Lluvia garciamarqueana y un abducido nos despiden en Bogotá
Como en un cuento de García Márquez, ese día, nuestro último día en Bogotá, llovió. Una llovizna fina, persistente y constante que comenzó a caer a principios de la tarde y amenazaba con no parar.
La lluvia parecía despedirnos de manera garcíamarqueana. Quería recordarnos que pasamos una semana en tierras del premio Nobel. La jornada fue como aquel domingo de «Isabel viendo llover en Macondo». Amaneció un cielo azul con una luz nítida y brillante del sol, con algunos nubarrones oscuros y dispersos que presagiaban una tarde lluviosa y húmeda.
Nos fuimos de nuevo a La Zona Rosa, después de caminar sin rumbo por las concurridas calles del centro de Bogotá, visitando los mercadillos de la carrera Séptima y disfrutando de ese fascinante paisaje urbano donde uno bien puede tropezar con un par de jóvenes seguidoras del camino espiritual etiopiano Boboshanti, ataviadas con vestidos largos, estampados y con inmensos turbantes tocando sus cabezas. O con un talentoso imitador de Michael Jackson bailando en una acera. Un marionetero o un grupo de alegre y rítmica música de tambores de la costa.
Al bajar del transmilenio y dar los primeros pasos hacia el Centro Comercial El Retiro, comenzaron a caer la primeras gotas. Apuramos un poco el paso sin preocuparnos demasiado. No teníamos ningún compromiso y podíamos pasar el rato sentados en algún café o viendo tiendas mientras esperábamos que escampara.
Cuando la lluvia amainó un poco, salimos del centro comercial para buscar un lugar donde comer. La llovizna arreció recordándonos aquella lluvia de Álvaro Mutis con la que llegaba Ilona, y nos obligó a entrar al restaurante Bakers para almorzar.
Consultamos una vez más las «finanzas de Cadivi» y, según el saldo, nos quedaban las suficientes divisas disponibles para pagar el almuerzo. Verificamos que en el lugar aceptaran tarjetas de crédito, y, sacudiéndonos la lluvia del cuerpo, nos sentamos a la mesa.
Pensamos en pedir una entrada para compartir pero temiendo que las raciones fueran demasiado abundantes -como por lo general lo son en Colombia-, consultamos antes con la mesera a ver qué tanta pasta servían.
-Dejeme preguntar en la cocina y les informo -Dijo la chica amablemente y al regresar nos dijo: «Son 180 gramos de pasta, según el cocinero».
Como era una ración demasiado grande, pasamos de la entrada y pedimos solo la pasta. Dos servicios de fetuccini Alfredo con salmón ahumado y uno de fetuccini con mariscos. La pasta estaba tan rica como escasa. Una verdadera delicia, al dente y gustosa, pero los supuestos 180 gramos de fetuccini no pasaban de 90 gramos, como mucho. Para quedar satisfechos pedimos un cheese cake de frutos rojos que estaba espectacular y una rica porción de torta de chocolate con semillas de amapola. A través de los cristales veíamos que afuera seguía lloviendo como en Macondo.
Decidimos volver a El Retiro para tomarnos un café en Juan Valdez y comprar algún regalito que nos quedaba pendiente. En el camino conseguimos unos puestos de flores y paramos para comprar un ramo con el cual agradecer a Idania Chirinos su hospedaje y las atenciones.
Un ramo de alelíes acompañado con aromáticos eucaliptos y brisa coloreada nos preparaba la chica del puestico de flores mientras su tío observaba. La curiosidad me pudo y le pregunté al hombre qué era eso que se asomaba brillante en su pecho, medio tapado por su chaqueta.
El señor fingió cerrar su abrigo y no querer mostrarnos su collar pero inmediatamente desplegó como alas las solapas y nos mostró un inmenso adorno colgando de una gruesa cadena. Era una especie de medallón hecho con piedras brillantes, unas esferas de colores que parecían unas metras brillantes, cuentas de plastico y metal, shaquirones y lentejuelas, que le tapaba la mayor parte del pecho.
-Es un amuleto. Es para protegerme. Me lo dieron unos extraterrestres -Dijo el hombre con orgullo.
Resultó que estábamos hablando con José de Jesús Cruz, un hombre que en los años 50s fue abducido por extraterrestres y llevado a 24 mil años luz de distancia. A un planeta donde habitan gigantes de 3 metros. Hombres con forma y cuerpos humanos pero inmensamente grandes y que controlan desde su lejano planeta nuestra galaxia y el planeta tierra.
-Ellos me dieron este amuleto para protegerme y me dieron el poder de ver el futuro. Yo puedo ver lo que va a pasar en cada parte del mundo.
-Y ¿qué va a pasar? -pregunté sin dejar de mirar el medallón.
-¿Dónde? Por ejemplo, en Estados Unidos va a haber una inundación. Por los lados de California se va a abrir la tierra, una zanja inmensa, y por allí va a entrar el mar y va a inundar todo Estados Unidos. En Japón y en Argentina va a pasar algo parecido. Esos países van a terminar bajo el agua.
-¿Y Venezuela? -Pregunté temeroso pensando en mi inminente regreso al día siguiente.
-No a Venezuela no le va a pasar nada. Todavía, no. Se va a hundir en el mar, pero después.
Con miedo, pensando en que esa persistente lluvia Bogotana podría ser el inicio de una inundación que anegase y dejara bajo las aguas a la capital del país, le consulté:
-Y ¿Colombia?
-No. A Colombia sí le va a ir bien. No le va a pasar nada.
Aliviado por la predicción, le dije: «¡Entonces para acá es que hay que venirse!».
Mientras José de Jesús me adelantaba sus visiones y predicciones y me contaba de su viaje, hace ya más de 50 años por el universo, su sobrina le comentaba a Cristian y a Moreli, por lo bajito, entre corte y corte de ramas y hojas para el ramo de Idania:
-Eso es mentira. Él tiene tiempo contando esas historias pero ese collar se lo hizo él mismo. No es ningún amuleto ni nada de protección.
Yo, sin embargo, lo miré de nuevo, y embriagado por el aroma del eucalipto pensé que bien podría ser el «señor muy viejo con unas alas enormes» del cuento de García Márquez. Al fin y al cabo debía ser un señor muy viejo si viajó hacía un lejano planeta a 24 mil años luz hace cincuenta años y, quién quita, a lo mejor, bajo esa chaqueta, esconde unas alas enormes.
Tomamos el ramo envuelto en celofán y nos despedimos bajo la lluvia. Pasaríamos unas cuantas horas en el café Juan Valdez de El Retiro antes de que la lluvia nos permitiera volver a casa. La noche se hacía cada vez más fría y húmeda.
Así fue la despedida de Bogotá. La incesante lluvia y el abducido José de Jesús Cruz me recordaban que había estado ochos días en tierras de García Márquez, en la cuna del realismo mágico. Un lugar donde a uno se le podría aparecer, en cualquier esquina del barrio Santa Fe, alguna abuela desalmada llamando a gritos a la cándida Eréndira.
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