El blog de Golcar

Este no es un reality show sobre Golcar, es un rincón para compartir ideas y eventos que me interesan y mueven. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para dejar constancia de que he vivido. Adelante y si deseas, deja tu opinión.

El último gallo

gallo

El anciano pintor, todas las tardes a eso de las cinco, se bañaba, se vestía, salía de su estudio en el fondo de la inmensa casa y se apoltronaba en el salón, frente al televisor encendido, a esperar con impaciencia la llegada de Giancarlo, el joven pretendiente de su sobrina, quien una que otra tarde se dejaba caer para visitar a su amiga.

Con sus gruesos lentes de culo de botella, fingía ver televisión y cada vez que sonaba el timbre sentía un pequeño vacío en la boca del estómago. Miraba hacia la entrada del salón estirando el cuello todo lo que sus artríticas cervicales le permitían y, con el tono más indiferente que conseguía, le preguntaba a su hermana Rosalía:

– ¿Quién es?

– La vecina, que dice que si le podemos prestar el periódico de hoy, que necesita revisar una información que salió.

En la penumbra, trata de enfocar la esfera de su reloj de pulsera. «Las seis y media –piensa, y suspira– ya no viene hoy tampoco».

–Rosalía, ¿dónde está la niña?

–Salió desde las cuatro a casa de una amiga porque tienen que entregar mañana el trabajo de historia en la universidad.

–Ah, entiendo.

Miró las paredes del salón y vio que estaban cubiertas por sus pinturas. Era casi que una muestra retrospectiva de las diferentes etapas de su creación. Torció la boca en un gesto de aburrimiento e impotencia y pensó: «Nunca tuve el valor de pintar las cosas que en verdad quería pintar. Estos cuadros son espantosos, no dicen nada de mí. Son pura técnica y perfección pero carentes del más mínimo sentimiento».

Con la espalda dolorida de tanto estar sentado en la poltrona, se levantó, fue al comedor y le dijo a Belkis que le sirviera la cena.

Mientras esperaba, vio los dos bodegones que pintó cuando estuvo en Italia. Los miró y no pudo reconocerse en ellos. Los volvió a mirar y le dijo a su hermana, que acababa de sentarse a la mesa:

–Esos cuadros deberíamos quitarlos. Son espantosos. Deberíamos cambiarlos por algo más bonito, con más vida.

–Últimamente, siempre tienes que estar echando broma con los cuadros de la casa. ¿Cómo que espantosos? Si son bellos, coloridos y las frutas se ven tan reales y frescas que provoca comérselas. Aquel, ―señalando a la derecha― fue ganador del primer premio en el Salón Regional, ¿te acuerdas?

– ¡Bah, son una porquería!

Terminaron de comer en silencio y el pintor se fue a su cuarto a leer un poco antes de dormir.

«Hoy es viernes. Hoy sí debe venir el muchacho» –pensó el viejo, mientras le daba unas cuantas pinceladas al cuadro de los palomos que estaba a punto de terminar, –«Me baño y me visto y salgo a esperarlo».

Al rato de estar sentado frente al televisor, inquieto, sonó el timbre. Angélica, su sobrina, fue a abrir. «Tiene que ser él, si no, no habría salido la niña a abrir». Mira por sobre las gafas hacia la entrada, trata de agudizar el oído para ver si identifica la voz del muchacho, se alisa la camisa y suspira al ver entrar al salón al joven.

– ¿Cómo le va, señor Ezequiel? –Dijo el muchacho extendiéndole la mano.

El viejo le estrechó la mano cubriéndola con las dos suyas. Las sostuvo por un rato «¡Qué calentitas están siempre!».

–Siéntese aquí –le dijo señalando con una mano la silla que estaba junto a su poltrona, mientras apretaba, con la otra, la mano del chico que no quería soltar.

–Ese cuadro de allá, el de la calle mojada y la gente con los paraguas, siempre me ha gustado. –dijo el muchacho mientras se desprendía de la mano del viejo.

–Ese lo pinté en París. Ganó un Salón Nacional de pintura hace como mil años. A mí me gustaba mucho por eso nunca quise venderlo. Muchos coleccionistas lo querían pero yo me empeñaba en no venderlo. Ahora ya no me gusta. Creo que pude haber pintado cosas mejores durante esos dos años que estuve en París.

