ocho días en Cuba. Las imágenes venían a mi mente como en una película. Me preguntaba si algún día regresaría a La Habana y si podría mantener la amistad con los muchachos que me enseñaron la otra vida de la isla. Con estas cavilaciones, el cansancio me venció y me dormí. Al día siguiente debía emprender el viaje de regreso a Venezuela.

De tierras garciamarqueanas a un país kafkiano

Adios, Bogotá.

Adios, Bogotá.

Los ocho días pasaron volando. Bogotá logró cautivarnos, seducirnos y enamorarnos. Por momentos nos sentíamos que estábamos en la Venezuela de finales de los ochentas y principios de los noventas, en aquella Caracas que era una promesa de progreso, un pronóstico de bienestar y desarrollo. Aquella ciudad que no parecía dejar de crecer y afianzarse como una de las ciudades más importantes de Larinoamérica.

Caminar por la Carrera Séptima era como hacer un viaje al pasado, a aquellos días cuando recorrer el boulevard de Sabana Grande era una certeza de sorpresa y diversión. Entrar a un supermercado Éxito en Bogotá fue experimentar un dolor. Parado en medio de esos pasillos llenos de productos de todas las marcas y precios, con anaqueles atiborrados de Harina Pan en todas sus presentaciones, de papel tualé en bultos incontables, aceites de maíz para escoger… fue confirmar que Venezuela se fue a la mierda.

Que un país como Colombia que siempre fue el hermano pobre, el menos favorecido y con futuro más incierto, tenga la calidad de vida que hoy tiene y compararla con la “rica y petrolera Venezuela”, significó una punzada en el pecho y una certeza de que nos retrocedieron de golpe y porrazo a principios del Siglo XX. Y de que no hay excusa de “guerra económica” o “golpe económico” que justifique las penurias que estamos viviendo en la actualidad los venezolanos.

Del moderno y hermoso aeropuerto El Dorado de Bogotá, esa mágica tierra garciamarqueana que nos brindo hospitalidad y diversión, partimos luego de pasar un rato en su salón VIP, con aire acondicionado y alimentos para picar a gusto, y después de un breve y amable paso por migración. Sin traumas ni penurias. Como en cualquier país medianamente civilizado del mundo.

A la hora y media, aterrizamos en el kafkiano aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía. La cola en migración era interminable y parecía no moverse. Los funcionarios parecían querer mordernos a los pasajeros. Nadie tenía claro qué debía hacer y qué rumbo seguir. Todo se hizo por imitación, haciendo lo que hacía quien iba adelante.

Pasado el trauma, recogimos las maletas y nos encaminamos a la sección donde se suponía las  recibirían  para llevarlas al terminal nacional, donde debíamos tomar nuestros vuelos hasta las ciudades de Maracaibo – Cristian y yo –, y a Mérida, mi sobrina Moreli. Mientras caminábamos se oía la cantinela por los alto-parlantes de no sé qué cosa con los aires acondicionados para “optimizar el servicio”, lo cierto es que en varias áreas del aeropuerto, el calor era infernal.

Una vez frente a los counters, cuando pensábamos que ya podríamos seguir más livianos nuestro camino, nos informaron que no podían recibirnos el equipaje porque las bandas transportadoras estaban dañadas y que debíamos seguirlas arrastrando nosotros mismos hasta el terminal nacional. Así lo hicimos. Tratando de respirar profundo para no entrar en cólera porque todavía nos quedaban unas cuantas horas de espera.

Al llegar al nacional y consultar qué debíamos hacer para tomar nuestros respectivos vuelos, un atento funcionario del aeropuerto, nos indicó que debíamos salir del área de embarque, hacer la cola de chequeo afuera como la estaban haciendo quienes no venían en conexión y entrar de nuevo. Ante mi incredulidad y tono de protesta, el funcionario bajando la voz todo lo que podía y disimulando para que nadie viera y entendiera lo que me decía, balbuceó:

–Estás llegando a le República Bolivariana de Venezuela, amigo. Esto es lo que hay.

Tomamos nuestros peroles y nos fuimos. Cristian y yo, a Laser, y Moreli, a Conviasa, para hacer los chequeos y poder entrar al área de embarque. Veinte minutos de cola después, ya estábamos chequeados para Maracaibo y nos fuimos a buscar a Moreli para entrar.

– Me chequearon el pasaje pero no me recibieron la maleta porque es muy temprano –Me dice Moreli–. Tengo que esperar media hora por lo menos para poder dejar el equipaje.

–¿Y volver a hacer la cola? –Pregunto yo, sin poder dar crédito a la situación.