–A él ahora no le gusta ninguno de sus cuadros –terció Rosalía, que iba entrando al salón y continuó mientras tomaba asiento –Le ha dado por ahí, porque quiere que los quitemos todos y los guardemos porque dice que no sirven para nada. Imagínate, si justamente nos hemos quedado con casi todos los cuadros que han ganado premios y él dice que son espantosos. Ya está chocho.

–Si van a regalar o botar el de la lluvia, me avisan que con gusto me lo llevo –dijo riendo Giancarlo.

El viejo sonrió, le puso la mano en la pierna, justo en el borde de la bermuda y la piel, la apretó y le dijo, mientras le guiñaba el ojo:

–Lo tendré en cuenta.

«¡Qué calientica tiene la piel! Es suave, firme. Sin vellos. Una piel hecha para la caricia. Eso es lo que yo he debido pintar. Jóvenes hermosos, atléticos, llenos de vida. Y no esos paisajes, esas naturalezas muertas, esas montañas frías, esos animales insulsos…».

–Tío, hoy volvió a llamar Néstor, dijo que necesita hablar urgentemente contigo. Yo le dije que tú estabas para el banco, cobrando la pensión, y que ya lo llamarías.

La voz de Angélica y el nombre del hombre le causaron un sobresalto que lo sacó de su ensueño. Quitó la mano de la pierna del joven, tosió y dijo: «Bueno, ya lo llamaré yo. Voy a cenar y a leer un rato. Hasta pronto, amigo. Dios te bendiga, sobrina. Chao Rosalía». Y se fue arrastrando los pies más de lo acostumbrado, como si le hubieran lanzado sobre los hombros un pesado bulto.

–Cada vez que ese hombre aparece, Ezequiel se queda pálido y nervioso –comentó Rosalía–. No sé qué poder tiene para sacarlo de sus casillas. Ezequiel dice que es su hijo, pero no sé por qué nunca lo reconoció y por qué aparece después de tanto tiempo a desencajarlo. Un día le va a dar una broma. No me gusta que se ponga tan nervioso cuando el tipo llama.

Esa noche, el viejo durmió incómodo. Se despertaba sobresaltado y luego le costaba conciliar de nuevo el sueño. Siempre le pasaba lo mismo cuando Néstor aparecía y lo que más le disgustaba era que cada vez eran más frecuentes las llamadas.

A la mañana siguiente, se levantó. Se sentía malhumorado. Llamó a Néstor por teléfono.

–… ¡Pero ahorita no tengo tanto!… Si, ayer cobré la pensión pero sabes que eso no alcanza para nada, se va casi toda en mis medicinas… ¡No! ¡No vengas! … Si, ya veré que puedo hacer…

Colgó. Se restregó las manos sobre el rostro y, cuando abrió los ojos, vio que Rosalía estaba en frente con mirada de censura.

– ¿Qué pasa ahora? ¿Otra vez te está pidiendo plata?

–Dice que su mamá está muy enferma, que debe hacerle unos exámenes urgentes y que son muy caros.

Ezequiel tomó el teléfono, marcó un número y habló:

– ¿Federico?… Sí, Ezequiel, ¿todavía estás interesado en aquel cuadro que te gustó, el de las azucenas? … Bueno, ¿cuánto me puedes dar?… ¡Coño, es mucho menos de lo que yo esperaba! … Está bien, trato hecho, es que tengo una emergencia. Voy para allá.

–Siempre la misma historia, Ezequiel. Por ese hombre, terminas regalando tu trabajo. ¿Es que él no puede trabajar para mantener a su mamá? Cada vez es más frecuente la pedidera de plata y no entiendo por qué no le dices de una buena vez que no, que tú tienes apenas para medio vivir. ¡Que se busque él la vida, que ya tiene cerca de 50 años…!

Ezequiel la dejó hablando sola, fue a su estudio, tomó el cuadro, lo embaló en papel kraft y, antes de salir, llamó una vez más por teléfono.

–Listo. Ya conseguí el dinero… Vendí un cuadro por mucho menos de su valor… ¡No! ¡No vengas! Nos vemos en hora y media en la plaza…

– ¿Tú estás seguro que ese Néstor es hijo tuyo, Ezequiel? – Preguntó Rosalía cuando colgó.

– ¿Ya vas a empezar otra vez con la preguntadera? No te cansas de meterte en la vida de los demás.

Tomó el cuadro, apresuró el paso hacia la puerta de la calle e hizo caso omiso a la perorata que Rosalía seguía recitando. Quería salir lo más pronto posible de todo eso. Era uno de esos días cuando sus 68 años pesaban como si fueran 100.

Regresó cerca de las 3 de la tarde. Ya estaba más tranquilo. Almorzó en la calle, caminó un rato por la ciudad y cuando ya estaba más sosegado, sintió que estaba listo para regresar a casa.

Al entrar, Rosalía lo miró con cara de reproche. Aunque ella era quince años menor que él, siempre había sido más dominante y, desde que su marido falleció, era quien llevaba las riendas de la casa porque Ezequiel nunca quería enterarse de nada que tuviera que ver con la cotidianidad del hogar.

–Discúlpame Rosalita, esta mañana te traté horrible. Es que pasé muy mala noche.

–Cada vez que ese hombre aparece, es lo mismo. Te transformas. Me da miedo que algún día haga que te dé una vaina…

Ezequiel le dio un beso en la frente y le dijo:

–No te preocupes. Ya está arreglado. Por un tiempo no aparecerá.

–Ese es el problema, que desaparece solo por un tiempo. ¿Pero por cuánto tiempo? ¿Ya comiste? Te esperé pero como tardabas tanto, terminé por almorzar con Belkis.

–Sí, me comí un sándwich en el cafetín de la plaza. Voy a descansar, estoy muerto.

Le dio otro beso y se fue a su cuarto. Luego de unas cuantas vueltas logró conciliar el sueño. Cuando despertó, ya eran las siete de la noche. Salió de su habitación, se encontró con que estaban ya todos sentados a la mesa y, con alegría, descubrió que a Giancarlo lo habían invitado a cenar.

A pesar de que se sentía contento con la presencia del muchacho, Ezequiel no tenía mucho ánimo para hablar esa noche. Saludó a todos y se sentó para cenar. Comió en silencio. De vez en cuando respondía con monosílabos a lo que le preguntaban. Angélica le contaba a Giancarlo que obtuvo siempre las mejores calificaciones en bachillerato, en las materias que tenían que ver con arte, historia e idiomas. Gracias a su tío Ezequiel, que la ayudaba con los trabajos y le daba clases particulares, cuando sentía que algún tema no se le daba con facilidad, siempre eximía las materias humanistas.

Ezequiel, aunque estaba a gusto, no tenía mucha disposición al diálogo. Miraba a su sobrina sin escucharla y se extasiaba contemplando al joven…

«Definitivamente, nací miles de años después de lo que debía. He debido nacer en la antigua Grecia, en esa época, y a esta edad, él habría sido mi discípulo, y yo su maestro. Yo le enseñaría todo lo que sé y él me compensaría con su hermosura, su amor y su compañía. Pero nací en esta tierra y en esta época, donde se nos estigmatiza sin contemplación llegando a ser muy crueles a la hora de señalarnos y hacernos burla. Sólo en París pude tener mis días de felicidad. Allí me olvidé por un tiempo de pintar flores, paisajes y animales. Lástima que el resultado fue tan mediocre. No permití nunca que la pasión se trasladara al lienzo. Ni siquiera pintando a San Sebastián logré plasmar el éxtasis sensual de su martirio. El pudor no me dejó pintar más que un remedo del santo, sin sentimiento ni pasión. Pero París me dio la oportunidad de vivir el amor como nunca más pude, aunque, al final, salí con las tablas en la cabeza».

A los 32 años, y en plena crisis existencial de la edad, sintiendo que había empezado a vivir la segunda mitad de su vida sin haber vivido o, por lo menos, sin haberlo hecho cómo quería hacerlo, decepcionado y sintiéndose un perfecto fracasado a pesar del dinero y los premios alcanzados con sus obras, decidió, en un arrebato que lo ponía ante el dilema del suicidio o irse del país, embarcarse a París.