Me acerqué a hablar con la gente del mostrador de la línea aérea bandera de Venezuela, a ver si nos daban alguna solución. Nada. Lo que imperaba era el absurdo.

Un seguidor del gobierno que parecía estar muy conforme con lo que estaba pasando pues él también debía volver a hacer la cola, pretendió decirme que eso era “normal” y que qué podíamos pedir con unos “boletos tan baratos”. Casi me lo comí vivo. Esa especie de conformismo y mendicidad a la que nos han acostumbrado en Venezuela me exaspera. El pensar que no tenemos derecho a exigir un trato digno y respeto porque las cosas son supuestamente baratas (a pesar de que pagamos muy caro por todo) me saca de quicio.

–Vamos a hacer la cola de una vez – dije–, porque mientras chequean a todos los que ya están en fila, se pasa la media hora que los malnacidos dijeron que había que esperar.

Efectivamente, con el calor producido por “la optimización del servicio de aire acondicionado” y la rabia, sentía que me sofocaba pero pasó la media hora y mi sobrina logró entregar su maleta. Corrimos a la zona de embarque para pasar el sofocón en el aire acondicionado del salón VIP, y tomar agua fría o algo que nos refrescase.

Al abrir la puerta del salón, un vapor caliente de aire nos golpeó la cara:

­– Lo sentimos mucho –dijo la sudorosa chica en el mostrador–. El salón está lleno y el aire acondicionado no funciona.

Salimos despavoridos. Nos sentamos en una mesa de un restaurante para tomar algo. Diez minutos… quince minutos… veinte minutos… Nadie se acercaba a atendernos. Al cabo de un rato, decidimos mudarnos de lugar, al restaurante vecino. Nos sentamos y al poco rato llegó un mesero con la carta.

Decidimos pedir agua mineral, Coca-Cola, un café marrón y una pizza cuatro quesos para compartirla.

– Agua mineral no tenemos. Pero si quieren pueden comprarla allí enfrente y traerla. Tenemos refrescos.

–Bueno, tráigame una Coca-Cola.

–Coca-Cola no tenemos. Solo colita y naranja.

–Está bien. Traiga dos naranjas y un marrón.

­–Marrón no tenemos. No hay leche. Solo tenemos expresso y  guayoyo.

–Traiga los refrescos. Y una pizza cuatro quesos.

–Pizza no hay. El pizzero acaba de llegar y el horno todavía está apagado.

–¡Traiga los refrescos!

En el baño, no había ni jabón ni papel. Un hombre, el encargado de la limpieza, supuse, con una botella de agua mineral llena de jabón líquido te dispensaba la ración para lavarte las manos y dos pliegos de papel absorbente para secarte. Todo a cambio de unas cuantas monedas, por supuesto. Ellos también tienen que sobrevivir al socialismo del Siglo XXI.

Así terminamos nuestro delicioso viaje por tierra garciamarquiana, llegando a un kafkiano aeropuerto donde de inmediato se encargan de hacer sentir a nacionales y a turistas que, como me dijo susurrado por lo bajo, a lo cubano, el funcionario, “Estás llegando a la Republica Bolivariana de Venezuela”, cuna del socialismo del Siglo XXI, y “Eso es lo que hay”.

A los pocos días, se impuso en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía la revisión de Cadivi, pienso en lo que eso añade al infierno que vivimos a la ida y al regreso y se me paran los pelos. Después, crearon el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social.

¡Qué ironía! ¡No?

Lluvia garciamarqueana y un abducido nos despiden en Bogotá

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Como en un cuento de García Márquez, ese día, nuestro último día en Bogotá, llovió. Una llovizna fina, persistente y constante que comenzó a caer a principios de la tarde y amenazaba con no parar.

La lluvia parecía despedirnos de manera garcíamarqueana. Quería recordarnos que pasamos una semana en tierras del premio Nobel. La jornada fue como aquel domingo de «Isabel viendo llover en Macondo». Amaneció un cielo azul con una luz nítida y brillante del sol, con algunos nubarrones oscuros y dispersos que presagiaban una tarde lluviosa y húmeda.

Nos fuimos de nuevo a La Zona Rosa, después de caminar sin rumbo por las concurridas calles del centro de Bogotá, visitando los despedida1mercadillos de la carrera Séptima y disfrutando de ese fascinante paisaje urbano donde uno bien puede tropezar con un par de jóvenes seguidoras del camino espiritual etiopiano Boboshanti, ataviadas con vestidos largos, estampados y con inmensos turbantes tocando sus cabezas. O con un talentoso imitador de Michael Jackson bailando en una acera. Un marionetero o un grupo de alegre y rítmica música de tambores de la costa.