Agarró todos sus ahorros de los premios y las ventas de los cuadros –para ese entonces era uno de los pintores mejor cotizados en su país–, tomó un barco y al mes y medio se encontraba instalado en Montmartre, lugar en el que consiguió  una magia especial y donde pensó que podría vivir el resto de su vida.

Un día fue a la catedral de Saint Denis y allí, en el sitio atestado de turistas, se prometió ante las tumbas de los reyes que nunca más regresaría a Venezuela. Su país se le había convertido en una cárcel y, aunque frente a él la gente no dijera nada, sabía que murmuraban a sus espaldas y se burlaban de sus amaneramientos.

Justo al terminar su juramento, cuando se disponía a salir de la iglesia, al levantar la mirada al contraluz producido por la claridad que entraba de la calle, distinguió la alta figura de un hombre. Se movió a un lado para evitar el resplandor, esperó a que su retina se acostumbrase a la penumbra, y pudo ver que el hombre lo miraba fijamente y sonreía.

Tenía el cabello ondulado, castaño claro y prominente nariz que, a pesar del tamaño, encajaba perfectamente con las facciones. Lo saludó en italiano.

Ezequiel contestó en un italiano casi perfecto ―que aprendió a hablar cuando vivió en Roma por año y medio mientras estudiaba una maestría en artes plásticas―, le extendió la mano y le sonrió.

Ricardo, se llamaba el italiano, y desde ese mismo instante se hicieron inseparables.

También era pintor, pero a él le atraía más el arte abstracto mientras que Ezequiel le aclaró que, aunque no era su pasión, la vida lo había llevado por el costumbrismo y, especialmente por el naturalismo, aunque era una camisa de fuerza de la que esperaba poder zafarse en París.

Ricardo era vivaz, parlanchín y ocurrente. Ezequiel sentía que le daba energía y lo impulsaba a hacer cosas inimaginables.

Poco más de un año duró esa relación, la alegría de Ricardo fue disminuyendo en la misma medida que lo hacían los ahorros de Ezequiel. A ambos se les hacía cada vez más difícil vender un cuadro y el dinero de Ezequiel se agotaba. Las discusiones se hicieron más frecuentes hasta que Ezequiel, con dos meses de renta atrasados, logró reunir justo lo necesario para regresar a su país y, una mañana, después de una acalorada discusión con Ricardo, tomó sus pertenencias y regresó con su familia.  Nunca más supo de Ricardo, tampoco se interesó por saber.

Para la gente de su país, la historia fue muy diferente.  Luego de casi año y medio en la ciudad luz, Ezequiel no soportó más la soledad y la frialdad de los parisinos. Extrañaba el calor de la gente del trópico y, sobre todo, se le hacía indispensable la luz, la incomparable luz de su país natal para poder desarrollar sus pinturas, para poder plasmar los paisajes bucólicos que le gustaba pintar, para contrastar luz y color en su lienzo.

La historia coló a la perfección. Ezequiel se deshizo en París de los bocetos de desnudos y los cuadros de jóvenes atléticos que había realizado y que lo avergonzaban y volvió a los paisajes, a las naturalezas muertas, a las flores y a los animales. De esa época sólo conservó el San Sebastián, aunque nunca lo montó ni lo mostró a nadie. El lienzo permaneció enrollado en su estuche forrado en cuero color vino, tal y como lo trajo de París.

Toda esta historia la revivió Ezequiel mientras contemplaba a Giancarlo en la cena, hasta que la voz insistente de Angélica, lo sacó de su ensoñación.

–Tío, ¡tío, que te estoy hablando!

–Dime, mamita.

–Que hoy llamó otra vez Néstor. Estaba muy alterado, como agitado, e insistía en que necesitaba hablar urgentemente contigo.

–Bueno, mañana lo llamo. Hoy no quiero tener disgustos. Ya para mañana veré que es lo que le pasa ahora a ese. Me voy al cuarto, estoy muy cansado. Buenas noches.