Al bajar del transmilenio y dar los primeros pasos hacia el Centro Comercial El Retiro, comenzaron a caer la primeras gotas. Apuramos un poco el paso sin preocuparnos demasiado. No teníamos ningún compromiso y podíamos pasar el rato sentados en algún café o viendo tiendas mientras esperábamos que escampara.
Cuando la lluvia amainó un poco, salimos del centro comercial para despedida4buscar un lugar donde comer. La llovizna arreció recordándonos aquella lluvia de Álvaro Mutis con la que llegaba Ilona, y nos obligó a entrar al restaurante Bakers para almorzar.

Consultamos una vez más las «finanzas de Cadivi» y, según el saldo, nos quedaban las suficientes divisas disponibles para pagar el almuerzo. Verificamos que en el lugar aceptaran tarjetas de crédito, y, sacudiéndonos la lluvia del cuerpo, nos sentamos a la mesa.

Pensamos en pedir una entrada para compartir pero temiendo que las raciones fueran demasiado abundantes -como por lo general lo son en Colombia-, consultamos antes con la mesera a ver qué tanta pasta servían.

-Dejeme preguntar en la cocina y les informo -Dijo la chica amablemente y al regresar nos dijo: «Son 180 gramos de pasta, según el cocinero».

Como era una ración demasiado grande, pasamos de la entrada y pedimos solo la pasta. Dos despedida7servicios de fetuccini Alfredo con salmón ahumado y uno de fetuccini con mariscos. La pasta estaba tan rica como escasa. Una verdadera delicia, al dente y gustosa, pero los supuestos 180 gramos de fetuccini no pasaban de 90 gramos, como mucho. Para quedar satisfechos pedimos un cheese cake de frutos rojos que estaba espectacular y una rica porción de torta de chocolate con semillas de amapola. A través de los cristales veíamos que afuera seguía lloviendo como en Macondo.

Decidimos volver a El Retiro para tomarnos un café en Juan Valdez y comprar algún regalito que nos quedaba pendiente. En el camino conseguimos unos puestos de flores y paramos para comprar un ramo con el cual agradecer a Idania Chirinos su hospedaje y las atenciones.

Un ramo de alelíes acompañado con aromáticos eucaliptos y brisa coloreada nos preparaba la chica del puestico de flores mientras su tío observaba. La curiosidad me pudo y le pregunté al hombre quédespedida3 era eso que se asomaba brillante en su pecho, medio tapado por su chaqueta.

El señor fingió cerrar su abrigo y no querer mostrarnos su collar pero inmediatamente desplegó como alas las solapas y nos mostró un inmenso adorno colgando de una gruesa cadena. Era una especie de medallón hecho con piedras brillantes, unas esferas de colores que parecían unas metras brillantes, cuentas de plastico y metal, shaquirones y lentejuelas, que le tapaba la mayor parte del pecho.

-Es un amuleto. Es para protegerme. Me lo dieron unos extraterrestres -Dijo el hombre con orgullo.

Resultó que estábamos hablando con José de Jesús Cruz, un hombre que en los años 50s fue abducido por extraterrestres y llevado a 24 mil años luz de distancia. A un planeta donde habitan despedida10gigantes de 3 metros. Hombres con forma y cuerpos humanos pero inmensamente grandes y que controlan desde su lejano planeta nuestra galaxia y el planeta tierra.

-Ellos me dieron este amuleto para protegerme y me dieron el poder de ver el futuro. Yo puedo ver lo que va a pasar en cada parte del mundo.

-Y ¿qué va a pasar? -pregunté sin dejar de mirar el medallón.

-¿Dónde? Por ejemplo, en Estados Unidos va a haber una inundación. Por los lados de California se va a abrir la tierra, una zanja inmensa, y por allí va a entrar el mar y va a inundar tododespedida8 Estados Unidos. En Japón y en Argentina va a pasar algo parecido. Esos países van a terminar bajo el agua.

-¿Y Venezuela? -Pregunté temeroso pensando en mi inminente regreso al día siguiente.

-No a Venezuela no le va a pasar nada. Todavía, no. Se va a hundir en el mar, pero después.

Con miedo, pensando en que esa persistente lluvia Bogotana podría ser el inicio de una inundacióndespedida9 que anegase y dejara bajo las aguas a la capital del país, le consulté:

-Y ¿Colombia?

-No. A Colombia sí le va a ir bien. No le va a pasar nada.

Aliviado por la predicción, le dije: «¡Entonces para acá es que hay que venirse!».