– ¡Coño, Néstor, pero que es demasiado dinero! ¡Que no tengo! … Pero no me insultes, es que es materialmente imposible que yo te reúna ese dineral de un día para otro… ¿Ahora soy un viejo verde asqueroso? ¿Después de todo lo que te di y te quise? ¿Con eso me pagas? Hasta de la cárcel tuve que sacarte… ¿Cómo pude quererte tanto como te quise?… ¡Que no lo tengo, coño!… No me insultes más… No, no vayas a aparecerte por acá. ¿Para qué darle un mal rato a mi familia? … A veces me provoca mandarlo todo a la mierda contigo y que vengas y se sepa todo de una buena vez… No, no, no, no vayas a venir. Dame una semana para reunirte la plata. Diles a esos mafiosos con los que juegas que en una semana les pagarás, ya veré yo cómo hago para tenerte esa cantidad pero, algún día, yo no voy a poder o no voy a estar y tú vas a amanecer con el mosquero en la boca por estar apostando con esos mafiosos.

Ezequiel colgó y trató de recomponerse pero estaba demasiado excitado tras la conversación y se le dificultaba aparentar normalidad. Fue a la cocina, le dio un abrazo a Rosalía y le dijo:

–Ay, hermanita. Muy pronto tendré que contarte muchas cosas. Ojalá que no te causen un disgusto.

Rosalía guardó silencio. Lo miró con compasión, le dio un beso y continuó cocinando con Belkis.

Ese tema no se volvió a tocar. Pasaron tres días y, una tarde, cuando Ezequiel salió de su estudio se le iluminó el rostro. Giancarlo estaba de visita y se quedaría a cenar. El viejo sintió que volvía a respirar con tranquilidad, como no lo hacía desde la nefasta conversación con Néstor.

Se sentaron a la mesa y mientras comían, la conversación fluía con normalidad. Ezequiel encontraba esa noche particularmente encantador a Giancarlo. No sabía si era el color de la camisa o el nuevo corte de pelo pero apenas lograba contener las ganas de tocarlo, de acariciarle las mejillas, de palparle los muslos. Lo veía y su mente comenzaba a divagar por caminos insondables. El corazón se le aceleraba y sentía que le costaba pasar el bocado de comida.

Andaba en esas el viejo cuando sonó el teléfono. Es  Néstor –dijo Angélica susurrando y tapando la bocina con una mano–. Está como borracho.

–Dile que no estoy, que ya estoy durmiendo, que me darás el mensaje.

Así lo hizo Angélica, colgó, pero la cena ya no volvió a tener la alegría y la armonía que tenía para el pintor. Se revolvía en la silla. Miraba a Giancarlo y sentía profundos deseos de tomarlo de la mano y llevárselo lejos de allí. Entonces recordaba la última conversación con Néstor por teléfono y la comida le sabía amarga. No aguantó más. Se levantó y se despidió sin dar mayores explicaciones.

Entró a su estudio decidido a pintar a Giancarlo y por fin dar rienda suelta a su creación. Pintar al joven muchacho en toda su hermosura y esplendor. Lo pintaría, y al tener el cuadro terminado,  le contaría a Rosalía y a Angélica toda la verdad y se acabaría esa historia de tapaderas, sufrimientos y chantajes.

Tomó el lienzo que tenía preparado para pintar un gallo, con un fondo azul profundo como los atardeceres de Macuto, lo montó en el caballete, se puso su delantal, cogió los óleos y el pincel y pensó: «Pa’l carajo con el gallo, no vuelvo a pintar un gallo, una paloma o un turpial ni ningún pajarraco nunca más en mi vida. Ya los conozco al caletre a esos bichos, los puedo pintar con los ojos cerrados. De ahora en adelante solo pintaré a Giancarlo».

El pincel se deslizaba frenéticamente sobre la tela. Ezequiel estaba a mil revoluciones por minuto. Parecía como si conociera de memoria el cuerpo del joven. Pintó su rostro de pómulos salientes, sus labios rosados y carnosos, deseosos de estrenar besos, su nariz respingada como la de una virgen. Se extasió en la definición de su pecho delineado y terso con una suave sombra en sus pezones. Las musculosas piernas parecían no tener fin, sus pies huesudos y de venas marcadas, las tibias y mórbidas manos de largos dedos que tantas veces había sostenido entre las suyas. Y su pubis, con una sombra de vello que le hacía el perfecto marco a un miembro viril a medio camino entre el reposo y la erección, como imaginó correspondía a la edad del joven pretendiente de su sobrina.

Pasó horas pintando. Esa noche no durmió. Una fuerza oculta le impedía detenerse. Sentía que no podía parar hasta ver terminado su cuadro. Hasta ver, por fin, una obra suya que lo definiera, que lo explicara.

Dio los últimos retoques. Se alejó un poco del caballete para contemplar. Sus ojos se humedecieron ante la perfección de la imagen de su amado. Veía a Tadzio en los cabellos rojizos del muchacho, al David en la mirada que lo observaba a él a su vez, a Antinoo en la suave, firme y tersa piel lampiña, a Hefestión en sus blancas manos. Suspiró…

«Listo. Esto es lo que siempre quise hacer. Mañana lo firmo y se lo regalo a Giancarlo con una dedicatoria».

Dio una última mirada a la obra y, satisfecho, se acostó sin desvestirse. Esa noche soñó un sueño feliz, tranquilo. Al Giancarlo del cuadro le salían alas y lo alzaba en peso y se lo llevaba lejos, volando más allá de la atmósfera hasta llegar a la antigua Grecia.

Belkis fue de prisa a la habitación de Rosalía. Había ido a llevarle el café a Ezequiel y se asustó al encontrarlo vestido con la ropa de trabajo, sobre la cama, boca arriba y como sonriendo. Lo llamó varias veces y no le respondió. Lo sacudió y al ver que no se movía, se aterró.

–Señora Rosalía. ¡Señora!- decía Belkis muy quedo mientras golpeaba suavecito la puerta del cuarto.

–Entra, Belkis.

La mujer encontró a Rosalía sentada en la cama con el rosario en la mano. Ésta levantó los ojos hacia Belkis para escuchar lo que ya sabía.

–Señora, el señor Ezequiel está muy raro. Esta boca arriba en su cama, con su ropa de trabajo, sonriendo. Le hablo y no me dice nada…

–Se murió Belkis. Anoche, en sueños, vino a despedirse, como mamá. Fue el mismo sueño que tuve cuando se murió mamá. Volaban felices y desde el aire sonreían y me decían adiós. Ya voy para allá.

Rosalía entró al cuarto, le dio un beso a Ezequiel en la frente, le hizo la señal de la cruz en el pecho y murmuró:

–Ya descansas, hermanito.

Fue al estudio y el corazón le dio un vuelco. El aliento se le detuvo por un instante al contemplar el cuadro que estaba en el caballete de Ezequiel. Se le anegaron los ojos por la emoción ante la belleza que tenía enfrente. Se llevó las manos al pecho y, tras las lágrimas,  se asombraba por los tonos cobrizos de las plumas, el intenso rojo pasión de la cresta, el pecho henchido, la actitud de las alas como empezando a desplegarse, la penetrante mirada que le dirigía, imponente, el animal a ella.

– ¡Dios mío, qué hermosura! Es el gallo más bello de todos los gallos que haya pintado Ezequiel.

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16 pensamientos en “El último gallo

  1. Felicita Blanco en dijo:

    Qué ricura de texto.

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  2. rbaralt en dijo:

    Hermoso cuento, Golcar. Es de una sutileza fascinante. Felicitaciones!

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  3. Jesús Valente en dijo:

    ¡Un abrazo,amigo!

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  4. Olga Imesch-Parra en dijo:

    Nada que agregar a los comentarios anteriores.
    Esta narrativa muestra muy bien lo que actualmente sucede… La angustia, la indecisiòn por salir del closet…
    A la final, Ezequiel no logrò salir…
    En su delirio de muerte imaginò lo inimaginable para él…y asì, muriò feliz..
    Se fué con el alado Giancarlo…,dejando el màs hermoso gallo que jamàs habìa pintado…
    El «ya descansas, hermanito», de Rosalìa, deja entrever que tal vez ella en su interior sabìa del sufrimiento de su hermano.
    Narraciòn muy conmovedora, muy acorde a nuestro tiempo en donde la homosexualidad comienza a ser tema de polémica y de aceptaciòn. La tolerancia es algo que todavìa resta un tabù…
    Me queda solo felicitarlo y continùe regalàndonos con tan hermosos relatos.