Mientras José de Jesús me adelantaba sus visiones y predicciones y me contaba de su viaje, hace ya más de 50 años por el universo, su sobrina le comentaba a Cristian y a Moreli, por lo bajito, entre corte y corte de ramas y hojas para el ramo de Idania:

-Eso es mentira. Él tiene tiempo contando esas historias pero ese collar se lo hizo él mismo. No es ningún amuleto ni nada de protección.

Yo, sin embargo, lo miré de nuevo, y embriagado por el aroma del eucalipto pensé que bien podría ser el «señor muy viejo con unas alas enormes» del cuento de García Márquez. Al fin y al cabo debía ser un despedida12señor muy viejo si viajó hacía un lejano planeta a 24 mil años luz hace cincuenta años y, quién quita, a lo mejor, bajo esa chaqueta, esconde unas alas enormes.

Tomamos el ramo envuelto en celofán y nos despedimos bajo la lluvia. Pasaríamos unas cuantas horas en el café Juan Valdez de El Retiro antes de que la lluvia nos permitiera volver a casa. La noche se hacía cada vez más fría y húmeda.

Así fue la despedida de Bogotá. La incesante lluvia y el abducido José de Jesús Cruz me recordaban que había estado ochos días en tierras de García Márquez, en la cuna del realismo mágico. Un lugar donde a uno se le podría aparecer, en cualquier esquina del barrio Santa Fe, alguna abuela desalmada llamando a gritos a la cándida Eréndira.

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Día de Mambo y lechona en Bogotá

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«¿Me podría decir dónde queda el Museo de Arte Moderno?» Fue la pregunta a repetir por las calles del centro de Bogotá ese día. Inexplicablemente, no hallábamos una sola persona que nos logrará orientar con certeza hacia dónde debíamos coger. Algunos nos decían que estábamos cerca pero no sabían dónde se ubicaba el Mambo con exactitud.

Un policía, con plena seguridad, nos dijo: «Es ese que está allí», señalando una casa a mitad de cuadra a la que nos acercamos para descubrir que se trataba de la antigua casa de Manuelita Saenz mambo12y que en la actualidad es el Museo del Traje Típico Colombiano. Una mujer nos mandó para detrás de la Alcaldía y, otra, por los predios del Museo del Oro.

Finalmente, sin saber cómo, nos vimos subiendo los peldaños de ladrillos rojos que nos llevaban a la entrada de un hermoso edificio diseñado por el renombrado arquitecto Rogelio Salmona, quien concibió los amplios espacios en la Calle 24 donde se emplaza actualmente el Museo de Arte Moderno de Bogota, conocido por su siglas con el rítmico nombre de «Mambo».

mambo6Desde los escalones de entrada, pude distinguir la figura de un vigilante que echaba candado a la reja de entrada sin percatarse de que nos dirigíamos hacia él. En la puerta comencé a dar voces llamando sin que nadie respondiera. ¡No lo podía creer! Después de tanto caminar y dar tumbos, llegamos a la hora que el museo cerraba.

Aferrado a la esperanza de que alguien apareciera, me quedé parado en la puerta, oteando hacia el penunmbroso interior. Una señora con uniforme gris y utensilios de limpieza en las manos, apareció por el lobby. Saludé y le pregunté si el museo abriría en la tarde.

-Hoy no abre. Es lunes y los lunes no abre el museo.

Andrea Cháves del departamento de Curaduría del Mambo.

Andrea Cháves del departamento de Curaduría del Mambo.

Decepcionado, le pregunté si la parte administrativa tampoco laboraba los lunes.

-Necesito hablar con la señora María Elvira Ardila en Curaduría. ¿Podría decirle que la buscan de parte de Luis Brito, de Venezuela?

La diligente señora entró y, a los pocos minutos estaba de vuelta con el vigilante, quien nos abrió la reja y nos dio las señas para llegar a la oficina de Curaduría. «No podremos recorrer el museo pero, por lo menos, podré cumplir con la encomienda del Gusano de averiguar cómo se encontraban los preparativos para la exposición de sus fotografías que próximamente se hará aquí», pensé mientras bajaba las escaleras y recorría el pasillo hacia la oficina indicada.

María Elvira no se encontraba. Un inconveniente familiar la había obligado a ausentarse de su mambo5oficina. Sin embargo, nos recibió Andrea Chaves, su atenta asistente quien nos puso al tanto de lo que requeríamos.

-La muestra del maestro está programada para abrir a partir del ocho de noviembre en la sala 4. Todo el cuarto piso será para las fotografías de Luis Brito y en esa misma fecha se montará la exhibición de la colección permanente del Mambo que llama mucho público.

Andrea nos daba la información al tiempo que no guiaba hacia las salas del museo enseñándonos mambo2los diferentes espacios de la institución.

-Ya las fotografías están todas montadas con un mismo marco. Las de los ángeles y las de las muñecas de Reverón. Solo esperamos por la respuesta del maestro para estar seguros. La muestra se monta en noviembre y se desmonta en enero.

Intercambiamos teléfonos y correos y Andrea regresó a atender sus labores dejándonos a nosotros para recorrer el museo y ver las exhibiciones de ese momento.

Es una sensación extraña la de recorrer un museo con las luces de las salas apagadas, mientras una señora realiza las labores de limpieza y los espacios que en un día normal estarían iluminados, con guardasalas y gente visitando, bañados solo por la luz natural que entra por las ventanas y una que otra bombilla eléctrica. Extraña, pero interesante. Un museo para mí solo.

mambo3

En el cuarto piso, en el espacio donde a partir del ocho de noviembre estarán las fotos de Luis Brito, el fotógrafo venezolano Premio Nacional de Fotografía, se encontraba exhibida una interesante muestra de Elsa Zambrano llamada «Museo imaginario en el museo» y que consistía en una exhibición de piezas hechas a partir imágenes icónicas de obras de arte universales, réplicas en miniatura adquiridas en las tiendas de los museos, o postales compradas en esas tiendas por la artista en sus recorridos por los museos del mundo y dispuestas en pequeñas cajas de madera, reinterpretando lo que es el arte y su comercialización en el mundo actual. Allí estaban reproducciones de La Mona Lisa, de piezas de Warhol, de Vermeer, de Velasquez… Pequeñas piezasmambo13 que Elsa fue coleccionando y con las que se construyó su pequeño museo imaginario que le permite reflexionar sobre el arte y su comercialización a la vez de aproximarse al arte universal desde una mirada particular.

Las otras salas del Mambo estaban llenas de la magia y el color de las piezas de gran formato del artista Carlos Jacanamijoy. 70 obras creadas entre 1992 y 2013 y que constituyen la retrospectiva «Magia, memoria y color» del artista indígena, descendiente de los quechuas y perteneciente a la etnia Inga del Putumayo.mambo7

Son pinturas expresionistas que nada tienen que ver con arte indigenista, hechas en grandes formatos al óleo en las que el artista toma algunos aspectos de su historia y cultura y los reinterpreta en composiciones oníricas cargadas de simbolismo y significación.

En la retrospectiva del Mambo uno puede hacer un interesente recorrido por la historia del proceso creador de Jacanamijoy, reconociendo su crecimiento como artista hasta llegar a su definido estilo expresionista actual. En los cuadros se mezcla la naturaleza con lo que parecen ser símbolos religiosos o supersticiosos de la etnia a la que pertenece el artista, en una interesante mezcla de mambo8color y luz. Las figuras parecen plantas, insectos, animales, se mezclan como en un sueño desplegado en un inmenso lienzo cargado de imaginación y simbolismo.

En una área de la exhibición de Jacabamijoy encontramos una instlación conformada por lo que a primera vista parecen insectos o arácnidos, pero que se trata de semillas de cacao hechas en metal y dispuestas como una especie de comuna de hormigas. Mientras en algunas paredes, como denuncias contra la discriminación, unos pizarrones negros con órganos humanos en alto relieve y mensajes escritos con tiza blanca, son expresión de un discurso de igualdad y respeto a la diversidad y a la diferencia.

A la salida del museo, pudimos ver, aunque estaba cerrada, la tienda del museo con interesantes piezas de arte, souvenirs y algunas prendas de vestir en cuyos estampados se podían apreciar losmambo15 motivos y dibujos del artista colombiano, originario de los Inga del Putumayo, Carlos Jacanamijoy, quien reside en Nueva York pero retorna a sus orígenes cada cierto tiempo donde parece nutrirse con el inagotable caudal de creatividad que le ofrecen su etnia y su tierra natal.

El resto de esa tarde de lunes, agradecidos por la atención de la gente del Mambo, lo pasamos recorriendo el centro, en tiendas para comprar recuerdos. Disfrutando de las vistas cálidas y coloridas que el atardecer le otorga a las viejas y bien conservadas fachadas de la ciudad y de la diversidad de gente que recorre sus calles y puestos de bogota8mercado sin que nadie se meta con nadie. En los alrededores de la Plaza de Bolívar se llevaba a cabo el ensayo de lo que al día siguiente sería la transmisión de mando del gobierno capitalino. Allí paramos un rato para ver las diversas fuerzas policiales en formación y hacer fotos.