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  5. Henry en dijo:

    Excelente……..!

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  6. Margarita Liscano en dijo:

    Sencillamente hermoso!!!. tu sensibilidad me emociona; un cuento real, lleno de respeto hacia un creador sin importar su preferencia sexual…ese Gallo encierra la verdadera exaltación a la belleza de un Ser, tras el encuentro de su esencia de una estética personal que no es otra que poder mostrar su alma y conmover…a veces atreverse tiene un precio y a Ezequiel, Dios lo premió con una muerte que no lo es; murió feliz, al fin logró su consagración develándose en ella.
    Golcar te felicito, gracias por tan bello cuento.

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  7. Simplemente hermoso Golcar, no me he equivocado al seguirte en el Twitter y poder leer tus artículos y Post, siempre que tengo oportunidad de leerte… me atrapas, Excelente cuento, sencillamente maravilloso desde el inicio, mil felicidades.

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  8. Bibiana Balestrini de Osorio en dijo:

    Excelente escrito! Y apegado a la realidad de muchos de nuestros homosexuales, quienes por temor a la sociedad esconden su orientación sexual hasta aceptar chantajes! (inclusive llegando al autorechazo). A Ezequiel solo le faltó un poquito de respeto y valentía hacia él mismo, finalmente siempre (asi sea un tantito tarde) se termina aceptando y respetando la diversidad y entendiendo que no tenemos por que ser todos iguales! Termino diciendo un pensamiento que no es mio: la homosexualidad no es solo de humanos, la homofobia si!

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  9. Tienes madurez, estilo , emoción. Te presentí siempre un narrador de relatos, con un final que es digno de escritores logrados. Ninguna sorpresa, solo la alegría de que hayas compartido un género – en este caso, el cuento- en el que pareciera que has estado siempre, tal es la soltura y gracia con que en él te mueves.

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  10. Federico en dijo:

    Extraordinario, Golcar, de una sensibilidad exquisita. Te lleva de la mano, poco a poco, como dándote tu tiempo a que entiendas de qué va la vaina.

    Estoy de acuerdo con Lala, es un cuento corto. Espero que haya otros de donde vino éste, pues se deja leer con deleite.

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  11. Bello relato. Todos los creadores codifican de alguna manera aquello que simplemente no pueden decir abiertamente.

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  12. pollinob en dijo:

    Estupendo.

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  13. Lala de Balestrini en dijo:

    La verdad Golcar esto mas que un post yo diría que es un cuento corto, bellísimo y profundo donde desde el principio se deja ver el trasfondo, muy velado pero inconfundible, muy bonito con muchísimo sentimiento, no sé si está inspirado en algún conocido suyo o es pura imaginación pero la verdad muy bien logrado según mi manera de ver, en lo que si discierno un poquito es en la edad porque cuando se empieza a leer uno se imagina un hombre de mucho mas edad, más decrépito y la verdad me asombré cuando usted dice que solo tiene 68 años, será que lo comparo con los sesentones de la familia que todos estamos en muchísimas mejores condiciones que lo que se deja colar de Ezequiel, Lo felicito me encantó el cuento y siempre he pensado que las personas deben asumir sus condiciones para que la vida no se les haga tan difícil, se lo he comentado innumerables veces a un amigo que vive con unos conflictos horrorosos porque a sus cuarenta años todavía no sabe que es ni que quiere ser, ojalá y pudiera leerlo para ver si se ve retratado en el relato.

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    • Cherisima en dijo:

      Mi Golcar, no aguanté la curiosidad y mientras tomaba el desayuno… Me dejaste con los ojos aguados de la emoción! Que belleza, por supuesto mientras leía no dejaba de sacar conclusiones. La forma como lo relatas es poesía. Estas son las cosas que quiero leer! Un beso.

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