Recordé que no quería dejar Bogotá sin probar la lechona rellena. Así que nos pusimos a investigar con los paseantes y tenderos dónde podríamos degustar ese plato.

-Las lechonas más ricas están en la avenida Caracas. Por aquí en el centro hay muy pocos lugares, bogota10pero allá tendrán para escoger.

Nos dijo un chico que atendía un locutorio al que entramos para consultar cómo estaba el tema de los dólares Cadivi en nuestras tarjetas y tratar de organizar económicamente las pocas horas que nos quedaban en Colombia.

Pues sí la cosa es en la Caracas, hacia la Caracas vamos. Al rato nos encontrábamos en el atestado transmilenio de la hora pico, rumbo a las coordenadas que nos mambo18dieron.

Al salir de la estación, desde lejos se podían distinguir los pequeños puestos, uno tras otro, de ventas de lechona rellena. Dos cuadras en las que solo se consigue el rico cerdo horneado. En el horizonte se veía el cerro La Loma, lleno de ranchos que me recordaron los cerros caraqueños, bañado con una hermosa luz entre rosa, naranja y lila del atardecer.

Al empezar a recorrer el lugar, comenzaron a ofrecernos tenedores de plástico atapuzados de mambo17relleno de lechona para probar. En cada uno de los puestos nos dieron su preparación pudiendo verificar que, como el ajiaco, cada familia tiene su propia forma de prepararlo y su sabor y sazón particular.

Al terminar la especie de cata, no hallábamos por cual decidirnos. Una simpática señora ya casi al final del recorrido, con coquetería y zalamerías trataba de conquistarnos para que optáramos por su lechona.

Fue ella quien me dijo que en el cerro La Loma que está frente a la zona de las lechonas, no entra nadie que no sea de allí. Es un lugar peligroso.

-Allí hay una iglesia muy linda a donde, lamentablemente, no podemos ir. En ese matorral que se ve allí, en toda esa zona verde, cada nada aparecen cadáveres. Ayer, consiguieron uno que tenía

Lechonerías de la Avenida Caracas

Lechonerías de la Avenida Caracas

días muerto, envuelto en vendas como una momia. Son indigentes y drogadictos que los matan en otros sitios y los depositan allí.

Ni las historias ni la zalamería de la cocinera nos convencieron de comer allí la lechona, a pesar de tener buen sabor. Nos decantamos por un puesto unos 3 locales más allá, cuyo sabor y textura nos había gustado más y cuya piel estaba más seca y tostada.

A primera vista la cosa impresiona. Ver esos cerditos dorados por las doce horas de horno que llevan, con sus hocicos como sonrientes y algunos incluso

María Edith Pinzones, lechonera de tradición.

María Edith Pinzones, lechonera de tradición.

adornados con lazos en las tostadas orejas, es una visión que un vegetariano o activista de derechos de los animales no podría tolerar sin lanzar piedras de protesta. Pero a quienes somos carnívoros y tragones, la impresión se nos pasa al degustar el rico sabor de la carne tierna del léchón, sazonada con especias, guisantes y horas de cocción.

El puesto que escogimos era el de María Edith Pinzón Licht, una mujer que heredó el negocio y la sazón de sus padres y éstos a su vez de los suyos. Es un negocio de tradición familiar y María Edith lo atiende con orgullo y cariño. Pedimos la ración más pequeña para cada uno. La que costaba 5 mil pesos acompañada de arepas. De tomar, una gaseosa colombiana. La cocinera nos mimaba y contaba su historia.

-En realidad, lo que a nosotros más nos interesa, es que nos contraten lechonas para fistas y cerdaeventos. El puesto sirve para el diario y para que la gente pruebe nuestro producto, pero el grueso del negocio está en que nos contraten lechonas de 400 raciones o más -Nos explicó-.

María Edith nos confirmó la historia que la otra lechonera nos dijera sobre los cadáveres que aparecían en La Loma:

-Sí. Son indigentes por lo general, delincuentes y drogadictos que azotan algunos lugares y a los que mandan a eliminar los vecinos de las zonas. Es una «limpieza» por encargo.

Es de esas historias que aparecen a diario en las páginas rojas de lo periódicos y que siembran en muchos el conflicto moral entre los derechos humanos de esas personas víctimas de «la limpieza», y el derecho a la vida y seguridad de unas 50 o más personas que posiblemente perezcan víctimas de esos delincuentes linchados. ¡No es fácil!

Para pasar un poco el mal trago de la conversa, María Edith apareció con sus manos a la espalda, escondiendo algo, y nos dijo:

-Le voy a hacer un regalo. Pero lo voy a rifar. Me van a decir un número del 1 al 5 y quien acierte se lobogota12 gana. Lo voy a anotar aquí para que no crean que hay trampa.

-El tres -Dijo Cristian inmediatamente y, sorprendida, María Edith nos mostró que efectivamente ese era el número ganador. El premio: una linda cochinita rosada de barro, una alcancía de largas y coquetas pestañas pintadas.

Al despedirnos de María Edith, volví a dar una mirada a la lechona en su bandeja y no pude evitar imaginar los ojos brillantes de Luis Brito, el querido fotógrafo, fanático de los chicharrones y patas de cochino, dando brincos de lechonería en lechonería, emocionado como niño en una juguetería. La calle 26 de la avenida Caracas de Bogotá será, sin duda, una visita obligada para el Gusano cuando en noviembre vaya a la inauguración de su muestra en el Mambo.

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Idania Chirinos nos muestra su Jardín de Infancia antes de empezar el recorrido por La Zona Rosa

Idania Chirinos nos muestra su Jardín de Infancia antes de empezar el recorrido por La Zona Rosa

Contar el fin de semana con Idania Chirinos y que ella dedicara sus días de descando a pasearnos por La Zona Rosa de Bogotá fue de la mejores cosas que nos pudieron pasar durante los pocos días que disfrutamos en Colombia.

Idania se conoce la ciudad como una cachaca más, luego de cuatro años viviendo allí. Es una baqueana de Bogotá y es un placer recorrer la ciudad en su compañía contando sus experiencias, primero como reportera a quien destacaban para cubrir informaciones de Colombia y, ahora, como habitante y trabajadora de esa inmensa ciudad.

El sábado, luego de desayunar en casa, fuimos a buscar a Anahí, la prima de Idania que administra el jardín de infancia «Educación para el futuro», una guardería para niños desde meses de nacidos idania3hasta los cuatro años de edad, que la periodista -en sociedad con otras personas- montara en Colombia hace un par de años. Es una linda casa llena de colorido, con espacios para la diversión y educación de los infantes, diminutas mesas, lavamanos y pocetas, todo a escala, con juguetes y espacios concebidos para que los niños se sientan bien, queridos y felices. Recientemente, inauguraron el área de cama-cunas para atender a los más pequeños. Un espacio diseñado con cariño y dedicación para los peques.

idania21El jardín de Idania es de esas inversiones que los venezolanos han podido hacer en nuestro país pero que por las condiciones políticas y económicas actuales, han migrado como lo han hecho miles de personas en busca de un futuro más amable y seguro.

Ya con Anahí unida al grupo, Idania nos llevó a «Paloquemao», un delicioso mercado de frutas, verduras, especias y flores en el sector oriental de Bogotá. Es el sitio dónde los bogotanos van a abastecerse idania22de alimentos y flores frescos y a precios solidarios. Está lleno de colores, olores y gente. Los sentidos se estimulan al visitarlo. Uno quiere verlo, olerlo, palparlo y saborearlo todo. Es fascinante ver la forma como exhiben y venden los huevos frescos de diferentes colores y tamaños, con precios que varían de acuerdo al tamaño. Allí, aunque ya había desayunado, no pude dejar de saborear un rico jugo de lulo idania5con leche.

Como debíamos regresar a la zona del Jardín de infancia para recoger algo que Anahí había olvidado, Idania nos llevó a tomar un café a «Jacques», una excusa para hacernos conocer un restaurant con decoración rococó, que me hizo sentir, al no más entrar, que llegaba a un apéndice de la ecléctica basílica de La Chinita. A pesar de lo recargado de la decoración uno se siente a gusto en el lugar y quedó pendiente una futura visita para probar la comida. El café no nos dejó muy conformes. Como marrón estaba sabroso pero como bien dijo Idania, no era el machiatto que habíamos pedido. Los dulcitos de merengue sí estaban, además de bonitos, ricos. Especialmente el relleno con mermelada de rosas.

Compramos pan para el desayuno del día siguiente y tomamos rumbo a El Retiro, para comer en Andrés Carne de Res, donde teníamos mesa reservada para la 3 de la tarde y nos encontraríamosidania12 con mi sobrina Moreli para almorzar.

Andrés Carne de Res es un sitio divertido, grande, de varios pisos llenos de imágenes religiosas, con una decoración que sorprende a cada paso por la creatividad y el uso del recurso de reciclaje. Pedimos dos bandejas de carnes mixtas de pollo, res, cerdo, chorizos, morcillas y salchichas, y una bandeja mixta de fritangas con patacones, yucas fritas, empanadita, papas criollas y arepitas y los más crocantes y espectaculares chicharrones que uno pueda imaginar. Queríamos probarlo todo. Los alimentos estaban sabrosos, las carnes jugosas y gustosas y en su punto. idania9Hermosa la presentación de los jugos, infusiones y postres. El mousse de chocolate y el merengón de guanábana indescriptibles. Todo cuidado al detalle y servidos con una excelente atención por parte de meseros jóvenes, estudiantes, bien entrenados para hacerlo sentir a uno a gusto.

Luego de comer, apareció por nuestra mesa, Felipe Saenz, un simpático y divertido mago que nos dejó sorprendidos con sus prestidigitación con barajas, bolas de goma espuma y ligas y con su labia cargada de humor chispeante, tan idania11característica del colombiano.

El restaurante es un lugar para ir a disfrutar con tiempo, comer y degustar con calma y divertirse por horas. Nos quedó pendiente una visita al de Chía, a una hora de Bogotá, que por problemas de distancia y transporte no pudimos conocer en esta oportunidad. A dónde sí volvimos más tarde fue a la Feria de Andrés, el lugar de comida rápida donde nos tomamos un café mientras Idania nos contaba sus andanzas idania15en Bogotá para luego llevarnos a comprar infusiones de diversos sabores en una aromática y bonita tienda de tés.

Después paseamos por la zona viendo tiendas de marca con espectaculares vitrinas y sintiendo lo pobres que nos hemos vuelto los venezolanos pues, cuando consultábamos precios y multiplicábamos por los 18 bolívares que hay que dar por peso, ratificábamos que son cosas prohibidas para el común del venezolano por sus altos precios al hacer la conversión monetaria.  Igual el paseo es una delicia. En una esquina nos sorprendió una ingeniosa y elegante zapatería rodante ubicada dentro de una idania26van y parada en el hombrillo de la calle. La decoración e iluminación minimalista del vehículo le otorgaban un toque chic y distinguido que invitaba a hacerle fotos y entrar.

Al día siguiente, domingo, luego de pasear un poco más por Bogotá guiados por Idania y Anahí, fuimos a Usaquén una pequeña localidad que recuerda un poco a El Hatillo en Caracas y donde montan un mercado callejero lleno de artesanías. Es más pequeño que el de San Telmo en Buenos Aires o El Rastro en Madrid pero no tiene nada que envidiarle a estos. Cuenta con stands bien seleccionados y mercancías hechas con buen idania28gusto y excelente calidad. Comimos jojotos hechos a la brasa en la calle, de ese jojoto sabanero de grano grande, blando y dulzón que a uno le provoca no parar de comer, y dulces caseros.

En un puesto de productos hechos a base de caléndula, luego de que Dianita Montoya una joven linda y atenta, viuda a destiempo porque a su esposo, a los 32 años, un infarto hizo que el corazón  «le explotara», nos explicara los detalles para la obtención del aceite y esencia de la planta de manera artesanal,  compramos algunos perfumes y aceites que presentaban en hermosos empaques de papel idania30artesanal también. Dianita me aseguró que un mes tomando unas cuantas gotas del aceite me curarían la úlcera gástrica.

Dejamos el mercadillo y entramos a conocer la pequeña, acogedora y vieja iglesia de Usaquén, que data del Siglo XVII. Paseamos por la plaza donde, en un costado, un hombre daba un discurso de historia a la gente sentada en unos escalones y, en otro costado, un grupo de gente celebraba con bulla y algarabía la graduación de unos cursos de crecimiento personal. En una punto de la acera una chica vendía sus divertidos sombreros hechos a base de fibra idania36vegetal coloreada, acompañada de su perrita y con la esperanza de reunir el dinero suficiente para hacer su soñado viaje a Brasil y en otro punto de la movida y concurrida localidad un niño hacía pompas gigantes de jabón.

El día se nos pasó volando. Usaquén nos envolvió con su grata energía. En un puesto de un callejón donde había artesanos tomamos canelazo, una bebida a base de aguardiente y canela especial para quitar el frío. Conocimos el centro comercial Hacienda Santa Barbara, construido en lo que antiguamente era una hacienda colonial a la que le anexaron arquitectónicamente una parte para ampliar el espacio comercial.

Fue un delicioso fin de semana en Bogotá que no tendremos cómo agradecerle a Idania por tanto cariño y dedicación. Nuestros días de paseo por Colombia estaban llegando a su fin. Ya sentíamos que empezábamos a extrañar la ciudad y los afectos que allí quedarían.

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